viernes, 29 de septiembre de 2017

Ceremonia de la confusión

J.A.Xesteira
Cuando escribo estas mil palabras el asunto catalán está por ver; cuando se publiquen todo es un adivinar que pasará mañana, por mucho que las fuerzas traten de mantener una postura sin enmendarla; el caso es que los acontecimientos se enconan (no valen chistes fáciles con el gallego) y nadie puede predecir como acabará el choque de las dos fuerzas de derechas que han conseguido algo impensable hace unos meses: que los gubernamentales españoles produjeran tanto independentismo (empujaron directamente a los indecisos, los indiferentes y los que eran claramente contrarios al gobierno catalán, que no lo hacía precisamente bien, en medio de recortes y carencias) y que, por el contrario, los secesionistas catalanes provocaran tanta deserción de sus filas (primero fue Raimon, icono y emblema del catalanismo histórico y cantautor de izquierdas, ahora fue Serrat, abanderado de la lengua catalana contra Eurovisión y Fraga Iribarne en aquel Lalalá de1968). Las posturas están enconadas, infectadas; la olla a presión se recalienta y la válvula de escape está atascada y se plantea una consulta popular difusa, difícil de realizar y que se abre con amenazas de fiscales justicieros y una especie de séptimo de caballería que no sabe a ciencia cierta que hacer, si romper urnas o romper cabezas. Para hacer un poco más atractivo este show de esperpentos animados (incluído el barco de los policías, más propio de las parodias de Atrápalo como Puedas) el presidente del Gobierno se va a visitar a Trump mientras deja a Soraya la Segunda que se las entienda con la tropa parlamentaria (por cierto, Soraya organiza sus frases mejor que Mariano). No se sabe que le dio a Rajoy para huir a encontrarse con Trump, un tipo al que rehuyen incluso los de su partido, un auténtico veneno para la taquillla (cuando sugiere el nombramiento de un alto cargo, hay desbandadas, lleva más despidos y dimisiones en su gabinete que tuiters). No hacía ninguna falta la reunión con Donald Trump, ni se esperaba nada especial; fue una especie de hola-don-pepito-hola-don-josé, en donde el presidente americano cumplió con el protocolo, pero se le notaba que no sabía de que iba la cosa (me apuesto a que ni sabía con que presidente estaba hablando). Por supuesto que Rajoy encontró el apoyo total de Trump a su causa, pero hay apoyos que matan, y más si la frase de Donald es del estilo “marianesco”: “Creo que nadie sabe si ellos van a tener un voto, creo que el presidente les dirá que no van a tener un voto, pero creo que la gente se va a oponer mucho a eso”. Y ya está, con eso y, aprovechando el problema catalán pidió una sanción para Venezuela, que queda al lado. El que recomendó el viaje al presidente de la Marca España no tenía su día, evidentemente.
El problema es mucho más caótico. Nadie sabe cual es la situación real de Cataluña y del Gobierno con relación a Cataluña. Todo se mueve en una nebulosa de leyes, fiscales, policías, jueces, mossos y ciudadanía que no saben exactamente que pasa, que va a pasar mañana y, lo que es peor, que hacer. Los políticos, de todos los colores y pelajes, no contribuyen a aclarar nada. Unos y otros esgrimen unos argumentos de grandes retóricas y terquedades viejas. ¡La ley es la ley! Es el único argumento claro, pero, a partir de esa perogrullada, todo está por aclarar. ¿Qué ley?, ¿qué tenemos que hacer?¿pueden meter en la cárcel al presidente de un país así por las buenas?¿es sedicion, es derecho a la libre expresión democrática? ¿van a cargar los antidisturbios?¿los mossos resolverán su dilema?… Todo es una confusión que alimentan los políticos en general, mostrando su evidente empanada mental en la que navegan por sus propios pecados.
 Lo que era el choque de dos partidos de derechas, cabezones y confusos, que tapan con sus enfrentamientos otros problemas más importantes, se convirtió, por obra de ese encono en un mónstruo incontrolable. Los jueces no saben qué mandar y los fiscales dan órdenes, y las fuerzas del orden público no saben como ordenar ni el público sabe lo que se puede y no se puede hacer. El campo de batalla es terreno abonado para los extremismos, y ya tenemos instalada a la ultraderecha, que viene crecida de Europa y crecerá más aún. Ese es otro de los problemas que estamos dejando de lado: ¿qué hemos hecho para merecer esto? “Esto” es toda la tropa de políticos que invaden esta segunda década del dosmilenio, y que tenemos que soportar y financiar. ¿Dónde empezamos a creer que vivíamos en Disneilandia y que nuestros dirigentes –de derechas o de izquierdas– eran gente responsable? Seguramente en el momento en que nos creimos que las fronteras entre derechas e izquierdas ya no existían y que las luchas de clases eran cosa de novelas rusas y que la Sociedad de Consumo era, en realidad la Sociedad de Bienestar, y que el Comunismo había muerto y que el Capitalismo era una oenegé que nos llevaría a la felicidad con piso y coche.
El problema catalán es nuestro problema, un problema social, no político ni geográfico, sino total. Son ya demasiadas fuerzas metidas en esa pelea, y mañana veremos muchas cosas; no va a haber una votación, al menos en regla, ni habrá resultados, ni esos resultados servirán para nada; no habrá vencedores ni vencidos, sino una confusa situación llena de retórica, ruido y furia sin sentido alguno. Lo que habrá mañana no será una libre decisión democrática sino un testimonio, una confrontación, un pulso entre cenutrios, una metahipótesis, un Real Madrid-Barça político con el Constitucional como árbitro y los fiscales como jueces de línea. Mientras las políticas se desmoronan en Europa –un mercado común nada más– y los movimientos totalitarios pescan en ese río revuelto, aquí estamos experimentando en el laboratorio de Cataluña cosas que todavía no se venden por internet.
Lo que pase mañana será materia de estudio futuro, pero lo que pase mañana no será nada importante. Lo importante es lo que pase el lunes y todos los días que vengan detrás.

viernes, 22 de septiembre de 2017

Estamos a ver dragones

J.A.Xesteira
Todo poder necesita un enemigo de la misma manera que todo rey tiene su dragón. El caso es meter miedo y, sobre todo, distraer la atención ciudadana de las cosas que realmente importan y que nos hacen la vida más llevadera. Mientras estamos pendientes del dragón no nos fijamos en el resto del reino; incluso el dragón puede no existir, es suficiente con que exista el miedo al dragón; nadie lo vio, pero, gracias al miedo a que aparezca volando y echando fuego, el rey puede estar seguro como defensor del pueblo ante los dragones. Es un viejo invento que los americanos (de USA) llevan poniendo en práctica desde hace tiempo, de forma premeditada o, simplemente, porque les sale. No es patrimonio exclusivo suyo, el miedo al dragón existe desde que existe el miedo. Este miedo de ahora, con el rey Trump asustando a los suyos con la amenaza coreana es el viejo tema tantas veces explotado en el cine; durante la guerra fría, el miedo era al comunismo (un miedo que entre los estadounidenses persiste incrustado en su neurona política) y a los rusos (¡que vienen los rusos!), pero también fue el miedo a la bomba atómica, la que, paradójicamente ellos hicieron explotar en el único asesinato en masa civil experimental de toda la Historia; también tuvieron el peligro amarillo, que empezaba en Fumanchú y terminó en Mao Tse Tung (lo escribíamos así antes de que lo escribieran como Mao Zedong). El caso es tener un enemigo y ahora su enemigo es el rechoncho coreano. Las amenazas no llegan a ninguna parte, a menos que se les vaya de las manos, pero su único fin es hacer que vuelen los dragones: mientras los ciudadanos miran al cielo por si aparecen, no ven lo que pasa abajo, en la tierra.
El sistema, ya dije, es viejo y se pone en marcha a veces sin proponérselo. Basta con que un lagarto anuncie que se va a convertir en dragón para que el poder le dé alas y avise del peligro. Al Gobierno de la Marca España le acaba de suceder; le ha crecido un dragón en Cataluña que era sólamente un lagarto arnal. Rebobinemos. Un día, al partido en el poder en la Autonomía Catalana, un partido de derechas, no nos olvidemos, se le ocurre que quiere hacer un referéndum para ver de ser independientes. Independientes economícamente, no pensemos otra cosa, aunque lo disfracen de patriotismo catalán y lo adornen con senyeras y cantos de Els Segadors. En realidad lo que prentenden es administrarse por su cuenta, cobrar impuestos y gobernar sus dineros, haciendo bueno el tópico del catalán comerciante. No es nada descabellado, el País Vasco y Navarra tienen su cuenta aparte sin que pase nada raro en el resto de la Marca Hispania. Pero ahí tropiezan con el Gobierno de la Nación, revestido de pontifical, que invoca a los más sagrados libros de la Constitución y a los chamanes constitucionales que poseen el poder de conjurar los peligros. Y declaran a los catalanes como peligrosos dragones separatistas. Y la cosa se lía, como todos sabemos, y se crea un peligro latente donde sólo había un amago de federalismo consultivo y un poco de chulería. Y el Gobierno hace que crezca el dragón, y lo que podía arreglarse con una consulta popular que no tendría más efectos ni repercusiones separatistas, se transforma en un maldito embrollo (expresión que tomo de una película italiana y que suelo utilizar mucho en estos tiempos)
Así estamos. El lagarto catalán del Parque Güell se ha tranformado en Fafner, el gran dragón de los nibelungos, y Rajoy no da la talla de Sigfrido. El asunto se les va a todos de las manos; el partido de derechas catalán tropieza con el partido de derechas marquispánico, con los consabidos efectos colaterales de dejar a los republicanos e izquierdosos catalanes a culo pajarero y consigue el efecto contrario: cabrear a los indecisos contra la Constitución. La canción del verano del lagarto se transforma en ópera wagneriana con grandes movimiento de masas: los fiscales, siempre pasivos a la espera de que les digan lo que hay que hacer, se saltan a los jueces y se visten de teleserie americana para citar directamente a los alcaldes de pueblo que se apuntaron al referéndum; los políticos catalanes amenazan con abandonar Madrid y su parlamento y retirarse detras de la muralla catalana; las izquierdas intentan replegarse (¡agrupémonos todos en la lucha final!); el PSOE tiene el barco en las piedras y ve como sube la marea, y, por encima, hay mucha, mucha policía, registrando, deteniendo, requisando y convirtiendo el proceso político en un proceso judicial y desdibujando las fronteras de la libertad política. Ya ven; de una historia que se podría arreglar hablando en un sofá hemos pasado a un duelo de titanes, entre acusaciones de demagogia y populismo (calificativos que siempre se aplican a “los otros”) y se huye de la palabra Democracia, que es como un polvorón: los políticos se llenan la boca con ella, pero les cuesta tragarla, y cuando hablan (porque no paran de hablar, es lo suyo) escupen las migajas al pueblo que escucha desconcertado a la espera de que aparezca el dragón prometido.
No aparecerá, en realidad es una cortina de humo que esconde un asunto de dinero, como siempre. Los catalanes quieren su dinero para gastárselo en sus cosas. El Gobierno les contesta con lo que saben, cortándole el grifo de los cuartos y fiscalizando hasta las calderillas para que no se lo gasten en consultas populares. Y así, mientras esperamos a los dragones, nos olvidamos de que otros dineros nos están convirtiendo en pobres, la brecha de la desigualdad crece: hay unos miles más de ricos y, como consecuencia, unos millones más de pobres; los salarios y las pensiones crecen menos que la bombona de butano y todos estamos a ver dragones.
La batalla épica catalana se ha convertido en un thiller que contarían mejor los catalanes Vázquez Montalbán (¡que gran columna haría!) o Silver Kane (también llamado González Ledesma) o Víctor Mora. Y todo esto, a comienzos del otoño. Y el invierno “is coming”.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Las leyes y las promesas

J.A.Xesteira
Como últimamente me da por revolver papeles viejos siempre me encuentro con historias que ya eran olvido y que vienen a recordarme que lo pasado no está tan pasado y que lo presente no es más que el lodo que originaron aquellos polvos. Me encuentro así con una historia vieja; un chaval que escribía en un periódico, un joven de “aquellos tiempos”, al que conocía como colega mío, publicó un reportaje en un periódico sobre la vida alegre de una ciudad (a estas alturas aquel reportaje ni siquiera sería materia de blog) y un juez abre causa por algún  motivo que ahora se me escapa (estamos hablando de tiempos en los que Franco acababa de ser fiambre y a los periodistas nos podían dar un palo por cualquier ley, incluso por la de caza y pesca) y condena a aquel chaval a inhabilitación para su profesión (la de escribir en la prensa) por unos cuantos años. Como  ven no doy datos ni pistas, solo los hechos contumaces, que decía Lenín. El chaval era un ingenuo que creía en la libertad de expresión, de opinión y…, libertad, en general. El juez era un hombre de largo recorrido, había sentenciado con leyes de Franco, de pos Franco, de predemocracia y de democracia; un hombre de todos los tiempos y todas las leyes. A estas alturas no sé que habrá sido de aquel colega ni del juez; la vida los habrá llevado a alguna parte. Pero encontrarme con la noticia olvidada me lleva a otros terrenos. Las leyes que se legislan, imponen y santifican como artículo de fe y dogma, no son más que transiciones emanadas circunstancialmente del poder. En otras palabras, el que manda pone la ley y sus principios, y cuando no le conviene, cambia ley y principios y pone otra cosa y no pasa nada, siempre habrá gente que juzgue y condene con lo que haya a mano. La condena de mi colega, que tuvo que buscarse la vida en otros territorios, era tan legal como injusta. Hace tiempo que discuto esta cuestion con amigos y copas por medio, y siempre llegó al mismo silogismo: hubo un tiempo en que matar era legal (desde el Estado, se entiende, con su pena de muerte y todo) y ahora no es legal. Injusto lo es siempre (al menos para los que creemos que la vida no es propiedad de ningun Estado y mucho menos de los que detentan u ostentan ese poder en un Gobierno).
La ley es un acuerdo asumido sin discusión. Hay unas normas que no se pueden traspasar en todos los lugares y en todas las culturas. Desde las famosas leyes que bajó Moisés del Sinaí hasta las miles de leyes, grandes o pequeñas, con que nos gobiernan. Estos días que se habla de la Ley (cuando es así va con mayúscula, para acojonar) y del Imperio de la Ley (que parece el título de una película de gánsters) sobre todo con el empacho catalán, que nadie es capaz de digerir (los políticos hablan de la ley y su cumplimiento, pero nadie dice qué ley ni cómo ni por qué; al pueblo llano y poco soberano le importa poco que los catalanes voten o dejen de votar) y ese maldito embrollo en que andan metidos. Se invoca a la gran ley, a la Constitución, a la que llaman la Carta Magna sin saber por qué, y la colocan por encima de todos como si fueran las de Charlton Heston al bajar del Sinaí. El Gobierno pasa la patata caliente al Constitucional, que se constituye como si fuera un consejo de ancianos de la tribu que sentencia con un ¡Jau!, como Toro Sentado. Pero todo eso no resuelve nada, los catalanes tiran para un lado y el Gobierno tira para otro, pero el problema no se resolverá con ninguna ley ni con ninguna actitud política, por mucho que los expertos se rasguen un poco las vestiduras. Es un viejo problema que viene de muy atrás y caminará hacia adelante hasta un referéndum. La historia así lo enseña, y los escoceses, los quebequeses y los flamencos, llevan un lío parecido con varios referendos celebrados. Y no han arreglado su lío.
El problema legal es que hay demasiada ley. Y hay una ley grande, la Constitución que no es más que un recital de promesas y buenos deseos, y eso es bueno, porque la ciudadanía se basa en eso: promesas y buenos deseos, que son el alimento de las esperanzas, porque un pueblo sin esperanzas de vivir bien y ser felices, no va a ninguna parte, o, en lo peor, acaba en una patera y, en el mejor de los casos, en un campo de concentración. La Constitución está ahí y de vez en cuando se esgrime como arma total, pero su contenido no baja del Sinaí, no es más que letra de uso relativo. Sí, nos dicen que tenemos derechos, como el de libertad de expresión o el derecho a una vivienda digna y adecuada, o cosas por el estilo, pero la realidad no es constitucional. A veces no es ni legal y no somos capaces de hacer que se cumplan determinadas leyes.
Porque, además de las leyes grandes, de la Gran Ley Constitucional (además de otras grandes leyes universales que España suscribe pero que no pasa de una simple fotografía de líderes) hay otras leyes más pequeñas, que nos tocan directamente en nuestras partes pudendas, y que nos cabrean al tiempo que nos dejan en la más absoluta impotencia. Mientras a los políticos se les llena la boca hablando de la ley y el estado de derecho (en estos casos se deja a un lado la democracia, que no juega por lesión) las leyes caminan indiferentes y miran para otro lado en casos que sí nos importan mucho más que la cuestión catalana. Me refiero a la indiferencia legal con que el Banco de España nos dice que aquello del rescate a los bancos con nuestro dinero, que no nos iba a costar un céntimo, ahora si, nos dicen que nos va a costar 40.000 millones de euros. Todo de forma legal.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Máquinas de matar y grandes negocios

J.A.Xesteira
Uno de los varios defectos que aparecen al leer los periódicos en una pantalla es que se cuelan cosas “a mayores”, una especie de tributo no solicitado que –se supone– es con lo que pagan los Medios a los  becarios, periodistas y currinches que componen la prensa digital. Así, según las aficiones del lector aparecen anuncios de hoteles en Copacabana o libros en oferta, lo mismo le sale un anuncio de seguros de coche como el estreno de los últimos efectos especiales de Hollywood. El otro día se me colaron al tiempo, en uno de los periódicos-pantalla que mojo en el café del desayuno, dos noticias relacionadas. La primera era un anuncio de la oenegé Oxfam que mostraba una pistola de fabricación española y hacía alusión a que era la aportación española a la guerra del Yemen; el anuncio era impactante y claro, nos recordaba que hay una guerra en el Yemen, de la que nadie habla, pero que, como todas las guerras, deja montones de muertos que no querían morir (me explico, los muertos civiles no quieren la guerra ni sus consecuencias, los militares son otra cosa, quieren matar o morir, es lo que llevan en su contrato); la industria de armas española, sobre la que hablaré una docena de párrafos adelante, vende armas a las guerras, como es lógico, y no distingue entre uno y otro bando (a veces se pueden vender a los dos bandos). El anuncio publicitario es, al tiempo, noticia informativa: nos olvidamos de que existe una guerra en Yemen, un país –me dicen- hermoso, que vivía en paz, y nos recuerda que existe esa guerra y que España, la Marca España, vende armas para matar a yemeníes, a través de acuerdos opacos con Arabia Saudí, y que Oxfam no da abasto a curar y dar de comer a la gente que no quería morir.
La otra noticia no es un anuncio, más parece una película de guerra-ficción; la ministra francesa de Defensa acaba de presentar un avión no tripulado, un dron, para entendernos, que Francia compró a Estados Unidos porque “Los drones armados permitirán combinar de forma permanente la vigilancia y la resistencia con la discreción y la capacidad de golpear en el momento más oportuno” según palabras de la ministra gala. Como todos saben, el drón es un avión manejado desde tierra como un juego de nintendo, para descargar sobre los objetivos prefijados unas cuantas bombas de potencial variado. Los militares afirman que consiguen los objetivos previstos, pero los periodistas nos muestran los resultados: personas corrientes, niños, mujeres y vecinos en general, muertos o heridos, llenando las urgencias de Médicos sin Fronteras. Pero la ministra francesa nos tranquiliza: “No es un robot asesino”. Menos mal. Es una máquina voladora manejada a distancia para descargar bombas sobre objetivos fijados y con los consabidos daños colaterales, pero eso no quiere decir que sea un robot asesino.
A veces no sé si soy más tonto de lo que creo o que la estupidez viene de paquete en la fabricación de políticos con mando en plaza. La ministra gala nos dice que una máquina para matar no es un robot asesino, y se queda tan chula. Vamos a ver, si compran una máquina de matar y después dicen que no es una máquina de matar, ¿para que la compran? Es como si compraran una desbrozadora para adornar la pared del salón, o un televisor de plasma para picar cebollas. Cada cosa es para lo que es, y las armas son para matar, y el que fabrica armas sabe que son para matar y no para hacer películas de vaqueros. Pero existe una mala conciencia, hipócrita y mendaz que disfraza las intenciones comerciales y negociantes de la industria del armamento y sus necesarios conmilitones y políticos de apoyo; la realidad es que hacen dinero de la muerte de los demás, como la hacen las funerarias y los tanatorios (estos de forma pasiva y sanitaria y aquellos de forma activa y cruel)
Si observamos las fotos de los soldados armados en las guerras que permiten ver los informativos podemos saber de donde vienen las armas. Desde el kalashnikov ruso hasta el M16 americano, sabemos quienes las fabrican. No sabemos quienes las venden ni donde se pagan y se cobran, aunque entendemos que hay suficientes cuentas opacas en el mundo que dan beneficio a todos los bancos sin excepción (incluído el Banco de Dios del Vaticano) Parece como si el negocio de las armas fuera una entelequia, no se correspondiera con la industria de cada país, industria que, por razón de su ser, está controlada por los gobiernos por dos motivos: para que se sepan lo que hacen y para cobrarlo. Las armas están más presentes en el mundo de lo que ni podemos imaginar, incluso en España, país desarmado por ley, circulan más armas de las necesarias. En la retransmisión de un informativo sobre el huracán de Texas, un socorrista contaba que en el rescate de personas, los hombres se llevaban las armas y las mujeres los documentos. Los que vivimos aquellos tiempos del pacifismo, con el símbolo de la paz bien visible (todavía lo tengo en alguna vieja chaqueta), pedíamos desarmes y negábamos la OTAN (hasta que Felipe González nos convenció de que no era un robot asesino) sentimos –creo- una impotente derrota ante el gran negocio del siglo. La industria del armamento española facturó el año pasado por valor de 10.700 millones de euros. Pero no fabricaron armas sino material de defensa, que es como el truco del robot de la ministra francesa, un eufemismo. Hace años, durante la mili, tuve un subfusil a mi cargo, un Cetme; años después, en un viaje profesional al Sahara, me dejaron sostener un kalashnikov. Son dos armas manejables, fáciles de usar, no hace falta saber leer, no tienen instrucciones, en cinco minutos se aprende. Es el gran éxito del producto, una máquina para matar y hacer negocios. El de las armas, con el de la droga, son los negocios que más dinero mueven en el mundo. La droga es ilegal y perseguida. Las armas sólo son material de defensa.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Censura políticamente correcta

J.A.Xesteira
Todos los tiempos son buenos, malos y regulares. Pero en cada momento una de las tres dimensiones crece por encima de las demás, a veces, de forma tan brutal que las anula. Otras veces coexisten con altibajos, con oscilaciones. Pero son las pequeñas cosas las que matizan cada tiempo, las que hacen que los malos tiempos tengan su propio sello y los buenos tiempos fabriquen su futura nostalgia. Los tiempos de guerra son malos, sin matices, y los tiempos de paz son buenos, con matices. Cuando tratamos de definir una época (un tiempo) son aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat, las que nos dejan un  tiempo de rosas o un tiempo de tojos. Algunas de las cosas que caracterizan a cada época son el grado de tolerancia, el índice de sensatez, la medida de la tontería general, la capacidad cultural de las clases dirigentes, la mansedumbre del rebaño social, tantas veces estupidizado por el Poder, así como tantas veces ensalzado por ese mismo Poder, que confía y utiliza a las masas sociales haciéndoles creer que, de verdad, son ellas las que poseen el poder y la capacidad de cambiar gobiernos: las masas siempre la cagan, aunque ganen. En cada momento y tiempo siempre crece el deseo de controlar la vida, sea desde arriba o desde abajo; es cuando aparece la censura, a veces de forma institucional y burocrática, a veces de forma sutil y económica; la primera la padecimos en tiempos del franquismo y la segunda la padecemos ahora (con el matiz añadido de la propia fe estúpida de la sociedad, que lo traga todo sin filtrar); la primera era burda, impuesta por decreto y, muchas veces, incluso cómica; la segunda es refinada, invisible, basada en las libertades de expresión y opinión presentadas como espejismo, nunca como una conquista real.
Y es justo ahora, dentro de esta censura no escrita, pero que se puede entreleer en los periódicos y demás Medios, cuando aparece esa noticia: prohiben en un cine de Estados Unidos la película “Lo que el viento se llevó”, por racista. Y sonreimos primero y pensamos después. A estas alturas hay un cine en Memphis-Tennessee (gran rock sincopado de Chuck Berry) que considera que una película estrenada hace un  buen paquete de años es racista, después, claro esta, de que en las redes sociales se abriera uno de esos debates de filosofía barata que cree que la esclavitud de la Metro Goldwin Mayer es un racismo intolerable a estas alturas. Y, claro, uno hace memoria y compara. La historia de Escarlata y Rhett Butler rodada en 1939 es un clásico, con sus frases repetidas, sus héroes cínicos y el Sur que ardía en Atlanta. Cierto que los negros hablaban como si fueran de colacao, con ese acento inventado para el doblaje español; y cierto es que Mammy (Hattie McDaniel) fue la primera mujer negra en recibir un Oscar. La polémica es vieja, y siempre anduvo dándole vueltas a la esclavitud y el revisionismo histórico. Pero mi generación (actualmente jubilada y pensionista) no era precisamente correcta políticamente (entiéndase político en la acepción de educado y cortés, no lo otro) y, sin salirnos del mundo del cine, nos gustaba Tarzán, que machacaba a tribus de mandingas; los indios americanos rodeaban a la caravana a la espera de que apreciera la Caballería a salvarlos; los japoneses de Guadalcanal eran un enjambre sin rostro, que morían a mogollón mientras los heróicos marines defendían una trinchera; los alemanes eran todos de las SS, malos por definición; y los cristianos de las Cruzadas, con el mítico (y nefasto) Ricardo Corazón de León al frente, masacraban moros a miles para conquistar los santos lugares. Ciertamente no tuvimos una educación cinematográfica (de la otra ni les cuento) compensada ni correcta. Pese a todo no creo que mi generación haya salido más torcida que las anteriores ni que las venideras. Tuvimos un cambio sustancial en la Década Prodigiosa, cuando, de forma incorrecta, el péndulo fue al otro lado: los americanos eran unos imperialistas que tiraban napalm sobre los menudos vietcongs a los sones de las Walkirias; los indios eran pequeños grandes hombres que metían al paranoico general Custer en una masacre; los japoneses eran amigos de Kurosawa y tenían rostro humano; Tarzán era un lord ecologista defensor de los grandes simios en extinción; los caballeros cruzados eran la versión medieval de los invasores económicos del Medio Oriente; la América profunda disparaba sobre los hippies moteros con música de Hendrix, y un negro fue a cenar por vez primera a casa de Spencer Tracy y Katherine Herpburn.
En el fondo no era más que la imagen opuesta de la corrección política. Se mantienen los estereotipos: en la inconografía hollywoodiense, los latinos siguen siendo tipos chabacanos traficantes de cocaina; los italianos, mafiosos con un cierto encanto patrocinado por Coppola y Scorsese. Los negros siguen sin darle un beso a una rubia en la pantalla (de lo contrario se tienen dado casos, en versión mulata) Como concesión, desde aquel oscar regalado a la criada de Escarlata O’Hara, a los negros les llaman ahora afroamericanos (a los blancos no les llaman euroamericanos, que sería lo lógico) Pero nada ha cambiado: la raza de los puritanos blancos que creeen ser los auténticos pobladores de Estados Unidos, es la que impera y es la que coloca en el trono a un fascista peligroso.
Parece una anécdota circunstancial y americana, pero son esas pequeñas cosas las que contagian al mundo entero, de la misma manera que fuimos educados en la incorreción política que venía de Hollywood, estamos ahora contaminados por la corrección estúpida que nos viene por la red social. Esta falsa educación que se alarma por el racismo de una película de hace casi 80 años es la misma que cree tener derechos que no se molestó en ganar y vive la vida trivial de su teléfono. La corrección política (en las dos acepciones) esconde más estupidez de la necesaria. Estos tiempos son malos para líricas y la épica sólo es un juego de ordenador; pero como decía Rhett Butler en “Lo que el viento se llevó”: “Francamente, querida, nos importa un carajo”.