viernes, 30 de diciembre de 2016

Resumen de olvidos

J.A.Xesteira
En el último artículo del año, igual que en los últimos periódicos del año, se suele recurrir al viejo truco de hacer balance. Hace años, cuando las redacciones trabajaban el día 31, se hacía un  periódico de circunstancias, rellenado con los resúmenes del año y cuatro cosas del día, y después, cada uno a su casa, a celebrar las campanadas. Eran tiempos en que lo importante, la información necesaria, era la que venía en los periódicos, que eran como el acta notarial; lo que no salía allí saldría al día siguiente, si era importante, y si no, no salía, y no pasaba nada. El momento actual es totalmente opuesto, en la información (digitalizada, instantánea y de difusión global) prima la cantidad sobre la calidad. Las noticias de hace cuarenta años se han multiplicado hasta el infinito y más allá. Todas valen, incluso las que antes iban al cesto de los papeles. Diría más, son esas noticias, las que no son noticia ni sirven para nada (mueren a la media hora después de recorrer el mundo de uno a otro teléfono) las que más abundan. El lector-espectador recibe a cada instante toneladas de basura que no puede ni quiere procesar. La desechará al momento, porque le va a entrar al cabo de ese momento otra tonelada más de pseudo noticias, sin valorar, sin reciclar, sin gramática ni sentido periodístico. En ese contexto no sirve de nada hacer resumen del año. La Wikipedia lo hará dentro de un momento por nosotros; sólo tenemos que dar un golpe de ratón y ya tenemos el año al por menor. El lector-espectador va perdiendo, poco a poco la capacidad de asombro, la posibilidad de conocer y de reaccionar ante lo que Antonio Machado llamó “eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.
Por tanto renuncio a hacer balance de los muertos y vivos de 2016, de la estadística que ya no interesa a nadie. De hecho, el bombardeo masivo de noticias sobre nuestra capacidqad de recepción ha motivado que nos interesen cada vez menos cosas y que las olvidemos al instante. Y que, además, nos importe muy poco todo ese proceso. Nadie va a pedir responsabilidades a los dirigentes que nos gobiernan, desde la parroquia hasta el mundo entero por la cantidad de promesas firmadas y santificadas en grandes (y pequeñas) reuniónes y que nunca se cumplirán. Las hemos olvidado. Vale un  ejemplo: los grandes acuerdos suscritos por la ONU sobre protección del medio ambiente y la biodiversidad, firmado en Río de Janeiro en 1995 y ratificado en años posteriores, no pasa de ser un papel mojado, firmado por todos los que salieron en las fotos, pero que no ha impedido que se deforeste el Amazonas para plantar soja las multinaiconales. A nadie le importa, porque estamos entontecido e insensibilizados por la tonelada de basura informativa que ocupa nuestros gigas. Ya no nos acordamos.
¿Se acuerdan de Haití?. En ese país, el más pobre de América hubo un terremoto en 2010 que movilizó a todo el mundo; todos los dirigentes mundiales mostraron en público su apoyo y solidaridad, todas las televisiones organizaron campañas y telemaratones para recaudar fondos; se abrieron cuentas y se fletaron aviones. Fue un gran negocio para los bancos, que cobraron tasas por las cuentas solidarias, para las líneas aéreas, que movieron a sus aviones, y para los países, que aprovecharon para colocar los sobrantes de producción. Aquello se llenó de soldados y cooperantes y todo el mundo apoyaba a Haití, un cacho de isla tropical compartida con Dominicana. Este año (¿se acuerdan?) el huracán Matthew arrasó la isla y otra vez nos dimos cuenta de su existencia; entre el terremoto y el huracán, Haití no levantó cabeza: el 80 por ciento de sus habitantes vive bajo el umbral de la pobreza, y la deforestación (protegida en algún tratado) convirtió al país en un enorme solar que se deshace a marchas forzadas. Pero ya acabamos de olvidarlo.
¿Y se acuerdan del tratado aquel sobre los refugiados africanos, subsaharianos y del Magreb? Lo firmaron los paises europeos para acoger a no sé cuantos miles de refugiados (llamados desde ese momento inmigrantes) que huían de la miseria, la guerra y el hambre que, las más de las veces, estaban originadas por políticas occidentales en combinación con los ricos emiratos (que se benefician de la venta de armas y petróleo a las guerras que organizan sobre el norte africano) Recientemente, en setiembre de este año (ya ni se acuerdan) la ONU aprobó la Declaració de Nueva York para acoger a esos miles de seres humanos que andan a la deriva. Europa, después de hacerse la foto solidaria, suscribió otro acuerdo con Turquía, para que este país actuara de carcelero de los refugiados en campos de concentración. De lo prometido y de lo firmado, todo quedó en una foto hipócrita (cuando salen en las fotos de los acuerdos ya saben que no se van a cumplir) y nada más. Pero ya olvidamos todo esto, ahora nos recuerdan que los refugiados son malos y terroristas, seguramente para justificar su hipocresía con nuestra propia paranoia. No nos acordaremos de aquí hasta el final del artículo.
Por decir otro, ¿se acuerdan de todos los tratados sobre el cambio climático que se firman desde 1992 (Nueva York) y que este año se celebró en Marrakesh? Año tras año vienen alarmando con las consecuencias del cambio climático, que ahora están a la vista y dentro de poco será un peligro irremediable (este año declararon la lucha como “irreversible”, pero con gentes en los gobiernos que no se creen que el clima cambie, nunca se sabe).
Nos olvidamos de todo lo que pasa y esa baza juega a favor de los que organizan el mundo. Nos olvidamos de que firmaron un día una Declaración Universal de Derechos Humanos. Nuestra memoria es demasiado frágil. Ya ni nos acordamos de la larga lista de “operaciones” jurídico-policiales que se abren contra supuestos corruptos, desde la infanta de Borbón hasta el Bigotes. Una larga lista que ya olvidamos porque parece que nunca será nadie condenado. Pero convendría hacer memoria. Y acordarnos. Al menos en fin de año.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Cuentos de Navidad

J.A.Xesteira
Si hay una fecha en la que se congrega más tradición per cápita esa es la Navidad. La noche de hoy es la que reúne la mayor cantidad de tópicos inventados y acumulados a lo largo de unos años (la tradición es menos antigua de lo que parece) para disfrutarlos y pasarlo bien, convirtiéndonos a todos un poco en niños y un poco en cursis. Claro que hay detractores opuestos a la Navidad, recurriendo a argumentos de peso religioso o de posturas anticomerciales y opuestas a una supuestas hipocresía bondadosa. Son posturas muy dignas, pero muy aburridas; hay mucha gente que prefiere aburrirse por oposición que divertirse por participación. El prototipo de la Navidad tal y como la conocemos ahora comienza con Dickens, concretamente con su Cuento de Navidad o Canción de Navidad, libro del que hay miles de versiones con todos los posibles dibujos, pero que conocemos mejor a través de las variadas interpretaciones en cine (desde el cine mudo hasta My Little Pony, pasando por Bienvenido Mr. Scrooge, Los Teleñecos en Navidad, Mickey Mouse, los Pitufos o la inefable Los Fantasmas atacan al Jefe) Son películas de buenos deseos, como Dickens, calificado de proto marxista, de amigo de los pobres, y en cuyo cuento navideño algunos han querido ver un denunciador del capitalismo industrial y un ataque a los adictos al trabajo. Dickens, efectivamente, estaba del lado de los parias de la Tierra y la famélica legión, que en su tiempo eran muchos los súbditos de la reina Victoria que las pasaban canutas a mayor gloria del impero y la industria británicos. Pero, ay, en su defensa del proletariado británico de niños huérfanos y abandonados, Dickens era un iluso. Escribió un manifiesto que dirigió a trabajadores y empresarios para que trabajasen juntos por la educación y la culturización de los niños británicos. El hombre iba bien dirigido, sabía que sólo la cultura y la educación pueden salvar a las sociedades. Pero, en sus obras, siempre espera que la aristocracia sea bondadosa y acoja en su seno a Oliver Twist, y que el empresariado malvado acabe por arrepentirse en Nochebuena y salve al pequeño Tiny Tim de morir por falta de seguro médico y depauperación. ¡Paparruchas!, que diría Ebenezer Scrooge, un empresario duro y moderno.
Dickens fue uno de los promotores de la Navidad como historia de unión en la nostalgia. Una época de cuentos que coincide con un cuento mágico que aparece en los Evangelios en el que hay elementos fantasmales, sobrenaturales y mágicos; una estrella-GPS que guía a unos pastores a un pesebre (“en la siguiente rotonda tomen la segunda salida hacia Belén”), y a unos magos zoroástricos hasta una aldea de una colonia romana; un ser sobrenatural que se aparece encima de las piedras y le dice a los pastores palestinos aquello de “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (a estas alturas ya no quedan hombres de buena voluntad ni pastores palestinos) Nuestra Navidad (me refiero a la de los que la disfrutamos y volvemos a la infancia familiar) se basa en el esquema de Dickens: la nostalgia de lo que fue, el jolgorio de lo que queremos que sea y el futuro incierto (la canción más cruel del mundo es, precisamente, un villancico, aquel de la Nochebuena que viene y se va , y “nosotros nos iremos y no volveremos más”, ni siquiera reencarnados).
La Navidad del pasado solía volver a la televisión en forma de películas clásicas en blanco y negro, con el niño perdido en Madrid y James Stewart a punto de tirarse el río. Eran Navidades con Raphael y su tamborilero (me dicen que todavía resopla por ahí) y la familia cenando pollo y bacalao con coliflor, cenas de antes de que nos hubiéramos convertido en chefs de gran importancia y sabiduría culinaria. La gente se felicitaba las pascuas con tarjetas que iban por correo y comenzaron paulatinamente a hacerse regalos (pocos) en Nochebuena y Reyes. Un mundo viejuno y desaparecido. Los empleados de Mr. Scrooge estaban afiliados a sindicatos clandestinos y tenían el empleo fijo; ni siquiera Scrooge era tan malo como en el cuento. Estos días recordaba una Nochebuena, la de 1968, con dos amigos en casa y la familia ya retirada, contemplando como tres astronautas del Apolo 8 daban vueltas a la luna y hacían fotos de la cara oculta y de la tierra con voz de Jesús Hermida en blanco y negro.
La Navidad del presente está presente en las pantallas mensajeras enviándose guasaps. La fábrica de Papa Noel en el Polo Norte fue absorbida en una opa hostil por un fondo buitre que gestiona las multinacionales de venta on line. Los enanos fueron despedidos y recontratados temporalmente (ya no fabrican juguetes, vienen de China) en Amazon para estas fiestas, después los largan a la puta calle (aviso, cuando despiden a uno no lo echan a la calle, sino a la puta calle, son matices que conviene no olvidar) Y los renos trabajan a destajo como drones para llevar las compras de internet (menos Rudolph, que es el único rojo, aunque sea de nariz) Mr, Scrooge acaba de hacer un Ere y el padre de Tiny Tim está en el paro (“Es lo que hay”, dijo). La frase del cuento: “¿Es que no hay cárceles y asilos para pobres y hambrientos?” la sustituyeron por “Estamos en la buena dirección para mejorar la economía y la creación de empleo”. ¿Los Reyes? Bien, aunque no tienen mucha magia, siempre se les ve posando tiesos en los telediarios. Dicen discursos discretos y poco más. Sosos.
El futuro no lo veo, no tengo ese don. ¿Se arrepentirá Mr. Scrooge y hará fijo en plantilla al padre de Tim? ¿Habrá bacalao con coliflor para todos? Los fantasmas del futuro son impredecibles, pero seguro que tendrán subvención del Gobierno. Es muy probable que el pequeño Tiny Tim la palme porque el seguro de su padre (en el futuro será privado) no le cubra su enfermedad. Pero a lo mejor se salva y vuelve con la frase del cuento: “Que Dios bendiga a todos”… desde alguna pantalla.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Tres palabras


J.A.Xesteira
Hay semanas que el índice de contaminación social es notablemente alto; el reparto de tonterías per cápita a cargo de los que manejan este circo que llamamos España (así, en general) es abundante y generoso; el anuncio de cuchilladas a nuestro dinero (al público, al que administran los políticos que presumen de buenos gestores) es amenazante, por más que las leyes amparen a los cuchilleros y empobrezcan un poco más al país con total impunidad y alevosía. Si tuviera que resumir los motivos de cabreo informativo de la semana y su efecto sobre mi probada hipotensión, lo diría con nombre de bolero, en tres palabras.
Autopistas.- Otra vez van a robarme y me voy a quedar con la misma cara de tonto de siempre. A mi y a unos millones de personas que quedarán con mi misma cara de tonto. Entre todos vamos a pagar a escote 5.500 millones que el Estado anuncia que va a dar a unos bancos y a unas empresas inmobiliarias por unas autopistas construidas entre la nada y la nada para beneficio de esos bancos y esas constructoras, que ya se embolsaron sus dineros y que ahora anuncian que por las autopistas no pasa nadie que pague el peaje, cosa que ya se sabía antes de construirlas. El sistema es muy viejo, las autopistas son empresas particulares, que montan un negocio consistente en cobrar por circular por ellas, con el beneplácito y las ayudas del Gobierno de turno. Si la cosa funciona se embolsan durante años una pasta gansa, si la cosa no funciona, se las venden al Estado y aquí no pasó nada. Así cualquiera hacer negocios: si sale bien, gano, si sale mal, también. Bueno, cualquiera, no, porque si usted tiene un pequeño negocio y la cosa va mal, no va a venir el Estado a comprarle su tienda, su quiosco o su taller mecánico. Las empresas adjudicatarias de esas autopistas fantasma (las hay por todo el territorio español, yo circulé por una una vez por ignorancia y pude disfrutar del privilegio de ser el único coche en tres carriles para mi solo durante kilómetros) están formadas por aquellos bancos que una vez tuvimos que rescatar, más unas inmobiliarias que suelen adjudicarse las grandes obras del Estado. Las quiebras de esas autopistas y el pago del rescate estatal con nuestro dinero está avalado por leyes aprobadas con anterioridad, a mayor gloria de bancos y  corporaciones. Como sucedió hace meses con el pago de 1.350 millones de indemnización a la empresa del Castor por el almacén de gas que provocaba terremotos. Todo legal con nuestro dinero. En este “¡a ver que se debe aquí!” ya sabemos quienes vamos a pagar; los beneficiados: los propietarios de las adjudicatarias y los que en su día se fotografiaron cortando la cinta a mayor gloria del país.
Jornada.- Es la última moda en los últimos diseños del Gobierno: la jornada laboral conciliadora. Lo anunció la ministra Báñez, y a continuación casi todos se apuntaron a la moda. Que los trabajos acaben a las seis de la tarde, todos nos vayamos a casa y juguemos con hijos y nietos. Una arcadia feliz. Que nadie cree. Para empezar eso funcionaría si la jornada fuera de ocho horas, los salarios fueran acordes con la dignidad humana, las costumbres fueran de rigurosidad sajona y calvinista, los empresarios prefirieran menos beneficios a más estabilidad laboral, los sindicatos no hubieran entregado el fuerte apache hace años y España estuviera en Finlandia. Pero, en un país que vive básicamente del sector servicios, las empresas mantienen un sistema de turnos continuados, los autónomos ignoran lo que es el horario laboral (a la fuerza) y disfrutamos de muchas horas de luz natural para hacer compras o tomarnos unas cañas, la cosa no va a funcionar. Eso podría funcionar en paises del norte de Europa, donde se respetan los horarios, los puestos de trabajo, y donde es de noche a las tres de la tarde. El anuncio de la ministra (respaldado por varios partidos que se apresuraron a decir que eso ya lo decían ellos antes) no debe ser considerado más que como una coña del club de la comedia, un monólogo que no va a ninguna parte. Saben (y sabemos) que el país se sostiene gracias a esos horarios alargados, esos sobresueldos pagados en negro que estiran horas extras no contabilizadas, esas chapuzas en horas libres, esas duplicidades de empleos. El horario conciliador, como mucho, lo podrán cumplir los parlamentarios, el resto se busca la vida como puede más allá de las horas. Aunque repitan una y otra vez la misma frase habitual, que ya es clásica en comparecencias parlamentarias: “Con ello contribuimos al crecimiento económico y a la creación de empleo”. El crecimiento económico es únicamente sobre el papel y para la parte de arriba del pastel, la parte de abajo está quemada; la creación de empleo no merece ni comentario, simplemente eche una vista alrededor.
Rey.- El alboroto judicial montado contra los catalanistas por quemar una foto del rey tiene trazas de asunto valleinclanesco (Valle era muy dado a meterse con reyes y reinas) y berlanguiano (patrimonio nacional). No sé si la libertad de expresión alcanza a opinar con el simple gesto de quemar una foto. Acusarlos de injurias a la Corona me recuerda una multa de mediados del siglo pasado (cuya copia poseo) a un paisano por trabajar en domingo, denunciarlo el cura de la parroquia y cagarse en lo divino el paisano; la multa no tiene desperdicio: “25 pesetas por injurias al Creador”. A mi los reyes no me gustan, dicho esto sin animo de ofender, es una disposición del ánimo. Su cargo como jefe de Estado, por el sistema de herencia, me parece fuera del tiempo. Su papel como, por ejemplo, mediador en la venta de armas (corbetas de guerra)  al Estado Islámico (Arabia Saudí) me parece, cuando menos, de dudosa moralidad. Llevar a juicio a unos tipos por quemar su retrato me parece pérdida de tiempo. Si pago a escote para que viva como un rey en la Zarzuela, tengo derecho a opinar sobre el rey. Aunque sea con una foto y un mechero.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Constituciones inconsistentes

J.A.Xesteira
Mal informado estuvo el primer ministro italiano Renzi para arriesgarse a someter a referéndum la reforma de su Constitución. Hace unas semanas contaba en estas misma páginas que los referendos son cosa que hay que hacer cuando se tiene la seguridad de ganar o la posibilidad de meterla doblada en la pregunta a refrendar. Por ejemplo, cuando Franco planteó un referéndum en 1967 sobre la Ley Orgánica del Estado que –no olvidemos– posibilitó que tuviéramos un rey como jefe de Estado, lo hizo desde la más absoluta seguridad de que se iba a ganar (los datos son evidentes, participó el cien por cien de los posibles votantes, el 95,06 por ciento votó si y el 2,47 votó no, la misma cifra que los que votaron en blanco, no hubo votos nulos; así da gusto); la inmensa mayoría de los votantes ignoraba por completo de que iba la cosa, y la propaganda se encargó de hacerles saber que votaban “Si a la Paz” ¿Quien se puede negar ante semejantes argumentos? ¿Y quien puede cuestionar la honradez y fidelidad de los resultados? Después vinieron otros referendos y otros resultados de los que hablé hace dos semanas (el de la Otan de González y el que no se atrevió a hacer Suárez sobre la Monarquia). Pero Renzi se metió en un berenjenal complicado. Puede que sea un tipo bienintencionado que tiene fe en sus compatriotas, puede que pensara que iba a ganar (eso lo colocaría en la categoría de pimpines engañados por expertos adivinadores). Pero el hombre tuvo la osadía de pedir una reforma constitucional de su país en la que, entre otras cosas planteaba la posibilidad de que el Senado pasase a ser un órgano territorial y consultivo, sin capacidad legislativa. Pero se ve que Renzi desconoce dos cosas, la primera –ya dicha- de que los referendos mejor, no hacerlos; y la segunda, que sus compatriotas, los italianos, son gente que hay que echarles de comer aparte. Si usted pregunta uno a uno a cada italiano si le gusta el Senado (Senatus Populusque Romanus) habrá una aplastante mayoría que estarían en contra (al resto se la pela) más o menos como en España, donde añadiríamos que, por nosotros, podríamos suprimirlo porque, ¡total para lo que hacen…! Pero si la pregunta se hace a través de un papelito introducido en una urna, la cosa cambia, porque los italianos, como los españoles, somos de opinar en el bar, pero cuando nos convertimos en votantes demócratas, nos sentimos invadidos por otras fuerzas que nos llevan hacia el lado oscuro.
Hablemos de los italianos. Suelo decir en las discusiones cuando viene a cuento, que Italia no existe; a fin de cuentas es un país artificial inventado hace siglo y pico, con la unión de la aristocracia del norte con la aristocracia del sur, apoyadas ambas por la burguesía y con la nota folklórico-revolucionaria de Garibaldi, que creó esperanzas entre las masas populares para después entregar la victoria al rey. Sobre el papel hay una Italia, en la realidad, no. Cuando decía esto siempre me tachaban de radical, hasta un día que el gran Umberto Eco, en una entrevista, lo dijo: Italia no existe, no ha superado la fase de reinos distintos que no se llevan entre sí. El asesinado juez Giovanni Falcone, en un libro de entrevistas sobre la Cosa Nostra, califica al Estado italiano de “un estado débil, de formación reciente, descentralizado, dividido entre tantos centros de poder (…) gobernado durante veinte años por un régimen fascista”. Un país con más gobiernos que años de vida en el que pudieron con vivir grandes políticos como Sandro Pertini o Enrico Berlinguer con payasos siniestros tipo Berlusconi. La Constitución italiana seguramente merece ser cambiada, pero si se le pregunta a los italianos en un referéndum pasa lo mismo que si le preguntamos a los españoles (¡medo me da!) No somos muy distintos, a fin de cuentas, una sociedad base de escasas luces culturales, con muy poco criterio político; países de gritones poco dados a la reflexión y al sentido común, donde triunfan (a gritos) el fútbol y la patria, muchas veces mezcladas en el mismo cambalache. Veo difícil, por ejemplo, de que tanto en España como en Italia pudiera triunfar un ecologista de izquierdas frente a un fascista como ha sucedido en Austria (país, por otra parte, de largo recorrido reaccionario).
El problema de los referendos es que contienen el máximo de decisión que puede soportar un ciudadano poco preparado; sólo hay dos respuestas: si o no; un proceso digital de circuito abierto o cerrado, uno o cero, ya no hay que pensar, simplemente decidir a cara o cruz. Apostaría a que la inmensa mayoría de los votantes italianos no se pararon a leer lo que se les pedía en el referéndum (un poco como aquel “Si a la Paz” franquista) y, desde su chulería de voto-porque-si, hicieron  lo que les dio la gana.
Renzi la cagó con vistas a la bahía (de Nápoles, bella bahía) y ahora se enfrenta a unas elecciones complicadas en las que puede pasar cualquier cosa (la sombra de Trump es larga). Y sobre su experiencia deberíamos estar al loro, porque la Constitución Española también hay que cambiarla. Esta última fiesta constitucional dejó claro que cada vez hay más disidentes y que los mismos festejantes aceptan que hay que cambiarla, aunque nadie quiere ponerle el cascabel al gato. Las Constituciones no son las tablas de la ley que baja Moisés del Sinai grabadas en piedra en una película en Technicolor. La española, en concreto, fue un reglamento necesario para ir tirando, redactada por unos “padres” (ninguna “madre”) de aquel momento. Sus derechos fundamentales, por mucho que diga Rajoy en sus buenos deseos constitucionales, son papel mojado (como ejemplo, el derecho de todo español a un trabajo digno). Hay que cambiarla antes que se convierta en un anacronismo rimbombante para poder celebrar el puente de diciembre. Hay que adaptarla a los tiempos que corren, antes de que los tiempos corran por encima de ella y la sobrepasen. Pero, por favor, no la sometan a referéndum;  cada español vestido de votante es un peligro.

sábado, 3 de diciembre de 2016

La era no es

J.A.Xesteira
Cada semana se convierte en semana temática, dominada por una noticia que puede ser la esperada o la inesperada. La pasada semana estábamos tranquilos en el Black Friday, que son rebajas importadas para vender cosas importadas (la vida se nos ha convertido en una pura importación, de cosas, de ideas y de modas que ni pensábamos que existían: todo se hace fuera, aquí queda poca cosa por hacer, aparte de trabajos serviles –sector servicios–  y cobrar el paro); estábamos en ese viernes de rebajas, cuando se murió Fidel, y al momento apareció el tema: el Comandante. A favor y en contra, luces y sombras, todos opinaron sobre el más resistente en el poder, ganado a pulso y por revolución. De lo que se dijo, para bien o mal del lugués recastado en habanero, no me paré ni a leer, por sus títulos se supone de que iba la cosa, unos lo alabaron y otros celebraron que se hubiera muerto. Sólo dos cosas; la mayor parte coincidían en apuntar que con él había acabado una era o una época o algo así, y, otra cosa, que todos analizan por lo fino lo que se va a venir para Cuba.
La era que podía representar Fidel Castro Ruz creo que ya hace años que pasó a otra vida; por lo que respecta a España, nuestra era dorada, nuestra década prodigiosa, murió con la Transición, cuando creimos que nuestro objetivo estaba cumplido y lo llamamos Democracia, votamos y nos pusimos una Constitución como un gorro de cucurucho, y nos creimos libres y felices. Ya no íbamos por ahí con barbas de Che en Sierra Maestra, y el advenimiento de la Moda Galega nos convirtió en elegantes demócratas; el Comandante y su revolución quedaron para cantar la canción del viejo Carlos Puebla y sus Tradicionales en horas de guitarreo y copas. Fidel ya no estaba de moda ni cuando Fraga desembarcó con varias horas de retraso en La Habana (año 1991) y Fidel nos cantó a los los periodistas asistentes el himno del colegio de los jesuitas en pleno palacio presidencial. Ya era sólo una figura, y nuestra era estaba acabada aunque Fidel mantuviera su presencia icónica en el panel mundial. La era se acabó cuando el Capitalismo convenció a la masa votante y sonante de manera magistral que la democracia era “eso” y que los pobres podían convertirse en ricos demócratas, simplemente con asimilarse a un modelo que ya no era de derechas ni de izquierdas, y que, debidamente amaestrados en puestos bien situados de empresas o partidos políticos, podían llegar a tener el estatus de un rico, y, con un poco de suerte, convertirse en reyes del mambo (no cubano, sino internacional). La era de las revindicaciones, de las actitudes revolucionarias que tenían a los fideles como imitación aunque fuera sólo imagen, acabaron cuando todos aquellos que pelearon por sus derechos laborales, creyeron que cediéndolos a cambio de una promesa de riqueza, serían más altos, más guapos y con un coche de alta gama. Todavía no se han dado cuenta (pero ya empiezan a experimentarlo en directo) que para que haya un Trump rico y ganador, tiene que haber millones de gilipollas pringados sin derecho a un trabajo digno y un salario acorde con la misma dignidad. A la fuerza se aprende, pero cada vez hay más Trumps y menos Fideles.
La era acabó también cuando todos aprendimos a manejar un teléfono con un un dedo y someternos a su poder. Desde él nos ordenan comprar y vender, pagar al banco (del banco nunca se cobra, siempre se paga, y además es insaciable). En él vemos a nuestros amigos que nunca vemos en un cara a cara, porque todos tenemos la mirada baja; con esa pantalla estamos conectados, y nuestra vida está ahí. Es una era que empieza y que acabó con la anterior. No sabemos por donde va a ir ni si aparecerá un día un comandante con barba para hacer una revolución contra la telefonía móvil y las redes sociales; cosas más raras se vieron y se verán muchas más. El fin de una época se dice, pero la era actual, la que supuestamente estamos viviendo, todavía no tiene carácterísticas y aunque le llamemos era digital, que sería lo más adecuado, la velocidad de cambio de los sistemas de producción, (inter) comunicación, dependencia social de la Red y control y dominio de la opinión general de la masa a través de los propios sistemas digitales, amén de los beneficios acelerados de las grandes corporaciones (convertidos en sustancia económica en abstracto, depositada en lugares inaccesibles al control público) funciona a tal velocidad que la duración de una época puede ser cosa difícil de señalizar en principio y fin.
Fidel Castro era un hombre del pasado, estaba pero ya no era; duraba, pero ya no era el hombre que mandaba parar, porque la diversión se había trasladado de La Habana de Batista y de la mafia americana al mundo entero. Su esquema revolucionario que, pese a sus detractores, organizó una sociedad culta y básica en una zona de difícil tratamiento (la América de habla española y portuguesa es todavía un problema de difícil solución) puede seguir vigente por muchos años tanto en Cuba como en los países americanos. Pero –y ahí entra el segundo aspecto de los debates de estos días– adivinar su futuro es inútil. Los comentaristas y debatidores televisivos de estos días hicieron sus vaticinios sobre lo que va a pasar en Cuba después de Fidel, y sus opiniones me recordaron a los adivinadores televisivos de las madrugadas de insomnio, esa especie de frikis brujos que se ve a las claras que se están inventando futuros para pardillos desesperados que no saben que hacer con sus amores, sus familias o sus trabajos. El mundo va tan rápido que las eras y las épocas pasan al instante y el futuro es un visto-no-visto. La Historia, que debía absolver a Fidel, no es más que un conjunto de verdades, medias verdades y mentiras, en proporciones variables, depende de quien la escriba, y según esté en Miami o en La Habana.