sábado, 29 de agosto de 2015

La comida de las fieras

J.A.Xesteira
¿Qué tienen en común la bolsa de China y su caída, la actuación de Montoro en el pseudodebate de los Presupuestos, la abuela de Canarias indultada a regañadientes, los yihaidistas que dicen que iban a atentar contra cualquier cosa, los refugiados que se mueren en los barcos y ahora defiende Merkel contra los insultos de los nazis alemanes, Donald Trump y su discurso racista, la web de los adúlteros y la tomatina de Buñol? Nada. Pero eso es lo que nos echan de comer, a poco que tengamos algún apetito por saber que pasa por el mundo; es la comida de las fieras, o, en su defecto, la comida de los animales de granja (usted elige en que jaula quiere estar o como se ve en el marco incomparable de la sociedad española de la segunda década del tercer milenio: como fiera corrupia cabreado tras los barrotes, o como gallina ponedora en su jaula). El alimento es el mismo para todos. Claro, dirá usted, pero eso en los periódicos generalistas de amplio espectro, porque después están las noticias vecinales, de ámbito diocesano, que también nos interesan. De acuerdo, pero esas alimentan menos, son de poca caloría, y a veces los propios periódicos se las ven y desean para elevar a la categoría de noticia simples chafardeos de reporter Tribulete (ver la historia del periodismo español, sección tebeos y pulgarcitos). Este menú reseñado más arriba lo vi en la primera página virtual de un periódico; podría ser otro, pero los platos del día son parecidos, y casi siempre se repiten en los diferentes periódicos-restaurantes. Todavía no han llegado a sus páginas menús sofisticados, de nueva cocina (o de viejo mamoneo), porque las fieras o los bichos de granja necesitan la comida en bruto, cruda a veces, sin mucha elaboración; son sólo de engorde y sostenimiento. La comida de la nueva gastronomía es un concepto capitalista del arte, que se puede comer (y pagar caro) y que convierte a cualquier botarate con dinero en crítico artístico y eleva su vanidad a la altura del conocedor del gótico o el experto en Caravaggio.
La comida informativa nos llega sin excesiva elaboración. Incluso diría, que viene a veces mál condimentada, a medio hacer y con materia prima de dudoso origen. Pero es lo que nos dan y es lo que comemos. Porque los bichos necesitamos alimentarnos de lo que pase por ahí adelante, y devoramos las informaciones de otros bichos que están por debajo debajo en nuestra cadena alimentaria. Lo comemos todo, somos como el cerdito de San Antón. El menú que abro al comienzo, me ofrece la bolsa de China como plato fuerte. Y el desplome de las bolsas del mundo como efecto inmediato. Confieso que nunca entiendo como repercuten las bolsas unas en otras, debe ser mi ignorancia en la materia, que me hace creer que los dineros tienen patrias y en cada país se juega (la bolsa es un juego) con lo que tienen. Pero mi ignorancia se ve recompensada cuando leo en el mismo menú que los chinos están investigando, porque las cosas no caen porque sí, y al parecer hay juego sucio, con varias compañías de “brokers” (ya saben, agrupaciones de expertos de dudosa moral fiscal) que manipularon las cosas para que cayera la bolsa de los chinos. Y mientras caen las bolsas, el ministro Montoro (¡miii tesoro, miii anillo, miii Hacienda!) se lanza a presentar unos presupuestos para el año que viene (en el que a lo mejor no está en el Gobierno) en plan “oferta que no podremos rechazar” (no dice nada sobre partirnos las piernas con bates de beisbol en caso contrario, pero su actitud crecida casi lo deja entrever) al tiempo que hace campaña ¡contra Zapatero!. Fascinante. Los políticos, considerados como alimento popular son impredecibles, como empanadillas sorpresa. Y para compensar, nos regalan con el indulto a la abuela canaria que, en un país en el que los ladrones van a la cárcel tarde mal y arrastras (o no van, perdidos en corrupciones que prescriben), la abuela entró en prisión en aplicación de la ley y no aplicación de la justicia. Pero tuvo la suerte de estar en campaña electoral, y por eso la amnistían. Y como estamos en campaña, contra Zapatero o los catalanes o los radicales rojos, pues también nos colgamos la medalla del brillante servicio en colaboración con la brillante policía marroquí para capturar a una célula yihaidista que iban a atentar contra algo. Eso es lo que dicen, y nosotros nos lo comemos tranquilamente. También nos comemos el plato amargo de los muertos en las bodegas de los barcos de inmigrantes, pero aquí hay un detalle de plato sorpresa: Angela Merkel (también debe estar en campaña) visita un campamento de refugiados mientras los nazis alemanes (lo dice la prensa) la abuchean. Vienen  crecidos los nazis, los fascistas y demás, sobre todo contra los inmigrantes que, de momento, pasan por Hungría, un país poco dado a liberalidades, pero dentro de poco la frontera húngara será un polvorín. Y Alemania otro, con un crecimiento previsto del radicalismo nazi. Decía Jean Renoir, director de cine: “Por irritante que sea, Hitler no modificó en nada mi opinión sobre los alemanes”. Lo mismo sucede con Trump, por irritante que sea su racismo ignorante de candidato republicano.
Me queda de postre la web de los adúlteros. Millones de adúlteros expuestos al ludibrio mundial en la red por culpa de unos piratas (¿terroristas?) que sacaron a la luz los amores secretos que confiaban en la seguridad informática. El adulterio no es virtual por mucho que nos creamos que la vida de verdad sucede en las pantallas. Es estúpido confiar en un negocio de internet para poner cuernos. Una estupidez como la tomatina de Buñol, que, como la bolsa china, no acabo de entender, aunque sea un espectáculo que atrae gentes de todo el mundo. Gastar toneladas de un alimento rico en vitaminas en tirarselo a la cabeza de un japonés me parece tan estúpido como correr delante de un toro en Navarra.
Lo peor es que estamos ya con la vuelta al cole, y eso es difícil de digerir.

sábado, 22 de agosto de 2015

Mujeres y niños, primero

J.A.Xesteira
El verano va acabar un día de estos, como quien dice, y no se sigue el protocolo habitual de las estaciones. Para empezar, ni siquiera las estaciones se portan de manera ortodoxa en lo que se refiere al clima, que deja sequías en las Tierras Húmedas e inundaciones en el Predesierto español. Un disparate que nos deja el verano fuera de la rutina, que es lo peor que puede haber. El tiempo tiene que pasar según el contrato natural. El verano raro que casi acaba (pasadas las fiestas de Agosto todo el mundo dice que los días son más cortos y las noches refrescan) también estuvo afectado en la vida de la sociedad por la permanente campaña política, por la continuidad de los políticos en su insistente discurso de convencimiento de que todos son los mejores. Y esas no son formas. Tiene que haber un parón veraniego para recuperarnos de tanta estupidez. Pero la cosa les urge. De Europa vienen malos rollos, y en España unos y otros se lían en sus ofertas de verano y no dejan respiro. El verano, en lo político, ha servido para que todos se cambien de chaqueta; no me refiero al concepto de cambiar de chaqueta como sinónimo de cambiar de partido o de ideas políticas (que también hay algo de eso en las remodelaciones de fachada) sino en cambiar literalmente de chaqueta. Alguna alarma debió saltar en los partidos y los expertos en moda política gritaron: “¡Fuera corbatas, fuera trajes oscuros!” Y todos se lanzaron por la senda constitucional de la americana clara, la camisa abierta modelo Oxford, y un aire como más “casual”. Pero, claro, como todo lo hacen en bloque, como cuando en la mili nos obligaban a poner el uniforme de invierno o de verano, todos quedaron iguales, uniformados, y se les nota que sus hábitos visten a sus monjes. A este paso sólo quedarán para los extremistas de uno y otro sector, vestirse con camisas hawaianas o con camisetas de trashmetal.
Pero si en el campo frívolo político la nota de anormalidad veraniega fue  la ausencia de parón institucional, en la parte dura de la sociedad, fue el cúmulo de noticias siniestras, muertes, desgracias, miserias universales que tuvieron por principales protagonistas a mujeres y niños, quizás como imagen de la parte más vulnerable de la sociedad. Le hago caso a las estadísticas, que en esta ocasión no son más que un recuento de lo ocurrido, sin interpretaciones marginales, y constato que este verano –en realidad, todo lo que llevamos de año– el aumento de muertes variadas, entre asesinatos, accidentes y todo un surtido de variables inventadas por el ser humano para acabar con sus semejantes, aumentó de manera ostensible y evidente. No es la impresión de que las páginas de los periódicos están llenas de mujeres y niños asesinados, muertos por acciones de guerra, desaparecidos o reventados en docenas de atentados. Es la constatación real, según informan los propios periódicos de lo que está pasando: un notable aumento de los muertos en todas partes por hechos violentos. Especialmente violentos. Los asesinatos de niños por sus padres o madres, de esposas por maridos (lo contrario es excepcional y raro) de forma brutal se continúan uno detrás de otro; cuando atrapan en Rumanía al sospechoso (con todas las rifas en la mano) del asesinato de dos mujeres en Cuenca, ya dan la noticia de la aparición de una mujer asesinada en Holanda, a donde había ido a buscar a sus hijos. Todavía se escribe el sumario de un asesinato doméstico, casi siempre lleno de detalles espeluznantes, cuando los jueces levantan otro cadáver matrimonial. Es una sensación que se convierte en rutina, junto con el minuto de silencio del pueblo y el encarcelamiento del sospechoso.
Pero a los niños y mujeres que mueren en casa hay que sumar a las mujeres y niños que mueren en el Mar Mediterraneo, un mar adecuado para pasar las vacaciones de verano o viajar en un crucero de placer. En ese mar mueren a diario docenas de mujeres y niños, entre el terror y la desesperación, el mismo terror y desesperación que vemos en sus caras cuando llegan a una playa de cualquier isla griega o italiana. Huyen de las guerras en sus países, guerras que son, en realidad, un  enorme negocio para los países que los van a rechazar y que no los quieren ni como refugiados ni como inmigrantes. Los protagonistas de los conflictos armados del norte de África utilizan las armas que les vendió Europa (España incluida) o los comerciantes internacionales que después guardarán sus dineros en sitios asépticos y pulcros como Suiza o Luxemburgo. Pero ellos no lo saben. Las familias que no han muerto en un bombardeo de fuerzas sirias, con aviones americanos, o en la Libia post-Gadafi (al que derrocaron los EEUU para imponer una democracia) huyen, después de pagar todo lo que tienen a los traficantes de seres humanos (que también van a guardar sus dineros en, por ejemplo, la británica Isla de Jersey), y, si no mueren en el mar, conseguirán llegar a un a playa en Kos o Lampedusa, donde serán tratados como siempre, como trataron los franceses a los refugiados españoles de la posguerra o como tratan a todos los refugiados del mundo: como animales en cercos, sin derechos ni reclamaciones.
El miedo, el terror de las víctimas es especialmente visible en las mujeres y los niños. Los hombres también mueren, también sufren, pero la imagen de la víctima doméstica, de la víctima universal es la de las mujeres y niños. El grito del naufragio se aplica al revés: las mujeres y los niños van primero en el rango mortífero de las noticias. Y esto no funciona. La sociedad no es capaz de remediar ni siquiera paliar el drama. Nos hemos acostumbrado a ver la muerte en directo y hemos encallecido ante tanta muerte televisada. Tenemos un mundo desequilibrado, descompensado, en el que la muerte de los inocentes crece de forma imparable. Y no hay manera de arreglarlo. Y lo que es peor, no parece que le interese a nadie ponerle remedio.

sábado, 15 de agosto de 2015

Los muros buenos, los muros malos

J.A.Xesteira
Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín, el mundo lo celebró como si hubiera caído el Muro de los Muros. El acontecimiento pilló a contrapié a todos, porque el muro cayó solo, por depauperación política y social. La noticia fue de tal impacto que un amigo mío cogió su coche y se marchó sin parar, a tiempo de entrar por un agujero y salir por el Chekpoint Charlie, donde le dieron un café y unos marcos, quizás porque tenía pinta de alemán del Este. Inmediatamente todos los líderes mundiales se colgaron la medalla de la libertad, enterraron el comunismo y abrieron las puertas al Capitalismo más feroz que ahora padecemos. El Muro, que ya había sido glosado por el presidente Kennedy (sólo fue bueno después de muerto, antes no era más que un guapo político, más interesado en llevarse una actriz a la cama que en la política real; como su padre, un católico de dos caras, que vendió la moto de que su país era la repera, mientras lo complicaba con Vietnam, Bahía Cochinos y la crisis de los misiles) era un símbolo que tapaba otros muros reales o virtuales. Todo lo que se dijo en aquel momento sobre la libertad y la grandilocuencia de los personajes implicados (los de siempre, EEUU, la URSS de aquel entonces, Francia, Alemania y Gran Bretaña) no fueron más que paparruchas, que diría Mr. Scrooge, el personaje de Dickens. Desde la caída de aquel muro simbólico, hace más de 25 años, han aparecido docenas de muros de todo tipo, y nadie, salvo aquellos a los que llamarán demagogos los de siempre, mueve un dedo por derribar muros de vergüenza, y los mismos alemanes que celebraron la caída de su muro utilizan ahora otros muros más al sur para que no le entren los invasores extranjeros.
El ser humano siempre ha considerado el muro como un elemento de refugio, de separación o de fortaleza. Desde la Gran Muralla China, creada para separar un país inmenso de las hordas invasoras hasta el Muro de Adriano, construido para cortar el paso de los salvajes hacia la Britania romana, solo han servido –inutilmente– para preservar lo de dentro de lo de fuera. Los castillos no son más que una aldea metida dentro de un muro militar; según crecía la aldea, crecía la muralla, y dentro se guardaba el miedo junto con el armamento y el poder bélico. A veces los muros tenían una función pacífica y benéfica, como saben los holandeses, que metieron un país dentro de un muro de contención. Pero, como en todos los muros, dentro siempre está el miedo, en este caso, a que un día rompan las barreras y el país acabe sumergido bajo las aguas del mar.
Con la aparición de las fronteras se suprimieron los muros; ahora bastaba con una barrera y un pasaporte; a las fronteras naturales se sumaron las artificiales, pintadas sobre un mapa al arbitrio de los ganadores de alguna guerra o de las potencias coloniales que se repartían un territorio que no les pertenecía. Pero con la necesidad de comercio, también esos muros fueron desapareciendo, y se creo una pomposa Europa-sin-fronteras, al menos en los titulares de los periódicos. Y el mundo se hizo más ancho, para que el Capital pudiese circular mejor sin muros ni fronteras.
Hasta que reapareció el miedo. Y volvieron los muros. Hay en este momento más muros físicos de los que existían cuando cayó el famoso muro berlinés. El vergonzoso muro de Palestina, en el que el estado judío (que explota como nadie el recuerdo de que sus antecesores padecieron muros en ghettos) condena a los habitantes de un territorio, invadido por unos vecinos que afirman  que están alí por mandato divino (y la colaboración necesaria del Capitalismo y los países amigos); su presencia es mucho más vergonzosa que la separación de alemanes, pero nadie levanta un dedo por el genocidio contra los palestinos, y los que hacían frases para la historia con el muro berlinés, callan vergonzosamente ante la impunidad judía.
Y vuelve a aparecer el miedo al invasor aunque el invasor no venga armado y a veces tenga cara de mujer desesperada o niño hambriento. África nos invade con muchedumbres de desgraciados que buscan la vida en Europa. América del Sur quiere entrar en los EEUU, creyendo que allí podrá tener futuro. Probablemente se engañen todos y muchos de ellos morirán por el camino, pero cuando la desesperación empuja no hay manera de pararla. Ni con los muros. En la frontera mexicana con el país del Norte ya hay kilómetros y kilómetros de muro de hormigon y alambre de espino. El candidato republicano, un extremista peligroso, Donald Trump, ya ha amenazado con  poner un inmenso muro, como si fuera un emperador chino, aunque, en lugar de Gengis Kan lleguen a sus puertas los miserables del tercer mundo.
Y en la Europa de las libertades, la misma que se vanagloriaba de la desaparición de fronteras, se levantan nuevos muros; unos, con alambrada y espinos, como en Melilla o en Hungría, un país en el que el nazismo rebrota con fuerza (iba a escribir neonazismo, pero el nazismo nunca es nuevo, siempre es el mismo) Y en esa misma Europa en la que el dinero puede circular sin  pasar vallas ni policías (nadie pregunta de donde viene ni a quien ha matado ese dinero) se crean otros muros invisibles, que impiden que entren las gentes que huyen de la guerra. Se amontonan en pequeñas islas griegas e italianas, y ahí se quedan sin que la Europa de la Troika y firmante de la Declaración Universal de los Derechos Humanos les de solución. Los muros ya son virtuales, invisibles. Un enorme muro económico se levanta por todo Occidente para meter dentro a los privilegiados, los que detentan el poder político y financiero, y dejar fuera al resto, a los que creemos que pertenecemos a la misma sociedad de dentro del muro; entretenidos en mandar whatsapps y contar lo bien que lo estamos pasando. Cuando nos demos cuenta de que estamos fuera del muro, a lo peor ya es tarde.

martes, 11 de agosto de 2015

El café patrimonio


J.A.Xesteira
El reciente cierre del histórico Cafe Comercial en Madrid, me trae a un viejo cabreo y una vieja reflexión. Como defensor de los cafés, considerados como centro social y cultural del más alto nivel (muy superior a los centros de conferencias, ágoras políticas, parlamentos y senados o centros de interpretación de hechos históricos o científicos) creo que la desaparición de un café tan importante como el Comercial, en la glorieta de Bilbao, es un hecho que debiera movilizar a las fuerzas vivas (de dudosa existencia, a juzgar por su escasa presencia en la vida del país) y al tiempo debiera generar un debate de más alcance que los habituales temas del momento (encuestas sobre la subida y bajada de los partidos políticos o las declaraciones variadas de los líderes en campaña, pura palabrería de tercera división, de escaso contenido si lo comparamos con los debates que pueden surgir en un café de probado nivel cultural como era el Comercial que ahora cierra). Lo conocí muy bien en mis tiempos de estudiante de periodismo en Madrid (era el único sitio donde se podía estudiar Periodismo, de gran nivel, hay que decirlo); además del ambiente decimonónico que se respiraba entre los mármoles de las mesas, los espejos de las paredes y la calidad y el precio del café con leche, era el sitio ideal para pasar la tarde, bien con la novia o bien con tres o cuatro conspiradores con los que pretendíamos resolver los problemas del mundo charlando y fumando (dato histórico: se podía fumar en los cafés). Las mesas se ocupaban por grupos, unas por estudiantes sesentayocheros y otras por respetables caballeros con aspecto de conocer verdades más antiguas y saberes de gran reserva. Por las noches, después de los teatros, recalaban actores, artistas y faranduleros variados; sobre la una de la mañana era cosa corriente ver al célebre Tip (sin Coll) dominar la zona de la barra, mientras sus colegas y el resto de los mirones disfrutábamos de su verborrea. Los camareros, de servicio pausado y continuo parecían sacados de una estampa de los tiempos en que decían que en aquellos sofás habían tomado sus cafés los hermanos Machado y sus coetáneos. Todo eso acaban de suprimirlo por decisión de los propietarios, sin que el Ministerio de Cultura (una contradicción en los términos) haya movido el dedo que, de seguro movería si derribaran una iglesia sin valor artístico alguno, por el simple hecho de que los inmuebles de la iglesia católica se consideran edificios protegidos aunque sólo sea por ser viejos, tengan o no valor artístico.
Los cafés son centros sociales en los que las opiniones de la sociedad brillan ayudadas por el ambiente. Son lugares sedentarios, tranquilos, de pasar la tarde y leer o dormitar. En ellos se gestaron revoluciones y guerras, nacieron grandes movimientos literarios y artísticos, dieron cobijo a docenas de hombres que pasaron a la inmortalidad con sus obras. En ocasiones fueron objeto principal de literatura, como “La Colmena” de Cela, o de la pintura, como el célebre Solana de la Tertulia de Pombo o el café arlesiano de Van Gogh; Larra llevó a sus artículos lo que se hablaba en los cafés madrileños; Valle Inclán hizo vida y creo obras inmortales en sus mesas; por ellos pasaba de verdad la vida de primera mano, lejos de los despachos y parlamentos, que veían la vida desde las alturas. En ellos se celebraban los ritos antiguos de las tertulias antes de que las llevaran a la televisión, transformadas en cháchara de cagasentencias. 
Todo lo que hay escrito en la historiografía de los cafés va a pasar pronto, si nadie pone remedio, a la categoría de espacios culturales en vías de extinción. Al menos en España. Primero fueron los bancos, en plena expansión de sucursales, quienes compraron los viejos cafés; después fueron las cadenas internacionales de comida porquería con gran aparato de propaganda, y las cadenas de cafés americanos, suministradores de vasos de poliuretano con tapa para beber por la calle una bebida indigna de llamarse café. La depredación continuó por todas partes; cadenas de perfumerías con sospechoso olor de blanqueo de dinero, clínicas odontológicas que descubrieron que era mejor ponerse al ras de la calle y no en los pisos, como antes, en la nueva versión de la clínica estilo peluquería. Los cafés fueron desapareciendo porque nadie los protegía. ¿Se imaginan que un banco o una hamburguesería quisiera poner su negocio en una iglesia, por muy poco mérito artístico que tuviera? Saltarían las alarmas para proteger al noble edificio, aunque no fuera más que un local sin clientela alguna. 
A lo largo y ancho del mundo hay cafés de fama, y cuando viajamos nos fotografiamos en los sitios donde rodaron una película o estuvo aquella figura mítica. Es imposible ir a Viena y no sentarse a tomar tarta de manzana en las mesas en las que estuvieron Freud, la emperatriz Sisi o tocaba la cítara Anton Karas. En los grandes cafés del mundo hay un sitio reservado para un muerto; en el Tortoni de Buenos Aires sorben de su taza Borges, o Cortázar; en el Florian de Venecia creemos que nos puede aparecer Mahler (el precio del café es prohibitivo, como si lo acabara de traer Juan Valdés con su burro desde Colombia); en la Brasileira de Lisboa andan las figuras literarias de Pessoa o Tabucchi; en el Wunderbar de Taormina tienen puesta mesa para Liz Taylor y Richard Burton (que se retrasan, seguro). En Galicia, resisten algunos, como el Derby, en Santiago, en Vigo desaparecieron todos los clásicos y en Pontevedra aguanta un par de ellos como supervivientes. Pero cualquier día llegará un francotirador y les disparará como al león africano protegido. De la misma manera que se protege un edificio, una iglesia a la que no va nadie, hay que proteger esas viejas formas de vida. Viajamos para hacer fotos del café Majestic de la Rua Santa Catarina de Oporto, y dejamos que a nuestro lado se derrumben otros cafés en los que lo importante no es su decoración, sino la capacidad de acogida de grandes ideólogos de cafeteria o conversadores contra el inevitable paso del tiempo.

sábado, 1 de agosto de 2015

"¡Ya lo decía yo!"

J.A.Xesteira
Hace unas semanas estalló el escándalo de la FIFA, y como todos los estallidos escandalosos, se olvida en dos días. Por si no lo recuerdan se lo digo de nuevo: el presidente Blatter, emperador omnipotente de la federación de fútbol, y sus directivos (sus cortesanos allegados) fueron acusados en Estados Unidos de “corrupción rampante, sistemática y profundamente enraizada”. El resto es fácil de imaginar, detrás de todo esto está un enorme montaje en el que los millones de dólares vuelan de un lado para otro, de un paraiso fiscal a una cuenta corriente opaca, y de un gobierno a una organización con ramificaciones en vaya usted a saber. No me interesa la FIFA y sus corrupciones, sino el hecho que me viene a la memoria ahora mismo, de que nadie se sorprendió. Cualquier lector, incluso los que como yo nunca hemos gastado un duro en fútbol ni en periódicos deportivos, suponía que detrás de esos tinglados de compraventa de futbolistas, subastas de trofeos mundiales, campañas para que una ciudad sea sede de un campeonato, hay, por fuerza, más delito del que cabe en el código penal. A nadie le extrañó que salieran a relucir sobornos, políticos corruptos, dinero negro, fraudes a Hacienda y demás. Era algo que se suponía, sólo faltaba que un día saliera en los periódicos para poder decir: “¡Ya lo decía yo!”
Lo tenemos todo dicho, y la realidad es que lo sabemos todo, aunque no podamos probar nada, mucho menos cuando no somos quienes para poder probar nada, simple vulgo de a pie. Pero sabemos que en la política hay mucho corrupto, en pequeñas dosis o en gran formato, y lo sabemos por sus signos externos, por su nivel de vida y por su vanidad que los lleva a salir en más fotos de las que debieran. Sólo hay que espera al “¡Ya lo decía yo!” que nos lo registre como delincuente en fase de implicación. A partir de ahí, el proceso es largo, aburrido y, en la mayor parte de los casos, parece inútil esa eternización aparente de la lenta máquina de la Justicia (muchas veces me recuerda a aquellas viejas apisonadoras –el Cilindro, le llamábamos– que andaban a tres kilómetros por hora y viajaban por las primitivas carreteras de la provincia: se movían, aplastaban el chapapote y llegaban a su destino, pero con tanta calma que parecían inmóviles). Andan estos días a vueltas con la Operación Púnica, y los periódicos gotean datos de sobornos, llamadas telefónicas y el largo rosario de supuestos delitos que no nos sorprenden. Ya lo decíamos todos: aquí hay tomate. Pero la Púnica es una más de las operaciones a corrupción abierta que se suma a la Gürtel (no la olviden, todavía anda por ahí) los papeles de Bárcenas (el único sumario judicial del mundo que, antes del juicio, tiene ya un cómic dedicado a su principal implicado) Todo eso ya lo deciamos nosotros. Ya era cosa sabida. Como lo será de aquí a poco, cuando los recientes alcaldes nuevos en los cargos, descubran que los antecesores tenían más de un chanchullo debajo de la alfombra del despacho. También en ese momento nos quedaremos sin sorpresa, con nuestro “¡Ya lo decía yo!”.
 Estamos curados de espantos. Demasiado curados. Nos basta con que aparezcan en los Medios nuevos escándalos para justificarnos con nuestra frase del titulo y nos quedamos tan panchos. Nuestra sociedad ha llegado a tal grado de evidencia de los delitos que nos los sabemos todos. Pero no hacemos nada. Vivimos en un país de apáticos apapahostiados contemplando el dedo que señala la luna sin darnos cuenta de que el dueño del dedo  nos va a cobrar por la luna. Tomemos el ejemplo de los bancos. Nadie ama a un banco, y diría más, todo el mundo odia a los bancos. Pero los aceptamos como un mal necesario. Porque tenemos miedo de guardar nuestros ahorros en la famosa viga del contrabandista, o debajo del colchón, o en el jardín, con plano y pala incluidos. Seguramente nos metieron miedo con todas esas cosas, y nos convencieron de que guardarlo todo en un banco es mucho más seguro, y nos dieron una tarjeta, y un número clave para pagar en el super y sacar dinero contante del cajero. Y nos sentimos seguros de que nuestro dinero está seguro. Nos hicieron mirar para el dedo que señala la luna. Pero un buen día resultó que los bancos eran menos fiables que la viga, el colchón o el jardín, y no sólo nos llevaron los ahorros, sino que por encima hemos tenido que pagar el dinero del pueblo (el dinero público) para que los bancos no se arruinaran con nuestro dinero en la barriga. Y ahora que están salvados gracias a nuestro dinero (para mejores datos consultar los beneficios declarados de estos semestres) no volveremos a ver un centavo de lo que les dimos. Nadie se fia de un banco, ni siquiera los propios banqueros. Un informe del Parlamento Europeo asegura que los grandes bancos de Europa tienen sus cuentas en paraisos fiscales; eso es porque tienen miedo de que otro banquero se las robe; es decir, que les robe nuestras cuentas. De vez en cuando uno de esos grandes bancos es multado por el Parlamento Europeo por fraude o por cualquier otro delito. Pero no pasa nada, se paga la multa y ya está. A nosotros nos bastará con decir el “¡Ya lo decía yo!” y seguir sin hacer nada.
Todo está sabido, no hay delito nuevo bajo el sol, y cada uno que aparece  no es más que una distracción para que los ciudadanos pensemos que existen organismos que velan por nuestro bienestar, persiguen a los delincuentes (no a los rateros del tres al cuarto, a los ladrones de cobre o trapicheros de hachís, sino a los otros, a los de trajes de marca y chófer oficial) y hacen que paguen sus culpas. En teoría es así, pero ya decía yo que en la práctica eso sucede poco, tarde, mal y a rastras. Los periódicos, por eso, ya no dan noticias, simplemente confirman nuestras sospechas. Todo lo que desvelan ya lo decíamos nosotros.