sábado, 31 de octubre de 2015

Lo que aprendi del cine

J.A.Xesteira
En el cine se aprende mucho. Diría más, prácticamente lo que sé lo aprendí en el cine. Hablo del cine como rito y mito de un tiempo en que ver cine consistía en reunirse con gentes en un templo a oscuras, y comulgar todos con un milagro que sucedía en una pantalla enorme durante una hora u hora y media. El cine era un acto social al que asistíamos independientemente de la película que echaran. Desde que el cine dejó de ser un acto social para convertirse en un acto aislado, de sillón y mando a distancia, ya no aprendemos nada, estamos estupefactos, amorfinados delante de la pantalla, pequeña, convertidos en zombies de pensamiento único y débil. Debe ser que nos quieren así.
Pero el cine, ese otro cine, conformó nuestra manera de pensar, nos hizo aprender unos esquemas de comportamiento y unas reglas que operaban por el principio de acción y reacción. Por ejemplo, sabemos que cuando el chico mira a la chica y suenan violines, es que se van a besar. O cuando van a matar al centinela. A lo largo de la historia del cine han muerto miles de centinelas, de ejércitos, o de bandas o de tribu apache. Sabemos que cuando un centinela está vigilando y el protagonista, o el amigo del chico se arrastra por detrás, es que el centinela va a morir, bien apuñalado, estrangulado o de un tiro con silenciador. Realmente el puesto de centinela en el cine es un puesto muy desprestigiado. Han muerto miles y todavía siguen poniendo centinelas. En el cine aprendimos más de la historia de América del Norte que de la de España, de la que nunca aprendimos nada realmente cierto, salvo fechas y grandezas patrias (en los libros de bachiller estudiamos batallas que ni siquiera existieron). El cine, tal y como lo entendíamos, fue el gran arte del siglo XX. En el XXI no sabemos lo que pasará, dada la diversidad de acceso a los contenidos, la enorme variedad de soportes y el abrumador tonelaje de historias contadas en imágenes, ahora en series de televisión, películas repetitivas que pasan directamente de la pantalla de los multicines de centro comercial a los ordenadores, en descargas legales o piratas.
Lo que el cine nos enseñó básicamente es a reconocer en la vida real lo que pasa y puede pasar, según los cánones seguidos en la pantalla, las reglas del juego aprendido, pero que sólo funcionan en la historia contada en imágenes. Como el caso del centinela, otro de los casos frecuentes es que si una rubia camina por una casa a oscuras, en camisón y con una vela en la mano…, usted sabe lo que sucederá a continuación. En la vida real no  siguen las reglas del juego. Los directores de las películas que salen en los telediarios o en las páginas de los periódicos cuentan una historia que no se ajusta a lo que se espera, a lo que es la norma clásica.
Una película ya vista. Los tres de las Azores (¿se acuerdan?) sonriendo en el comienzo de la guerra de Irak, una guerra-negocio patrocinada por los Bush y que, como cualquiera que hubiera ido al cine sabe, iba a acabar como acabó, convirtiendo el mundo musulmán en una bomba atómica. Cuando los tres personajes posaban como si fueran Groucho, Chico y Harpo (uno tenía el mismo bigote, pero ninguno era gracioso) sabíamos que aquello era una estupidez de tamaño imperial. Cuando los aviones chocaron contra las torres de Nueva York sabíamos que era la segunda parte de la película anterior; solo los emperadores estúpidos no saben lo que pasa en las secuelas de la serie: los imperios contraatacan, las amenazas fantasmas acechan y el mundo deriva a una guerra total, mucho más peligrosa, porque todos somos soldados, todos somos víctimas posibles y todos somos el centinela que vigila el sistema económico para que no venga un comando a ponerle una bomba. Sabemos como son estas cosas. Los tres de las Azores, no. Uno de ellos, el inglés, acaba de pedir perdón por las consecuencias de la guerra de Irak (¡tarde piaches!) y reconoce que aquella estupidez es la causa de la actual situación en todo Oriente Próximo y no tan próximo; seguramente Tony Blair (pronunciese en el inglés de Aznar, para hacerlo más auténtico) hace ahora ese mea culpa porque seguramente tiene algún negocio que así lo requiere. Los otros dos de la foto no dicen nada, porque seguramente no tienen negocios de ese tipo. Pero todo eso lo sabíamos antes, porque ya habíamos visto esa película, conocíamos la ley del Oeste y sabemos que los héroes están bien en la pantalla, pero en la vida real no hay truco.
Otra película que podría titularse “La Corrupción” ( en varios episodios, como una saga de política ficción). Sabemos lo que pasa cuando los corruptos hablan con un vaso de whisky sobre sus negocios. La corrupción en  todas sus variantes es un género cinematográfico confuso y de escasa aceptación. El espectador se pierde por la mitad de la historia, acaba por no entender la trama  y necesita tener unos conocimientos de la economía mundial que no están a su alcance. No entiende la historia, en la que pululan los malos con aspecto de prepotente y los buenos con cara de Tom Cruise; lo único que tenemos claro en ese tipo de películas es que, al final, el malo es detenido y va a la cárcel porque el poli bueno siempre tiene un truco de última hora que descubre el pastel. En la vida real no sabemos como funciona, esperamos que aparezca algo que lo aclare, pero, acostumbrados a un  tipo de cine, no vemos que se sigan las reglas del juego. Nos embrollamos, no sabemos si la Gurtel existe o es una trama islamista, o si los independentiscas catalanes y Jordi Pujol pertenecen a Spectra, o si todas las operaciones abiertas tendrán un The End satisfactorio. La corrupción real, la de los partidos en campaña, no se ajusta a las leyes del cine, y las leyes reales son incapaces de dejar contentos a los espectadores, que pagamos nuestra entrada.




sábado, 24 de octubre de 2015

Predecir futuros

J.A.Xesteira
Se celebró (bueno, lo debieron celebrar los frikis y culbs de fans) estos días la llegada de Marty y Doc al futuro. Me refieron, como saben los buenos aficionados a estas cosas, la película “Regreso al futuro”, que marcaba la fecha del miércoles pasado como futuro del viaje en el coche del tiempo, aquel Delorean trucado por el sabio chiflado. Andaban estos días por la Red montones de comentarios, artículos y montajes de películas para comparar el futuro cinematográfico rodado en 1989 y el futuro real al que llegarían los personajes del film. Como siempre, los futuros nunca coinciden. Los grandes futuros anunciados nunca fueron una premonición acertada. Recordemos el año 2001, de la odisea espacial. Llegó el 2001 y no hubo ni monolíto en Marte ni aquel gran ordenador que asesinaba a los viajeros del espacio, que navegaban a ritmo de “Así hablaba Zaratustra”. ¿Y qué decir de aquella visión pesimista de Orwell de “1984”? Hubo que hacer muchos esfuerzos conceptuales para hacer cuadrar la dictadura aplastante con el sistema capitalista imperante en aquel año y en los posteriores. En su caso dejó en herencia una marca registrada, el Gran Hermano, que todo lo ve, pero aplicado sólamente a un programa de televisión dedicado a mostrar como se relacionan los seres humanos reducidos a la condición de animales de laboratorio, dentro de una jaula. Cierto, y hay que decir en defensa de Orwell, que su visión del poder gubernamental como el controlador visual de todos los habitantes es un deseo de cualquier poder actual, que se traduce en la colocación de cámaras de vigilancia por todas partes, una costumbre controladora cada vez más en aumento, y que se complemente con la proliferación de imágenes de nuestra vida en las redes mal llamadas sociales.
Marty y Doc se llevarían un chasco si aterrizaran con su coche el miércoles pasado, como ya se han encargado de catalogar en las redes, señalando todas las maravillas que encuentran en la película pero que no encontramos en el momento actual (el ejemplo de los patines voladores es lo de menos)  Treinta años después ni siquiera hay una solución a la vista para la enfermedad real de Michael J. Fox, el joven que viajó hacia adelante con el chaleco rojo y las zapatillas Nike.
Si hacemos la pedestre reflexión de considerar este momento como el futuro de un pasado más o menos reciente (a elegir) podemos comprobar que “esto” es lo que no esperábamos que fuese. Cantidad de cosas que deseábamos de una manera se convirtieron en lo que ahora son, incluidos nosotros mismos. La vida viene y nos lleva sin que podamós hacer gran cosa para remediarlo. De la misma manera, podemos hacer la misma reflexión pensando en el futuro que vendrá si nos montamos en nuestro coche trucado y aparecemos dentro de treinta años (o lo imaginemos, porque, según edades, cada cual puede echar sus cuentas). Entre lo impensable de antes y lo pensable de ahora nos movemos tropezando siempre en la misma piedra, una, dos y mil veces. Bastaría hacer una simple comparación entre lo prometido, lo predecible y lo que de verdad ocurrió, para escarmentar y no hacer planes de futuro sin un mínimo de sentido común.
En este momento que se nos aparecen Fraga y el embajador americano bañándose en una playa que dicen que era Palomares, vuelven las famosas bombas que rescató Paco con su red. Y como en una película de sábado por la tarde, aparece el vicepresidente americano (sin chaleco rojo ni zapatillas Nike) y promete que EEUU va a limpar, después de  49 años, el plutonio de las arenas de Palomeras. No se lo cree nadie, y no deja de ser un detalle de gente enrollada. A cambio de esa promesa, el ministro Margallo (de fácil rima gallega) le regaló una guitarra, como colofón a una reunión de cantantes. Probablemente los USA manden personal a retirar la arena y la llevarán a cualquier parte y lo festejarán en su momento. Lo que estuvo contaminado durante todos esos años, queda contaminado, el que sufrió o murió sin enterarse de los efectos del plutonio ya pertenece al pasado. El plutonio no va a salir tan facilmente de Palomares; su vida sí que tiene futuro (una vida media de más de 24.000 años) y aquel pasado con la imagen del bañador de Fraga, que mostraba al mundo que allí no pasaba nada, vuelve como una mala película en blanco y negro, contaminada y cutre.
Las previsiones de futuro suelen hacerse casi siempre –en el mundo de la política combinada con el capitalismo imperante– para hacernos creer que lo que viene va a ser mejor que lo que pasó. Sabemos que no es más que un buen deseo que rara vez se cumple. Sí sabemos con antelación que muchas de las cosas que se hacen al tiempo de prometer bienestar y prosperidad son ya, en cuanto las hacen, una estupidez que cualquiera puede entender, o una estafa que cualquier sabe que tendremos que pagar en un futuro inmediato. Por ejemplo, las autopistas construidas alrededor de Madrid, que nunca llevaron coches a ninguna parte y que ahora tendremos que pagar entre todos a las empresas que las construyeron y gestionaron. En aquel reciente pasado dijeron que salían baratas, eran necesarias y, además, iban a ser rentables. Tanto ellos como nosotros sabíamos que mentían. Y ahora tendremos que pagar a las empresas que sabían que aquello no valía para nada. Si aplicáramos el sentido común que no se aplicó ante aquellas evidencias a muchas de las obras actuales –hospitales incluidos– en un futuro no muy lejano no tendríamos que volver a pagar las estupideces que ahora mismo se firman en despachos políticos.
Pero no aprenderemos. Seguimos cultivando la estupidez (y la indiferencia ante esa estupidez) como una flor delicada. Se habla de una formación profesional para toreros y no pasa nada. Si ahora aparecieran personas del pasado en una máquina del tiempo se encontrarían con las mismas estupideces del pasado. Si pudiéramos ir hacia adelante, nos encontraríamos seguro dentro de treinta años con que los patines no vuelan y los políticos siguen haciendo las mismas promesas.

sábado, 17 de octubre de 2015

Grandioso

J.A.Xesteira
Estoy convencido de que vivimos en un país grandioso, lleno de gente grandiosa que está gratamente convencida de que somos grandiosos. Y no lo somos por comparación con el entorno vecinal, sino porque tenemos esa percepción y la manifestamos a cada momento, y esas manifestaciones se traducen en noticias grandiosas sobre nuestro grandioso país y su grandioso destino en el mundo. Dicho de otra manera, vamos de sobrados por la vida y –esa es la virtud y el pecado– esa soberbia genética (en Francia le llaman chauvinismo, que es parecido, pero es otra cosa) nos incapacita para reflexionar el mínimo necesario para entender lo que está pasando a nuestro alrededor. Por eso votamos lo que votamos (casi siempre por impulso del bajo vientre más que por análisis de la cabeza) y dejamos que las cosas vayan como quieran que vayan, con grandiosidad de miras. Siempre ha sucedido así hasta que las cosas se tuercen y, como sucede con los que van sobrados y no las piensan, acabamos con cabezas partidas, bien la nuestra contra un muro, bien la de los otros de un botellazo. Los países grandiosos con gente grandiosa cometen grandiosos despropósitos. Y por encima, nuestra vanidad nos atasca las ideas y nos hace creer que somos la repera en almíbar, lo creemos todo, lo admitimos todo y alcanzamos con nuestra grandiosidad las más altas cotas de estúpida soberbia. Los mismos debates parlamentarios, que debieran ser paradigma de sentido común y ganas de trabajar por todos los votantes y abstenidos (el pueblo, que de vez en cuando dicen representar) se convierten en un grandioso mitin de “lo-bien-que-lo-hicimos” y el rebote de los contrarios. Mientras las peleas y deserciones en el partido en el poder se suceden, aparecen datos sobre lo que se abarata la vida, lo bien que nos atienden en las urgencias y en los hospitales, lo contentos que van los niños a las escuelas, datos que nadie se molesta en comprobar y que tienen todo el tufo de campaña de propaganda fabricada por el sistema de corta y pega. El resto de los partidos están ocupados en sus propios datos y no ofrecen todavía una idea coherente ni de izquierda ni de derecha.
Pero de pronto aparecen cosas grandiosas. Un día se me aparece en televisión el presidente del Gobierno inaugurando un pantano. De repente pareció que mi televisor estaba en blanco y negro y con la música de fondo del No-Do se escuchaba una vieja y recordada voz que decía: “Su Excelencia el Jefe del Estado…patapín, patapán”  Y un par de días después, la Fiesta Nacional que se hace en plan grandioso, coincidiendo –parece ser que es pura coincidencia– con la de Corea del Norte. Y venden ese producto como la fiesta de todos los españoles. Craso error; primero fue el Día de la Raza, pero, como no se sabía cual, y como los españoles, entre las cosas malas que hicieron en América hicieron una muy buena, el mestizaje, pronto se sustituyó por el Día de la Hispanidad, que tampoco duró mucho más allá del festival de la OTI; al final quedó en ese extraño Día de la Fiesta Nacional, a lo mejor para fastidiar a los antitaurinos. Pero todos sabemos que, de verdad, es el Puente del Pilar.
Mientras miramos como quien mira llover desde la ventana, las grandiosidades en la televisión, un ente que declara tener a sueldo nada menos que a 144 tertulianos, una grandiosa e inútil plantilla, nos las cuelan por todas partes. Mientras los grandiosos preparan su campaña electoral para las Navidades y Europa nos dice que no cumpliremos el déficit (cosa que se apresura a desmentir la vicepresidenta, cada vez más parecida a Dora la Exploradora) nos meten un impuesto por generar energía grátis. Algo grandiosamente insólito. Hace años, mi amigo K (como el agrimensor de Kafka) solía sentarse en un banco de la alameda al sol, y cuando lo saludaba me decía: “Ya ves, tomando el sol, que de momento, es gratis”. Ya no lo es, hay que pagarlo, porque el sol también pertenece a un fondo buitre o a una corporación que controla las empresas de energía. Como tampoco serán gratis el agua que se pierde ahora por los montes de Galicia, ni la sanidad que se pierde por las gestiones chapuceras, ni la educación que se va restringiendo en más alumnos por aula. Dentro de unos años todo será de grandes corporaciones que están firmando acuerdos entre Europa y Estados Unidos y de lo que nadie parece enterarse en este país. Si usted piensa que estoy hablando de ficción político-económica, eche la vista atrás sólo unos años y cuente la cantidad de cosas que eran gratuitas y por las que ahora paga tasas, impuestos o multas. Pagamos nuestros impuestos sin posibilidades de hurtarle al fisco ni un céntimo. Eso está reservado solamente para aquellas compañías que dominan el espacio tecnológico, venden mucho más barato que el chino del barrio y pagan sus impuestos en paraisos fiscales; me refiero a Apple, Google, Amazon, Ebay y suma y sigue. Son  marcas sin las cuales ya no podemos vivir, pero que no dejan de sus beneficios obtenidos con nuestro dinero más que una pequeña parte en nuestras arcas. Si usted cobra una nómina o una pensión no podrá escapar de la declaración legal de sus rentas. Pero si es una gran empresa tecnológica, si. O si es la iglesia católica, que no paga impuesto de bienes inmuebles por sus extensas posesiones, aunque esas posesiones sean conventos que ahora funcionan como hoteles, restaurantes, párkings y otros establecimientos. Los acuerdos con el Vaticano son grandiosos, y como su reino no es de este mundo, se queda con lo del César pero no paga IBI. Aunque el papa pida perdón cada semana por cosas que muchas veces ni sabemos que son; aunque el obispo Cañizares tenga miedo de que vengan muchos refugiados (el le llama inmigrantes) y conviertan a Europa en otra cosa. Debe olvidarse de que su religión –grandiosa– fue fundada por un palestino y reorganizada por un turco de Tarso que iba de viaje por Siria.

sábado, 10 de octubre de 2015

Unos más que otros


J.A.Xesteira
Hay dos cosas que constantemente atraen nuestra atención a poco que nos asomemos al periódico del bar donde tomamos las cañas o el cortado con leche fría y sacarina: el fútbol y la democracia. Son dos conceptos más parecidos de lo que podamos creer (aunque eso sería más propio de un estudio a fondo o de una tesis doctoral) y tienen en común  que siempre están delante de nuestras narices, para recordarnos que somos seres electorales, a los que hay que dar de comer noticias sobre los diferentes campeonatos y elecciones mundiales, ruedas de prensa de líderes políticos y entrenadores, escándalos financieros para el descrédito de enemigos y alabanza de propios, amistades y enemistades dentro de los equipos (ambos, políticos y futbolísticos), estado de salud (física, la mental no es materia necesaria) clasificaciones y encuestas, declaraciones sobre el futuro inmediato y análisis pormenorizado de los grandes temas a cargo de importantes periodistas supuestamente enterados de lo que puede pasar si no les hacen caso. En el periódico que estaba leyendo un señor al fondo de la barra y que dejó con restos de patatillas por el medio, se hablaba de los resultados del domingo, en la liga española y en las elecciones portuguesas. La primera es de nuestra incumbencia, la segunda también. De la primera sabemos que mandan en la clasificación, por el momento, equipos que nunca  pensaron en mandar, seguramente porque el bipartidismo Madrid-Barça atraviesa una fase de desajustes (el poder también tiene sus días bajos); de la segunda nos dice que en Portugal sigue mandando el que mandaba, pero que el reparto de las fuerzas deja todo por hacer, un poco como en Cataluña, lo que augura que será la tónica de futuras elecciones y que el bipartidismo PP-PSOE puede entrar en fase de mínimos y manden los del Villarreal o los del Celta, al menos por unas semanas. En cualquier caso, y de cara a la liga y las próximas elecciones del 20 de diciembre (¿quién dirá el discurso presidencial de fin de año?) la cosa es confusa. Y se nota. La derecha acusa ese fenómeno de hundimiento: la orquesta sigue tocando en cubierta mientras el resto trata de arriar botes. Por mucho que insistan en el PP en que ellos han arreglado las cosas como Dios manda, el barco escora y, por encima, su ex presidente, Aznar, ese sedicente “analista político” (en este país cualquiera puede ser analista político o crítico de cine, no se piden credenciales) reconoce que Ciudadanos puede desbancar al PP, cosa que todo el mundo sabe, a poco que se lean los periodicos más atrás de los deportes y los resultados de la bonoloto. Pero cuando el presidente de la FAES (un desafortunado nombre que recuerda siempre a falange española) sale diciendo eso de su propio partido, ya no hay que esperar a lo que digan los enemigos. Eso es un tiro en el píe y veneno para la taquilla. Es como si Florentino del Madrid saliera diciendo que el Atletico de Cerezo está mucho mejor que los del Bernabeu. Y desde la cumbre de su colina (aún no es una montaña) Ciudadanos se crece ante la derecha auténtica, la fraguista (no aznarista) que presenta como triunfos una economía en la que nadie tiene fe. Los Ciudadanos venden una imagen “cool”, vestidos de “casual” y sin corbatas. En su caso su imagen vale más que mil palabras de cualquiera del Gobierno (con excepción de Soraya) y ellos saben que están representando una versión actualizada de “Los chicos del Preu”. 
En la otra banda, la autodenominada izquierda (usted puede opinar otra cosa, de momento ni cobran comisión por opinar ni constituye delito de injurias) prepara las ofertas que no podremos rechazar. Sánchez quitará la religion de la escuela y Podemos sacará un día de estos su catálogo de otoño, con 500 medidas a precios de Ikea. Mientras, siguen las confluencias en una izquierda que se hace en la picha un lío cuando las cosas deberían ser más sencillas, como lo eran antes de que la política se enviara por tuiter. A la izquierda le mata el juego individual, el regate y el primer toque, pero a la hora de organizar el equipo y hacer que funcione en bloque, no hay nadie que centre pelotas sobre el área ni hay quien salga al remate. Y con eso no hay goles, por mucho que sus entrenadores salgan a dar ruedas de prensa. 
Como el año que viene llegan las elecciones gallegas, Núñez Feijoo ya ve las elecciones en el horizonte, como un mapa del tiempo, con nubes que entran por las rías y dejan una ciclogénesis explosiva; pone en la calle a la conselleira de Sanidad y arromba la casa para presentarla en las proximas campañas. Es el mito del eterno retorno, o una campaña electoral como el nudo infinito de la sabiduría tibetana, sin principio ni final. Tampoco la marca gallega lo tiene claro, y desde las municipales, con la aparición de los “enanos infiltrados” (expresión que pueden ver en internet y que utilizaba la derecha del franquismo en tiempos remotos) el espectro se difumina. Y ya la cosa no está tan clara. Ni siquiera la iglesia católica lo tiene claro, y eso que al reino de Dios en la Tierra le basta con hacer un dogma en un momento para resolver cualquier posible torcedura de “lo que Dios manda”. No se aclaran con este papa. A la “famiglia” española de Rouco y sus hermanos no le gusta como llevan las cosas en Roma en el sínodo de familias (todo esto recuerda mucho a las reuniones del Padrino I) y, por encima aparecen un cura gay que presenta a su novio como si fuera una novedad. Y lo echan fuera (biblicamente, donde es el llanto y crujir de dientes), porque la iglesia acepta mejor un pederasta oculto que un homosexual manifiesto.
Y todos los espectadores-votantes nos sentimos como Gene Hackman en la película “La noche se mueve”, mientras ve en la televisión un partido de fútbol americano. Su mujer le pregunta: “¿Quien gana?”. Le contesta: “Nadie, sólo que unos pierden más que los otros”.

sábado, 3 de octubre de 2015

Cuestión de sentimientos

J.A.Xesteira
Después de las elecciones catalanas todos deben estar haciendo sus análisis. Cada cual a lo suyo, que no somos quienes de darles lecciones sobre como llevar sus negocios. Después de la consulta disfrazada de plebiscito, comienza otra etapa, los independentistas deben estar eufóricos, pero, como el esclavo que le susurraba el César que era mortal, también deben echar la vista a las experiencias variadas, Quebec, Escocia, la Bélgica Valona, para entender que ser secesionistas o independientes no es tan fácil. El resto de los partidos harían bien en buscar algún experto que les diga desde fuera como va la cosa, sin pelotillas pagadas, para circular por sus caminos. Y, para lo que se trata de verdad, de formar un gobierno en Cataluña, habrá que esperar a ver que pasa con la masa coral ganadora, con tenores de derechas, bajos republicanos y sedicentes izquierdosos de estelada en ristre. Tendrán dificultades para casar tanto grupo plural, porque una cosa es una campaña y otra un gobierno con el juro y prometo en la mesita (por cierto, ¿delante de la Constitución, del Estatut o de qué?). Para todos ya se acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo; porque habrá tiros de fuego amigo, de tiros por la culata y de balazos mientras limpian sus armas. Cada partido se estará disparando dentro de sus saloones, unos, con tiros en los pies y otros con tiros en la sien. Para todos acabó el show, y ahora hay que ponerse a lo práctico, porque, en realidad, las elecciones, los partidos y el barullo de altavoces, tapa lo verdaderamente esencial: que nos arreglen la vida, nos curen en la enfermedad, nos eduquen en nuestra ignoracia y hagan todo lo posible para que lleguemos felices a fin de mes. Las elecciones democráticas están muy sobrevaloradas, porque siempre las entendemos como una final de Champions que acaba con un “hemos ganao” o un “la culpa fue del portero”; ellas, las elecciones, no son lo importante, lo importante es lo que sigue, sea eso lo que sea. No hay más. Todo el resto no es más que patriotismo barato, perdón, caro, muy caro a nuestros bolsillos. Y ya saben (hay que recordarlo de vez en cuando) lo que decía Samuel Johnson, que el patriotismo es el último refugio de los canallas, y que el escritor Ambrose Bierce corregía: el último no, el primero.
Porque en las elecciones (y vamos a tener otras dentro de nada) nos movemos en el terreno de los sentimientos abstractos, de las pasiones sin reflexión y votamos sin conocer muchas veces a quienes nos van a administrar la vida en los cuatro años siguientes. Y los sentimientos son casi siempre malos consejeros. Por eso entendí perfectamente a Trueba con su frase de que no se sentía español, que fue inmediatamente respostada por un “sentido” ministro de cultura, que sí se siente español. Me identifico con el director de cine, porque no sé lo que es sentirse como el ministro. Sé que soy español por mi pasaporte y unas cuantas cosas que me identifican de unos y me diferenciaan de otros, y sé que soy gallego por una serie de circunstancias obvias. Pero el sentimiento patriótico de vibrar con los himnos, con las banderas y con los votos, me es ajeno. Lo siento (en el sentido disculpatorio solamente). Pero nos perdemos con las emociones y los sentimientos, y focalizamos nuestra opinión política, amarrados a esos lastres, en “los otros”, ya sean partidos políticos o, la moda actual catalana, los borbones. A estas alturas la monarquía no es ya un foco de atención que llevar a la guillotina, los borbones, como otras monarquías, no son más que una marca registrada, una empresa que trata de vender su producto (Borbón SL o Borbón y Cuenta Nueva) ofreciéndose como embajadores de la paz y buen rollo. No salen más caros que un hipótetico presidente de gobierno en una hipotética república presidencialista. Solo que ahora también sirven de blanco patrótico de nuestros deseos de cambio nacional. Así que nos centramos en esos “ellos”, los otros partidos políticos y los borbones, por poner algo.
Y nos olvidamos de lo que nos viene de fuera; la internacionalización es lo que nos complica la vida, lo que de verdad nos va a condicionar, votemos lo que votemos. Son esas grandes corporaciones sin rostro las que nos agarran por el cuello hasta hacernos soltar la última moneda. Nos aseguran que existen poderes nacionales, nuestros poderes nacionales y supranacionales, los europeos, que vigilan y velan por que todos mantengan las reglas del juego y el juego sea limpio. Pero también sabemos que las reglas las escriben “ellos”, cada Estado, cada Gobierno, cada patria, pero siempre con las condiciones que imponen esas corporaciones. Hace unos días, la recta Alemania, la que pone condiciones con mano de hierro a los países pequeños que producen poco porque prefieren vivir más y trabajar menos, perdió todo su prestigio. Su gran empresa, la Volkswagen, el coche del pueblo que inventó el Tercer Reich, estafó al mundo entero, y la Alemania que exige rigor al resto de los países tiene que tragarse el sapo de ver como también está en la lista de los corruptos, como cualquiera. Una estafa perpetrada por sus grandes empresarios quizás con el conocimiento de sus políticos financieros; una mentira que estafa a las haciendas de todos los países donde se venden sus coches y que beneficiaban la baja contaminación de sus motores. Todos los estados estafados deberían ahora mismo demandar a la empresa y al gobienro alemán, y la misma empresa y el mismo gobierno deberían tener ya en la carcel a su director, dimitido y jubilado millonario, por estafa internacional.  Pero no pasará nada. Vuelven a la memoria otras corrupciones germanas, la de la Siemens, la de los sobornos de Flick, que salpicó incluso al presidente español de aquel entonces, Felipe González, amigo de Helmut Kohl.
Acostumbrados a que nos roben, a que nos sisen céntimo a céntimo las empresas eléctricas, los bancos, las telefónicas, el mismo Estado, sólo confiamos en el porvenir. Algunos podemos no sentirnos patrióticos, pero todos nos sentimos estafados entre elecciones y elecciones.