viernes, 25 de diciembre de 2015

Que se monte el belén

J.A.Xesteira
Según el manual no escrito de los que opinamos en los periódicos, hoy tocaría acometer el análisis tropecientos mil sobre las elecciones pasadas y lo que tienen que hacer los líderes y los partidos a partir de ahora. Pero ya hay demasiada opinión, y, además, toda es ociosa. Como diría el autor de Alicia en el País de las Maravillas (muy adecuado a nuestro tiempo y espacio): “Si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser, pero como no es, no es. Eso es lógica”. Y punto. Las cosas serán como sean, una vez que, a la manera de Lorca, ya se acabó el alboroto (electoral) y ahora empieza el tiroteo (de pactos parlamentarios). Y porque además estamos en Navidad, que en otros tiempos los periódicos sólo traían paz y turrón, con aire de coros de venite adoremus, que descargaban las páginas de la metralla habitual y daban un descanso al lector. Las radios se hinchaban a “jingelbels” y las televisiones perdían siempre al pequeño de la familia en la plaza mayor de Madrid (creo que todavía habrá alguna cadena que recoja esos fantasmas de las navidades pasadas a la manera dickensiana) No va a ser así, porque no habrá día en que no se haga una nueva apuesta sobre quien mandará en España y como deben hacerse los pactos para que lo que cambie siga igual a la manera lampedusiana.
Y ya que vamos de citas literarias, Carroll, Lorca, Dickens y Lampedusa, echo mano del Libro para ocuparme de cosas serias, de montar un belén con su musgo y sus pastores. Cada Navidad sucede lo mismo, pero este año parece (o me lo parece) que la cosa sube unos cuantos puntos en la escala de rechazos. Me refiero a la Navidad en sí misma, con toda la trapallada consumista y bobalicona de la nieve, el acebo, los pastorcillos, los peces en el río, los regalos, las cenas, la burra y el buey, los reyes magos y todo eso que tanto detestan los eternos fungones (perdonen el galicismo, pero no encuentro traducción adecuada) que alegan que la fiesta es un rollo cristiano sobre las paganas Saturnales, falso y fomentado para el consumo y un largo etcétera que todos conocemos. Yo estoy a favor de la Navidad y toda su parafernalia tradicional. Aunque sea consumista y aunque sea un rollo cristiano.
Pongámonos en el extremo: supongamos que soy un ateo anticristiano y anticonsumo. Vale, pero ¿qué tiene que ver eso con las fiestas? Estoy a favor de las fiestas, vengan de donde vengan, y en contra de los eternos fungones que protestan contra la Navidad y el Halloween (ahí sacan la vena nacionalista: es una fiesta importada) Son mejores las fiestas que los funerales. Pero, además, lo que se celebra en Navidad, y que a todos, desde pequeños nos encantó, poco tiene que ver con la religión y con el consumo, y mucho con una historia literaria, recogida en cuatro versiones del mismo caso en los Evangelios (segunda parte del Libro) y que tiene todos los ingredientes para engancharnos a todos, niños (sobre todo) y mayores (que somos los cómplices de la infancia) La Navidad es un thriller, una historia de terror, un cuento mágico, una crónica periodística de política internacional, una película de suspense, un programa de gastronomía y un musical, entre otras muchas cosas que se me escapan. A lo largo de los siglos, lo que fue una escueta nota de comienzo en un par de evangelios, se convirtió en una buena historia para contar y disfrutar, más allá de las intenciones religiosas y doctrinales.
La crónica periodística nos habla de que en los territorios ocupados por Roma en Asia Anterior se llevó a cabo un censo de población ordenado por el gobernador de Siria, con lo cual se produjo un movimiento de ciudadanos hacia sus pueblos de origen para apuntarse como ciudadanos romanos y así poder disfrutar de los beneficios de su pasaporte. Los protagonistas de nuestra historia, José y María, fueron a Belén de Judá y allí les nació un niño al que llamaron Enmanuel. Según fuentes dignas de crédito fueron visitados por tres científicos astrónomos de la rama zoroástrica, provinientes de Irán e Irak. Por circunstancias poco claras, pero que tuvieron que ver con el rey Herodes, huyeron hacia Egipto, donde pidieron el estatuto de asilados y se convirtieron en refugiados, un hecho este del exodo de pueblos que se repite desde siempre hasta nuestros días.
El relato literario es más misterioso; el propio Belén que montamos con nuestras figuritas guardadas todo el año en su caja, envueltas en papel de periódico, se llama en muchas ocasiones el Misterio. Porque de eso se trata, de una representación misteriosa de un hecho mínimo de los Evangelios, adornado con el paso del tiempo; el propio origen del belén es el de montar un vídeojuego de barro y musgo. Para empezar, tenemos a una virgen que da a luz sin dejar de ser virgen, algo que sólo puede pasar en los libros de magia y espada; aparece entonces un siniestro rey Herodes que mata bebés, como si fuera de una serie de televisión con juegos de tronos; tres reyes magos traen oro, incienso y mirra, sustancias esotéricas. Y entonces entramos en la parte de ciencia ficción: una estrella señala un lugar, aparecen unos seres de otro mundo que los pastores llaman ángeles y les piden paz, como un mensaje de las estrellas: ultimátum a la Tierra. Los protagonistas del relato huyen a Egipto, un largo viaje del que no se tienen más noticias hasta que vuelven con el niño ya crecido (tema para otra temporada de serie)
Eso es lo que nos enganchaba de niños, ese misterio que se concretaba en los regalos que aparecían por arte de magia traídos por seres misteriosos que no caben en un mundo lógico; todo lo que puede fascinar a un niño está ahí: el miedo, el misterio, la magia, la maravilla. La fiesta de la Navidad es nuestro recordatorio de que la diversión puede estar en lo que desconocemos. El otro belén, el político, no tiene misterio, sólo figuritas de barro.

sábado, 19 de diciembre de 2015

La reflexión de la intuición instintiva

J.A.Xesteira
Le llaman al día de hoy, el descanso previo al día de la votación, la jornada de reflexión, nombre curioso y paradójico, seguramente importado, como las elecciones democráticas, para que haga una parada un pueblo que no se caracteriza precisamente por reflexionar y que, por lo general, actúa por intuición, cuando no por instinto. Poca reflexión puede hacer una ciudadanía que se mueve más porque sí que por habérselo pensado antes y sopesado las ventajas y los inconvenientes. Defecto o virtud, la ciudadanía con derecho a voto elige la papeleta según su real gana, según le dicten sus tripas, sin pensárselo mucho, simplemente obedece a una intuición que le dice quien “es de los suyos”, más allá de lo que pudiera derivarse de esa reflexión que se pide en el día de hoy a los ciudadanos demócratas (todos, según confiesan ofendidos de que se piense lo contrario) y conscientes del valor de su voto (algunos menos). El voto del español en general y del gallego en particular se salta la jornada de hoy, porque nuestra intuición nos dicta el voto, incluso aunque sepamos que nuestros elegidos perderán las elecciones. La intuición a veces se queda en un mero presentimiento, en un pálpito, y otras veces se va hasta lo puramente instintivo, como el voto de un koala o un guepardo. Reflexión, poca, y en este recanto geográfico, añadimos al estilo de votar Marca España el detalle galaico de votar como la vieja moribunda; ya saben, “Se morro na parroquia de arriba enterrádesme na de abaixo, e se morro na de abaixo, enterrádesme na de arriba”, “E iso?”, “Non, solo por joder”. Pues eso, muchos votos no son un apoyo a nuestras ideas, sino una piedra contra las contrarias. Nuestro sentido de la democracia es así, y podríamos saltarnos la jornada de reflexión tranquilamente, porque ya venimos sabidos de antes y no necesitamos darles vueltas a los meollos para saber lo que nos conviene.
Podríamos incluso saltarnos toda la campaña, que se salva unicamente por el espectáculo, el show de los partidos en danza. En teoría, las campañas electorales deberían servir para que cada partido expusiera sus idearios, aportara sus ideas, tratara de ilusionar a los electores haciéndoles pensar en lo que ofrecen (vana ilusión, si no hay reflexión menos habrá análisis de las ofertas) y conocieran de verdad lo que pretende cada grupo en su acceso al poder. Pero toda la campaña queda reducida, y cada vez más, a un campeonato de octavos de final, con los equipos saliendo a por todas. En lugar de ideas, ofertas, ilusiones, programas, lo que han ofrecido y ofrecen, en los periódicos, en la radio, en la tele y en las redes sociales, son cifras, números estadísticos, números económicos y números de parados con voto sin reflexión. Demasiado número en esta campaña. Ignoran que las grandes frases son las que quedan, y no las cifras estadísticas. Probablemente se deba a que el nivel político es bajo, con un presidente gastado por el tiempo y una generación nueva que estrena nuevas maneras, más agresivas (“Oh, baby, bay it’s a wild world!”), aprendidas seguramente en las universidades de ahora, más atentas a formar ejecutivos con cifras de beneficios que a madurar humanistas con promesas de felicidad y dignidad social. Toda la campaña que acaba en la reflexión de hoy quedó condensada en los debates televisivos y televisados. Un terrible embrollo, en el que se mezclaban en el zapping un cara a cara (nivel sálvame-de-luxe) con tu-cara-me-suena, el-club-de-la-comedia o cuéntame-lo-que-pasó, todo a la misma hora, en un todo revuelto de auténtico surrealismo español, irreflexivo  e instantáneo.
Si reflexionamos un poco, para festejar la jornada, aunque sea haciendo un pequeño esfuerzo, tenemos que reconocer que hay varias cosas que convendría remediar para siguientes eventos electorales, pero que no se van a areglar. La primera es el desconocimiento casi absoluto de los candidatos a los que daremos nuestro voto. Una vez recogida de mi buzón la propaganda con las papeletas, tengo que admitir que no conozco prácticamente a nadie de los que aparecen en las listas, lo cual convierte las elecciones en una cata a ciegas, con los resultados que habitualmente se dan en esos casos. Podríamos decir como justificación que las siglas de los partidos avalan a cada lista; pero, los partidos ya no son lo que eran, sus fronteras quedaron desdibujadas, las promesas electorales se duplican en las fuerzas que se supoen que son antagónicas, los viejos clichés de derecha e izquierda, como las etiquetas de comunismo, marxismo, democracia cristiana y el adecuado etcétera, ya no aparecen por ninguna parte. Ante eso, nuestra reflexión es inútil, y, al final votaremos con las tripas de la intuición. Si a eso le añadimos que aceptamos la democracia como la mejor forma de gobierno de todas las probadas, pero que, en el fondo sólo la aceptamos como un mal menor, y que, además, la técnica electoral basada en la ley D’Hont (un belga muy reflexivo) es un galimatías matemático que ni siquiera nos molestaremos nunca en tratar de entenderlo, deberemos concluir que tenemos razones suficientes para no reflexionar y aprovehcar el sábado para ir a la feria de Portugal, pasear si hace sol o tomarnos unas cañas. La reflexión es propia de personajes shakesperianos, nórdicos y metidos para adentro, la intuición es propia de personajes cervantinos, meridionales, que salen a la calle para no quedarse sólos con sus pensamientos.
Sea como sea, mañana iremos a votar o nos abstendremos, así, sin pararnos mucho a pensar, como cuando le decimos al quiosquero que nos haga una primitiva de máquina, porque estamos en manos del destino, por mucho que reflexionemos. Salga lo que salga, la vida continúa (no sigue igual, contra lo que diga Julio Iglesias) y después de las celebraciones victoriosas y las caras largas de las derrotas, al día siguiente empieza el invierno, al siguiente se juega la lotería de Navidad, después cenaremos la nochebuena y comeremos la navidad; y a lo mejor cantaremos el villancico más siniestro y reflexivo: nosotros nos iremos y no volveremos más. ¡Alegríaaaa!

sábado, 12 de diciembre de 2015

Virtuales pero no virtuosos

J.A.Xesteira
Un atardecer frente a un paseo martítimo de la costa portuguesa. La estampa es de película: olas de mar abierto, el sol que se pone (y de momento es gratis, pero ya se verá más adelante si no hay un recargo por puestas de sol), el frío de la tarde de invierno, y una pareja, un chico y una chica, de veintipocos años, que se besa a contraluz del poniente. Hasta ahí, todo de postal. El frío de la tarde aconseja a los muchachos acogerse al socaire del coche, aparcado de proa al mar (y precisamente a mi lado, que los veo resguardado en mi coche). Se meten dentro, se sientan, cosa vista mil veces…, y saca cada uno su utensilio telefónico-en-red y se ponen a manipularlo para conectarse con el mundo exterior, cada uno por su lado. Probablemente estén mandado a un amigo/a la autofoto de ellos dos en la puesta de sol. En ese preciso instante acaban de machacar varios viejos mitos amorosos, con besos, puestas de sol y abrazos en el interior del coche. Todo se reduce a manipular una pequeña pantalla, para lo cual, la Naturaleza nos dotó de un dedo que, dicen los antropólogos, es el que diferencia a los monos y los humanos del resto de las especies, el dedo pulgar; los antropólogos se equivocan, ese dedo estaba destinado a enviar whatsapps a la Humanidad entera, que estaba ansiosa por conocer el beso de la puesta de sol, convertido en un mensaje al mundo, o, lo que es lo mismo, la transformación de un íntimo pequeño detalle de dos novios en una noticia de alcance universal.
Algo se me debe estar escapando, porque no alcanzo a entender la velocidad acelerada en progresión geométrica en que se mueve el mundo que existe (a veces exclusivamente) dentro de la mal llamada realidad virtual (dos términos que se excluyen). Podríamos entender la excesiva adicción de la sociedad, especialmente la parte de la sociedad más joven, a los utensilios que ya no sabemos como definir, si teléfonos móviles, si tabletas, si pantallas.., pero que son, en realidad los espejos por los que nos asomamos a una vida que transcurre más dentro de esa pantalla que fuera. Uno ya no es nadie si no está incluido en la gran marea social de las redes que se tejen y cubren la tierra, para contarnos cosas, para vernos las caras, para que nuestras imágenes queden perdidas en un mundo etéreo, de donde bajarán en cualquier momento o se mezclarán con los millones de rostros perdidos en ese mismo universo.
No soy adivino ni me atrevo a pronosticar por donde va a caminar esta historia de la existencia dentro de una red cada vez más espesa. Ya hay teóricos que anuncian que la realidad de Orwel y su ojo-que-todo-lo-ve, ha llegado. Otros teóricos afirman que el propio sistema orwelliano se destruirá por acumulación: una vez que todo esté en el mundo virtual y ese mundo esté lleno de todos los datos del mundo y todos, organismos interesados, hackers, espías y contraespías, centrales de inteligencia de cada país y el propio mercado esté sobresaturado, el sistema se romperá por sí solo y se producirá un apagón digital que nos devolverá a un tiempo impreciso, sin  comunicación, con un enorme vacío en el que nos precipitaremos, después de haber perdido toda la información y la parálisis de todos los medios de comunicación nos deje en una nueva Edad de Piedra, o de Hierro, o de Plástico. En un caos no programado.
El futuro será lo que sea, pero el presente es un gran espectador atento a una pantalla en la que sucede todo lo bueno y lo malo, al instante y sin censuras conocidas. Tomemos el ejemplo del último famoso atentado, el de París, en todas su secuencias. La cámara del bar donde dispararon los yihadistas filmó todos los momentos, los disparos, el pánico y las personas huyendo, escondiéndose detrás del mostrador; lo pudimos ver unos días despues en todas las televisiones. Un vídeo casero, de teléfono en mano, filmó el momento en el que una muchacha yihadista se suicida con una bomba; vimos su cuerpo salir despedido por la explosión hacia la calle. Otra cámara orwelliana filmó al principal sospechoso de los atentados media hora antes entrando en una estación de metro. Unos días después, el Daesh envió a la Red un vídeo en el que amenazaba a la Casa Blanca. Todo anda de allá para acá en las redes, cruzándose con el último éxito de Adele, los chistes sobre Rajoy, la pornografía legal e ilegal, la información académica de los últimos avances científicos, la compra y venta de zapatillas o camisetas y todo el mundo que se sostiene sobre la nada más absoluta, en forma gaseosa sobre una red digital de circuitos in y off. Toda la bondad y toda la maldad coexisten en el mismo sistema, viajan juntos, las amenazas de muerte y las promesas de vida. La guerra se dirige y se retransmite por la Red y todo tiene que estar presente en imagen en nuestras pantallas. El efecto es estupefaciente; nadie se inquieta al ver a un muerto más en pantalla. Aquella vieja recomendación de los presentadores de telediario, “les advertimos que las imagenes que van a contemplar pueden herir su sensibilidad”. Ya no hay sensibilidades que herir, tenemos callo de ver tanta crueldad en directo. Los políticos, que se han metido dentro del sistema, obligados por las circunstancias, están a cada momento en imagen, ofreciéndonos un futuro mejor, pero su mensaje lo recibimos de la misma manera, insensibles a sus palabras. Saben que tienen que estar dentro del sistema virtual, pero, una vez allí, su comportamiento sigue el mismo estereotipo de siempre.
Toda la vida sucede en un iphone o en un móvil de penúltima generación y la guerra de Siria se confunde con la Guerra de las Galaxias (ahora llamada Star Wars). La Red crece como una enorme bola de nieve, y la sociedad lo está viendo en sus pantallas. Sólo los muertos son de verdad y los besos ya solo sirven para mandar por móvil.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Por quien votan las campañas

J.A.Xesteira
Aunque casi todo nos parece existir de toda la vida, basta mirar atrás unos pocos años para darnos cuenta de que todo es más nuevo de lo que parece. El debate electoral, por ejemplo. No existía antes de la televisión ni antes de que hubiera elecciones, lógicamente. Los historiadores han recordado estos días que fueron Nixon y Kennedy, en 1960 los primeros en enfrentarse en televisión a discutir; el debate lo ganó Kennedy porque era más guapo y porque Nixon iba sin afeitar y su barba cerrada daba mal en blanco y negro. La política, a fin de cuentas es un largo, caro y peligroso espectáculo de televisión. Y en la televisión ya sólo importan los debates, sean de verduleras venidas a más en programas del corazón, de clientes de bar discutiendo de fútbol en programas falsamente deportivos o pomposos tertulianos sentados alrededor de una mesa. Se ha establecido el debate como un rito: hay que llevar las ideas a la televisión y compararlas, a ver quien la tiene más grande. Y eso es lo que ha devenido en debate parlamentario, como el que se organizó el otro día con tres de los candidatos a presidir este país que soportamos, patrocinamos y subvencionamos. Es el primer debate que no se monta en televisión, sino en un periódico de papel y pantalla, y difundido por internet. Como ya saben, incluso si no lo siguieron como dicen que siguieron miles de personas, se presentaron tres candidatos, Rivera de Ciudadanos, Sánchez del PSOE e Iglesias de Podemos. Dejaron un atril vacío, porque el actual presidente y candidato por el PP decidió no presentarse a debatir, como todos ustedes deben saber también.
A renglón seguido surgieron las encuestas sobre quien ganó, quien estuvo más agresivo, qué pensaba la gente de que Rajoy no estuviera y todo eso que se supone que sirve para dar idea de las intenciones de los votantes. Al mismo renglón saltaron todos los comentaristas y articulistas de cabecera para analizar y debatir sobre el debate. Y un poco más abajo del renglón, todas las redes sociales se llenaron de frases, chistes y comentarios poniendo a parir a unos y alabando a otros, según les iba en las simpatías. Y yo, que no tengo red social que llevarme a la pantalla, ni suelo ver los debates, recurro a lo de siempre, cuatro fotos y el resumen escrito en la prensa, desbrozo las intenciones de cada periódico, que ya no ocultan sus afinidades electivas, y me hago mi propia conclusión, cativa y pobre, pero, a fin de cuentas, de mi propiedad y de mi derecho electoral a dar mi voto o no darlo. Y lo primero que me vino al teclado es que allí estaban tres de otra generación que no era la mía, que es algo que me viene ocurriendo desde que un día me di cuenta de que el presidente de los EEUU ya era más joven que yo. Y también me extrañó, como a todo el mundo, al margen de pasiones partidistas, la ausencia de Rajoy. Por supuesto que es muy libre de no ir y poner las disculpas que le parezcan, pero si analizamos en plan chambón las últimas actitudes del ahora presidente del Gobierno, parece como si no quisiera ganar las elecciones, como si estuviera en preconcurso de acreedores, que es esa situación en que se encuentran algunas empresas que creíamos de una potencia económica a prueba de bomba, y que, de repente, resulta que eran un centollo farol, sorprendiendo incluso a los propios trabajadores de la empresa. El presidente en funciones aparece en foros internacionales, en reuniones con líderes extranjeros, pero da la sensación de que es realmente un holograma, porque el de verdad, en cuerpo y alma, prefiere aparece en un programa de deportes lamentablemente dándole una colleja a su propio hijo (creo que en realidad es un padre cariñoso y que aquello no fue más que una broma paternal) o jugando al futbolín con Bertín Osborne (un ejercicio que dejó al descubierto la vulgaridad mostrenca de lo cotidiano, la otra cara de la luna política), mientras la vicepresidenta se apunta al estilo Dora la Exploradora, con su mochila y su mapa. Sus asesores sabrán lo que hacen, porque para eso cobran, y ellos son los doctores que nos sabrán responder, pero queda la impresión de que hay unas reglas de juego político, un protocolo, como se dice ahora, y Rajoy decidió saltárselo y marcharse a jugar al dominó con los jubilados del pueblo (mala imitación de Fraga y sus partidas en Vilalba o en Cuba, con Fidel). Y claro, cada cual tiene su estrategia, y a lo mejor le va bien, como dice el CIS, pero no se puede dejar un lugar vacío, porque la naturaleza siempre tiende a llenarlo con lo primero que encuentra, y allí había tres dispuestos a ello.
Y esos tres demostraron que asistieron a clase y son alumnos aplicados. Por supuesto, hablaron como políticos, que es un habla distinta, como la de los jueces, diferente de la que gastan cuando hablan contigo mientras toman una tapa de zorza y unos riojas. Las frases les salen de distinta manera, se llena de rimbombancia, aunque traten de ser cercanos al votante. En los tres se nota que hay un cambio, simplemente porque son como jóvenes metidos en una boda: uno vestía de novio, otro de invitado descorbatado ya en la euforia del baile, y el tercero, de camarero contratado por una ETT. Sus discursos estaban bien aprendidos, con lo cual nos auguran un futuro lleno de frases para las primeras páginas a cuatro columnas. Hablaron de economía y prometieron riquezas, hablaron de empleo, y prometieron arreglarlo, hablaron de asuntos internacionales y no prometieron nada, por si acaso; hablaron de algunas ocurrencias exóticas si llegan al poder. Pero, curiosamente –y la observación no es mía, sino de Jorge Drexler, un cantante, publicada en Twitter– no se mencionó una sóla vez la palabra cultura. Y, a lo mejor, porque son jóvenes, no saben, al igual que sus antecesores, que sólo la cultura permanece y genera riqueza, a corto, medio y largo plazo. Todo lo demás, es perecedero.