jueves, 29 de diciembre de 2011

Año usado, año de estreno

Diario de Pontevedra. 28/12/2011 - J.A. Xesteira
Llegados hasta aquí, lo normal es hacer balance de lo pasado y previsiones de futuro. Es lo típico de los medios de comunicación para poder cerrar el balance informativo. Hace años se ponía además la guinda de un chiste a cargo del dibujante de la casa con un viejo año con barba larga y un bebé recién nacido. No sé si todavía existen esas costumbres tradicionales o se pasa de todo, como la vida misma. El resumen del año, en realidad era como un recordatorio de lo que habíamos vivido, directa o indirectamente; en las distintas secciones se hacía el suma y sigue de la vida internacional, deportiva, nacional, cultural..., hasta completar el periódico entero. En el fondo era un recurso para rellenar las páginas de unos días en los que se reducía el ritmo de trabajo y se facilitaban vacaciones de las redacciones. Resumir el año pasado no es tarea complicada, y si nos preguntan así, en general y por el aire, todos coincidimos en que fue un año malo (en general siempre pensamos que los años pasados son malos y deseamos que el nuevo sea favorable) y en esta ocasión todos esperamos que 2012 sea un año que nos deje un poco más tranquilos. El pasado, ya pasado, nos dejó paro, sequías, inundaciones, y cambios políticos. Ni siquiera hizo viento, y el que sopló, fue malo; lo acaban de decir los empresarios de energía eólica: en 2011 sopló el viento un 10 por ciento menos que en el anterior. Ya ve, uno no se acuesta sin aprender algo; no sólo cuentan los intereses de las primas de riesgo, el número de parados, la deuda soberana, el número de morosos, las hipotecas y el incremento de los presupuestos de las obras faraónicas absurdas que se construyen en España; también se contabiliza el aire, y este año, según los contadores del molino, soplaron malos vientos. Cosa que ya sabíamos aunque no tuviéramos los números. Pero no para todos, porque los que ganaron las elecciones, supongo, estarán festejando este su año de gloria. Lo que venga detrás será otra cosa, pero, por el momento todavía están subidos a la fuente, cantando lo de “¡campeones, campeones!”. Sin embargo, a juzgar por las fotos, me parece contabilizar un aire diferente en el presidente Rajoy, otro semblante, otra mirada. En las fotos de presentación de ministros, de las escaleras del palacio de invierno de la Moncloa o en las entradas y salidas de las cortes, su cara ya no es la misma que hace unos días. Quizás comenzara a cambiar en el momento en que se subió a la sede del partido para saludar a las masas y besar a su esposa. No sé, pero lo veo con cara de “¡en la que me he metido!”. A lo mejor son sólo impresiones producidas por fotografías de prensa. Pero mi sensación es que éste es otro hombre, el que hizo un largo recorrido para llegar al borde del acantilado, de ahí en adelante ya no se puede avanzar más, a no ser que seas Supermán. Rajoy es un político de larga distancia, de paso medido y dosificación del esfuerzo; a veces me recuerda al abuelo del Pequeño Gran Hombre (¡bella película!”) cuando, ciego y en medio de la masacre, se le ocurre que las balas no le pueden hacer nada, y comienza a caminar en medio de la matanza del general Custer sin que, efectivamente, las balas le toquen, sigue y sigue, mientras a su alrededor caen los sioux. El presidente cruzó todo el campamento de la derecha mientras silbaban las balas y avanzó; atrás quedaban tumbados conocidos guerreros. Pero una vez que escampó se encontró al final del camino y se cambió la cara. Puede que todo sea una impresión mía, equivocada como tantas veces, pero creo que es la única incógnita que me llevo de 2011 a 2012. Porque junto a los resúmenes del año, siempre había las previsiones del venidero. De niño las leía en el almanaque del TBO, donde se hacían unas profecías para el año siempre graciosas y de buen rollo, todo era bueno. Pero en el mundo adulto las previsiones eran de otro calado. Los expertos auguraban el porvenir de acuerdo con lo que leían en las entrañas de los pájaros económicos. Eso no ha cambiado, siguen haciendo lo mismo: el hígado del Banco Central Europeo predice que el año que viene habrá recesión; la hiel del cuervo del Fondo Monetario Internacional prevé un descenso en el endeudamiento de la zona euro; las tripas de las ocas de la agencias de calificación anuncian notas desastrosas de los países mediterráneos. Y así. Pero eso ya lo sabemos sin necesidad de destripar bichos. Ya sabemos también que lo mismo que dicen una cosa nos dicen lo contrario, basta recordar que no se enteraron de la crisis y aseguraban que Islandia era un paraíso. Lo importante es lo otro. Las adivinaciones buenas eran las de esos otros expertos que hablaban como la Sibila de Cumas y decían cosas como que en la Familia Real iba a haber novedades, sin especificar, o que en el verano se iba a producir una gran noticia o una catástrofe; sin concretar. Aquellas adivinaciones de grandes expertos como Aramís Fuster o Rapel tenían el mismo fundamento que las de los economistas mundiales, pero, por lo menos, se presentaban vestidos de magos y una vez pasado el año siempre acertaban, porque sus adivinaciones eran de carácter etéreo, inconcreto y moldeable. Ahora ya no hay adivinaciones, el mundo se hace previsible; gana el Madrid o el Barcelona; el año que viene trataremos de sobrevivir como podamos y, a lo mejor salimos a protestar a la calle. El resumen del año pasado se concreta en dos cosas: que por fin pasó 2011 y que el Rey habló en fin de año y ya no tiene a su yerno en el equipo. De lo que viene no hay mucha esperanza a la que agarrarse, vienen tiempos difíciles (como si los que pasaron fueran fáciles) y sólo me quedan dos incógnitas que se resolverán a lo largo del año: ver si aumenta la energía eólica (si soplan buenos vientos) y si el presidente vuelve a lucir semblante optimista. Si veo los molinos quietos o canas en el cabello presidencial, malo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Deseos navideños

Diario de Pontevedra. 21/12/2011 - J.A. Xesteira
Fiel a mi costumbre no vi el debate de investidura del nuevo presidente, pero vi el resumen y eché un vistazo a los periódicos. Ahí vi dos cosas que destacar: una, que me llamó a colaborar (a mi y unos cuantos millones más de españoles) y otra, que somos invitados a tener fe en el futuro. El resto de la homilía parlamentaria no deja de ser un resumen de buenos deseos, cosa muy apropiada en los tiempos que corren, de crisis y Navidad. El presidente Rajoy enumeró un a lista de intenciones para arreglar el país, que es lo que se espera de un dirigente a estrenar, y todo su discurso fue un “haremos”, “pondremos en marcha”, “aprobaremos” o “rebajaremos”. Sabemos de siempre que una cosa es predicar y otra dar trigo, y de las buenas intenciones nadie duda, pero habrá que esperar al futuro en el que se concrete el “haremos”, que siempre es un “tenemos pensado hacer” que por el camino se convierte en un “las circunstancias nos obligan a...”. El presidente Rajoy fue claro en varias cosas: las pensiones suben (es el único gasto que aumenta, admitió, aunque se trate de un derecho, no de un gasto graciable); se bloquean los empleos públicos (con lo cual el paro seguirá subiendo, porque el sector público es el único en este país que genera empleo, el sector privado va a la cabeza de Europa en producción de parados); se eliminan los puentes (vacacionales, craso error, la economía nacional se beneficia por el gasto de los puentes, de ellos viven las gasolineras, las casas rurales de alquiler y las agencias de viajes, por no decir, los restaurantes y las autopistas) y las prejubilaciones (salvo las excepciones, como ahora); se recortará el déficit en 16.000 millones, aunque no explica cómo pero me temo que se va a recortar por nuestra parte contratante en nuestros servicios más básicos; habrá un nuevo bachillerato (en este país el bachillerato es como la pasarela Cibeles, cambia según la moda) y se potenciará el bilingüismo español-inglés (una batalla inútil: hablamos más inglés que los alemanes y nos sirve de lo mismo). El presidente nuevo hizo su discurso según se esperaba, sin concretar mucho y con llamamiento a la ciudadanía a que se prepare para los tiempos difíciles y que tenga fe, que vendrá el día en que todo se resuelva, los pajaritos canten y las nubes se levanten (textual, el final del discurso habla de que se disiparán las “nubes de la pesadumbre” que ahora nos acechan, como en el viejo himno de los anarquistas). Desde el punto de vista político, el discurso no pasa de un trámite del que va a hacer faena de aliño porque no tiene que convencer a nadie, va sobrado y con mando en plaza; desde el punto de vista literario, el que se lo haya escrito no pudo evitar viejos latiguillos, como ese “España será lo que los españoles quieren que sea”, ya usado en viejos tiempos por otros menos cualificados en banquetes institucionales en los que se fumaban puros con el café. Lo importante es que me han llamado, junto con todos los españoles del censo, a arrimar el hombro y a aguantar la crisis; y se nos ha dicho que hay que tener fe en el futuro, que va a escampar dentro de nada, en cuanto apliquen unas cuantas medidas fiscales y otras cuantas medidas recortables. El presidente no va a hacer nada que no hubiera hecho otro en su lugar; el Lado Oscuro de la crisis es el que manda. Nosotros, a aguantar y tener fe. La cosa, vista ahora mismo, no pasa de un cambio de ZP por un MR. Más adelante ya se verá, que el futuro siempre es incierto y lo único seguro es que siempre nos alcanza. Después de la homilía y las respuestas de los opositores, desde los más furibundos hasta los más complacientes, salgo a la calle a comprar, con el fin de contribuir al consumo del país (es una manera de apoyar al Gobierno entre los nubarrones) y, de paso, cumplir con la tradición de Navidad. Así, con mi lista, me sumerjo en las grandes áreas comerciales y los pequeños comercios (hay que repartir los beneficios, igual que aconseja el Gobierno) entre los insoportables cánticos de “yingelbels” y “glorialeluyas” y voy tachando de la lista a medida que encuentro ese regalo que creo que le irá bien al familiar o al amigo, pero sé seguro que a ellos no les va a gustar (muchos cambiarán el ticket regalo dentro de unos días, en las rebajas, lo mismo que haré yo). Advierto en el paseo comercial que todos hacen lo mismo: miran la etiqueta, se echan las manos al pecho y se van; porque habrá crisis, pero los artículos de regalo están a precio de emiratos árabes. Por momentos creo que me equivoco y leo mal: ese jersey fabricado en Vietnam (aunque la marca sea famosa), las zapatillas de Singapur (ídem) o esa bufanda italiana tejida en Beijing (antes Pekín) tienen precios de la Plaza Vendome de París; me voy a por los libros, que siempre es un recurso (los discos ya no, el chirimbolo de MP3 acabó con el CD, de la misma manera que éste acabó con la casete y ésta con el elepé) pero los libros han decidido engordar, los venden al peso, al parecer, y el último best seller es de 500 o 600 páginas (en realidad están inflados, todo lo escrito cabría en un tamaño de novela de vaqueros y, si los desbrozaran, cabrían en un SMS de móvil), y no encuentro nada de interés. Recorro comercios y entre los precios y mis intenciones hay una diferencia enorme que no sé como solucionar. De momento, decido hacer menos regalos (uno por cabeza), rebajar el gasto por regalo y suprimir personas de mi lista. Si con ello no alcanza mi presupuesto, habrá que inventarse otra historia, posiblemente muchos acabaremos en un chino comprando pacotillas. Es que me pasa lo mismo que a MR, que mis intenciones son buenas, pero por mucha fe que tenga en el futuro, los hechos, como decía el camarada Vladimiro, son tercos y siempre se salen con la suya. Así que aplico mis propias medidas de crisis.

jueves, 15 de diciembre de 2011

El entorno y el socaire

Diario de Pontevedra. 15/12/2011 - J.A.Xesteira
Tuve que tomarme una aspirina efervescente (o un paracetamol, que está más de moda) después de leer ese merecumbé político económico de Europa, con Gran Bretaña fuera del euro y de las bondades del continente y ese nuevo estado de las cosas en la Unión Europea. No me enteré, y debe ser un defecto mío, que al pasar de los tres primeros párrafos de una información económica se produce un bloqueo mental que anula cualquier intento periodístico de explicación de lo que pasó entre Merkel, Sarkozy y Cameron, con Zapatero en plan de “¡Adiós con el corazón!”. Revisé varios periódicos, vi las televisiones (la radio, no) y seguí más liado que al principio. Ahora mismo sigo sin entender nada, y eso que ya leí las editoriales y los artículos de los grandes expertos. Y no sé si Gran Bretaña ya no es del equipo o es que no lo quieren poner. En realidad, mucha gente creía que Gran Bretaña no era de Europa, porque no tiene euros, conduce al revés, mide en cosas raras y va a su bola totalmente. Pero, por lo visto si que era de Europa, aunque de aquella manera. Tampoco ayudó mucho a mi estado mental la contemplación de las crisis económicas y el desmoronamiento de los imperios. Especialmente el Imperio Valenciano, en otro tiempo cuna de grandes fastos y construcciones para pasmo del futuro y hoy, en subasta, con los próceres en el banquillo de los corrompibles y las grandes edificaciones vacías y en subasta. Mientras el que fue presidente de los valencianos defiende su presunta honradez desde el banquillo, Valencia tiene que vender a precio de saldo aquellos grandes proyectos que construyó con la alegría del que gasta de lo que no es suyo; mantiene, eso sí, los acontecimientos que se pueden inaugurar cada año con un corte de cinta: un circuito de coches. El que sonrió hace tiempo mientras anunciaba ciudades para la investigación (hoy sus investigadores están en el paro) o pagó a Calatrava millones por una maqueta de plástico, tiene que dar cuenta del cohecho impropio de unos trajes, mientras que la opinión pública sabe que detrás de esos trajes debe haber más, aunque no se diga. Camps y los suyos mantienen su honorabilidad, y están en su derecho; la obligación de los fiscales es demostrar que no son honrados. El olfato ciudadano sabe que al amparo y socaire de los puestos de gran responsabilidad y gestión pública se cuelan delitos maquillados con arte y astucia. Sabe también que otras veces es el entorno del gran dirigente el que se beneficia del lugar que ocupa, y al socaire de los grandes nombres, el dinero público se va en regalos a los amigos que vienen a cobrar lo que muchas veces les prometieron. Cuando era un chaval escuché muchas veces la frase aquella de que “Franco es honrado, pero su camarilla...”. Con lo cual se glorificaba la honestidad del caudillo y se descargaban los males sobre los que componían su entorno. Los años demostraron que las cosas no eran tan cartesianas, que la honradez del dictador consistía en que él no robaba personalmente (¿para qué, todo era suyo?) mientras su familia y ese entorno indefinido que se difumina según se aleje del centro, era el que montaba negocios y se apropiaba de bienes que muchas veces se disfrazaban de “donación popular” por la fuerza (véase Pazo de Meirás). El entorno es el beneficiario de una situación que conquista el gran hombre, llámese dictador, presidente, arzobispo o “capo dei capi” siciliano; generalmente no tuvo más intervención en el logro del poder que estar allí, bien por familiaridad, amistad o por el vaivén de las cosas en movimiento. Es donde se cuece el caldo espeso y muchas veces el gran hombre (los grandes siempre son grandes hombres, a las mujeres, de momento, les dejan una cuota) no se entera, o hace que no se entera, de lo que se cuece en sus alrededores. Sólo un pequeño porcentaje de lo que se corrompe en sobornos, cohechos y prebendas sale a la luz, los pequeños trapicheos ni siquiera merecen investigación. En el entorno se pueden decir cosas como las que hicieron famoso esta pasada semana a Cayetano de Alba, en un programa de televisión. El jinete (esa debe ser su profesión, no se le conocen otros méritos) consiguió cabrear a los andaluces diciendo que la juventud andaluza es vaga y maleante, que se benefician del subsidio agrario y que no se mueven para el trabajo ni a empujones. Cayetano demostró además ser un tipo bastante inculto, al que hubiera gustado vivir en la Edad Media (se supone que en el palacio, porque los plebeyos hubieran preferido vivir mejor). En las redes sociales lo pusieron a parir, lógicamente, pero, en realidad, ¿qué esperaban? Es un descendiente de un tipo cuyos grandes méritos consistieron en ser el “killer” a sueldo de Carlos I y Felipe II, el general al que mandaban a “pacificar” Europa y que, por encima, salió triunfante. Si hubiera perdido frente a los holandeses o a los franceses, hubiera acabado en una horca y la duquesa de Alba no hubiera bailado sevillanas. Pero fue al revés, y el entorno actual de la Casa de Alba posee miles de hectáreas que eran las antiguas tierras feudales que el rey regaló a su general. Por esas tierras, convertidas en sociedades agrarias, la Comunidad Europea paga varios millones en concepto de ayudas al campo, con lo cual se mantiene el status quo de que se siga pagando al Duque de Alba con dinero de los protestantes. Una burla del destino. Así, Cayetano puede seguir trabajando de caballista y mantener a sus siervos. Los entornos son complicados, incluso los de la realeza. Vean sino a Urdangarín, el yerno guapo que está haciendo bueno a Marichalar. Al amparo y socaire del Rey las infantas y sus maridos encontraron trabajo de no trabajar y, por encima, montan empresas que apestan a cohecho. Puede que creyeran que los contratos se los daban por jugar bien al balonmano en lugar de por ser yerno del rey. Cosas más raras se vieron. Pero las cosas, al final se saben. Ya lo dijo el rey en su despedida al Gobierno socialista: “Vienen tiempos difíciles”

jueves, 8 de diciembre de 2011

Dos fechas señaladas

Diario de Pontevedra. 07/12/2011 - J.A. Xesteira
Suelen decir los europeos del norte que los españoles siempre estamos celebrando fiestas nacionales. No sé si es envidia de vacaciones, pero ante el puente de todos los diciembres que acaba hoy, se comprende que la cosa es como para envidiar; de otra cosa no, pero de fiestas podemos dar, exportar y soportar. Hay siempre detractores de las fiestas, incluso aquellos que las disfrutan. Creo que, para bien o para mal, mejor fiestas que funerales. En España se han celebrado y se celebran cosas de lo más variado, desde las fechas históricas y patrióticas hasta celebraciones religiosas, transformadas en descanso nacional por decreto ley, pasando por las locales de mayor o menor grado de estupidez tradicional (toros asesinados o cabras arrojadas al abismo en honor de San Apapucio) o las florecientes fiestas gastronómicas, en constante ebullición. Aquí siempre hubo una habilidad especial para condensar y disfrazar fiestas sin sentido; el 12 de octubre fue al mismo tiempo Día de la Raza, Día del Pilar (una virgen de dudosa existencia y aparición) y Fiesta Nacional sin más. En tiempos, el 1 de Mayo proletario, fue disfrazado católicamente como San José Obrero (cuando ya se sabe que San José era un pequeño empresario del ramo de la madera). Pero este puente es una maravilla, y en años como éste, que bien llevado nos regala casi diez días, se lleva la palma y nos prepara para las Navidades, que son fiestas sobre fiestas con pastores que van a Belén. Lo curioso es que estas fiestas son, si miramos con detenimiento, un despropósito. ¿Qué festejamos? Por un lado, el día en que Pío IX, Pío Nono, declaró el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Es decir, un trámite burocrático pontifical de incumbencia exclusivamente católica (el resto del Cristianismo ni siquiera acepta ese dogma), pero que está ahí desde hace tiempo y ese día no hay escuela ni trabajo. Hace años se enseñaba en la Escuela de Periodismo que nunca se debía titular como Fiesta de la Purísima, porque la “r” y la “t” están juntas, y un error puede ser fatal. Después se aprovechó el día para meterle el añadido del Día de la Madre y felicitar a las mamás con maravillas del aula de trabajos manuales, cuando la mamá sólo era un ser que habitaba en el hogar, casi siempre con la pata quebrada y sin más horizonte que “sus labores”; cuando la mamá salió al mercado de trabajo se trasladó su día a una tienda de un área comercial o grandes almacenes para otra fecha. La Iglesia Católica siempre tuvo la habilidad de colocar sus grandes eventos como si fuera una cosa que se pierde en el confín de los tiempos. El dogma de la Inmaculada data de 1854, hace relativamente poco (el de la Asunción de la Virgen es mucho más reciente, de 1950), pero parece como si la cosa fuera de siempre. Así que hoy celebramos una fiesta católica por ley, incluidos los ateos, islamistas, mormones o indiferentes (los chinos pueden seguir con el comercio abierto). Por otro lado, el martes pasado celebramos el día en que se aprobó otro trámite burocrático, la Constitución Española, ley de leyes y reglamento de uso interno para respaldo de la democracia. Aquel 6 de diciembre de 1978 se celebró un referéndum donde una mayoría ni aplastante ni precaria decidió que aquel texto que habían remendado entre unos cuantos padres de la patria a trancas y barrancas era nuestra Constitución. En su momento fue importante, porque era como nuestro carné de conducir. Hoy gran parte de ella es papel mojado (en realidad papel meado) y basta echarle un vistazo para comprobar que muchas de las cosas que allí se escribieron pertenecen al mundo de los buenos deseos, comenzando por el Artículo 14 y perdiéndose después en el resto de los textos que figuran muy bien en el papel pero que se traducen mal con la realidad, especialmente los artículos 35 (“Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo...) y 43 (“Se reconoce el derecho a la protección de la salud” y “Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas..., etcétera) Podríamos seguir buscando derechos que son sólo deseos y que se pierden entre la jungla de leyes que complementan y enmarañan hasta la asfixia a los textos constitucionales. Como las dos fuerzas políticas preponderantes en este país no se atreven o no les interesa demasiado meterse a reformar unas cuantas cosas y a dotar de sentido común a la Constitución, las cosas están como están. Y así celebramos con gran regocijo por nuestra parte y evidentes desplazamientos vacacionales dos fiestas sin contenido. Una, católica, de un dogma que ni siquiera los católicos entienden muy bien (por otra parte ni se paran a pensarlo ni falta que les hace: la fe es más práctica y consume menos neuronas), y la otra patriótica-legislativa, sobre un dogma de consenso que tampoco entendemos muy bien, porque son palabras muy claras las que allí están escritas pero que, una vez que se convierten en hechos, se pierden, se transforman y se manipulan a gusto de unos poderes contra los que no podemos hacer nada (por las buenas y de momento). Como si la cosa fuera de despiste, aprovechando que la gente anda de turista y no lee los periódicos aparecen dos noticias: una habla de que la Seguridad Social está dando las boqueadas ante la cantidad de gente que pasa de ser cotizante a ser subsidiado; la otra habla de que 25.000 personas carecen de cobertura médica por haber agotado el paro. A estas alturas ya se trata de instalar el concepto perverso de que la Seguridad Social puede dar en quiebra y sólo se salvarán los que contraten con el sector privado. Nos olvidamos (se olvidan) de que la Seguridad Social, nuestra seguridad de la sociedad, no puede quebrar, porque es la esencia del Estado, no es algo distinto, y sólo si el Estado quiebra (o se convierte en una Sociedad Limitada) desaparece el amparo social. Pero mientras, seguimos disfrutando de fiestas extrañas: vírgenes inmaculadamente concebidas y constituciones que no pasan de buenas intenciones. Con optimismo.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El factor humano

Diario de Pontevedra. 30/11/2011 - J.A.Xesteira
Existe en el ser humano una tendencia a la cuantificación. Necesitamos contar, numerar y clasificar por cantidades para valorar la bondad o el mérito de las cosas. Eran trescientos espartanos contra muchos miles (perdonen que no aporte este dato, mi incapacidad por el número es evidente) de persas en las Termópilas, lo cual hace meritorio el sacrificio militar. La cantante Adele es la primera que vende un millón de discos en iTunes, mientras Lady Gaga vende un millón de copias en una semana en Amazon; y eso es un buen negocio de ventas y posiblemente algo más que se me escapa. Contamos los parados (sobre los cinco millones según el instituto que los cuenta); contamos los muertos en carretera o en el trabajo; contamos los votos ganados y perdidos; contamos las hipotecas, los goles, los millones de euros que vuelan, las deudas de los países, el número de los pobres que aumenta en el mundo, el de los hambrientos, el de armas, el de manifestantes en las plazas, el de despedidos en el penúltimo ERE, el de prejubilados de las empresas... Parece existir una necesidad de contar, de establecer el número exacto de las cosas como si nos fuera la vida en ello. Parece que eso nos tranquiliza o nos inquieta, según se maneje la cifra, y, al mismo tiempo, el que la maneja, justifica un estado de cosas, para bien o para mal, con el que mantiene una situación que no se explica solamente a través de las cantidades. Siempre queda relegado el dato más importante de la cifra: el factor humano, ese imponderable que en las novelas y en las películas siempre es la causa de que las cosas funcionen de otra manera distinta a la prevista. Es la cara detrás de la estadística, es el cuerpo detrás de la cifra de muertos, es la angustia detrás del índice de paro, es la vanidad y el cinismo detrás de la corrupción, es la mirada perdida detrás de las cuentas del hambre, es la inquietud detrás de la incógnita sobre el futuro que nos anuncian los números, en esta lotería que trata de averiguar lo que nos va a pasar dentro de nada. Hay caras, hay personas que corresponden a cada número, y cada una funciona individualmente, es una maquinaria personalizada que no puede clasificarse en la serie, como un coche, un libro o un fondo financiero, porque, cuando se altera el funcionamiento que regula la estadística, surgen los rostros y los carnés de identidad. Cuando se envían tropas a Afganistán, marcha un número, pero cuando muere un soldado, regresa un rostro, un ser humano. Es el funcionamiento del sistema que se apoya en el dato y se olvida de la persona. Comentaba un amigo en charla de sobremesa que en las recientes fusiones bancarias los administradores toman el dato, lo analizan y echan a la calle por distintos métodos al personal que estiman que está de más, pero que se olvidan de la importancia de las personas en los bancos. Y decía al respecto que él tiene su cuenta en un banco determinado no por el banco en sí, que le importa poco, sino porque la persona que le atiende detrás del mostrador es la que mejor lo trata, la que sonríe, con la que puede hablar de su economía privada con la confianza de que le va a beneficiar en todo lo posible. Y eso no está reconocido. Recordaba yo como hace tiempo –tanto que los cajeros automáticos acababan de aparecer y ya se anunciaban como la banca del futuro– el amigo del mostrador, con quien charlaba cada vez que iba por allí a sacar dinero, me dio una tarjeta y me informó como funcionaba. Mi primera experiencia de cajero fue nefasta; me había olvidado del número y la máquina me tragó el plástico; aquello me cabreó tanto que al día siguiente fui a recuperarla y, delante de mi amigo, la partí en trozos y se la regalé. Discutimos un poco, me llamó retrógrado y recuerdo que le dije: “Ya, pero seguir así y verás como desaparecéis los trabajadores de detrás del mostrador por culpa de los cajeros”. La cosa no fue exactamente como se lo vaticiné, pero ahora están desapareciendo las personas que nos atienden detrás de los mostradores, mientras los que las hacen desaparecer disfrutan de vergonzosas prebendas millonarias que, aún a riesgo de parecer demagógico, son de juzgado de guardia. La cifra y el tanto por ciento sirven para el dinero, porque desde hace mucho, el papel moneda ya se sustituye por un número en una pantalla que va y viene, que compra y vende sin que se vea el metal ni el papel. Pero no sirve para las personas, aunque se trate de conciliar cifras económicas con rostros humanos. Las cifras hacen saltar las alarmas en Europa, en el mundo, y el dato estadístico y el número rojo asusta a los que dirigen la política en el mundo, esos que se dicen a sí mismos gestores, y como no son capaces de admitir que su incompetencia es evidente, lo resuelven forma simple: reducimos el gasto público en asuntos sociales y regalamos dinero a los bancos para tapar los agujeros que ellos mismos provocaron con su incompetencia delincuente. El resultado es que las cifras que ellos manejan informan de que los bancos han tenido beneficios y las empresas no financieras, pérdidas. Y se quedan tan anchos. Se escudan en el dato y la estadística y se colocan la medalla de grandes gestores. Se olvidan de las personas, que no necesitan gestiones, sino políticas, en las que se atiendan las necesidades de personas y no cifras macroeconómicas que no sirven para nada. No entienden nada y se amparan en su lenguaje vacío de contenido y lleno de números. Anuncian tiempos más difíciles y duros; los recortes en inversiones sociales (que no son gastos) son evidentes, ya son estadística en carne propia, y la actualidad diaria nos sigue trayendo nuevos sinvergüenzas impunes en su corrupción y nuevas carencias ciudadanas que ya han conseguido instalar el miedo al futuro en nuestro propio cuerpo. Pero se olvidan del factor humano, que siempre es la sorpresa y la esperanza de que las cosas pueden cambiar. Porque no se puede contar cuanto cabreo hay per cápita.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Sin novedades de mención

Diario de Pontevedra. 23/11/2011 - J.A. Xesteira
No hay novedad, señora baronesa, decía aquella canción de cabaret de hace un siglo. No hay novedad, todo sale según el plan previsto en el folleto de instrucciones, y según iban contando los periódicos de antes del 20-N, a dictado de las agencias de encuestas, que son como las manipuladoras de las buenas intenciones del ciudadano medio, la célula original que compone eso que llamamos masa y que sirve para que un filósofo las ponga en rebelión, para que acudan a votar según el plan previsto o para gritarle al árbitro. No hay novedad. Ganó el PP y perdió el PSOE, era lo esperado, el resto es la guarnición, que se reparte según el gusto de la temporada: suben los comunistas difuminados, se esparcen los verdes y aparecen nuevos brotes vascos. No hay novedad, se esperaba. Los analistas, sin embargo, están a estas horas repartiendo doctrinas sobre lo que ha pasado y lo que va a pasar, y ahí si que no hay base para establecer opiniones. Lo pasado estaba previsto y por mucho análisis con la lija fina, no hay mucho que rascar; se comprende que los analistas tienen que ganarse su comparecencia en las tertulias y en foros televisivos, pero todo lo que se diga sobre las elecciones pasadas suena a hueco; y sobre el futuro, sobre todo el futuro de la economía con respecto al nuevo gobierno saben tanto como usted, yo o el nuevo Gobierno, es decir, nada. El futuro vendrá y nos encontrará como siempre, con los calzones a media pierna. La economía no va a depender, como siempre, de que cambie el Gobierno, sino de fuerzas ajenas, esa especie de lado oscuro que nos maneja a todos sin que podamos hacer más que poner en práctica unas medidas que nos manda la Unión Europea y de las que todos hablan pero nadie las ha visto, como la Virgen de Fátima. La resaca electoral es la normal, los que ganan se felicitan y los que pierden se conduelen. Los primeros tratan de poner calma aunque se les note la sonrisa a punto de reventar de gozo, y los segundos ponen cara de dignidad de perdedor y una sonrisa a punto de estallar en un “mecagoental”. Lo normal, lo esperado. Los seguidores de unos y de otros, son los que están, de momento, como después de un “derby” Madrid-Barça o Celta-Depor. Porque en esta ocasión más que nunca, estas elecciones fueron un encuentro de la máxima rivalidad entre los dos galácticos y unos cuantos más que solo buscan plazas para campeonatos de segunda o clasificarse en la Copa del Rey. Los medios de información, cada vez más informativos y menos formativos, se comportaron como si estuvieran ante ese encuentro de fútbol esperado, esa final en la que había un claro favorito, que ganó con un gol en propia puerta en el descuento. Los titulares del lunes eran más de periódico deportivo que de prensa seria; salvo raras excepciones (una de ellas, este periódico en el que leen) todos los titulares fueron del calibre de: “Histórico triunfo”, “El PP barre” o “España entrega el poder” (esta es la versión selección nacional). Era también lo esperado, porque toda la campaña venía precedida por ese tipo de información futbolera, en la que hablan los entrenadores, se da cuenta de las lesiones de abductores de los candidatos, se pide al publico que acuda a las gradas a animar a los equipos con su voto. Todo el proceso fue deportivo, con esas filmaciones de los entrenamientos facilitadas por los propios equipos, saludando a los hinchas que se quieren hacer fotos con las figuras. El periodismo deportivo, con todos los respetos, es al periodismo lo que la música militar es a la música. Y ese espíritu periodístico contagió a todos los medios de comunicación, que se prepararon para una gran final de liga entre los dos grandes rivales. Nuestra democracia se rige por las reglas de la UEFA o algo parecido, y las leyes benefician exclusivamente que los dos grandes, los más ricos, sean los que compitan en las mejores condiciones; como si un equipo jugara con botas a la medida, patrocinadas por Nike y los otros jugaran descalzos. Son las reglas del juego y no hay más que decir. O si, y a lo mejor cabría pedir que ya es hora de cambiar el reglamento y que todos seamos constitucionalmente iguales. Entre tanto, hay que prepararse para cuatro años de Gobierno del PP y sus circunstancias. Las amenazas exteriores y el poder de Rajoy para conjurar los males es cosa que esta por ver, por mucho que los grandes estrategas periodísticos especulen, por mucho que los partidos políticos exijan y por mucho que el propio Gobierno que se constituirá el mes que viene prometa que va a arreglar en un plis plas. Lo que va a venir lo sabremos cuando pase y anunciarlo ahora son ganas de hablar para la feria. Sólo hay dos datos que apuntan pistas. El primero es el consabido efecto en los mercados, y si hacemos caso a la Bolsa, Rajoy no pudo entrar con peor pie, en medio de una caída de bolsa con lesiones cráneo-encefálicas. Los analistas se echaron a desmenuzar el dato, unos por la cara A y otros por la cara B, según les viniera en gracia el PP. Pero no deja de ser lo apuntado antes: ganas de dar la lata periodística; la Bolsa hace tiempo que baila a su ritmo su propio vals. No necesita que el vocalista sea de derechas o de izquierdas (sea eso lo que sea) sube y baja según le convenga al detentador del poder maléfico que suponemos que está en una torre riendo bajo una capucha siniestra. Debe ser así, como en los cuentos. Los mercados van y vienen a despecho de los Gobiernos. Así que, por ese lado, no hay pista. El otro dato es el de monseñor Rouco, que se apresuró a ofrecer a Rajoy, además de las felicitaciones de rigor, apoyo espiritual, como para asegurar que este es su hijo muy amado en quien se complace. Nada que temer, como la Bolsa, no es más que un efecto tradicional de la Iglesia Católica, que funciona a impulsos catequistas. El porvenir no lo controla ningún Gobierno. De eso nos enteraremos por los periódicos deportivos. Porque, como le decía Sherlock Holmes a su amigo: “La prensa, Watson, es una institución valiosa, pero sólo si se sabe como aprovechar su existencia”.

jueves, 17 de noviembre de 2011

El lado bueno de la crisis

Diario de Pontevedra. 17/11/2011 - J.A. Xesteira
Los malos momentos, por muy malos que sean, tienen su lado bueno. Ese era el mensaje de las viejas películas de Walt Disney y de la Historia Universal. Por ejemplo, la Crisis, una entelequia que sirve para todo, para justificar una situación como la que estamos viviendo y que no conseguimos entender, aunque sabemos que tenemos que pagar por ella. Es la Crisis, decimos, y con ello todo queda justificado, aunque no explicado. Sabemos de ella por sus efectos, que los podemos leer en las noticias, aunque no los vemos en la calle; sabemos de ella por los parados, las hipotecas, los pisos sin vender y todas las cosas que se acumulan en las estadísticas. Sabemos, porque lo dicen los políticos en campaña, que son el origen de todos los males que esconde el partido contrario. Y los políticos no mienten. Hay una Crisis, es mala, muy mala, pero tiene sus cosas buenas. Una de ellas es que nos sienta en nuestra butaca, nos pone en nuestro sitio, nos rebaja, nos recuerda lo que somos, nos despoja de vanidades y nos devuelve al otro lado de la frontera que nunca debimos traspasar; nos pone delante del espejo que nos devuelve la realidad de este lado, y no el País de las Maravillas del otro lado del espejo. Una de las cosas buenas, hablando en un nivel global (adviertan la frase, que parece dicha por un político en campaña) es que se ha cargado a Berlusconi, un delincuente antiguo que sobrevivió por encima de la moral, la ética, la justicia, la ley, se inventó una impunidad total, y todavía le quedó tiempo para irse de putas con cargo al presupuesto estatal. Y, por encima, con total desfachatez y con publicidad manifiesta. Pues lo que no fueron capaces de hacer ni sus adversarios, ni los jueces, ni las leyes, lo hizo la Crisis, precisamente el mar revuelto en el que los pescadores como él pescaban al arrastre por popa. El Capitalismo, como Saturno, devora a sus hijos. Pueden, como hizo Berlusco, torear a las leyes inventándose un escudo legal de impunidad; pueden pasar por encima de la moral y la ética, porque son conceptos que no se usan ya a estas alturas, sustituidos por el cinismo y la desfachatez; pueden incluso olvidarse de Dios y hacer que no oyen al Papa de Roma; pero lo que no pueden es pelear contra la Bolsa de Milán, la prima de riesgo, el diferencial de la deuda y otros conceptos esotéricos que te ponen en la bancarrota en menos que se tarda en apretar la tecla del “Enviar”. El encantador Silvio, aquel antiguo vocalista de canción romántica de cruceros, ha salido por la puerta de los abucheos gracias a la Crisis. Los italianos ya no son sus amigos, y él lo sabe. Sus fotos de estos días muestran su rostro, que en otro tiempo era una sonrisa de cirujano, como una máscara que se deshace poco a poco, como un cuento de Poe. Ya aparecen arrugas y flacideces. Es la Crisis. Ahora resulta que nadie quería a Silvio, pero todos votaban a Berlusconi. Es la vida. La misma Italia que saludaba al Duce a la romana, lo colgaba de los pies después de fusilarlo. En política te tratan mejor los enemigos que los amigos, porque aquellos los ves venir, y a los tuyos los tienes detrás. En política, los amigos que encuentras al subir son los enemigos que te encontrarás al bajar. Como en Italia y en el resto del mundo, hay un recambio de líderes, de dirigentes, de mandamases, todo gracias a la Crisis. A unos les pegan un tiro en la cabeza, a otros los encarcelan y los juzgan por su tiranía, a otros, simplemente, los mandan a casa y los sustituyen por técnicos económicos y banqueros (lobos cuidando el rebaño, como Monti y Papadimos, los nuevos tecnócratas de Italia y Grecia, miembros de la Trilateral de Rockefeller) y a otros los recambian en las urnas. Todo eso lo hacen los malos tiempos para la lírica que soportamos ahora mismo. Y lo que nos queda por soportar, porque todo eso no hizo más que empezar. De aquí a unos cuantos meses las cosas se van a poner impredecibles, por mucho que las agencias de calificación digan lo que dicen (decían que Islandia era Hawai y se equivocaron, pero da lo mismo). Europa tendrá elecciones variadas de aquí a nada, y el mapa político cambiará, y los que vengan saben que, más allá de afirmar que poseen la poción mágica del druida para resolver la Crisis, en realidad van a tener que aplicar lo que dice el libro de instrucciones: recortar beneficios ciudadanos para pagar viejas vanidades y estupideces económicas. Los que van a votar te saludan y esperan que lo que venga les solucione lo suyo, como si fueran ajenos al estado de cosas que competen al Estado. Como en Italia, pretendemos vivir en una eterna vacación y, cuando vienen las cosas mal, echarle la culpa a otro. Pretendemos solucionarlo todo con unas elecciones en las que nadie es consciente de lo que vota. Nadie recuerda a quienes llevamos al Congreso en la anterior legislatura, y mucho menos al Senado. Ni siquiera se sabe que se vota al Senado, otra entelequia en decadencia. Da igual, las dos cámaras están llenas, salvo los contados diputados y senadores que trabajan a conciencia (su conciencia), de personajes perfectamente substituibles por un programa de ordenador dispuesto a votar y con efectos sonoros de abucheos y aplausos. Una vez más serán elegidos 266 senadores que no servirán para nada, mientras se espera una reforma del Senado (que de verdad lo haga fuerte y necesario, en medio de una federalización lógica) y una vez más quedará pendiente una reforma de las leyes electorales que funcionen como una democracia real y no como un clásico Madrid-Barça. La Crisis trae cambios, pero, en el fondo, nada cambiará. Todos somos culpables de todo, aunque las pague Berlusconi. En este estado de cosas nadie es tan inocente que pueda decir que no lo sabía; es una cuestión de matemática elemental: gastar más de lo que hay es imposible. Al menos, la Crisis servirá para recordarnos quienes somos, de donde venimos y a donde vamos a ir.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Esquilo es lo más actual

Diario de Pontevedra. J.A.Xesteira. 
A veces, sólo a veces, pero muchas veces, lo que leemos, lo que sucede y lo que va a suceder se conjunta como un rompecabezas. La tormenta griega que sacudió Europa estos días estaba en danza cuando encontré unas viejas revistas de los tiempos de la Transición española; la revista en cuestión se llamaba “Ozono” y pretendía ser un referente izquierdoso, progresista y culto (traten de trasladarse a aquellos tiempos los que lo hayan vivido) y en ella colaboraban nombres que hoy son famosos en el mundo de la cultura, el pensamiento y la política. En uno de los ejemplares hablaba de la Grecia después de la dictadura de los coroneles, y recogía la voz de los poetas y de los músicos que fueron importantes en el cambio helénico. Y una canción de Mikis Theodorakis, “Eres griego”, me devuelve a la actualidad y resume mejor que docenas de artículos de opinión de los opinantes de guardia. La canción dice: “Volverás a ser lo que en otro tiempo fuiste. Ha de ser así, pero te costará lágrimas. Tienes que llevar tu decadencia hasta sus últimas consecuencias; que todo, hasta la base en que se asienta la montaña, te sea arrancado”. Nada mejor que este trozo de poema para definir la situación. Y es que el momento es clásico: Papandreu es el héroe que suplica, reclama la voz del pueblo, lucha contra el coro que lo acusa de irresponsable y, finalmente, se inmola por el bien de Grecia. Pura tragedia de Esquilo. No desentonarían los personajes si se pusieran togas y máscaras y representaran en Epidauro una especie de trilogía que se llamase “La Europeiada”. A fin de cuentas, Esquilo, que es el inventor de la tragedia griega, fue primero un héroe en la batalla de Maratón contra los persas, en sus obras reivindicó la democracia como sistema y el poder del pueblo como método. Esquilo fue, además de poeta y dramaturgo, el primero que introdujo modificaciones básicas en el teatro, como el segundo y el tercer personaje, con lo que se inició el diálogo, y restó importancia al Coro, que amenazaba o imponía sus malos augurios al héroe. 
Lo que ha pasado estos días atrás es pura tragedia griega. El héroe Papandreu, perseguido por un Destino nefasto, es obligado por el Coro europeo (o el G-20, no está muy claro) a sacrificar a su pueblo, hundido por los persas económicos y por los dioses de la corrupción, que recuerdan siempre la herencia de los antepasados; el protagonista dice que si, pero antes quiere saber la opinión del pueblo, porque la democracia es eso y no lo que dicen los bancos; en ese momento, las Furias se desatan y persiguen al Orestes del Gobierno: ¡Cómo te atreves a convocar un referéndum contra la opinión del Coro, eres un pirómano, puedes hundir al euro, desestabilizar Europa y dejarnos con el culo al aire delante de Estados Unidos y los países emergentes, que van a ser nuestros clientes! Orestes-Papandreu acaba por inmolarse en el Areópago, se somete a una moción de confianza, que gana, dimite y deja paso a un gobierno de concentración o de conveniencia o de lo que sea, que sea más manso con el coro europeo y se busque la vida. No me negarán que esto no es clásico y trágico.
La única decisión sensata en este caos económico era la de pedir la opinión del pueblo, con todos los problemas y con todos los defectos que eso conlleva. Fue lo único que puso de los nervios a los grandes dirigentes mundiales que son los que nos han traído a este estado de cosas (sea el que sea, que no lo tenemos todavía muy claro). Europa y los G-20 prefieren seguir la técnica del despotismo ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, y mangonear una situación económica sólo controlada por los Mercados (sean estos lo que sean, que tampoco lo tenemos claro). La situación organizada por Alemania y Francia (o por Merkel y Sarkozy, da lo mismo) consistía en que los sistemas políticos que tendían hacia el Estado de Bienestar, del que siempre se habló pero nunca se alcanzó, tenían que meter dinero en los bancos, que fueron los que organizaron el desastre con la manipulación y los cambalaches de especulaciones fiscales y fondos de alto riesgo que, a la larga, sólo beneficiaban a los propios bancos; después nadie les pide cuentas a los bancos, pero se pide a todos los países en peligro que recorten todo lo que puedan, esto quiere decir, que supriman inversión en materia social y sólo inviertan en todo lo que pueda hacer subir a los mercados. Así las cosas, sólo hay que analizar una relación de causa y efecto: cuando Papandreu amenaza con un referéndum (es decir, lo propio, que los ciudadanos decidan con su cabeza) los mercados tiemblan y se hunden; cuando Papandreu renuncia al referéndum, los mercados respiran aliviados. La democracia está cautiva; los ciudadanos no pueden decidir, los mercados ya decidieron por ellos. Europa es una falacia, nunca llegó a ser más que un enorme mercado común europeo, nada más; el barniz de inversión social, cultural y demás añadidos, no fue más que una manera de hacer negocio con otras herramientas. 
Esquilo lo tendría muy fácil para escribir una nueva trilogía; sólo tendría que copiar las noticias de los periódicos, aunque con cuidado, porque si traslada las palabras de los grandes dirigentes correría el peligro de escribir una comedia de Aristófanes. La cosa sería de risa si no fuera una tragedia. El final griego, como todos saben, consistió en que el demócrata Papandreu, el hombre que quería saber lo que opinaba su pueblo, fue sustituido por un hombre de consenso, a la espera de elecciones. Cuando el Capitalismo entra por la puerta, la Democracia sale por la ventana. O se convierte en un juego muy simple, como el de preguntar a los ciudadanos a quién quiere más, si a Papá o a Mamá, como esa estúpida pregunta que hacen a veces a los niños y que los deja (a los niños) con cara perpleja. Si entráramos en sus cerebros veríamos que, en realidad, piensan: “Esta señora es tonta”. Eso es lo que nos preguntarán dentro de unos días.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Una cuestión de fe (ciega)

Diario de Pontevedra. 02/11/2011 - J.A. Xesteira
Sostiene Pereira (un amigo mío) que las campañas electorales son tan inevitables como pisar una cagada de perro en una ciudad, algo que evitamos mientras podemos, pero que siempre nos caba por tocar. Y lo peor es limpiársela de los zapatos, desde que las suelas tienen extrañas formas de sierra y tacos. El efecto es el mismo, un mal necesario que por muchas multas que amenacen y muchas bolsitas que lleven los ciudadanos de bien, siempre hay una incontrolada. No hay más que ver los patinazos pintados en las aceras y esas huellas de plastilina canina tras las que podemos adivinar las maldiciones blasfémicas del ciudadano-barra-a que tuvo el despiste de no mirar donde pisa (eso que siempre nos decían de pequeños: mira donde pisas). Con las campañas electorales sucede más o menos lo mismo (dispensando del símil de humor marrón), tenemos que andar con cuidado con lo que leemos (en los periódicos) o vemos (en la tele) o, simplemente andando por ahí sin ver donde pisamos; a la mínima, ¡zas!, un acto electoral en el que no se sabe si quieren convencernos de que votemos a un partido o, simplemente, representan el papel político para el que fueron llamados (desde las alturas –políticas–) y que representan con la misma convicción que el actor que sabe que una vez que baje del escenario puede irse a tomar unas cañas por ahí, que una cosa es el papel y otra cosa es el tipo que lo representa. Los espectadores, los potenciales votadores de los personajes que nos prometen un futuro feliz, los oímos como quien oye llover desde la cama un domingo de mañana de invierno. Las promesas del futuro feliz resbalan sobre nuestros tejados y se van por los canalones. Sabemos varias cosas, debido a nuestra corta pero intensa experiencia democrática. Que lo que se promete en el palco de la campaña sólo es la propaganda, el “Pasen y vean a la mujer barbuda y al hombre araña”; después de las elecciones la cosa es otro cantar. Sabemos que todo lo que se diga en las televisiones, con fondo del color del partido, ante esos dos micrófonos que lo mismo valen para el entrenador que para el político, no es más que una colección de buenos deseos, escritos por unos expertos en campañas, que cualquiera puede prometer, porque son sólo eso, buenos deseos modelo universal. Y porque nadie pide cuentas después de pasada la romería, seguramente porque nadie se acuerda de lo que venía en los programas. Son como los cereales de desayuno, que se hacen a gusto del consumidor, pero que todos son lo mismo, un poco de maíz tostado con (a veces) un poco de chocolate. ¿Cómo es el votante prototipo de nuestro partido? Se preguntan los expertos. Y una vez que lo sepan, o que sepan el espectro que pretenden abarcar, se hace el traje a medida: un poco de reparto de la riqueza, así, en abstracto y sin molestar a los ricos y, al tiempo, darle esperanzas a los pobres; un poco de justicia social, con promesas abstractas de sanidad y educación de calidad y por poco precio; un poco de contundencia con temas duros (derrotaremos al terrorismo, el aborto ya lo veremos, los inmigrantes entrarán por el aro...) con generalidades para todos; y, finalmente, encontrarán la vara mágica para solucionar el entendimiento entre patronos y obreros, o, lo que es lo mismo, entre el empresariado y los sindicatos. Como se puede ver, los programas confeccionados a medida pueden servir para todos, simplemente hay que colocar los matices en cada punto y adaptarlos a nuestro territorio natural de votantes. Da lo mismo, todo el mundo sabe que esos programas son como las instrucciones de las lavadoras, ni se leen ni se entienden ni están escritos para que sirvan para nada. Siempre supimos que las palabras de los políticos en campaña eran ese monótono fungar que hay que soportar aunque no esté escrito en la ley electoral. Nadie cree en ellos y, lo que es más evidente, nadie va a dar su voto a un partido porque se haya leído el programa (no creo que nadie se lea el programa ni cuando se lo meten en el buzón). A no ser que sea un convencido de antemano, que posea la fe necesaria para seguir al líder, diga lo que diga y a pesar de que nos parezca un tipo al que no votaríamos ni para presidente de la comunidad de vecinos. Si tenemos fe la cosa es otra cosa. Eso explicaría muchas otras cosas. Si se sigue a un partido con el convencimiento total de que “son los nuestros”, entonces sobra todo el resto, incluido el programa y las promesas de futuro feliz. Si nuestro voto es incondicional, como la afición a un equipo de fútbol, si confiamos en la palabra del político como si fueran los Evangelios, entonces todo está justificado. Y es admisible. Las personas necesitan tener esperanza en que las cosas mejoren, que nuestro equipo gane la liga y que san Benito nos cure las verrugas. ¿Por qué no? A nadie se molesta con votar según nuestro entender, y a poder equivocarnos con nuestro voto (es un derecho obvio), de la misma manera que a nadie se molesta en pagar misas de promesa a la Virgen del Corpiño. Otra cosa es si usted se pone filosófico y comienza a debatir sobre esto y aquello. No es la cuestión. Si la cosa fuera de debate y confrontación, de exposición de ideas, entonces estaríamos en el terreno de la Política, pero no, estamos en el terreno de la Fe, y votamos porque tenemos fe y queremos que ganen los nuestros. El resto son palabrería y ganas de hincharnos la cabeza. La política es algo más simple de lo que se ve, es cuestión de amar a los colores y de gritar en el terreno de juego. Por eso me parece inútil ese combate de los jefes que está programado en la televisión. No nos van a convencer. Ya estamos convencidos desde la noche de los tiempos, sabemos quienes son los nuestros y los vamos a votar. Es cuestión de fe. Porque si nos pusiéramos a pensar y a analizar con nuestra propia cabeza, a lo mejor nos volvíamos agnósticos, iconoclastas o, incluso, ateos.

jueves, 27 de octubre de 2011

Viejas películas para imitar

Diario de Pontevedra. 27/10/2011 - J.A. Xesteira
No voy a hablar de ETA, entre otras cosas, porque nunca entendí lo que se llamó “el problema vasco”. Es algo que me superó siempre y sobre el que no tenía suficientes elementos de juicio para opinar. Siempre me pareció un “maldito embrollo”, como aquella película italiana. Y era, además un terreno muy difícil. Si nunca fue un tema objeto de mi opinión, mucho menos ahora que, parece, todo se acaba y florecen los pontífices del análisis definitivo, los grandes expertos de los Medios a aportar su punto de vista a la luz del comunicado final. No sé como podríamos vivir sin conocer la opinión de docenas de grandes estrategas de la opinión pública sobre el caso. Por eso no voy a hablar de ETA; una, porque nunca lo hice, y otra, porque ya no tengo sitio. La avalancha informativa del fin de la banda terrorista aplastó algunas noticias que bailaban hace días en los titulares de primera página de los periódicos (no en las portadas, los periódicos no tienen portada, aunque se empeñen en decirlo así en las televisiones). Y entre estas noticias había algunas importantes que quedaron borradas; incluso el linchamiento de Gadafi pasó a segundo término con el comunicado de ETA. Docenas de noticias que cada vez se parecen más a la ficción cinematográfica. La realidad imita al arte (el séptimo) de una manera asombrosa. Sobre todo a esas películas que ya les llamamos “thriller” como si supiéramos inglés y su significado. Son noticias sospechosas, en las que tratamos de adivinar qué se esconde detrás, en las que suponemos, con la experiencia que da haber visto mucho cine en el que los malos no siempre son lo que parecen y los buenos acaban por revelarse al final como unos conspiradores peligrosos. Son esas sospechas que nos acuden cuando leemos que aparece un manuscrito inédito de un escritor muerto, o las memorias inconclusas de aquel gran estadista, o ese cuadro de Goya que se atribuía a un discípulo suyo, o la enésima cinta de los Beatles que siempre aparece cerca de las navidades para salir al mercado. No nos lo creemos, pero lo dejamos andar. Las noticias que ETA barrió andaban muchas por ahí, por ese tono. Entre la faramalla cada vez peor escrita (es alarmante la de faltas de ortografía que ya aparecen en las primeras páginas de los principales periódicos, con frases mal construidas para que puedan caber en las cuatro columnas de entrada) leemos hace unos días que Irán (así, en general, el país) pretendía atentar contra el embajador de Arabia Saudí en Estados Unidos. Lo descubrieron los fenómenos del FBI y la CIA; y la prensa de todo el mundo lo da como palabra del señor. Irán (esta vez en boca de su máximo dirigente) dice que todo eso es un camelo, que era un montaje. Y los lectores de esta banda del mar, a los que nos importa poco que Irán quiera cargarse al embajador saudí en Washington (de verdad, no nos altera gran cosa) nos parece estar viendo una película de esas con árabes malos y conspiradores en la sombra intentando cargarse a un tipo con servilleta en la cabeza pero que, en última instancia, salva el protagonista, rodeado de policías con chalecos antibalas. La noticia coincide con problemas más importantes en EEUU, como el aumento del paro, el incumplimiento de las promesas de Obama, o la propia crisis financiera. En Italia, país que lleva 150 años intentando parecerse a una nación, hacen una manifestación pacífica los del 15-M y acaban por escacharrar a un Cristo y a la Virgen de Lourdes (eran de escayola), y a quemar unos cuantos coches y cajeros automáticos. Inmediatamente el gobierno (o lo que sea) de Berlusconi acusa al movimiento del 15-M de violentos y bárbaros. Y la policía italiana, que es una de las policías peores del mundo (si alguna vez viajan a Italia, fíjense en los policías; a simple vista ya me darán la razón). Otra sospecha y un recuerdo a películas cómicas de los añorados grandes del cine italiano, nunca bien imitados por los políticos, “dottores” y la curia vaticana en general. Pero la guerra de Libia, en la que, por si no lo saben, participa España, como miembro de la OTAN, se lleva la palma de las noticias sospechosas. Todo recuerda a una de aquellas películas de los años ochenta en las que las conspiraciones mundiales no las desbarataba el protagonista, sino que todo acababa con el triunfo de los malos (la CIA casi siempre). La evidente intervención bélico-comercial de Occidente para derrocar al que hasta hace un año era el amigo Gadafi (en el G-20 de Aquila le dieron besos todos, desde Zapatero hasta Berlusconi; unos años antes le regaló un caballo a Aznar y recibía al Rey en su jaima tuareg; y antes de antes fue el mismo Fraga quien viajó a Trípoli para buscar negocios gallegos) La película es clara: unos ciudadanos protestan, al día siguiente ya son insurgentes, están armados con material de primera que no saben utilizar (todas las imágenes muestran a tipos en chándal disparando metralletas al tuntún) y apoyados por bombardeos de la OTAN, con presencia destacada de Cameron y Sarkozy en territorio ocupado para mostrar su apoyo a los rebeldes y su rechazo al que hasta ayer era su amigo; el final ya lo vieron, fotografiado por teléfonos móviles (el periodismo de hoy en día se parece más a la gamberrada de instituto filmada en el móvil que a aquella vieja manera de hacer las cosas). Una película ya vista. Occidente se busca un nuevo dueño del petróleo con el que negociar y que ya, de entrada, tiene una deuda larga por el gasto militar. Lo malo es que en esta película no se sabe quien es el nuevo gerente, pero si sabemos como sigue la cosa. Como en Irak o Afganistán, sin solucionar nada y con el país convertido en una miseria de muerte y pobreza. Y por ahí andaremos también nosotros reconstruyendo, con tropas militares humanitarias. Ya digo; viejas películas que la realidad imita.

jueves, 20 de octubre de 2011

Y ahora, ¿que?

Diario de Pontevedra. 20/10/2011 - J.A. Xesteira
Pasó el 15-O, la fecha de la Gran Manifa, la protesta universal y globalizada. Vale, y ahora hay que preguntarse si hay vida después de ocupar la calle. Ya estuvieron en ella los nietos de Mayo del 68, muchos acompañando a sus padres, que quieren tener su momento para decir que no les gusta esto, entre otras cosas, porque ésto no es lo que hay ni quieren que haya. La juventud de instituto y recién casada sale a la calle para transformar una red social en un arma cargada de presente. En la calle nos vemos las caras y ahí no valen disculpas. No les gusta (no nos gusta, en general y en realidad) este cambalache político y financiero; no les gusta que les mangoneen el futuro con hipotecas avaladas por leyes legales pero injustas. Hay que cambiarlo todo, empezando por los de arriba. Posiblemente para acabar como el Mayo del 68 o los siguientes mayos: en una democracia capitalista y cínica, en la que los altos cargos se cuelgan medallas y se conceden retiros millonarios. No es esto, podemos seguir diciendo, y en la calle lo dijeron el domingo pasado. Lo hicieron pacíficamente, como suelen hacerse todas las cosas de buen rollo. Lo hicieron aclarando que no están contra el sistema democrático, sino contra la adulteración de ese sistema, la conversión del plebiscito popular en una elección a cara o cruz entre dos personajes cuyo mérito principal es haber escalado a lo más alto a través de su partido. Salieron a la calle los jóvenes y los viejos, estos tan llenos de nostalgia como de cabreo por su paro anticipado y por la impotencia de no ser una persona digna de ser contratada para un trabajo en el que invirtieron su experiencia y su saber. Ahí estuvieron todos de nuevo, miles y miles a lo largo y ancho del mundo, cada uno con sus peculiaridades nacionales y sus problemas específicos, pero todos con un denominador común: estamos hasta los mismísimos de sus estupideces, su cinismo, su desfachatez, sus corrupciones y su manera de llevar las cosas. Queremos que cambien, que hagan suyas las palabras con las que suelen llenarse la boca en los discursos mirando a la cámara. Vale. Ya está hecha la manifestación. Ya se siguen puntuales acciones de ocupación de inmuebles vacíos y acampadas en Wall Street. Y, a partir de ahora, ¿qué hacemos?. Porque el sistema está suficientemente preparado para absorber cualquier movimiento en su contra. Hace años lo comprobé con dos iconos de la Década Prodigiosa: los hippies y el Che Guevara. Los primeros acabaron como moda en las pasarelas de modistos y el segundo acabó como camiseta y cartel. El sistema come de todo y todo lo convierte en lo mismo (eso que está usted pensando y que es el resultado de cada comida). Los grandes dirigentes ya lo han asimilado o lo empiezan a asimilar. Barak Obama dice que los comprende, como si hubiera algo que comprender. En Bruselas, el Parlamento Europeo se hace eco del malestar de los indignados del mundo. Pero unos y otros se quedan ahí, en la comprensión y en el eco. Las bolsas, que dicen que son el barómetro de la sociedad mundial, ni se molestaron por las manifestaciones; les afecta más el embarazo de la mujer de Sarkozy o un rumor que suelte cualquier mandangas de los mercados financieros que millones de personas en todo el mundo protestando en la calle. Pero a partir de ahí no se espera que pase nada. La izquierda española tratará de pescar votos en las aguas jurisdiccionales de la protesta, mientras la derecha los ignorará olímpicamente, sobrados como van de votos posibles en las encuestas. Incluso el filósofo polaco, Zigmut Bauman (otro anciano; parece que en este movimiento sólo los ancianos tienen voces de altura) no cree que el movimiento vaya a dar en nada concreto, que es más de emociones que de pensamiento, pero que puede allanar el camino para otra etapa. Y ahí es donde hay que llegar, más allá de las pontificaciones filosóficas, por muy sabias y ancianas que sean. El movimiento, hasta ahora, se mueve en un vaivén mediático, en unas protestas asumibles por el sistema, pacíficas (salvo puntuales destrozos de menor importancia e, incluso, en el caso italiano, de dudosa autoría). El poder político, que es particular de cada país, puede capear perfectamente un temporal de protestas procesionales con pancartas callejeras en las que se pide un cambio; incluso puede aceptar (de palabra) que se va a cambiar, que toman nota de la voz de la calle, de la voz del pueblo. Después harán lo que les parezca, como siempre; esperarán a que escampe, que el temporal económico amaine (siempre se arreglan las cosas de dinero) y todo volverá a ser como antes, un mundo feliz. El poder económico, que es global y no depende para nada del voto popular, ni siquiera se inmutará. Total, un par de cristaleras y unos cajeros destrozados es pecata minuta en la vida de los dineros. Los bancos exigirán a los políticos lo que quieran, porque los tienen bien amarrados (¿recuerdan la frase de aquella película?: “Agarra a un hombre por los testículos y poseerás su alma”) Y con el tiempo, la emoción de la protesta se irá calmando. A no ser, claro, que pasemos a la fase siguiente. A la que aludía el filósofo, para la cual se allana el camino. Y ahí está la incógnita. Puede ser una fase más violenta, en la que las cosas ya no serán “comprendidas” por los dirigentes ni se “harán eco” de ellas en Bruselas. Pueden ir directamente al corazón del dragón, donde se puede comprender que el Capitalismo es aquel tigre de papel de antaño. Basta con que cualquier chaval con un ordenador en cualquier parte del mundo desbarate la informática de Wall Street o de cualquier centro financiero. O, sin ponernos tan trágicos, comiencen las campañas como alguna que ya deambula por internet en la que pide no votar al Senado. Sería de veras un gran ahorro y nos quitaríamos de encima a unas docenas de prescindibles. A mí ya me ha llegado algún e-mail apuntando a la abstención y otro más curioso anunciando que no votarán a ningún partido que vaya en las procesiones religiosas. Comienzan las ideas y podemos pasar a otra fase. El 15-M contra el 20-N.

jueves, 13 de octubre de 2011

Estamos que lo tiramos

Diario de Pontevedra. 12/10/2011 - J. A. Xesteira
Nos ha costado, pero al final conseguimos descontaminar Galicia de bancos y de grandes y expertos financieros. Nos salió por un pastón, pero es que aquí hacemos las cosas así, a lo grande y sin ver el lado derecho del menú. Espléndidos y rumbosos. ¿Hay que hacer un alpendre para guardar cuatro cosas culturales?, pues hacemos la Cidade da Cultura, sin reparar en gastos, sin preguntar por cuanto nos va a salir, sin ajustar; sólo al final preguntamos “¿cuanto se debe aquí?” y, si hace falta, pedimos otra ronda. No escarmentamos nunca y derrochamos en el farelo y ahorramos en la harina. Ya no hay bancos con la etiqueta de Galicia Calidade; hemos llegado a la limpieza total, el algodón del Banco de España no engaña, y Galicia se queda sin entidades bancarias para poder invertir en bloques de viviendas y en capital de riesgo evidente. ¿O no era así? A lo mejor no, y no debo alegrarme de haber quedado sin referencias bancarias autóctonas. Pero es que la cascada informativa que procesaba normalmente, se convierte ahora en un Iguazú informativo, y no me da tiempo a filtrar tanta noticia. A lo mejor es que es todo lo contrario y tendría que estar lamentando que las cajas de ahorros, en las que comencé de pequeño a ingresar los ahorros que guardaba en una hucha de metal que regalaba la propia caja, ya no sean gallegas, y que el Banco Pastor, de origen coruñés, haya sido abducido por el Banco Popular. Al principio, cuando leí la noticia, me alarmé y salí a la calle a ver si se habían llevado a las oficinas de mi pueblo y habían colocado en su lugar a otros como el Chase Manhattan Bank o el Banco de Escocia. Pero no, allí estaban, con las mismas colas y con los empleados de siempre, muchos amigos míos, esperando que la gracia divina descienda sobre ellos y los prejubile con indemnizaciones proporcionales a las que se llevaron los grandes cerebros del proceso. Así que supuse que había leído mal y volví a leer mejor. Estaban allí, en los papeles acusándose tirios y troyanos, es decir PP y PSOE de no haber hecho las cosas bien y de consentir que los jefes de la tribu se fueran con el riñón forrado mientras las cajas, reducidas a la nada financiera, tuviera que ser amparada por el dinero público. Es el momento de las conocidas frases: “Ya se veía venir”, o “Ya lo dije yo”, o “Ustedes lo sabían y no hicieron nada para evitarlo”, y otras por el estilo. Y si, se veía venir, lo dijeron y nadie hizo nada por evitarlo. Se reunían en consejo, se aprobaban indemnizaciones y todo se acordaba con arreglo a leyes que nunca debieron existir, en las que, para contentar al Capital (o al Mercado) había que rendirse a su poder total. Decía aquella campaña de Bill Clinton, un presidente americano de medio pelo, que “Es la Economía, estúpido”, y esa frase, nunca bien entendida ni digerida, pareció tomar cuerpo en las decisiones de todos los políticos, que, generalmente, no tienen mucha idea de economía y creen que todos los ciudadanos son estúpidos. O, por lo menos, parecen demostrarlo en sus actuaciones. Vale, nos hemos quedado sin señas de identidad bancaria. No sé en que consiste eso, lo de las señas de identidad. Nunca me sentí representado por ningún banco y siempre consideré que los bancos no tienen alma propia, compran las de los trabajadores que abren cuenta con su salario, jubilados que cobran a final de mes en ventanilla y el resto de los imponentes (brava palabra) que dejan sus dineros dentro del mostrador para poder sacarlo por la noche a través del cajero automático. Y las hipotecas, el gran truco de los trileros, que retan al incauto a descubrir donde está el euríbor, y nunca acierta y paga su mensualidad mientras pueda, y cuando no, como en las malas películas de gánsters, les mandan a un sicario legal a partirle las piernas de la vida y ponerlo de patitas en la calle. La cosa funciona así y por encima todo cae en tiempos revueltos de elecciones confusas, en las que el PP actúa ya como ganador “in péctore”, anunciando el regreso al futuro de viejos fantasmas, cadenas perpetuas, privatizaciones (con la boca pequeña) de sanidad y educación; y el PSOE se da cuenta de que era un partido de izquierdas, pero no se acuerda que significaba eso. Así pasa lo que pasa, nadie vigilaba al vigilante y nos la jugó. Los políticos sacan viejas disculpas: “No sabía nada y el que los trajo tampoco nos informó...” Y los grandes timoneles de las cajas, apostaron a ganador y colocado y acertaron, se llevaron sus indemnizaciones y dejaron el barco en las piedras. Seguramente hay que recordar otra vez aquella frase críptica de Franco a la muerte de Carrero Blanco: “No hay mal que por bien no venga”. Quedamos sin bancos gallegos como ya quedamos sin muchas empresas gallegas. ¡Es el Capitalismo, estúpido!. Pero podemos ver el lado bueno de la vida y silbar, como los crucificados de “La Vida de Brian”. Total, el dinero no tiene patria, ni huele mal, y, por suerte, las ciudades y los pueblos están llenas de oficinas bancarias que nos darán su dinero alegremente y nos regalarán un televisor de plasma o una colección de cuchillos de acero alemán. La vida continúa y no podemos lamentarnos de lo que pudo haber sido y no fue. Hemos gastado dineros públicos en cosas inútiles; construimos carísimos edificios variados para guardar el arte contemporáneo, y una vez construidos, resulta que hay más arte en cualquier graffiti de pared o en cualquier tienda de Norma Cómic que en todos los museos modernos, incluido el Guggenhein. Construimos aeropuertos sin aviones, estaciones sin pasajeros, trenes sin destino, autopistas sin circulación, cultura sin cultos, arte sin artistas. Mientras, las necesidades básicas y la cultura en general padecen una crisis distinta a la famosa de los bancos. En lugar de lamentar la galleguidad perdida, podíamos aprovechar y seguir limpiando algunas parcelas que se sostienen con dinero público, como la aportación a la Iglesia, el Senado, la OTAN, y algo más que usted debe acordarse mejor que yo. Se sostienen con dinero público y son perfectamente prescindibles. Malo será.

jueves, 6 de octubre de 2011

El mercado en tiempos del cólera

Diario de Pontevedra. 05/10/2011 - J. A. Xesteira
Aquel viejo chiste decía: “Un tipo entra en la droguería y dice: –¿Tiene algo bueno para los ratones? –Si, queso. –No, si yo lo que quiero es matarlos. –Entonces explíquese mejor”. Esa es la cuestión, que alguien no se explica bien y, por encima, no actúa como debiera y estamos engordando ratones entre todos. Veamos, por ejemplo, el cólera, una enfermedad que produce una bacteria que puede estar por cualquier agua contaminada o en cualquier alimento. Hay vacunas y métodos para combatirla, pero si actuamos como el de los ratones y le damos al enfermo agua sucia, la palma en un pis pas. Es la misma cuestión de gramática, hay que administrar algo “contra”, no “para”, porque una cosa es un chiste y otra una epidemia. Si vamos al médico a que nos mire la “analítica” (un palabrejo mal usado, como el de los ratones) y tenemos el colesterol por las nubes y la tensión que se nos sale por las orejas, y el médico nos recomienda tomar chorizo, beber licor café generosamente y comer todas las grasas que se nos ocurran, sentados doce horas delante del canal deportivo, sabemos como acabará la cosa. Todo este preámbulo filosófico de medio pelo se me ocurre como comparación pedestre con la situación económica, la Crisis, que ahora tiene el añadido de que son los Mercados los que regulan la situación, es decir, mandan sobre las economías de los países, hacen que los bancos se desplomen hacia el agujero sin fin y los ciudadanos salgan a la calle de dos maneras: con una patada en el culo, propinada por su empresario, o con una pancarta de cabreo para reclamar lo que les pertenece por Constitución y por derecho propio. Son los mercados, dicen, los que manejan los hilos del mundo. Sale en televisión un tipo al que nadie conocía, un trapichero de corbata de las bolsas de Londres, y dice que ojalá la crisis dure mucho, porque los mercados se forran con ello. Y en ese “Es lo que hay” se le echa la culpa a los mercados. Y no pasa nada. Los más grandes estrategas del poder mundial salen a las pantallas y admiten que los mercados (y las agencias de calificación, que son como los adivinadores televisivos que echan las cartas en un teléfono de pago) son los causantes de las crisis, de los déficit y las bancarrotas de empresas y países. Y, como en el caso de los ratones, en lugar de combatir esa bacteria, la alimentamos; sabemos que los mercados son los que están desgraciando un mundo que, reconozcámoslo, gastó lo que no tenía, puso los recursos públicos, económicos y políticos, en manos de dirigentes que nunca irán a la cárcel por sus estupideces y sus despilfarros; sabemos que los mercados manejan a su antojo, gracias a la globalización informática, los flujos de capitales en abstracto, en cuestión de segundos, basta con dar a una tecla del ordenador de un portátil para que las acciones se compren o se vendan al instante, y los efectos multiplicadores de compras y ventas, justificados a posteriori con absurdos como que Angela Merkel va a decir dentro de dos horas que a lo mejor Grecia igual no tiene lo que tiene que tener para que Europa mantenga a salvo el euro. Es decir, basta cualquier vaguedad para que el mercado haga y deshaga a su antojo. Y nos sorprendemos de que las cosas sucedan como están sucediendo. Estamos en el universo del Capitalismo, y se le puede cambiar el nombre y llamarle Mercado, pero, al final sabemos como acaba la película y no es precisamente una de Walt Disney, sino más bien apocalíptica y en 3-D. Todos los políticos del mundo le echan la culpa al cólera-mercado, pero después le dan queso para los ratones. Sabemos que los mercados manipulan, rozan la línea del delito (cuando no la sobrepasan, aunque no podamos demostrarlo) y provocan crisis con la complicidad de los líderes mundiales, que necesitan el Capital para existir, y con la alegría de los mercaderes, que no tienen otro objetivo que el de la bacteria del cólera: provocar fuertes diarreas y deshidratar al enfermo. Sabemos cual es el problema, y en lugar de combatirlo, le inyectamos miles de millones de euros para salvar algo que nunca entendemos, al menos los jubilados, parados del Inem y empleados en precario. Con la misma celeridad con que se adoptan decisiones para modificar la Constitución, intervenir entidades bancarias gobernadas por tenderos con traje de ejecutivo, regalar grandes sumas de dinero público para sostener un estado de cosas que nosotros mismos provocamos, hay que salir a combatir al Mercado, ya que, según explican, es el causante de todos los males. Hay que “bombardear” Wall Street por las mismas razones que se manda un avión de la CIA para matar a un tipo del que no sabíamos ni siquiera que existiera, y que dicen que era un terrorista, aunque no se sabe que haya matado a nadie; con la misma impunidad con que la OTAN bombardea Libia, en una guerra no declarada que huele a sospechosa intervención ilegal, hay que “bombardear” los Mercados, porque son, según se deduce, la epidemia que está diezmando al proletariado (bella y vieja palabra, en desuso) mundial. En lugar de todo esto, que no es más que un chiste de un tipo que entra en la droguería para pedir algo para el Mercado, se recurre a lo fácil, a recortar dineros públicos de todas las partes imprescindibles: educación, sanidad, servicios sociales... Aunque los políticos que nos dirigen lo nieguen. Y no saben que esos sectores son la única vacuna posible. Decía hace unos días el escritor marroquí Tahar Ben Jelloum (un inmigrante) que contra la corrupción hay que cambiar la mentalidad de las generaciones venideras y eso se consigue sólo con la educación, la enseñanza. Hay que educar a las nuevas generaciones en la creencia de que el dinero no es el bien supremo, como se ha venido educando hasta ahora mismo; de que por encima de todo el poder del dinero, del mercado, están los valores culturales, morales y de igualdad entre las personas. Hay que cambiar, urgentemente, desde la escuela, la idea de que lo mejor es el poder que sólo da el dinero. Antes de que el Mercado nos coma como queso para ratones en cólera.

jueves, 29 de septiembre de 2011

La corriente principal

Diario de Pontevedra. 28/09/2011 - J. A. Xesteira
La pasada semana el dirigente palestino Mahmud Abbas pidió en la ONU el reconocimiento de Palestina como estado, algo que viene dando vueltas desde hace muchos años sin que nadie se atreva a reconocer lo evidente. La ONU es como el Premio Nobel de la Paz, un concepto que se vende como de utilidad básica y necesaria, pero que en el fondo no es más que una idea vacía de contenido: en la ONU se habla pero no se va a ninguna parte (a veces sirve para respaldar barbaridades, invasiones, y poner veto a verdaderas necesidades de los pueblos) y el Premio Nobel se concede, según sople el viento, a energúmenos como Theodore Roosevelt o al planificador de los desaparecidos sudamericanos Henry Kissinger. El conflicto de Palestina e Israel es viejo, tan viejo como la instalación de un estado artificial, mediante la cesión del territorio ocupado en la Cisjordania por Gran Bretaña (los ingleses no dejaron colonia a derechas) y una resolución de la ONU de 1947 (que huele a negociaciones poco santas por la parte de atrás). Desde el primer momento, los habitantes de sus tierras vieron como una inmigración judía se instalaba y compraba el terreno. Cuando los palestinos se dieron cuenta se encontraron con que los israelitas se sacaron de la manga un estado y ya estaba dentro. Con ello, el Estado de Israel inventó dos cosas, entre otras: el primer estado del mundo colocado donde les dijo Dios, en un territorio que el mismo Dios les había prometido, y para ello inventó el terrorismo moderno, con la voladura del Hotel Rey David. El resto lo copió de aquí y de allá, creó una lengua propia y aplicó la teoría nazi del espacio vital para poder invadir a los países vecinos, que no tenían la suerte de que su dios les dijera que aquella tierra era suya. Todo eso es historia. El hecho actual es que Abbas quería hablar en la ONU de su pueblo, un pueblo rodeado por Israel, que ve como poco a poco su tierra pasa al otro lado de la frontera. Y cuando lo iba a hacer se crea una corriente de opinión aconsejándole que mejor lo deje para otro día, que mejor es negociar, que las cosas hablando se entienden, que vuelva a reunirse con Netanyahu. Y es el Premio Nobel de la Paz (no se sabe por que mérito), Barack Obama, el que más le aconseja, contradiciéndose con lo que él mismo decía no hace mucho (los votos son los votos y el lobby judío es muy fuerte). Y volvemos a los premios Nobel y las conversaciones. Judíos y palestinos vienen hablando desde hace demasiados años, tantos que esas conversaciones ya han dado varios premios Nobel de la Paz, a Begin y Al Sadat (acuerdos de Camp David) y a Arafat, Rabin y Peres. Abbas hizo lo que nadie esperaba, dio un cierre de dominó y presentó su petición. Pero la ONU, un organismo concebido para la inutilidad con apariencia de unidad de pueblos, tiene recursos suficientes para alargar el proceso, darle vueltas a la perdiz, esperar que el tiempo modifique la situación y, si todo fracasa, la oportunidad de que EEUU vete cualquier proposición que se salga de la corriente de opinión ya prefijada. ¿Cómo dudar de las decisiones del mismísimo Yaveh? Los dioses son impredecibles, no aparecen en los periódicos ni hacen ruedas de prensa en los telediarios, se aparecen, bien a pastorcitos ignorantes, o a caudillos de hace tres mil años. Y lo que dicen va a misa (o a los rezos de sinagoga) incluso después de la invención de la imprenta y del teléfono móvil. Abbas se enfrentó a la corriente principal (el mainstream, que dicen los anglosajones, ahora que todo se rotula en inglés) Y los medios de comunicación y opinión se encontraron con una anomalía, porque eso no estaba previsto. Desde la caída de la censura, el periodismo mundial se instaló en un estado de opinión que sigue la corriente principal, sin dudar de nada o aplicar la lógica más elemental a cualquier hecho noticiable. Abbas no debería hablar en la ONU de su estado, porque eso no estaba en el guión, e, incluso, los días anteriores, existía un acuerdo, que sólo tenía vida en la prensa, de que se volverían a las negociaciones, eso era lo que Obama había dicho y nadie se planteaba que existiese otra posibilidad. No hay dudas para la corriente principal de opinión. Pero las corrientes son malas, y las de opinión son como las corrientes de aire, que nos pueden dejar un dolor de lumbago o un constipado otoñal no deseado. Leer un periódico o ver la televisión se convierte en un ejercicio de adaptación a un guión no escrito pero si esperado, que transcurre por los cauces por los que circula la corriente, sin dudas ni situaciones ajenas al guión. Se supone que las cosas son como van (ese “es lo que hay”) y no nos alarmamos mucho con las distintas noticias que salpican las páginas y que relatan los bustos de los telediarios. Hay unos cauces, hay una rutina que cumplir y por la que deben circular los ciudadanos. Por eso me extrañó ese intento de censura previa que quisieron imponer los consejeros de RTVE del PP, con la complicidad abstenida del PSOE y el apoyo de CIU. Ya saben lo que pasó, que los consejeros políticos del ente público querían tener acceso a las noticias informativas “antes de”. Grandioso. Un retorno a los viejos tiempos. Me recordaba un chiste de Forges de los años 60, una página en la que se veía una redacción de periódico; en una esquina había unos tipos de la censura y uno decía: “Miren lo que ha puesto este atrevido: Bilbao”; en otra esquina, un periodista sollozaba: “¿Quien me mandaría a mi dejar peritos por periodismo?”. Los consejeros de RTVE, una raza política que debería desaparecer junto con los senadores, debieron advertir que los contenidos de los telediarios se salían de la corriente principal, y eso hay que cortarlo de raíz, porque, de lo contrario, pueden acabar por informar de lo que les de la gana. Lo único que me intriga es como se dieron cuenta ellos, porque el resto de los espectadores no hemos advertido nada anormal en la información habitual. A lo mejor es que hay doble versión informativa y ellos van a ver la televisión a Perpignan, como se hacía en los viejos tiempos para ver cine erótico.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Nos queda la palabra

Diario de Pontevedra. 21/09/2011 - J. A. Xesteira
La ley de la mafia siciliana se basa en un principio muy simple: no ver, no oír, no hablar. Como los tres monos de la felicidad. Sin imágenes, sin sonidos, sin palabras. Como las pasadas semanas hablé de la imagen y del sonido, me queda la palabra, como al poeta Blas de Otero. La palabra, que puede ser gritada o susurrada, pero que está ahora de capa caída, poco apreciada, seguramente por el mal uso o por el abuso o porque alguien sugirió una vez como una estupidez intelectual que una imagen valía más que mil palabras. A veces puede que sí, pero a veces puede que no. El Guernica no sustituye a un libro, porque su misión no es esa. La palabra hablada nunca tuvo tanto espacio para difundirse pero, por el contrario, nunca se difundió tan mal. Los medios de comunicación están llenos de palabras, habladas, escritas, pero, como decía Hamlet –otra vez Shakespeare– el libro está lleno de palabras, sólo palabras. Y el libro y sus palabras están ahora mismo en medio de un terreno incógnito que se resume de manera simplona: papel o digital. Hablan de la decadencia de la biblioteca, de millones de obras almacenadas en una pantalla; basta con acceder a un banco de datos colgado en una nube –textual– para leer “Guerra y Paz” o el penúltimo best seller. ¿Dónde leeré mañana la novela, en el iPad o en esa edición que encontré en un librero de viejo? ¿A que huele una novela en pantalla?¿Como puedo señalar la página virtual, la doblo o meto ese señalador que me regalaron?¿Cómo puedo hacer anotaciones en los márgenes? Todo eso, seguro, se podrá hacer en la pantalla de la tableta literaria. Tendrá otros problemas, por ejemplo, que si nos quedamos dormidos y se nos cae de la mesilla de noche puede que se nos vaya a hacer puñetas digitales. De cualquier manera, el libro estará ahí, en pergamino, en papel escrito a mano, en tipos de imprenta en letra Bodoni, en edición de lujo o en páginas virtualmente mágicas en las que leeremos palabras que fueron pensadas para tiempos demasiado viejos. Libros llenos de palabras maravillosas, encantadoras, de frases que hay que leer dos veces para saborearlas, pero también de palabras peligrosas, incendiarias, revolucionarias, agitadoras, palabras que hay que silenciar. ¿Cómo aplicaremos la censura a los libros digitales? Porque la censura hay que tenerla siempre presente, aunque no nos demos cuenta. El problema es que, cuando los libros se hacían a mano, la censura no existía, nadie podía leer aquellos libros, sólo accesibles a los reyes y a los ricos. A medida que la palabra se hace extensible a todos, se abarata la comunicación de las ideas, hay que controlar la circulación y la difusión de las palabras, ya sea en forma de panfleto, folleto, libro de ensayo o novela de vaqueros. La iglesia católica lo entendió así hace años con la imposición de un Índice de libros prohibidos, vigente hasta hace poco, que funcionaba a la inversa para los que estaban interesados en progresar culturalmente, es decir, lo que allí se prohibía era lo verdaderamente interesante. Ahora mismos sólo funciona un índice de libros prohibidos que maneja el Opus Dei, se puede consultar en internet y la función es la misma. Es que todavía existe un miedo al libro, a las palabras que se encierran entre papeles y que ahora aparecen como arte de magia en pantallas digitales (¡a saber como será la cosa dentro de un par de meses!) La censura siempre existe, de una u otra manera, pero cada vez se le ponen las cosas más difíciles para atajar las aguas llenas de palabras que quieren correr libres. Cualquier manifestación de poder, político o religioso siempre ha querido poseer el control sobre la palabra y controlar los significados. Como decía Humpty Dumpty, el hombre huevo del mundo de Alicia, el que tiene el poder tiene el poder sobre el significado de las palabras. Si el Cristianismo controlaba su libro, la Biblia, controlaba el significado de lo que decía, y todas las barbaridades que encierra se explicaban de manera que, muchas veces, era un insulto para una mente lógica y normal. En la Biblia se cuentan (en realidad el libro no es más que un relato y colección de diversos textos narrativos y crónicas temporales) verdaderas atrocidades en forma textual: estupros, violaciones, asesinatos; Abraham prostituye a su mujer para salvar el pellejo; Lot, el justo de Sodoma, fornica con sus hijas, Noé, el salvador de la Humanidad era un borracho, Moisés, un dictador autoritario... Y así podríamos seguir. Pero la interpretación y aplicación a los tiempos actuales es una demostración del poder sobre las palabras. También influye la geografía, y el lenguaje que aquí nos parece corriente, en otras latitudes está prohibido e incluso puede costar la vida. En lugares como los USA, el lenguaje impropio puede ser peligroso, y las alusiones homosexuales, prohibidas. Prueben a decir allí (o en Israel) que el rey David de la Biblia era gay y se lo hacía con su amigo Jonathan, y verán lo que pasa. La hija de Moshe Dayan, el héroe israelí, lo dijo en el Parlamento de Tel Aviv y casi la lapidan. Las palabras son muy peligrosas, y lo mismo sirven para arengar a las tropas que para insultar al árbitro, lo mismo inician una revolución que bendicen en la plaza de Roma. Pero, sobre todo, pueden hacer pensar, dudar de las verdades, hacer que los ciudadanos no se crean todo lo que dicen los que ostentan o detentan el poder. Hubo un tiempo franquista en el que las palabras libres estaban prohibidas, las censuraban, y se inventó una manera de escribir en los periódicos que los lectores interpretaban correctamente. Se escribía para leer entre líneas. Se ha perdido esa costumbre porque nos dijeron que ya no había censura, que se podía escribir de todo y sobre todo. Y no es cierto, se escribe –mal, cada vez con más faltas de ortografía, que es la base de la palabra– al dictado de los dictadores, que es la peor censura. Cuando salen, por ejemplo reciente, Sarkozsy y Cameron alabando al pueblo libio en libertad, en realidad, lo que están diciendo es que han cambiado al dueño del bazar que les vendía petróleo. Pero nadie lo dice, ni en papel ni en digital. Y hay que volver a poner palabras entre líneas, para entendernos.