sábado, 25 de febrero de 2012

Los pajaros disparan a las escopetas

Diario de Pontevedra. 25/02/2012 - J.A. Xesteira
Hay momentos de la historia de una sociedad, de un país, en los que parece que todo marcha al revés, los que mandan disfrutan de una impunidad que les parece llovida del cielo, una especie de “Por la G. de Dios” que rezaba en las monedas de peseta con el perfil de Franco, cuando era dictador, que ahora, al parecer de la Real Academia de la Historia, ya no lo es, lo que nos lleva a este momento en el que no entendemos nada, sobre todo los que hemos vivido en una dictadura; todo funciona al revés, al parecer, como un enorme carnaval en el que los disfraces de demócrata se compran baratos, en los chinos, y cualquiera puede alardear de serlo; un juez pone en el banquillo a una tropa de mangantes declarados (de una larga lista de mangantes sin declarar) cuya inocencia ni siquiera se le presume de lo evidente que es el delito, y acaba condenado; para más estupor el juzgado que juzgará a la red Gürtel puede ser dirigido por el antiguo director general de Justicia de la Comunidad Valenciana, lo que equivale a administrar la ley por los amigos del alma de los imputados, con lo cual ya no entendemos nada; son los pájaros disparando a la escopetas. Tampoco entienden nada fuera de nuestras fronteras. España dio ejemplos pasmosos de cosas tan audaces como abrir juicio por genocidio a Pinochet (precisamente el juez ahora condenado por intentar abrir juicio a Franco cuando era dictador, antes de la Real Academia de la Historia); éramos avanzados en nuestras protestas, los inventores del 15-M; presumíamos de ser la potencia número once de la Economía mundial y marchábamos de chulos por la vida. Y ahora, de repente, nos encontramos con la cruda realidad (las fantasías vienen cocinadas, la realidad está cruda y con fecha de caducidad); la prensa americana, que es como un espejo, nos devuelve una imagen de estupefacción; no entienden la historia de condenar a Garzón, nuestra marca registrada está en estos momentos por los suelos, y damos la impresión de ser unos chiflados gobernados por unos surrealistas improvisadores. Como la situación económica es la que es y lo es por culpa de quienes sabemos, el Gobierno decide montarse una reforma laboral que, afirman convencidos, arreglará las cosas, como si adivinaran el futuro, cuando no saben ni que va a pasar mañana por la tarde. No sabemos si arreglarán las cosas, eso no lo puede saber nadie, ni siquiera los que saben que no se van a arreglar, pero lo que si ya podemos saber es que los sueldos bajarán ahora mismo, los despidos pueden ser la solución para que las empresas se sacudan de encima a lo que les apetezca y todas aquellas conquistas sociales desde la matanza de Chicago tienen que volver a ser reconquistadas, seguramente por los chavales que ahora mismo acaban de experimentar en carne propia los porrazos de las fuerzas del orden público y, de paso, aprendieron dos cosas: que las fuerzas son sólo fuerzas, el orden público es otra cosa, y que no hay que confundir manifestaciones con procesiones. Vean, una simple manifestación de chavales del instituto acaba en una carga al viejo estilo de cuando Franco era dictador. Algo que nos desconcierta y abunda en ese “todo al revés”. Pero, en realidad, no hay tal cosa, todo funciona como debiera. Sólo hay que tener en cuenta de que en determinados momentos de la historia de los pueblos, las cosas doblan la esquina y dan la vuelta; suele ocurrir cuando nos dicen que somos ricos y vivimos en el mejor de los mundos. El Sistema no puede con eso, el Sistema Capitalista quiero decir, porque su misión no es otra que la de acumular beneficios económicos y no bienestares sociales. Regresamos y parece que vienen tiempos duros, tiempos viejos con viejas maneras de vivir; y en los tiempos de cambio, pasan estas cosas, mientras los cuerpos no se adaptan a las nuevas circunstancias y a los viejos palos. Entre tanto hay que soportar con la mejor disposición la adaptación del cuerpo social a las circunstancias que nos parecen locuras, a las frases pronunciadas por los políticos actuales con mando en plaza que, se les ve, carecen de dos cosas: una, de no haber vivido una etapa de estudiantes en protesta callejera, seguramente porque vienen de buenos colegios donde se trataba a los curas de usted; y dos, porque no siguen el consejo que la madre del conejito Tambor le daba a su hijo (ver Bambi): “Cuando no tengas nada bueno que decir, cállate”. Así se evitarían las estupideces (ya decía hace unos días que son contagiosas) ministeriales (de algunos, afortunadamente) y las meteduras de pata que después hay que corregir y decir diego donde decían digo (ver las perlas encadenadas del ministro de Cultura y Actividades diversas). Mientras, asistiremos sin opciones de intervención a la caída del imperio de la fantasía: no había bienestar, sólo hipotecas y especulaciones con bonos-estafa avalados por bancos que nos despluman por dos vías: una, directa e hipotecaria, y otra, a través del Gobierno que tiene que darles nuestro dinero para que no sean pobres; no había investigación de I+D, cosa de la que tanto presumíamos, y nuestros científicos pueden irse ahora a Argentina (¡nada menos!) una vez que los argentinos exportaron a sus nietos de gallegos. Una organización tan poco sospechosa como Cáritas acaba de decir que la cosa ya es dramática y la brecha entre ricos y pobres se agranda (no sé si al ministro Wert, el hombre de la sonrisa, le parece esto demagógico, pero lo dice Cáritas). Todo era un bluf y ahora el Gobierno afirma que sabe como se va a arreglar esto. Sólo hay que esperar, pero me temo que no vamos a esperar con los brazos cruzados. Tenemos la fea costumbre, esa si, muy española y garantizada, de rebotarnos y montar un dos-de-mayo cuando nos tocan el trigémino. Y hay signos externos de que eso va a suceder. La semana pasada advertía que los próximos 15-M no iban a ser tan pacíficos, y lo de Valencia ha sido un paso más. Es lo normal, no hay nada extraño, sólo que cuando corren malos tiempos para la lírica, es que son buenos para la épica.

sábado, 18 de febrero de 2012

Almas vendidas

Diario de Pontevedra 18/02/2012 - J.A. Xesteira
La primera palabra que un niño buscaba en un diccionario empezaba por P; cuando la encontraba ponía: v:Ramera, con lo cual no se aclaraba mucho la cosa, así que iba a la R a buscar la otra palabra, y se encontraba con una definición: «Mujer pública que hace negocio de su cuerpo». Ahí la cosa se complicaba, porque la definición no le definía gran cosa. ¿Mujer pública?, ¿como un autobús o un retrete de estación? ¿Qué hace negocio de su cuerpo?¿Cómo? Las definiciones de los diccionarios tenían cierta tendencia a marear a los niños que buscaban palabras «pecaminosas» (las que se aprendían en la calle, donde otros niños nos informaban mucho mejor que la real academia de las cosas que realmente había que saber). Siempre me imaginaba que los diccionarios los escribían señores serios con cara de estatua con palomas. A veces, cuando necesito una aclaración enciclopédica, todavía me viene ese pensamiento. El niño con inquietudes de ampliar su vocabulario (al menos por la parte de las palabras que no había que decir en público) siempre encontraba que las definiciones se diluían, se dispersaban y no le aclaraban tanto como el amigo listo de la calle. Así, con esa deficiencia léxica se producían casos como aquella famosa anécdota del alcalde pedáneo que se dirigió al excelentísimo gobernador civil aludiendo a que su esposa (la del gobernador) era una mujer pública. El gobernador entendió a qué se refería el edil y lo disculpó. Como son públicos todos los políticos y personajes del mundo del Poder, también conocido como estado de derecho, que es una expresión que, si la buscamos en el diccionario, le pasa lo mismo que a la palabra puta, acaba por dispersarse en millones de leyes que lo mismo sirven para condenar a los buenos como para premiar a los malos, según decida el que tenga el poder decisorio; es decir, que es un estado de derecho que los hombres y mujeres públicos ponen como justificación, sin que entiendan mucho su significado (los niños de la calle lo saben) y que además, a muchos no nos gusta ni este estado ni este derecho. Pero volvamos al negocio de la mujer pública. Vender el cuerpo no es un negocio especialmente boyante. Los hombres y las mujeres públicos políticos sacan más rendimiento a la venta de almas (ojo, no armas de matar, que ese es otro negocio, sino almas, que es una manera de llamar a lo que no es corporal). Pero, ¿cómo se venden las almas?¿y a quién? Ahí entramos en terrenos de metafísica, en los que las cosas se complican más que en los diccionarios. Hay amplia literatura y leyenda sobre el caso, desde el Fausto hasta el guitarrista de blues Robert Johnson, que cambio su alma por el acorde perdido. Pero ahora mismo, lo que se vende se contabiliza, se mide, se tasa y se pone precio es al alma, que es donde reside la moral, la ética y la honradez. ¿Como vender un alma?¿Al peso? Pudiera ser, pero, ¿como pesar el alma? Depende del envase, porque no es lo mismo el alma de Soraya Sáez, por muy alto cargo que sea, que la de Álvarez Cascos, que desplaza mayor tonelaje. Podríamos aplicar el sistema usado para pesar el humo: se pesa el pitillo, se lo fuma, y se pesa la ceniza y colilla restantes; la diferencia es el peso del humo, al menos así se entiende el experimento. Pero, claro, tendríamos que pesar al personaje público y después matarlo, y pesarlo de fiambre, para saber el peso del alma, y no es plan tener que andar matando padres de la patria por un experimento de dudosa fiabilidad. La venta de almas de los seres públicos debe ser a ojo, al trapicheo y regateo, es mucho más lógico y adecuado al espíritu del estado de derecho y, sobre todo, a la ley de libre mercado, que son dos ideas paradójicas: paralelas y, a la vez, tangentes. Las almas, que son espíritu, se venden y se cobra en materiales cuentas de banco o en regalos más o menos caros. Los beneficios son variados, desde ese acorde de blues de Johnson en el cruce de caminos, hasta la eterna juventud de Fausto, pasando por cosas menores: un cargo ministerial, un consejo de administración, la fama, el poder, el dinero, el éxito, cualquier cosa vale. ¿El comprador? Ahí la cosa varía. Lo clásico es el Diablo, ya se llame Mefistófeles o el Satanás que negoció con el Cristo de los Evangelios una oferta que no podía rechazar, pero que rechazó. Pero sabemos que el Diablo está de capa caída, ya no es lo que era, los últimos papas modificaron su figura clásica, de tentador maligno. El diablo tiene mala prensa y no se sabe bien por qué. En la Biblia, que es el libro de cabecera de los cristianos, es mucho más dañino Jehová que el Diablo; el dios castigador mata mucho más que el pobre diablo, y si la Biblia lo dice, debería ir la cosa a misa. Es improbable que el Tentador se nos aparezca envuelto en humo de azufre, de forma teatral, para comprar el alma del presidente autonómico o del presidente de una fundación sin ánimo de lucro. No está para estas cosas, que se venden solas. Además, convocar al Diablo siempre es una cosa carnavalesca, con estrellas pintadas en el suelo y otras gilipolleces de cine americano; tampoco está el Diablo en una mina de Siberia, donde decían que hablaba con Stalin. ¡Pobre Satán! De estar estará mejor en Montecarlo o, como confesaba recientemente el exorcista del Vaticano al diario La Repubblica, está infiltrado en la misma Santa Sede, «y los que lo poseen vomitan vidrio y piezas de hierro» (¿le hacen algún chequeo mental a los expertos vaticanos?) Hay otros métodos: se pesa el cuerpo político al entrar en el cargo y se vuelve a pesar cuando sale, la diferencia es el alma. Se utiliza muchas veces la balanza de la Justicia, pero es un instrumento arcaico, una romana de escasa ley y poca fiabilidad. El Diablo no es tan malo ni hace negocios sucios.

sábado, 11 de febrero de 2012

Los peces y las bocas

Diario de Pontevedra. 11/02/2012 - J.A. Xesteira
Volví a ver hace unos días una película que fue un éxito a mediados de los años 70 y que hoy puede considerarse un clásico con todo el merecimiento: Novecento, de Bernardo Bertolucci. Pues bien, aun no había visto más que la primera parte (recuerden los viejos, se proyectó en dos días diferentes, con un mes por medio, más o menos) y llegué a una conclusión: esta película hoy no se podría hacer, y si se hiciera no se podría estrenar, al menos en gran parte del mundo (EEUU, por ejemplo). Pocas veces se reúne una colección de grandes del cine como en esta ocasión: guión y dirección de Bertolucci, cámara de Storaro, música de Morricone, Burt Lancaster, Robert de Niro, Depardieu, Donald Sutherland, Dominique Sanda y un largo etcétera. Pero contiene escenas que hoy serían impensables; Depardieu y De Niro tumbados en una cama con sus penes en plena exhibición (¿se imaginan, por ejemplo a Brad Pitt y Di Caprio en semejante postura?); hay varias escenas de violación y simples coitos en pajares artísticos, cosa que ahora mismo está vetado en el universo cinematográfico; además fuman, beben, son obscenos, se suicidan y, por encima de todo, salen muchos comunistas (que son los buenos) que cantan la Internacional a grito pelado, y muchos fascistas (los malos, claro). Con todo eso y con las casi cuatro horas que dura la película, ¿quién es el chulo que se atreve a poner la pasta para hacerla, sabiendo de antemano que el mercado americano no la va a ver, por obscena, por comunista, por no hablar en inglés y por ser tan larga? Nadie. En su momento fue un éxito entre los que adorábamos una manera de hacer cine en el que pasaban cosas, se contaban historias y no había un sólo efecto especial. ¿Qué sucedió para que hubiéramos cambiado tanto? Las salas que llenaba esta película ya no existen, las que las sustituyen no consiguen llenar ni la décima parte con películas que refríen las mismas historias con efectos especiales en medio de una corrección falsamente moral y sospechosamente educativa que convierte a la mayor parte del cine actual en un producto degradado. Los tiempos cambian y a veces, para peor. No es exacto que cualquier tiempo pasado fuera mejor, pero algunas cosas si lo eran. Paradójicamente, cuando hay un mayor nivel de libertades es cuando se producen los mayores despropósitos con esas supuestas libertades que presumimos de haber conquistado. Algunos tiempos pasados no hubieran soportado la cantidad de tontería envasada al vacío que hoy se vende como “delicatessen” política. La cantidad de intenciones declaradas en las más variadas frases de expertos de todo tipo no hubieran pasado indiferentes en los días del estreno de Novecento. Las actitudes prepotentes y sabihondas de los políticos de curso legal no hubieran quedado sin contestación adecuada (y violenta, cosa que ahora espanta). Y, en definitiva, una situación crítica provocada por el Capitalismo y amparada por la incompetencia sumisa de gobierno y ciudadanía hubiera echado a la calle a los parias de la tierra y la famélica legión y se hubiera armado un “diosescristo” de mucho cuidado. En lugar de eso, cada día nos regala perlas en forma de frases políticas que presuponen lo que se nos viene encima, ante la mayor indiferencia del personal municipal y espeso. Una perla: la viceconsejera de la Asistencia Sanitaria de Madrid dice: “¿Tiene sentido que un enfermo crónico viva gratis del sistema?”. La pregunta no es vanal, y en el fondo es una calicata para ver que pasa, ante las previsibles intenciones de descargar de la seguridad social a los enfermos más caros. Claro, si usted, como yo, tiene algún familiar enfermo crónico, me imagino a donde irán sus maldiciones. La frase no es una tontería de ocasión de una polítiquilla de medio pelo (después corregida y matizada por sus superiores) sino que es lo que está en las intenciones del “sistema”. Va junto con esa especie de factura no de pago con que ya le obsequian a los enfermos (“esto es lo que usted nos ha costado”, le dicen) y que bien visto es una chulería de gilipollas rico. Puedo pasarle yo la factura de lo que he pagado a la seguridad social a lo largo de mi vida y que no he gastado más que en paracetamol. Podemos pasarles la factura de lo que nos cuestan las largas filas de innecesarios puestos políticos que se aseguran pensiones vitalicias sólo por haber pasado por un cargo ministerial. Este tiempo actual es peor que el pasado en esas cosas. La estupidez es contagiosa, y la indiferencia combativa de los medios de comunicación y del personal en general ayuda. La perla del primer ministro Monti de Italia tampoco tiene desperdicio: “Que los jóvenes se acostumbren. ¡Que aburrido tener un trabajo fijo toda la vida!” Lo dice un tipo que trabajó para Goldman Sachs, una de las empresas culpables de la situación del sistema capitalista actual. Si la cosa no fuera grave, sería de echarse a reír, más cuando el señor Monti tiene el cargo aburridísimo de ser senador vitalicio con paga millonaria. El señor Monti, como otros muchos de sus colegas de arreglar el mundo, lo tiene claro. Como lo tiene claro otro personaje que abre la boca para decir su frase. El arzobispo de Granada acaba de soltarlo: “Querer ser funcionario es una enfermedad social”. Lo dijo en una homilía, no en la barra de un bar tomando unas cañas. No se da cuenta el arzobispo de Granada que él es, de alguna manera, un funcionario, uno de esos subsidiados que pagamos entre todos; su sueldo no le viene de su divina empresa, sino de un trapicheo que se traen desde hace años entre el Gobierno español y el Vaticano. Todas estas bocas que hablan son un síntoma. Como ese malestar que nos lleva al médico y del que siempre culpan a un virus. En alguna cosa tienen razón: el Sistema no funciona. Pues hay que cambiarlo por otro que nos resuelva la vida a los que cotizamos. Otra cosa: preveo que de seguir así, el próximo 15-M no será tan pacífico, acabará en un Novecento.

sábado, 4 de febrero de 2012

La realidad es una película

Diario de Pontevedra. 04/02/2012 - J.A. Xesteira
Afuerza de machacarnos las meninges con tanto cine americano, con el mal cine, digo, una fórmula multiplicada hasta el infinito con series de televisión, que reproducen los mismos géneros como pienso para esos animales de granja que somos nosotros, encerrados en un sofá, acabamos por creer que nuestra realidad coincide con los esquemas que, por desgracia, ni siquiera existen en la realidad de los americanos. Las fantasías virtuales de la pantalla, grande o pequeña (¿cómo la quieres?) sólo existen ahí, aunque pensemos que la vida se le parece. Ni en los USA ni aquí ganan los buenos ni los justos; el sistema que padecen los ciudadanos estadounidenses es tan deplorable como el nuestro, seguramente porque es el mismo, aunque pensemos que somos diferentes. Llevamos, a estas alturas la misma contaminación social y cultural que le llaman globalización. Pensamos –o creemos sin necesidad de pensar– que el criminal nunca gana, que los métodos policiales siempre encuentran esas pistas necesarias y que, al final, triunfa el bien sobre el mal y la razón se impone al fin (bolero de Machín). Y así, a la fuerza, acabamos por creer que los juicios son así, como en las películas. La mayoría de los habitantes de este país nunca ha estado en una sala de juicios, ni siquiera como espectador. Por suerte para ellos, no es un lugar agradable para asistir, mucho menos si se está en el banquillo, aunque sea por una multa de tráfico. La ignorancia al respecto es general, y la mejor información la tenemos del cine y de las series de televisión, que, desde el blanco y negro como cromatismo de referencia, nos han enseñado como funciona la justicia. Y nos hemos creído que los juicios son así, con brillantes abogados discursivos, sagaces fiscales inquisitivos y jueces circunspectos, de presencia paternal y benéfica y sentencias justas y ecuánimes, y, finalmente, de jurados de mente limpia, como Henry Fonda en los Doce Hombre sin Piedad. La realidad es mucho más chapucera y chambona; los abogados no son esos grandes oradores brillantes, sino que buscan vueltas y revueltas para defender lo moralmente indefendible en muchos casos (es su oficio: salvar al cliente); los fiscales son altos funcionarios que tratan de hacer su trabajo como pueden, con lo que tienen a mano, que es lo que sale de la investigación policial y de la instrucción judicial. Los jueces..., usted mismo. Y el jurado...¡ah, el jurado! Una moda reciente, un mecanismo nuevo que, según algunos, es un síntoma de participación ciudadana o de madurez democrática, o de porque si, y según algunos otros, es un fracaso. Supongo que la verdad está entre las dos opiniones. Pero lo cierto es que el jurado español no es el de las películas ni el de la realidad americana (que no es la de las películas americanas). Si usted junta a un grupo de españoles, tendrá dos bandos, y si “junta” a un sólo español, también. Esas dos Españas que casi siempre funcionan simplemente porque existe el contrario repiten un viejo esquema de Madrid-Barça, PSOE-PP, Coto de Arriba-Coto de Abaixo, Virgen del Carmen-Virgen de la Asunción, acusadores-defensores. Y este esquema simple se reproduce en cada rincón de la vida del país, y, también, en cualquier juicio, que parte en dos al conjunto, en el que se pueden incluir desde los aguaciles hasta, muchas veces, el propio tribunal (la clasificación de las asociaciones judiciales en conservadoras y progresistas no es más que un eufemismo que suaviza el esquema). Un jurado formado por españoles siempre tendrá dos bandos, ni siquiera les interesa la verdad ni la justicia ni el mínimo sentido del deber (son conceptos más arraigados en el protestantismo puritano –más intolerante y fundamentalista– que en el catolicismo mediterráneo –más dado a tolerar cualquier delito con tal que sea a mayor gloria de los nuestros–) A Francisco Camps le salvó el cine americano, esa forma de entender la justicia con jurados a los que se somete a una encuesta. Los expertos creen que si lo juzgara un tribunal de profesionales, lo condenaba, y que la encuesta al jurado tenía sus más y sus menos. Las encuestas, se sabe, las carga en diablo, que es capaz de hacer las preguntas para que el que responda vaya por buen camino. Además, una encuesta en España equivale a una mentira, unas veces, por fastidiar, y otras, porque lo que pensamos de verdad, no se lo vamos a contar a este tipo. Si en lugar de juzgar a Camps por un sistema cinematográfico lo hubieran juzgado por un sistema futbolístico (también válido y fácilmente comprensible por la mayoría del pueblo español, auténtico experto en el deporte del balompié) habría que esperar al partido de vuelta, y con ese 5-4 cabría esperar una remontada en campo contrario. Sería más justo, porque Camps jugaba en casa, con jurado de paisanos, ciudadanos de un país que se gasta millones de euros en petardos y muñecos de quemar y que, por tanto, no va a alterarse mucho por unos trajes más o menos. La cosa le salió bien, porque los jurados de las películas siempre están para salvar, es mucho más espectacular y de mejor efecto (repásense los grandes hitos del género) Como en aquella película de Woody Allen, el cine ha saltado a este lado de la pantalla y se ve por todas partes, a veces cómico, a veces trágico. La última muestra la dio la presidenta de Madrid que pretende hacer en su comunidad una especie de Las Vegas, con su mafia y todo, con excepcionales privilegios legales, fiscales y laborales para levantar una ciudad del juego y del ocio, una disneilandia para mayores, regida por principios mafiosos (ver El Padrino Segunda parte). La experiencia es lo primero que se pierde en este país, que ya olvidó todos los parques temáticos que prometieron grandes beneficios y acabaron en suspensión de pagos (Camps y Ruiz Gallardón inauguraron algunos). Habrá que esperar a que la próxima película que nos toque sea Águila Roja, con obispos malvados, intrigas palaciegas y maestros de escuela convertidos en guerreros ninja.