viernes, 23 de febrero de 2018

Lírica patriota

J.A.Xesteira
Hace años, el dibujante y humorista Fernando Quesada publicó uno de sus chistes diarios que era igual a otro que ya había publicado hacía un tiempo. Me encontré con él y se lo dije: “Hombre, Fernando, el chiste de ayer ya lo habías publicado prácticamente igual hace algún tiempo”. “¿Y que quieres que le haga –contestó– yo no soy el que se repite, la que se repite es la vida”. Y tenía razón; los grandes humoristas de las tiras dibujadas –Quesada lo era– sacan de la vida el lado humorístico, el lado absurdo, la cara de la risa, el traje del emperador desnudo, el ridículo de los rimbombantes, la mirada irónica y retranquera de la gente corriente y la seriedad del humor (el humor es serio, lo que pasa que la gente, y en especial “esa gente”, confunde lo serio con lo triste). Y la vida se repite, la realidad es circular y siempre se vuelve al mismo punto, con las variaciones propias del tiempo, que da y quita (nos da más artículos para consumir y nos quita el tiempo para disfrutar, nos da un “progreso” y nos quita la posibilidad de que ese progreso sirva para algo).
La vida se repite, como en el chiste, y lo de estos días con el himno de España me lo recordó, fue el “dejá vú” del pasado en el que escribí algo sobre los himnos, seguramente porque había aparecido alguna propuesta como la de Marta Sánchez en plan Agustina de Aragón versión Operación Triunfo. Me siento como Quesada repitiendo el mismo chiste. La vida se repite.
Esta semana dio pie para hacer todas las coñas a diestro y siniestro (políticos) sobre la ocurrencia de la cantante y el himno oficial del Estado, un himno, recordemos, que se oficializó así, sin letra. Y está bien así, porque la mayor parte de los himnos de todos los países son un cúmulo de gradiosidades anticuadas, que, cuando los cantan, parecen emocionantes, pero cuando se atiende a la letra, la cosa cambia, y, con un poquito de análisis crítico, resultan una chorrada anacrónica y sin sentido. Por ejemplo, el himno más antiguo del mundo, el de Holanda, llamado “El Guillermo”, dice: “Un príncipe de Orange soy, libre y valeroso, al Rey de España siempre he honrado”, lo cual, a estas alturas no se sabe a que viene. O el “Dios salve a la Reina” británico, que no es más que un piropo patriótico a la reina o al rey de turno. Los hay que parecen una novela de Salgari, como el de Dinamarca, llamado “El rey Kristian estaba en el palo mayor”, que anticipa abordajes y cañonazos contra el mástil enemigo. El americano, que lo cantan hasta para hacer pis, es difícil de entender en su texto literal: “Oh, digamos, ¿puedes ver la primera luz de la aurora, la que tan orgullosamente saludamos en el último destello del crepúsculo?” Francamente, poner la mano en el pecho para hacer semejante pregunta roza la estupidez. El de Francia ya es cosa más de “grandeur” gabacho, haciendo alardes como si hubieran ganado una guerra (nunca ganaron una guerra), con hijos de la patria contra la tiranía que amenaza con degollar a hijos y esposas, y pide que acudan los ciudadanos (no el ejército regular) a las armas.
Los himnos son la disculpa musical para ponerse trascendentes durante un minuto. En las comunidades autonómicas tenemos el deseo catalán de volver a ser ricos y plenos a golpe de hoz; el deAndalucía pide tierra y libertad, el de Euskadi no tiene letra y el de Galicia es una mezcla difícil de preguntas y metáforas de un poema largo que nadie se sabe entero. Todos los himos se mueven entre la zarzuela y la ópera (que son géneros musicales parecidos; el español acaba con besos folklóricos y el italiano, con muertes grotescas) o con el inevitable paso por el cabaret, como la única musica con letra que casi es un himno; me refiero a la “Banderita tu eres roja…”, tan cantanda por Marujita Díaz con gorro legionario; no pasa de ser una canción de cachondeo patriótico, perteneciente al área en la que se mezclan alcohol, sexo y patria en los viejos cabarets.
Los himnos tienen su lugar principal en los partidos de fútbol, que es donde parece que se siente más a la patria. También en el desfile del Día de las Fuerzas Armadas (del que una vez dijo el presidente del Gobierno que era un coñazo). En los partidos de fútbol internacionales, todos los futbolistas se ponen serios y cantan sus himnos, como patriotas. Resulta chocante, en ese contexto, escuchar a un bereber cantar La Marsellesa, o un jamaicano de Londres cantar a la reina. Los españoles, en el momento de los himnos se quedan en el murmullo. Los aficionados tienen el “Viva España” o el “Soy español” para desahogarse después.
Debe ser por eso que cada cierto tiempo aparece una nueva propuesta de letra para el himno, un nuevo-viejo chiste que se repite. La de Marta Sánchez se suma a la larga lista de letras ya pasadas, incluidas las infantiles de “Franco, Franco tenía el culo blanco…” (generación de mis hijos) o “Chinda, chinda, las cachas de Florinda” (que cantábamos en mis tiempos escolares). Los comentaristas arremeten contra Marta Sánchez, incluso les ha sacado a relucir viejos cobros en dinero negro por fotos desnudas en Interviú. Y no es justo, la mujer, una cantante pop, posiblemernte en horas bajas, se apunta a la moda de ser más española que nadie. Lo preocupante no es la ocurrencia de Marta, incluída la lágrima fácil. Lo verdaderamente preocupante son los tuits de los políticos alabando la ocurrencia y, sobre todo, el nivel de argumentación política que exhiben los grandes dirigentes de este país, una cosa entre el nivel mental de Gran Hermano y bromas de bachillerato. Por sus tuits los conocereis, pero asusta pensar que los destinos del país está en gente con propuestas sociales del tamaño de un tuit patriótico.
PS.- Justo al final de este artículo, que comenzaba con un humorista desaparecido, se nos muere Forges. ¡Que gran chiste sobre el patriotismo cantor hubiera hecho!

viernes, 16 de febrero de 2018

Mensaje de Fátima

J.A.Xesteira
Recibo como cada año por estas fechas una carta de la ministra de Empleo y Seguridad Social, doña Fátima Báñez, en la que me comunica textualmente que “Gracias a la solidaridad y el esfuerzo de todos los españoles, hemos concluido 2017 avanzando en la senda de la recuparación y el crecimiento. Un periodo en el que se han creado más de 600.000 empleos, que constituyen una gran fortaleza para nuestro sistema público de pensiones”. Después de alucinar en colorines un instante, prosigo leyendo que el sistema de la Seguridad Social atiende a más pensionistas que nunca y hay que seguir trabajando en esa dirección, y, en el párrafo siguiente, me anuncia que mi pensión la suben este año un 0,25 por ciento (¡tachaaaaannn!). Llegado a este punto me quedo mirando al espacio, con la mirada perdida, atónito y perplejo; tardo en recuperarme; si fueran estos los viejos tiempos de vino y rosas me serviría un copazo de bourbon a la salud de Fátima y su mensaje, y, además, para reponerme del shock causado por la información. Después, poco a poco, regreso al presente, me sitúo en la realidad y recuerdo que hace tan sólo unos días el presidente Rajoy (jefe de Fátima) decía a los cuatro vientos de la rueda de prensa que “ahora que las cosas empiezan a ir bien” (coincide en eso con Fátima, pero no coincide con la inmensa mayoría de los pensionistas o los asalariados) hay que hacer un peto e ir ahorrando a largo plazo; es decir, hay que hacer planes de pensiones, porque, no es que la cosa vaya mal, que va muy bien, pero mejor hagan un plan de pensiones no vaya a ser el demonio que nos pase algo. Me recordaba aquello tan de nuestros antepasados que siempre estaban ahorrando “para una enfermedad”. De paso, don Mariano también sugiere que hay que ahorrar para la educación de los hijos, no vaya a ser que se privatice todo y no tengamos fondos para mandar a los niños a colegios concertados con la Iglesia Católica. En ese momento la inclinación por el remedio del bourbon era alta, a pesar de haberme convertido a la abstención alcohólica y a la mesura en grasas y derivados del cerdo.
Como no perdí la costumbre (a pesar de que me estoy quitando) de leer periódicos, abro el ordenador, que es donde están los Medios y me encuentro de nuevo con Fátima, que es como una aparición de la Señora a los pastorcitos que leemos el periódico en el desayuno. Y me dice que los pensionistas no han perdido poder adquisitivo desde el inicio de la crisis. Y me vuelve el deseo de sustituir el café por el bourbon. Las ministra lo dice con cara de creérselo; puede que sea una aparición dogmática, una cuestión de fe, que se resuelve en los círculos políticos, no en los finales de mes de las cajas de los supermercados. Las afirmaciones de Báñez está fuera de la ley de la gravedad del asunto, flotan en un país multicolor en el que los pactos, las leyes sociales y los mensajes de la ministra nos llevan a la felicidad.
Como los periódicos suelen disparar en direcciones contrarias y lo que en uno es blanco, en otro es rosa fucsia, y en lo que uno es piropo al poder, en otro es barricada contra el sistema, abro otro Medio para ver si he leído bien o Fátima estaba en Cova de Iría. Y aquí la sorpresa es mayor, porque aparece la ministra con el sexto aniversario de la reforma laboral. Y ahí se me presenta otra aparición, diría que milagrosa: surge uno de esos anuncios que se meten en cuanto se abre alguna página de periódico, ya saben, ofertas telefónicas, hoteles, coches…, y un gran anuncio sobre la foto de la ministra de…¡una empresa de inversiones!, con nombre inglés que anima al lector con la frase: “Evite quedarse sin dinero durante su jubilación” y le dice como invertir para que Fátima y Mariano, que lo llevan todo muy bien, acaben por meter todo el paquete en un plan de jubilación de algún banco de los que hemos rescatado y que nunca nos devolverán nuestro dinero. Así que la cosa es que todo va en el “pack”, que es como le llaman a un paquete los expertos que no saben hablar en su lengua. Ya no es mensaje subliminal sino directo, como si la empresa que anuncia en inversiones dijera: “No le hagan caso a esta de abajo, sigan mi consejo y búsquense un plan de pensiones”. Claro que, la “company of investiments” lo recomienda para aquellos que tengan unos 350.000 euros de más y los quieran meter en ese plan bancario; con lo que me suben de pensión o con lo que cobra la inmensa mayoría de los españoles, tener 350.000 euros de más sólo está a la altura de un político corrupto (¡Ay quien fuera político corrupto, con lo bien que viven!) Me precipito a por el bourbon y me doy cuenta de que hace años que no tengo nada de alcohol; me conformo con el café y las tostadas.
Como resulta que la reforma laboral del Gobierno ha aumentado la precariedad y ha hundido los salarios; como las empresas aumentan beneficios pero los salarios caen en picado (la tercera parte de los trabajadores por debajo del salario mínimo); como la educación se depaupera para beneficiar la educación privada; como la sanidad encoje sus nóminas para derivar enfermos hacia la sanidad privada (el negocio sanitario privado creció un 16 por ciento en cinco años –en gran parte por capital público–, mientras que el público bajó un 6 por ciento), y como los planes de pensiones no son más que un producto bancario como uno de aquellos “plazos fijos”, aunque con más peligro, y como la banca es el sector del país que más paro generó, con el mayor beneficio consolidado, he decidido hacer dos cosas: meter los pocos ahorros en la viga, como decía aquel sabio, y comprarme una botella de bourbon, aunque con la subida de Fátima no me va a dar ni para un Dyc.

viernes, 9 de febrero de 2018

Las explicaciones

J.A.Xesteira
–Hace un frío del copón.
–Si, el termómetro marca tres grados, pero la sensación térmica es de bajo cero; la humedad es alta, del ochenta o noventa por ciento; el viento es nor-noroeste, de, más o menos, fuerza dos o tres; y el sol apenas aparece con el nublado persistente que hay; y eso que aún  no llegó el frente que se espera para las cinco de la tarde, que traerá rachas atemporaladas y chubascos que será de aguanieve.
–Ya… Hace un frío del copón.
Hace años, antes de que existiesen hombres y mujeres del tiempo televisado, incluso antes de que el tiempo televisado fuera un mapa en blanco y negro en el que unos señores vestidos de gris pegaban soles que parecían huevos fritos, los habitantes de este planeta teniamos frío o calor. Ahora también, porque es la relación natural entre el cuerpo humano y el ambiente que lo rodea, con sus variaciones climáticas. La única diferencia está en la explicación. El ser humano de ahora mismo pasa frío o calor con información, es un frío científico, experto e instantáneo, que cualquiera puede enriquecer con sólo consultar el termómetro del coche o su teléfono; ahí nos dice de que tipo es el frío que nos hiela las orejas, pero no nos lo quita de encima. Simplemente nos lo explica, adorna la sobriedad, como una guarnición que compaña a la carne a la plancha.
Vivimos en tiempos de explicaciones. La influencia de la televisión en la manera de hablar y comportarse el personal es evidente. No hay que darle vueltas, hablamos y nos comportamos como reflejos televisivos. Y en la televisión informativa y entretenida (vamos a admitir, aunque sólo sea para entendernos, que exista esa televisión con esos calificativos) se lleva lo explicativo, la redundancia, la insistencia, la incidencia en un monotema (los catalanes y sus vaivenes o los sucesos policiales reiterados en pantalla), la magnificación de cualquier historia del momento. Los locutores repiten frases, como si no les escucháramos en la primera toma, seguramente a imitación de las televisiones americanas (ver reportajes americanos doblados en los que cada frase se repite por duplicado, seguramente porque las circunvoluciones cerebrales de los americanos nunca lo pescan a la primera). Así, sin salirnos de la ola de frío, el otro día, en una cadena televisiva, la locutora que explicaba que la nieve es una cosa terrible que nos acaba de pasar (parece ser que nunca nevaba en este país) conectó en directo con el alcalde de un pueblo de Cantabria cubierto de nieve, que explicó: “No estamos incomunicados, pero cuando pasan las quitanieves, al rato se vuelve a cubrir”; a lo que añadió la locutora: “Es decir, que después de haber trabajado las quitanieves la nieve vuelve a cubrir las carreteras”. Y así, durante más de media hora informativa, fueron desfilando enviados especiales que contaban algo tan obvio como que nevaba, y la locutora, repitiendo eso, que nevaba. Todo repetido, por duplicado, para que la explicación fuera total. De lo que nos enteramos es de eso: nevaba, algo que parece como un fenómeno insólito, algo desconocido.
Esa manera de explicación se reparte por toda conversación, por toda información, sin que tanta palabra aporte gran cosa al resultado final; se explican en coloquios de expertos televisados, en los periódicos, en los parlamentos políticos, pero, en realidad, toda esa información no encierra grandes ideas, muchas veces, ni siquiera encierra una simple idea.
Si hay un territorio en el que la gran explicación ha conseguido disfrazar el propósito principal, a imagen del pronóstico del tiempo, es el territorio de comer y beber, un espacio donde importa más lo que se dice que lo que se come o bebe.
–Este vino tinto está cojonudo.
–Si, es un rioja crianza clásica, con aromas a especias y madera de roble y frutas maduras, es equilibrado, elegante y en boca se comporta con clasicismo, buena acidez y cada botella vale cien euros.
–Ya…, el vino está cojonudo.
La explicación funciona para darnos a valer, para hacer entender al de enfrente, que pasa así de ser amigo que comparte un comentario, un vino o unos arenques (ya no me atrevo a meter explicaciones literario-gastronómicas sobre los arenques) a ser un enemigo a batir, un simple don nadie que tiene frío, bebe vino o come un arenque sin más explicaciones, sin aportar bagaje cultural al producto primario. En tiempos de la Gran Masa Informativa que llevamos en la mano, vía internet, los conceptos tienen que ser enormes, no nos vale el arbol, queremos la jungla entera para demostrar que somos Tarzán. Tenemos que ponerles nombre a todo; un temporal ya no es aquel temporal que cada año (una o dos veces) nos golpeaba a los que nacimos al lado del mar; los temporales de ahora tienen nombre propio (Ana y Bruno fueron los primeros) y se les llama ciclón o ciclogénesis explosiva, que es un temporal más culto. Y se presenta con alarmas de colores, con avisos de peligro, con advertencias tan obvias que parece que nos toman por tontos. Es necesario explicarlo para poder después magnificarlos. No importa el fenómeno y sus consecuencias sino su efecto mediático.
Como no importa la realidad de lo que está pasando (no me pregunte lo que está pasando, usted tiene que saberlo, porque le está pasando a usted), sino lo que dicen que está pasando, lo que explican los Medios y los políticos. No vale decir que hace frío económico sino enmascararlo con toneladas de palabrería para convencernos de que las consecuencias del clima del paro, los salarios indignos y la situación de pobreza laboral se deben a causas meteorológico-políticas inevitables; nos explican que la nevada de corrupción que nos deja aislados mientras los responsables se hacen los suecos es una consecuencia natural y que la culpa es nuestra por tener las cadenas en malas condiciones; nos dan información con estadísticas de que el producto interior es bruto e implacable, que los datos del paro suben (la sensación térmica del paro es la que nos enfría) y que el tiempo mejorará. Si usted está socialmente frío, no se preocupe, ya se irá calentando poco a poco.

viernes, 2 de febrero de 2018

La censura no tiene cura

J.A.Xesteira
…Y si la tiene, poco le dura.
Hay bastantes libros escritos sobre la censura en la Dictadura, algunos, incluso, bien interesantes y de referencia obligada. La censura en el cine, en la prensa, en la vida en general durante la dictadura la padecíamnos casi sin enterarnos, porque era una censura que nos dejaba la película, la canción, el libro y la noticia previamente podada de todo mal. Los que vivimos y fuimos capaces de hacernos con una cultura medianamente decente, todos los que buscamos ir más allá de las fronteras dibujadas por la censura franquista, incluso a riesgo de nuestra integridad física o laboral, convivíamos con aquel estado de vigilancia permanente. Si volvemos la vista atrás y recapitulamos, los que recibimos educación filtrada por el régimen que fue capaz de inventarse un término como Democracia Orgánica (que, por cierto, suscribieron y dirigieron muchos políticos que más tarde serían demócratas “desorgánicos”) no éramos conscientes de la existencia de esa censura vigilante. Ya no digo en los textos que estudiábamos, con aquella Historia de España cristiana y gloriosa, o los textos literarios, entre los que no aparecían autores non santos. Me refiero a la censura pequeña, cotidiana, desconocida. Para los que leíamos el Capitán Trueno encontrábamos normal que Trueno y Sigrid anduvieran por el mundo, acompañados de Crispín y Goliat en una extraña situacion de noviazgo virginal, sin boda ni relación física; desconocíamos que la censura organizaba esos extraños “menages” y que, incluso, ordenaba al sufrido dibujante borrar espadas agresivas. Había para eso, unos vigilantes de la playa de la moral que cortaban besos de cine y nos brindaban la película limpia de sexo. Porque, básicamente, la censura era sexual, la censura política era un coto cerrado a cualquier idea personal o social que simplemente pensara fuera del margen del Imperio. Pero mirando la cosa por el retrovisor, aquella censura cutre y casposa dejaba, sin embargo pasar cosas que ahora mismo serían objeto de denuncia por iniciativa popular o porque algún/a fiscal le diera por ahí. Ya no me quiero referir al hostiazo de Glenn Ford a Rita Hayworth en Gilda, que la censura autorizó directamente (lo grave de Gilda era que la Rita se quitaba un guante de forma erótica mientras cantaba “Put the blame on Mame”), sino a cosas más simples, como el que todo el mundo fumase sin problemas en la pantalla (mi médico fumaba en la consulta) cosa ahora muy mal vista y que me lleva a pensar que sin humo y tabaco no existiría una obra maestra como “M, el vampiro de Dusseldorf”; o el trato vejatorio de otra película mítica, “El hombre tranquilo”, donde a Maureen O’Hara la llevan entre su marido y su hermano como un trapo (incluso una mujer del pueblo le da a John Wayne una vara para que tenga a raya a su esposa). El cambio de tiempo cambia los pelajes y las modas, pero genera otras costumbres no menos incómodas, otras censuras. ¿Que pasaría si el Dúo Dinámico cantara ahora “Quince años tiene mi amor”, con “si le doy mi mano ella la acariciará (¡esa mano!) y si le doy un beso…, etcétera”? Probablemente, al instante serían acusados de abuso de menores y podrían acabar en la cárcel, porque los tiempos de ahora son muy perseguidores de los cantantes (en el sentido textual del término, los “cantantes” políticos pueden prevaricar y robar y, con un poco de suerte, salen de la cárcel por buena conducta, y a lo mejor ni siquiera son juzgados porque su delito ya caducó). Incluso una película muy celebrada como “Pretty Woman”, bien mirada ahora sería objeto de censura y denuncia, por exaltación de la prostitución. ¿Qué pasaría si ahora mismo Courbet presentara su obra “El origen del mundo”? Probablemente le saltarían a la chepa varios obispos, algún/a fiscal y media docena de periódicos a favor y en contra (mientras esto escribo acabo de leer que Facebook prohibió la reproducción de esa obra maestra, que pueden ver en el Quai D’Orsay de Paris; estuve una vez una hora delante del cuadro y las reacciones de los visitantes podrían llenar un documental). Los chistes de hace unas décadas serían cosa de juzgado de guardia de ahora.
Después de la censura dictatorial y cuadriculada, la censura espesa y surrealista, pasamos por una transición en la que triunfó el destape considerado como una de las bellas artes; de repente nos dimos cuenta de que existían mujeres desnudas en el cine (lo de los hombres fue otra historia, a fin de cuentas, el cine seguía siendo cosa de hombres). Valía el sexo, pero la violencia y los totalitarismos estaban mal vistos. La cosa duró poco, porque pronto nos hicimos modernos, europeos, pasamos a la primera división de los países ricos (antes de la crisis que nunca existió) y, sobre todo, pero muy sobre todo, nos hicimos políticamente correctos dentro de un sistema plenamente capitalista, con todos sus defectos y ninguna de sus posibles virtudes. Y ahí entró otra censura, distinta e indefinida. Ya no era un organismo oficial el que ponía límites, no hay límites, pero nadie puede salirse de esos no-límites. La censura franquista era sólida, concreta y de cemento bunkerizado; la de la transición era un tigre de papel; la de la posmodernidad o lo que sea esto que padecemos ahora, es gaseosa, regida y sustentada por lo que llaman el Imperio de la Ley, de las miles de leyes que desconocemos como nos imperializan, pero que nos pueden dar un estacazo sin que sepamos por qué.
Esa censura nebulosa se palpa en los Medios; si en el franquismo aprendimos a leer entre líneas, en el Actualismo presente las líneas no contienen nada más que corrección y dogmas de fe política al servicio de una hipótesis democrática. Se supone que impera la ley, pero, visto lo visto, no nos encaja la relación calidad-precio entre leyes y libertades. Existe ya una idea creciente de que hay una justicia para la élite politicamente correcta y otra para el vulgo políticamente incorrecto. Las leyes son abstracciones que justifican la existencia de una censura nebulosa. Una censura virtual con efectos reales.