sábado, 29 de octubre de 2016

¡Esto es Halloween!

J.A.Xesteira
Tiempo muerto. Tiempo de muertos. Y de fantasmas. Y de carnaval loquito. Las cosas que pasan este puente de Halloween (antes Difuntos) parecen un  juego de disfraces y muertos vivientes, un tiempo para filosofar entre la Política, el Obispado y Tim Burton. Empezamos este sábado el Halloween, que ya se nota desde hace días en las tiendas de los chinos que venden disfraces del fantasma Casper y el conde Drácula (el único conde digno de respeto) y ya se están pisando las calabazas con los adornos de Navidad. Es un mundo de chiflados el momento que vivimos. Este sábado comienzan los vivos a recordar a sus muertos, o por lo menos antes era así. Seguramente habrá algún erudito que me diga que se trata de una fiesta pagana cristianizada, como todas, pero para el caso tanto me da. Hay unos días de muertos, y cada uno lo celebra a su manera, porque cada cultura y cada sociedad tiene una manera de negociar el tránsito al más allá. Los mexicanos hicieron famosa su fiesta de calaveras de azúcar y sus diablitos, con comilonas y cantos en los cementerios, una fiesta; los americanos exportaron con éxito su Halloween que sustituye ya a la antigua fiesta de Todos los Santos (un término confuso en el que se mete a millones de certificados por el Vaticano para tener estatua de escayola en la iglesia) y los Fieles Difuntos (nunca supe a quienes eran fieles esos difuntos). Y como cada fiesta y cada manifestación tiene su fondo mercantil, la Iglesia Católica se dio cuenta de que estaban perdiendo clientes por la parte funeraria, y a toda prisa ya han condenado la perniciosa costumbre de echar las cenizas de los incinerados al viento del norte o a las aguas de mar. Para el Vaticano hay que dar al difunto aquello que llamaban “cristiana sepultura”, con su funeral y unas cuantas misas de pago. Aquello de la Biblia de que “el polvo vuelve al polvo”, no vale, no es negocio. Los muertos como Dios manda se reciclaban de dos maneras, primero, enterrándolos en un  agujero en la tierra, como una patata, y más tarde, se guardaba su cuerpo muerto en un nicho, que es una manera de archivarlos (cada lápida es como un expediente abierto en el que se certifica que allí está enterrado Fulano, su esposa y las cenizas de su abuela). Había otros sistemas, como de dejarlos a la intemperie en un cementerio comanche o momificarlo como Tutankamon (esto último, muy caro) Pero desde que apareció la moda más práctica de incinerarlos el negocio se va al garete; no hay funerales, no hay acompañamiento con responsos ni hay nicho. Y esto, según el Vaticano, tiene que acabar; el católico tiene que estar archivado, con su cruz y sus letras doradas en el frente.
Y es que la Iglesia Católica digiere mal estas modas modernas, sobre todo cuando hacen daño a sus cuentas. Estas modas que viene del Halloween no son “lo nuestro”, que es una cosa menos alegre, más de lamparilla mortuoria. Por eso el obispo de Cádiz acaba de idear una cosa que sólo podía imaginar un obispo de Cádiz: cambiar al fantasmita Casper, los zombies y el conde Drácula, por santos católicos, por ejemplo, la Madre Teresa, o San Martín de Porres (fray Escoba, un santo segregado en su convento a la función de barrendero, por negro) o Juan Pablo II. ¡Y esto, en la tierra de las chirigotas! Desde aquí mi más apasionada felicitación al obispo de Cádiz. Añado más, en vez de ir las niñas disfrazadas de novias de Drácula, pueden vestirse de Virgen Dolorosa, con siete puñales clavados en el corazón y con un manto negro, llorando sangre. Da más miedo. Los disfraces son mejores, la madre Teresa se soluciona con un trapo de cocina por la cabeza; Juan Pablo II podría servir para una chirigota de Difuntos. Pero se abre la posibilidad de buscar un santo más macabro, el santoral está lleno de decapitados, desollados vivos, resucitados (zombies) o santas degolladas. Puede ser un gran negocio y ahí sí que el obispado puede solicitar derechos de autor y copyright. ¡Lo que no invente un obispo de Cádiz a mayor gloria de Dios…!
La política, nuestra política, nuestra democracia, que viene a ser a la política y a la democracia lo que el obispo de Cádiz al Cristianismo, también está de difuntos y calaveras, y por las noticias circulan muertos vivientes, fantasmitas Casper, vampiros y demás. El PSOE, sin ir más lejos, se encuentra en un estado hamletiano, como el príncipe de Dinamarca contemplando la calavera de Yorick, aquel viejo que crió al Socialismo, digo, al príncipe danés. Como al personaje, de pronto se le aparece un dilema: ser o no ser. Por sus propios pecados tuvo que elegir entre “sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna, o tomar las armas contra un piélago de calamidades y, haciéndolas frente, acabar con ellas” Por lo visto, decidió sufrir los golpes de la insultante fortuna, es decir, no ser, y esperar que escampe. El espectáculo hamletiano, que es muy de difuntos, va a dejar muchos muertos socialistas insepultos, ni en nichos ni incinerados. Entre catalanes del PSC, que saben donde juegan y lo que se juegan, y los disidentes, a Hamlet se le van a aparecer muchos fantasmas y hoy, en las votaciones asistiremos a un aquelarre parlamentario en el que votarán al nuevo-viejo presidente de Gobierno, unos, los fantasmitas ciudadanos, porque quieren un “Sí a España” (una decisión episcopal y gaditana) y otros que primero dirán No y después se harán el sueco (o el danés, para estar más hamletiano) El parlamento será hoy como el baile de los vampiros de Polanski: casi nadie se reflejará en los espejos.
En este tiempo muerto pasarán cosas, tendremos un gobierno un poco difunto, un partido antes en la oposición y ahora en estado zombi, un país que verá como desde Bruselas nos van a pegar un palo dentro de unos días que nos vamos a enterar, y los jóvenes que saben que son carne de emigración por culpa de los payasos asesinos de Halloween

sábado, 22 de octubre de 2016

Violencia, humor y redes sociales


J.A.Xesteira
De un tiempo a esta parte (no sé cuanto tiempo ni a que parte) se producen sucesos de extrema violencia que se reflejan en las informaciones de prensa. No me refiero a los repetitivos crímenes “de género”, que son brutales en sí mismos y se suceden unos a otros con siniestra regularidad (podríamos pensar en que el sistema de prevenir y combatirlos no funciona, con lo cual habría que buscar otros sistemas), me refiero a sucesos que no deberían pasar de un simple robo, una agresión circunstancial, una pelea de patio de colegio, pero que se convierten en sucesos de crueldad insólita y gratuita. Los ejemplos recientes; el cura de la parroquia viguesa que fue agredido de forma brutal; la niña de Mallorca, linchada literalmente por sus compañeros de clase; palizas sin venir a cuento a personas en la vía pública, violadores en fiestas… Todo eso sorprende por el grado de violencia innecesaria (entiéndase, no es que crea que hay una violencia necesaria). Seguro que al cura de Vigo podrían haberle robado tranquilamente sin darle la paliza que le dieron. Pero no, se fue más allá, ambos, el cura y la niña mallorquina tuvieron que ser asistidos en el hospital y el estado del párroco es grave.
Hace años se publicaron y se propagaron estudios variados que señalaban la relación entre la violencia y las series de televisión o el cine, señalados como ejemplos a imitar por aquellos que protagonizaban las noticias de sucesos. Desconozco a donde fueron a parar aquellas sentenciosas aseveraciones defendidas por psicólogos y sociólogos de hace cuarenta o cincuenta años. Nunca supe si de verdad existía una relación entre el delito y la pantalla, pequeña o grande, y si había imitación, aprendizaje o algo por el estilo. Tampoco sé si ahora hay algún estudio que relacione la violencia actual con las series de televisión (violentas, en las que hay más muertos que actores) o los juegos informáticos, basados principalmente en destruir violentamente a todos los seres humanos y no humanos que se pongan por delante. Posiblemente haya algún estudio sobre la cantidad de violencia que “consumimos” en nuestra dosis diaria de noticias. En los años 60, cuando la guerra de Vietnam se fotografiaba en directo, se dudaba en mostrar las fotos más desagradable, y muchas veces no se emitían; escenas como el célebre tiro en la sien del general Nguyen Ngoc Loan a un prisionero maniatado eran consideradas impublicables por muchos periódicos; hoy, hasta el medio más pacato publica cualquier muerte en directo, con sangre y tripas. Nos hemos acostumbrado. Pero no sé si eso es suficiente para creer que hay una influencia de los medios de comunicación en las conductas sociales. Lo que sí sucede es el camino contrario; cada vez se producen más hechos violentos con el único e inconsciente fin de ponerlo en las redes. El último, mientras escribo, me llega a través de la prensa digital, que me informa que un niño brasileño se ahorcó en directo mientras lo veían sus amigos en la red. 
La Red ha cambiado la vida de la sociedad, para bien y para mal; cada vez son más las actividades que realizamos delante de una pantalla, desde comprar y vender hasta llevar a ese terreno nuestras relaciones más personales (dentro de unos años no habrá bancos, los tendremos en nuestra tableta, junto con una imprevisible lista de cosas necesarias) y ya somos seres demediados, parte real y parte en-la-red, y muchas veces no sabemos en que terreno estamos. Es la anécdota de un viejo amigo, un día de copas: “Vi dos ríos,  uno que era y otro que no era, y dos puentes, uno que era y otro que no era; pasé por el puente que no era y caí en el río que era”. El niño brasileño jugó a ser ahorcado en el mundo virtual y murió en el mundo real.
Vivimos para alimentar ese mundo que no es, y no sólo los violadores  y acosadores cuelgan de la red sus hazañas más viles; existe una vertiente opuesta, la de los que están constantemente contando chistes en la red y, peor, los que imparten doctrina desde ese púlpito virtual. Los primeros, los humoristas consideran graciosa cualquier cosa, el trastazo de un bebé o la metedura de pata del político. Los segundos, muchas veces con supuesto humor, nos dan el mensaje político, su propaganda, para cantar los méritos propios y acusan a los contrarios –a veces con falsedades– de todos los males. Todos tratan, de forma patética, de verter unas gotas de humor en los mensajes; los políticos creen que ganan adeptos con eso, pero, en realidad, humoristas hay muy pocos, gente contando chistes de taberna, unos pocos más, pero, en un país en el que hay millones de humoristas sin carnet, cualquier cosa vale. Ese nuevo ser llamado “tuitero”, neologismo a punto de entrar en el diccionario, que usa las redes para atacar a los enemigos (políticos, sociales, futbolísticos o regionales) no es consciente de que queda preso por la palabra; una vez que le da a la tecla del “enter” ya está atado por sus partes pudendas, porque lo que escribió ya es de dominio público y sus consecuencias caerán sobre él; ya puede ser la mujer que deseó la muerte de un niño enfermo de cáncer porque quería ser torero o los que acusaron a Piqué de cortar la camiseta-bandera. Todos quedan definidos por sus inconscientes palabras; los políticos que creen que el twitter les va a dar votos y les va a dar más aprecio entre las redes sociales, sin saber que sus mensajes los leen los fieles que no necesitan convencerse y los infieles, que lo aprovecharán para tomarlos de coña.
La Red se ha convertido en un espacio complicado en el que se mezclan los violentos, los humoristas y los que pretenden sacar algún provecho, algún dinero, algún voto; la misma Policía ha cambiado al soplón de callejón oscuro peliculero por un  ordenador que rastrea la estupidez humana. Y ya comienzan a surgir personas que se desenganchan del teléfono como de una cagada de perro pisada en la calle. 

sábado, 15 de octubre de 2016

Fiestas y contrafiestas


J.A.Xesteira
A todo el mundo le gustan las fiestas. O le gustaban. La Real Academia de la Lengua nos dice que fiesta es “día en que, por disposición legal, no se trabaja”, o bien “día que una religión celebra con especial solemnidad dedicándolo a Dios o conmemorando un hecho o figura religiosos”, o también, “seguido de un complemento especificador, jornada en que se celebra algo o que se dedica a alguien o algo”. Hay más, pero todo se refiere a la diversión y el descanso laboral. No incluye la RAE las fiestas nuevas, las importadas o las gastronómicas. Pero en cualquier caso, todas las fiestas son para no trabajar y disfrutar. O eran hasta no hace mucho, porque ahora ya no hay fiesta sin su contraprotesta, su disensión y su contraria. Desde hace unos años, por poner un ejemplo, se celebra en España el Halloween en el día que antes se celebraba Todos los Santos; y los niños se lo pasan bien disfrazados de zombies, vampiros y otros dráculas del repertorio. Y al momento de que se popularizó la fiesta, salieron las divergencias; unos, que si lo tradicional era lo de antes y esto es importado (lo de antes era un coñazo triste y religioso de cementerios y misas); otros, que si estamos colonizados (hace siglos, añado) y algunos sacaron de la manga un falso origen celtico-galaico de fiesta pagana con castañas y calabazas. En este caso siempre fui de la opinión de que más valen fiestas que funerales. Así que di por bienvenido el Halloween y sus disfraces, incluido el “¡Truco o trato!”, que es una frase muy apropiada para pactos políticos.
Durante la larga era del franquismo, las fiestas eran las tres variantes de la real academia: las religiosas, las que por imperativo legal no se trabajaba (se llamaban días abonables no recuperables) y las dedicadas a algo. En las fiestas religiosas el Episcopado distribuía sus santos y virgenes en procesiones, siempre con el poder militar y civil desfilando entre el santo y la banda de música. Había fiestas nacionales dedicadas a Dios, la Virgen María y los santos: el Corpus (que ya no es un jueves que brilla más que el sol), la Asunción (dogma de 1950, Pío XII), la Inmaculada Concepción (dogma de 1854, Pio Nono), Santiago, San José, más la Navidad y Semana Santa, además de las fiestas locales de innumerables vírgenes y santos. A finales del siglo pasado se contabilizaban en España 22.000 variantes de la Virgen María en todos los pueblos, cada uno con “su virgen”, que siempre era mejor que la del pueblo de al lado. Las fiestas parroquiales están siendo sustituídas en Galicia por otras fiestas más triunfadoras: las gastronómicas. Llevamos camino de tener tantas variables de gastronomía festera como de vírgenes (por cierto, ¿para cuando la fiesta tan gallega del chupito Ballantines con tarta Contessa?). 
En la segunda acepción académica estaban las fiestas también conocidas como fiestas “por decreto”, y que eran la del Día de la Victoria, el Día del Caudillo, el 18 de Julio (la única fiesta adjunta a paga extraordinaria), el Día de San José Obrero (1 de mayo, Día del Trabajo en todo el mundo) y el 12 de Octubre, que siempre fue un variado de cosas: Virgen del Pilar, Día de la Raza, Día de la Hispanidad. Todas estas fiestas estaban rodeadas de aparataje propio del régimen: desfiles, recepciones en El Pardo y grandes actos institucionales. 
Con la Democracia desaparecieron las fiestas de la Victoria, del Caudillo y 18 de Julio (la paga se conservó, faltaría más), San José Obrero pasó a ser el Día del Trabajo, para igualarnos al mundo civilizado, y el 12 de octubre quedó en tierra de nadie, porque nadie sabía que hacer con él. Se le llamó Fiesta Nacional, como una corrida de toros, y se traladó a ese día el antiguo desfile del 1 de abril con la cabra de la Legión. Pero en democracia todas las fiestas fueron puestas en tela de juicio, y como con el Halloween, muchos se dijeron que las celebraciones no eran políticamente correctas. Si había un Dos de Mayo, salían algunos que opinaban que era mejor ser afrancesado que de Fernando VII, o que hacer una una ofrenda gubernamental a la estatua de Santiago no era de recibo. Posiblemente tuvieran razón, pero, por razones que habría que buscar entre los más modernos estudios de sociología aplicada y análisis del fetichismo freudiano, se siguen festejando los dogmas de la Asunción (15 de agosto) y la Inmaculada Concepción (8 de diciembre). Las fiestas “por decreto” se cambiaron por otras de menor intensidad: la Constitución, las Letras Galegas…
Bastó que este año unos ayuntamientos catalanes se opusieran a celebrar el 12 de Octubre como Fiesta Nacional, para que saltaran los plomos de la correción gubernamental. Inmediatamente el ministro Fernández Díaz les llamó indigentes culturales (el ministro es más de celebrar el Pilar, porque la Virgen es capitán general y patrona de la Guardia Civil) y ya se formó el alboroto. Por un lado hay una orden judicial que obliga a celebrar la fiesta nacional, por otro hay unos ayuntamientos que le echan un pulso al Gobierno. Cada uno juega a su juego. Pero viendo la cosa en frío, no se entiende que se opongan a la fiesta y quieran trabajar. Mi norma y guía en este caso sería la de Brassens: cuando la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual, que la música militar nunca me supo hacer levantar. Para este año el calendario festivo seguirá como siempre, con las mismas fiestas absurdas. Creo que nunca nos pondremos de acuerdo en lo que hay que celebrar en todo el territorio, pero sí podemos suprimir un desfile miliar que sale por un ojo de la cara, y hacer fiestas para disfrute de las personas y no de las instituciones, como los Carnavales. La fiesta nacional sólo es una reunión de políticos y soldados en Madrid que al resto de España le importa un bledo. Aquí, la fiesta nacional sólo ha servido para que la gente se fuera a la feria de Portugal a comer bacalao.

sábado, 8 de octubre de 2016

Cosas que no se veían

J.A.Xesteira
Decía la semana pasada que íbamos a ver cosas que antes no se veían, y me refería –esperaba– a que vendrían tiempos en que iba a cambiar radicalmente la sociedad y todo lo que hay dentro de ella, con nosotros –para bien o mal– incluídos. Y dicho y hecho; el futuro se nos cae en la semana siguiente, y todos, moros y cristianos, asistimos al espectáculo político-cómico-taurino del PSOE. Fue una golosina para los Medios (cada vez más convertidos en Extremos) que atacaron como la tribu de los sioux contra el Séptimo de Caballería rodeado. No hay mucho que decir sobre el “evento” que no se haya dicho, y todo queda aún por ver y decidir; quedan cosas por resolver que van a cabrear a muchos y alborozar a otros muchos. Todavía quedan muchas cosas por resolver y ya hay a estas alturas muchos cacharros escacharrados. Y los Medios no ayudan a mucho; a poco que se lean o escuchen las noticias –salvo excepciones cada vez más excepcionales– se ve en ellas, con las gafas de ver sin pasiones, que apestan a mendacidad. Se echa de menos un poco de sentidiño y algo de juego limpio. El principal partido de la oposición acaba de centrifugarse en una papa de decisiones contradictorias que dejan a sus militantes de a pie y a sus posibles votantes no afiliados con cara de parvos; durante estos días he tenido cuidado y delicadeza extremas con todos los amigos de esos dos colectivos antes citados; sus hornos no están para ningún bollo y en este momento los tienen llenos de empanadas variadas. La rebelión a bordo del bergantín socialista acabó como ustedes saben, pero continuará como ni saben los que navegan en él. Todavía vamos a ver más cosas.
El escándalo políticamente incorrecto da para todo. Todas las voces, desde las q ue insultaban en la calle Ferraz hasta la de los grandes opinantes han dado todas las versiones, todos los análisis y todas las posibilidades. Y –casi– todos se escandalizaron del espectáculo poco edificante que han dado los políticos de la izquierda (de esa izquierda en concreto) y, como el monolito del bipartidismo quedó partido en dos: buenos y malos.
En realidad, el partido que fundara Pablo Iglesias (el viejo) lleva rompiéndose desde siempre. Basta ver como empezó, con un tipo de aspecto amable, con barba, marxista y pacifista, que funda un partido obrero y social y una unión general de trabajadores, y ver como está ahora mismo: sin comentarios. Y, como ya soy abuelo, me van a permitir contar una batallita. Al comienzo de lo que se llamó Transición, apareció por Vigo un socialista de un partido que todavía no estaba legalizado (lo estaría al poco tiempo) llamado Felipe González; varios periodistas fuimos llevados a un resturante discreto donde aquel hombre, poco conocido en aquel momento dio una rueda de prensa y fascinó con su forma de hablar a todos los periodistas. Realmente era otro discurso, más práctico, más moderno y con fuerte contenido social y político. El resto ya lo conocen ustedes: el hombre acabó de presidente y, sin abandonar su calidad oratoria las fue metiendo dobladas y rompiendo todo lo que podía, al tiempo que nos convencía de que era lo mejor para todos. Venía de romper el PSOE del exilio y, ya instalado en su pedestal, comenzó por desdibujar la creación del viejo tipógrafo; primero dejó de ser marxista, después soslayó lo de obrero (aceptado como mal menor o animal de compañía del Capital), nos metió –pero no de entrada– en la OTAN, que nadie quería y tan cara nos sale sin beneficio alguno; se ajuntó (según la segunda acepción de la RAE) con sospechosas amistades corporativas internacionales; dentro del laicismo que decían practicar, benefició a la Iglesia Católica como nadie en la historia de España; se hizo socialdemócrata, que es una cosa más “cool”; llevó a cabo una reforma laboral que llevó al 90 por ciento de los obreros a una huelga general y cabreó a todos los sindicatos (sus efectos los padecemos ahora mismo: contratos basura y ETT). Eso, sin meternos en su lado oscuro, que sería otro tema.
El partido fue rompiéndose en bandos, felipistas y guerristas (por cienro ¿que se sabe de Guerra en este trance?), Almunia y Borrell… Y la actual situación de pequeños grupúsculos que van desde presidentas andaluzas hasta alcaldes de pueblo. El PSOE vivió momentos de euforia en los que se nutrió de los comunistas que abandonaban su acorazado Potemkin (después rebautizado como IU) y pedían plaza de diputado en las filas triunfantes; pueda que ahora el partido en tribulación vea como pierde personal por las bandas de babor y estribor. Conviene recordar estas cosas para las generaciones jóvenes, que piensan que esto de ahora es una anomalía; la lucha por el poder siempre ha sido así, una pelea de barriobajerros elegantes, en todos los tiempos y en todos los partidos.
Vamos a ver más cosas, porque todo está por ver y como en las vidrieras de los cambalaches se ha mezclao la vida, tenemos de aquí a Navidad para asombrarnos por las cosas que pasen. Vista la cosa desde afuera podríamos decir del PSOE la frase evangélica: “Que los muertos entierren a sus muertos” (Lucas 9-60) Pero convendría que todos pusiéramos un gramo de sentido común, ese que tanto escasea en todos los partidos, y pidiéramos que todos, de uno a otro lado del Parlamento, intentaran recomponer la vida de la sociedad. Todos se están mirando las pelusillas del ombligo e instalados en sus vanidades, se olvidan de que han hecho un país donde los empleos son de pacotilla, pocos y breves, los salarios son miserables, los grandes pilares de una sociedad democrática, la sanidad, la cultura, la educación y la garantía de una pensión digna, se resquebrajan mientras las grandes corporaciones aumentan exponencialmente sus beneficios y la corrupción brilla como el faro de Fisterra. Disfrutamos de un país aparentemente feliz, que hace fiesta de cualquier cosa, pero basta pasar la balleta con un poco de jabón y podremos ver la realidad. Y más cosas que veremos de aquí a nada.

sábado, 1 de octubre de 2016

Un raro en Ciberlandia

J.A.Xesteira
En rigor debería hacer ahora un  análisis crítico de las elecciones pasadas, pero a estas alturas ya está todo analizado críticamente por el coro griego de comentaristas-tertulianos-expertos-analistas (el coro griego avisaba primero a Agamenón: “¡Cuidado que te la juegas!”, y después de consumada la tragedia le decía: “¡Ves, ya te lo decía!”). Como en las tragedias griegas, la democracia es un juego que, como todos los juegos, sólo complace al que gana. Las cosas siguen rodando y los políticos creen que ya está todo hecho, pero vamos a ver cosas que antes no se habían visto.
Mi preocupación va más allá de los resultados electorales y sus consecuencias en la tribu. Es algo que me venía inquietando desde hace tiempo, pero que esta semana se hizo preocupante. Por circunstancias familiares tuve que hacer un viaje en coche. Sobre la autovía adelantaba coches o me adelantaban a mí, y en un porcentaje más alto de lo deseable, los conductores iban hablando por teléfono, unos de manos libres, otros de manos ocupadas. Por la sonrisa de todos los infractores de la ley del coche, debían hablar de cosas graciosas. No es que temiera que pudieran provocar un accidente (que podría ser) sino que me llamó la atención el número, la estadística.
Paro a comer en un restaurtante de carretera. En la mesa de al lado, una familia, padre madre y niño, están sentados, cada uno tecleando en su pantallita. Sólo levantan la cabeza para pedir de comer y, al punto, se meten otra vez a teclear en sus cuadrados mágicos. La familia que guasapea unida, permanece unida, pero en otro mundo. Alrededor hay bastantes comensales más atentos a sus tabletas (ahora llamadas tablets como consecuencia de una colonización del idioma ingles: sólo se colonializa a los más incultos, a los más débiles) que a sus platos. En otra mesa, un trio de hombres jóvenes, probablemente comerciales de una empresa (sus uniformes los delatan: traje sobrio pero cómodo y corbata oscura, aflojada para el plato del día) tienen un pequeño ordenador en la mesa y lo combinan con sus ifones personales, hablan entre ellos, pero quien  dirige la conversación es lo que aparece en sus pantallas. Comienzo a preocuparme, porque soy de los pocos sin pantallita en la mano. y los otros escasos desconectados o son bebés de chupete o ancianos/as del pasado extremo. Incluso la camarera pide la comanda con un pequeño ordenador de mano que maneja con el dedo pulgar, el dedo que marca la diferencia entre los  monos y el resto de los animales. Mientras espero recuerdo que hace unos días, en una sala de espera médica, nadie miraba las viejas revistas sobre la mesa; el “¡buenos días!” que pronuncié se perdió sin que fuera contestado ni siquiera por el eco; de las siete personas sentadas, seis estaban con el móvil en la mano y el séptimo dormía.
Llego a mi destino, meto en coche en un párking y cuando subo tropiezan contra mí dos muchachas adolescentes que tienen la vista clavada en sus teléfonos; salgo en un centro comercial, el sustituto de las antiguas plazas mayores, y grupos de chavales que en otro tiempo eran como las bandadas de vencejos, chillones y en movimiento constante, están mudos y con la mirada zombie atentos a sus pequeños rectángulos iluminados. La sensación de desclasado, de marginal comienza  a apoderarse de mí; me siento como la cucaracha kafkiana. Entro en un café y todo a mi alrededor son personajes no sólo conectados con sus tabletas, sus ipads, sus ifones (por supuesto, la cafetería tiene wi-fi) sino que gran parte de estos tiene las orejas rellenas de sonidos que entran por auriculares de botón, la ausencia perfecta. Yo también tengo un teléfono, claro, no soy un neardental, así que llamo a casa para decir que llegué bien, quince segundos y ya está; me siento frustrado. Mientras tomo el café reflexiono y reconsidero; desde hace algún tiempo, aquellas viejas cenas de amigos con alegrías y cuentos de la vida han ido reduciendo su puesta en escena. Nada mas sentarse todos sacan en teléfono y lo ponen encima de la mesa, como si fueran los revólveres de los pistoleros del Oeste en una partida de póker; constantemente acuden a la pantalla por si mandan algo o para mandar algo; las viejas discusiones sobre quien marcó el gol o como se llamaba aquella canción de los Rolling, que podía dar mucho juego y discusión, se acaba en un instante; simplemente uno de los ciberinformados le habla a su espejo mágico y el espejo no sólo le dice que es el más guapo, sino que le da el dato del gol y la canción. Me viene a la memoria otro fenómeno al que no pertenezco: los grupos. Hay grupos de feisbuk de todo tipo, incluso de gentes que ni se conocen pero “quedan”; otros temibles, como los grupos de mamás de niños de guardería o de preescolar, verdaderos lobbies digitales sobre los profesores que se echan a temblar cada vez que una mamá (o papá) comienza una frase con “¡Mi niño…!”; son grupos de presión dedicados a montar actividades extraescolares de inglés, piano o tae-kwondo para niños que, en realidad, lo único que quieren es manipular un videojuego. En ese instante recibo un aviso de mi compañía telefónica ofreciéndome ampliación de datos; otro de mi banco ofreciéndome un crédito hipotecario que puedo consultar pulsando aquí. Me doy cuenta de que las relaciones comerciales son ya a través de las redes digitales, los bancos serán invisibles dentro de poco y no habrá trabajadores de la banca a quien protestar, sólo pulsar pantallas. El dinero sólo será un concepto digital y toda nuestra actividad estará condicionada a bajar una aplicación nueva.
En este punto de percato de que todas las notas para escribir este artículo fueron tomadas con papel y lápiz. Me siento un raro, un desplazado, un “ninguén-que-vai-para-ningures”. Soy también de los pocos que no pertenecen al coro griego que imparte doctrina en la tragedia política socialista (en realidad una comedia de Aristófanes). Creo que debería hacérmelo ver.