viernes, 27 de octubre de 2017

Mientras vemos

J.A.Xesteira
Ya me hubiera gustado poder escribir de lo que pasa en Cataluña y en Madrid, esos dos conceptos metapolíticos con los que empaquetamos dos situaciones opuestas por el vértice. Ya me hubiera gustado, ya. Pero no tengo suficiente capacidad de entendimiento para dilucidar entre Els Segadors de la Generalitat y la Brigada Constitución-155 del Gobierno; son dos conceptos que se entenderían si pudiésemos entender los discursos de Puigdemont y Rajoy, pero me confieso incapaz. Puede que sea una carencia personal, pero no entiendo nada de esta batalla de pendencia-por-la-independencia. Podría hacer como los demás escritores y comentaristas de la ocasión: mentir y poner cara de que estoy en posesión de los resortes y los argumentos del Problema Catalán; pero los periodistas, como “las testigas almodovarianas” no podemos mentir (ergo, si mienten los opinadores, es que, o no son periodistas o sólo tienen un título de científico-informativo, que se parece, pero es otra cosa). Como vengo diciendo, sigo sin entender como un problema tonto, de pretender los catalanes cobrar sus euritos y administrarlos por su cuenta, se ha convertido en una especie de Guerra de las Galaxias (hoy conocida como Stars War) sin pies ni cabeza. Al final, lo único que saco en consecuencia es una impresión, una sensación: que los catalanes, llevados de la mano por Puigdemont se han metido en un pantano creyendo que era el jardín de las delicias, y, en el otro lado, tengo la impresión de que Rajoy acaba de pisar una caca de perro y no sabe donde limpiarla. Y las masas, siempre manejables, se decantan por la bandera Nuestra o la bandera De Ellos. A los pocos raros que quedamos en tierra de nadie (o patria de nadie) nos pasan cosas que pensábamos que eran normales, pero que ya son la anormalidad vigente: nos importa un carajo el problema catalán o el misil 155 contra los pecadores. Es un problema que enmierdaron políticos de derechas, con argumentos indescifrables, con intenciones brumosas y consecuencias previsibles: siempre acabamos pagando los mismos.
Porque mientras vemos el espectáculo wagneriano de los Nibelungos, suceden cosas que nos deberían importar mucho más y que, me temo, quedan a un lado tapados por esa historia de independencia y contraindependencia. Por ejemplo, mientras vemos acciones y reacciones entre el Palau de Sant Jaume y el Palacio de la Moncloa, nos olvidamos de viejos asuntos que pasan de tapadillo por el fondo de las noticias. Nos olvidamos de que las cuentas no nos salen por mucho que las repasemos. Que a los miles de millones que se llevaron los bancos y que el Gobierno decía que recuperaríamos y que cinicamente reconoce el Banco de España que no recuperaremos, hay que sumar 2.000 millones más que se va a gastar el Gobierno en rescatar unas autopistas que van de la nada a la nada y que nunca se debieron haber construido, con el agravante de que, después de rescatarlas, las van a vender al sector público (proceso: compro al sector público unas autopistas en quiebra que el sector público no quiere, y después se las vendo al sector público; ¿entienden algo o somos todos gilipollas?).
Mientras vemos declaraciones y comparecencias no nos damos cuenta de que el juicio por la Gürtel (¿se acuerdan?) prosigue con inculpaciones directas al Partido Popular; el fiscal afirma que existía una caja B en ese partido, que destacados miembros y el propio partido cobraron en efectivo y en especies de la trama delictiva, y que todos lo sabían (incluso usted y yo, que no somos ni expertos). Pero nadie se inmuta ante esa parte de la justicia, que se aplica en hipótesis pero nunca llega a nada concreto.
Y mientras vemos el circo mediático en la pista, con equilibristas, prestidigitadores y payasos, muchos payasos, no nos fijamos en que las pensiones del futuro inmediato están en la cuerda floja. El actual sistema se basa en pasar de lo recaudado por las cuotas de los trabajadores al fondo de pensiones de la Seguridad Social, y mientras nos fijamos en el sistema nos olvidamos de que las pensiones están aseguradas por el Estado, que es el encargado de sacar el dinero de donde sea, no sólo de las cuotas obreras. Pero mientras miramos a los domadores no nos damos cuenta de que las pensiones pueden caer y estrellarse. El Gobierno cerró 2016 con numeros rojos en el patrimonio de la Seguridad Social. La OCDE ya pone la alerta en rojo sobre el futuro de las pensiones, y avisa que ya existe una gran bolsa de ciudadanos con una pensión inmediata que les dará para vivir en un cajero o en un piso-okupa, no para más. Por otra parte, los números que salen oportunamente sobre empleo (un matiz, ya no son contratados, ahora se llaman ocupados) se basan en contratos que ya no se molestan de esconder su ilegalidad; se contrata por unas horas, sólo unos días, y los contratados tienen que trabajar la jornada completa –y algo más– y todos los días; mientras las inspecciones laborales se entretienen abriendo expedientes a las familias de las vendimias y las falsas horas extra y las jornadas sin cotizar son ya rutina que nadie denuncia. Y nosotros, contemplando el circo.
Y mientras vemos como el Senado, ese casino de pueblo donde dormitan privilegiados ociosos, decide sobre lo que está ya decidido: la aplicación del C-155, otro embrollo del continuará) Los ricos, no sólo no lloran, sino que, gracias a las sicav, esos mecanismos legales de blanqueo legal de grandes fortunas, tienen más de 21.000 millones invertidos en el extranjero. Y así podríamos seguir mientras vemos la final de liga entre Madrid y Barcelona.
Hay un aforismo famoso que dice que cuando alguien señala la luna, el tonto mira al dedo. Como somos ya muy listos, todos miramos la luna. Gran error. A la luna ya la tenemos muy vista, la conocemos de antiguo. Hay que fijarse en el dedo, porque nos lo van a meter en el ojo y, además, la mano del dedo es la que nos va a dar la gran bofetada. Por listos.

viernes, 20 de octubre de 2017

La mano en el fuego

J.A.Xesteira

 Desde hace años, poco más o menos por estas fechas y por los mismos motivos que expondré a seguir, escribo siempre la misma historia sobre los mismos incendios forestales en mi país. Escribía el año pasado (y me parece recordar que otros años también, como si fuera un ritrornelo sin fin, un bucle del día de la marmota) que me convertí en un conocedor de incendios forestales el día en que vine a trabajar para un periódico de Galicia; era un agosto de 1975 y ese verano los incendios abundaban; no es que fueran nuevos, siempre ha habido incendios ocasionales en el rural, incendios que se solucionaban entre los vecinos y la Guardia Civil (no existían entonces bomberos ni medios en los pueblos), que podía parar una fiesta en el torreiro y mandar a la mocedad a apagar incendios (fui a uno en una fiesta de san no se qué; en cuanto lo apagamos, regresamos a la verbena y la comisión de fiestas invitó a cervezas) Pero aquel 1975 los incendios se convirtieron en otra cosa, no eran fortuitos, y apareció la intencionalidad. Desde aquel agosto, que me lo pasé de monte en monte junto con el fotógrafo Cameselle (un buen compañero, fallecido hace unos años) los incendios se repitieron cada verano, con sustanciales modificaciones y con el perfeccionamiento de los incendiarios en su método. Porque todos los incendios, salvo un pequeño porcentaje en el que caben el despiste en la quema de rastrojos, la colilla y el churrasco incontrolado, todos son intencionados. Eso lo sabíamos en aquel verano de 1975 y en todos los años que siguieron. Eso lo sabe cualquier paisano que tenga una fouzaña como herramienta natural en su cuarto de cachivaches. Eso lo supimos siempre. Lo que nunca pude saber con certeza, aunque me explicaron muchas versiones, unas más creíbles que otras, fueron las razones para prenderle fuego a un toxal. Los expertos, caso de que los haya (existen técnicos oficiales que trazan un perfil del incendiario) pueden explicarnos como es el tipo del mechero, pero no se explica el motivo, que muchos dicen, con bastante fundamento, que es económico.
Vivo en medio de un bosque y sé de lo que estoy hablando. Las condiciones forestales cambiaron  radicalmente cuando empezó a reducirse la vida rural y ser sustituida por una sociedad semirrural o, dicho de otro modo, que vive en el rural pero con hábitos ciudadanos. La sustitución de la leña por el butano o el gasóleo, la reducción drástica de la cabaña, la sustitución del abono orgánico por el más cómodo abono químico y unos largos puntos suspensivos que cualquiera medianamente conocedor puede rellenar, convirtieron los montes en una bomba rellena de pinos y eucaliptus, con la broza sin recoger y sin que nadie se tome el trabajo de limpiar. El evidente cambio climático, que a los políticos responsables les parece una coña de cuatro hipis ecologistas, es, cada vez más, un agravante; la sequía no aparece porque si, y los cambios en el clima deberían preocupar a los dirigentes más de lo que les preocupa, o, por lo menos, preguntar a uno de ciencias de cómo es esa cosa del clima. Y todo eso se juntó estos días negros para convertir los incendios de todos los años en otra cosa: esta vez hubo muertos. Y, claro, de pronto, aparecen los personajes delante de los micrófofonos y descubren al mundo la gran verdad: los incendios son provocados. Acaban de enterarse. Los expertos mediáticos hablan en televisión, los políticos se recalientan y hablan incluso de terrorismo. Ya no son incendios de colilla o churrasco, no, son hechos a propósito. Y acaban de enterarse. Y vienen de Madrid a contarlo, hacerse la foto y guardar un minuto de silencio, que es el protocolo político para solucionar cosas. Menos mal que aquí no hubo guerra de banderas.
Han tenido que pasar más de cuarenta años y cuatro muertos para que los gobernantes se enteren de que los incendios en Galicia (aquí ya son parte de la rutina folklórica veraniega, como el pulpo o los peregrinos) son provocados. Y una vez más los políticos-ante-micrófonos (una variante natural de la especie, caracterizada por la imposibilidad de estar callado o decir “no sé, no tengo idea”) prometen contundencia y que la justicia no dejará impunes esos delitos. Palabras, vanas y viejas palabras, que decía Hamlet. Bueno, no todas, porque el presidente del Gobierno aprovechó para dejar a Soraya contra los catalanes y decir su obviedad: “Esto no se produce por casualidad; ha sido provocado”. (Puede que se refiriera a la situación de Cataluña) Con su frase y calificando el incendio de Pazos de Borbén de “mayúsculo” queda dicho todo.
La lluvia vino a salvarnos. Primero ayudó en los incendios y a los que trabajaron contra ellos (se les distingue en las fotos: son los que no llevan corbata). Después a los dirigentes, que ya se pueden relajar y decir frases: la policía sigue pistas, se está investigando o cosas por el estilo. Llegará el invierno y todo pasará, pero no nos olvidemos, hay muertos. Tenemos a Portugal al lado que tiene lo suyo (aunque allí dimiten) y puede que se arme el suficiente barullo internacional como para que se reconsideren muchas cosas. Entre ellas las políticas forestales, dado que las actuales no funcionan desde hace más de 40 aos.
Seguramente detendrán a un par de tipos a los que no se les podrá probar gran cosa; es difícil, a no ser que se les pille en flagrante hoguera. Pero siempre hay que buscar los motivos de origen, y mucho me temo que aquí los motivos son de mucho dinero. Simplemente habrá que buscar y ver a quien puede beneficiar más estos incendios. Ya se empieza a hablar de tramas de subvenciones y otras mafias. Siempre hay que buscar quien se enriquece con el mal ajeno, con el monte quemado, con las desgracias sociales, con la gestión de las miserias. Hay mucho dinero a su alrededor. Si tiran de la mecha aparecerán cuentas bancarias. El año que viene, si no hay novedad, seguiré hablando del mismo tema.

lunes, 16 de octubre de 2017

Merecemos otra cosa

J.A.Xesteira
Lo reconozco. A mí eso de las banderas me produce la misma reacción que el gluten a un celíaco. Debe ser un defecto, y si hubiera que buscar antecedentes psicoanalíticos, probablemerntre me viene por haber jurado bandera en la mili con fiebre alta y un brazo hinchado por culpa de la vacuna militar (que, eso si, me curó de todo, incluido el ardor guerrero). Sea cual sea el motivo de mi alergia, cuando veo confrontaciones entre banderas, como el de las esteladas y las rojigualdas (que son los mismos colores en distinta tela) me parece que va a haber un partido de fútbol. De hecho siempre aparecen para una confrontación, con las inclusiones de banderas republicanas, anarquistas, franquistas o incluso carlistas. Si lo tomamos como un juego deportivo o una especie de palio de Siena, la cosa no tiene mayor importancia. Pero en este asunto catalán, todo parece indicar que los agitadores de Madrid y Barcelona quieren jugar a ver quien la tiene más grande. Me refiero a la manifestación. Por muy históricos que se pongan los abanderados, las banderas no tienen épica alguna (la catalana es la de los reyes de Aragón y la española viene de un concurso organizado por Carlos III para buscar una enseña que se distinguiera en el mar, porque la blanca de los borbones no sólo no se distinguía en los barcos sino que parecía que se estaban rindiendo). Y en esta competición de ver quien junta mas banderas en la calle, después de la manifestación pro Cataluña, vino la manifestación pro España. Todas son enormes, porque a la gente le gustan las procesiones (que son una manifestación sin cargas policiales) y así miles de españoles se fueron el domingo pasado a Barcelona, en una operación de “carreto” que recordaba viejas adhesiones inquebrantables de Plaza de Oriente para hacer bulto.
Y por el medio las grandes empresas radicadas en Cataluña se evaden, que es lo suyo. Aquí se descubre que no estaban allí por amor, sino por el dinero, como buenas empresas, incluidos los bancos más catalanes del mundo, La Caixa y Sabadell. No es más que un truco, se llevan las sedes (seguramente, ni eso, las llevan sobre el papel, pero las oficinas siguen donde estaban, que es más barato) y dejan el resto, las tiendas, las oficinas bancarias y todo lo que sirve para sacar dinero. Un truco, una ilusión. Vean la bolsa, igual un día baja por culpa –dicen– del independentismo, que al otro día sube –dicen– porque las empresas llevan su nombre a otro registro mercantil. ¿Magia? Los informativos televisados dicen que es porque los mercados son sensibles a la incertidumbre, una estupidez como otra cualquiera, no es más que una frase hecha por alguien para gastar en informativos. Los mercados hacen lo que dicen los mercaderes, no lo que dicen los gobernantes. Los mercaderes, una suprainteligencia gobernante, pueden decir que los bancos están formidables, antes de que tengamos que gastar lo que no tenemos en sanear a esos mismos bancos. A los mercaderes les da lo mismo guerra que paz, en todo eso sacan beneficios.
Todo es un pesado lío que no entienden ni los que están en la cumbre del problema. Los periódicos sacan cifras, estadísticas, resultados de encuestas, todo con un tufo partidario de los partidos sediciosos o de los partidos centralistas. El lenguaje sube de tono sin que los políticos a medio cocer, que gustan de verse en sus estrados de colorines y subirse a la red, sean capaces de controlar su lengua (¿por qué no se callan?, diría el Emérito Campechano) y para redondear la gran empanada el president Puigdemont se inventa una independencia en “stand by” (un juego evangélico: “ahora me veis, después no me veis y más tarde me volvereis a ver), y todos juegan a ganar en este juego en el que nadie gana: unos pierden más que otros.
Al final, los que perdemos seremos los de siempre, los que no nos gastamos un duro en banderas. Seguramente porque vemos el mundo desde abajo, al ras de suelo, mientras los españoles y los catalanes se gritan muy alto animando a sus equipos. Pero la vida no nos la arregla ninguno de estos. Le estamos dando demasiada importancia a cosas que no la tienen, y en esta merienda de negros caníbales, nosotros estaremos dentro de la olla. El independentismo y el contraindependentismo son como la final de copa o el Tour de Francia: sólo existen en televisión y lo ven los espectadores de grada o de cuneta, con sus banderas, gritando en un carnaval absurdo y a ratos obsceno. Los demás sólo queremos que la vida se arregle, que las listas de espera de los hospitales públicos se acorten (no por el sistema de desviar a los enfermos a hospitalies privados, en una hábil jugada de reducir empleos en la sanidad púbica para que la lista se alarge hacia lo privado); sólo queremos que acabe la pertinaz sequía, seguramente producida y agravada por las malas prácticas políticas ambientales; queremos que la investigación se haga en nuestro país y no exportemos mano de obra altamente cualificada (ahora andan incluso intentando rescatar a estudiantes de las unviersidades catalanas, las únicas de España con calificación de excelencia internacional, para que regresen a Galicia, ¿para qué?); queremos todos vivir mejor, y que los contratos sean legales y no una trampa laboral en la que se contrata (y cotiza) por unas horas, cuando la realidad es que esas horas se doblan sin sueldo (cosa que saben sindicatos y Ministerio de Trabajo); queremos que este país no sea un país de camareros para turistas que visitan parques temáticos compostelanos; y que los camareros sean felices (y bien pagados) Queremos (o deberíamos querer) menos banderas y mejor reparto de la tarta en un país que cada vez tiene más millonarios y, en consecuencia, aumenta mucho más el número de pobres (pocos prósperos, muchos descontentos) Queremos que la democracia no sea como el chiste infantil (“Que queres, ¿tuto o muete?” “Susto”… “Uhhh”…”Hay, que susto”…”Habé elegido muete”)…, que la democracia no sea una elección entre dos maneras estúpidas de ver la vida.

viernes, 6 de octubre de 2017

Después del huracán

J.A.Xesteira
Es norma histórica que después de un desastre natural las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. No hace falta remontarse al Diluvio o a Pompeya. Tomemos el Katrina como paradigma de todos los desastres contemporáneos. Después de que el huracán asolase Nueva Orleans aparecieron los políticos en televisión para dar explicaciones y prometer que todo se iba a reconstruir,. Mentían. Nada de lo prometido llegó a buen fin. De aquel desastre quedó mucho cabreo en el sur profundo, un millón de emigrados y una serie magnífica de televisión: “Frame”. Lo sucedido en la próspera Nueva Orleans es lo mismo que sucede en otras latitudes y otros desastres parecidos. Recordemos Haití y su terremoto de 2010; el mundo entero se volcó en televisadas operaciones de auxilio; se abrieron cuentas en todos los bancos, que se embolsaron millones por las tasas de depósito; el dinero nunca llegó, murieron los que murieron y los que quedaron vivos siguieron igual de pobres que antes. Un país rico, un país pobre; el resultado es el mismo. Sin salir de Europa; aquel famoso terremoto italiano de L’Aquila (2009) que vio a Berlusconi prometer la reconstrucción. A día de hoy todavía hay centenares de personas sin casa y el pueblo es una escombrera. Aquí al lado ardió un pueblo portugués, Pedrógão Grande, y aún están esperando que alguien les diga que va a pasar con sus casas. Nada es lo mismo después del desastre.
Vale de ejemplos y vayamos a otro desastre. El desastre natural de Cataluña. Era natural que ocurriera el desastre, porque las fuerzas políticas enfrentadas generaron un sistema tormentoso, caracterizado por una circulación cerrada (sin diálogo o entendimiento) alrededor de un centro de baja presión y que produjo fuertes vientos (políticos y legales, escasamente democráticos y altamente cerriles) y abundante lluvia (de palos). Pasó el día, pasó la romería, pero ya nada será igual ni en la Catalunya trionfant ni en la Marca España. Con el cadáver del referéndum todavía caliente, el problema no ha hecho más que empezar y a la hora de hacer recuento de víctimas y bienes perdidos en la tormenta nadie mueve un dedo y los (i)responsables, que tenían todos los datos meteorológicos de lo que se avecinaba prefieren seguir culpando al contrario de lo sucedido e insistir en el palabrerío hueco del estado de derecho, la ley, la constitución, el derecho a la autodeterminación y algunas coplas más que sólo sirven para tertulias de televisión, pero no arreglan lo que los vientos y las aguas arrasaron.
La primera víctima del 1-O fue el periodismo, el periodismo escrito, digo (del hablado o televisado, me estoy quitando, por higiene) He visto como el nivel periodístico descendía a la altura del Reporter Tribulete (ver enciclopedias del cómic español): muchos periódicos, escaso periodismo. Los grandes rotativos, que en su día fueron ejemplo de fuerza informativa contra los poderes constituidos, se han visto reducidos a panfleto defensor de Buenos contra Malos; no hubo matices, cada periódico se constituyó en arma ofensivo-defensiva de los Nuestros. Se invocó la Ley y se invocó la Patria (ultimo refugio de los canallas, según el intelectual inglés Samuel Johnson; último, no, primero, según el escritor americano Ambrose Bierce) y se desinformó totalmente a los posibles lectores. Curiosamente fueron los periódicos pequeños (como éste en el que me dejan escribir) los que mantuvieron el tono ya perdido en las grandes cabeceras del país, que un día fueron pero ya no son.
Cuando calmaron las aguas aparecieron chapoteando entre el fango, ya inútiles e inservibles, los políticos. Puro material de desguace. La polícia no pudo salvar nada del desastre, más bien contribuyó a aumentar el desconcierto y el desorden público. Son unos mandados y quien los manda, manda mal. La imagen que queda de ellos no es muy edificante, la de una tropa obediente a la orden de pegar a la población. Sabemos que no es exacta, que su cometido es otro, pero lo que queda es la imagen y la imagen es esa.
Entre los bienes más preciados que han quedado inservibles por la riada está la libertad; la libertad de expresión, legalmente autorizada “para-los-que-piensan-como-yo”; la libertad de reunión, sólo “para-los-que-lleven-mi-bandera”. Al final, unos y otros han impuesto la libertad obligatoria.
Como en todos los desastres, la fuerza natural pone al descubierto los defectos estructurales. El primero, la verdad, que no era más que un decorado. Las dos fuerzas de derechas han mentido para poder manipular a las masas, cosa relativamente fácil, porque han jugado con los sentimientos, en un país en el que no se reflexiona, se opina con las tripas. Han conseguido convertir a los que estaban en tierra de nadie, en partidarios radicales. Las masas son fáciles de manipular y cuando se aplica el sistema del fútbol a la política puede pasar cualquier cosa.
Los políticos han quedado –todos– invalidados para dar respuesta a los verdaderos problemas del país, han gastado la oportunidad que tenían de trabajar con sentido común por el bien de todos, de los catalanes y del resto de la ciudadanía. Las fuerzas vivas de cualquier nivel han mostrado su incapacidad y su inutilidad ante una situación crítica. Se pedía un poco de cordura y un poco de templanza, pero no saben que es eso. El presidente Rajoy enmudece y deja que sea Soraya la que hable. Al final habló el rey con un discurso a destiempo. Sus asesores-escribas no estuvieron finos; los remedios hay que ponerlos como prevención, no cuando la enfermedad ya es crítica. Felipe VI salió a radicalizar más el desastre, pero alguien debería decirle que él no es figura defendible, que es un rey puesto por un referéndum y que un rey necesita del pueblo para ser rey, pero el pueblo no necesita un rey para ser pueblo. Hablar a los postres no ayuda a la digestión de una comida pesada.
Pasarán años antes de que se pueda reconstruir todo lo que se ha llevado por delante el huracán. Solo los chinos han ganado en esta debacle vendiendo banderas. (¿Qué pensarán los chinos, con lo raros que son?)