jueves, 1 de diciembre de 2011

El factor humano

Diario de Pontevedra. 30/11/2011 - J.A.Xesteira
Existe en el ser humano una tendencia a la cuantificación. Necesitamos contar, numerar y clasificar por cantidades para valorar la bondad o el mérito de las cosas. Eran trescientos espartanos contra muchos miles (perdonen que no aporte este dato, mi incapacidad por el número es evidente) de persas en las Termópilas, lo cual hace meritorio el sacrificio militar. La cantante Adele es la primera que vende un millón de discos en iTunes, mientras Lady Gaga vende un millón de copias en una semana en Amazon; y eso es un buen negocio de ventas y posiblemente algo más que se me escapa. Contamos los parados (sobre los cinco millones según el instituto que los cuenta); contamos los muertos en carretera o en el trabajo; contamos los votos ganados y perdidos; contamos las hipotecas, los goles, los millones de euros que vuelan, las deudas de los países, el número de los pobres que aumenta en el mundo, el de los hambrientos, el de armas, el de manifestantes en las plazas, el de despedidos en el penúltimo ERE, el de prejubilados de las empresas... Parece existir una necesidad de contar, de establecer el número exacto de las cosas como si nos fuera la vida en ello. Parece que eso nos tranquiliza o nos inquieta, según se maneje la cifra, y, al mismo tiempo, el que la maneja, justifica un estado de cosas, para bien o para mal, con el que mantiene una situación que no se explica solamente a través de las cantidades. Siempre queda relegado el dato más importante de la cifra: el factor humano, ese imponderable que en las novelas y en las películas siempre es la causa de que las cosas funcionen de otra manera distinta a la prevista. Es la cara detrás de la estadística, es el cuerpo detrás de la cifra de muertos, es la angustia detrás del índice de paro, es la vanidad y el cinismo detrás de la corrupción, es la mirada perdida detrás de las cuentas del hambre, es la inquietud detrás de la incógnita sobre el futuro que nos anuncian los números, en esta lotería que trata de averiguar lo que nos va a pasar dentro de nada. Hay caras, hay personas que corresponden a cada número, y cada una funciona individualmente, es una maquinaria personalizada que no puede clasificarse en la serie, como un coche, un libro o un fondo financiero, porque, cuando se altera el funcionamiento que regula la estadística, surgen los rostros y los carnés de identidad. Cuando se envían tropas a Afganistán, marcha un número, pero cuando muere un soldado, regresa un rostro, un ser humano. Es el funcionamiento del sistema que se apoya en el dato y se olvida de la persona. Comentaba un amigo en charla de sobremesa que en las recientes fusiones bancarias los administradores toman el dato, lo analizan y echan a la calle por distintos métodos al personal que estiman que está de más, pero que se olvidan de la importancia de las personas en los bancos. Y decía al respecto que él tiene su cuenta en un banco determinado no por el banco en sí, que le importa poco, sino porque la persona que le atiende detrás del mostrador es la que mejor lo trata, la que sonríe, con la que puede hablar de su economía privada con la confianza de que le va a beneficiar en todo lo posible. Y eso no está reconocido. Recordaba yo como hace tiempo –tanto que los cajeros automáticos acababan de aparecer y ya se anunciaban como la banca del futuro– el amigo del mostrador, con quien charlaba cada vez que iba por allí a sacar dinero, me dio una tarjeta y me informó como funcionaba. Mi primera experiencia de cajero fue nefasta; me había olvidado del número y la máquina me tragó el plástico; aquello me cabreó tanto que al día siguiente fui a recuperarla y, delante de mi amigo, la partí en trozos y se la regalé. Discutimos un poco, me llamó retrógrado y recuerdo que le dije: “Ya, pero seguir así y verás como desaparecéis los trabajadores de detrás del mostrador por culpa de los cajeros”. La cosa no fue exactamente como se lo vaticiné, pero ahora están desapareciendo las personas que nos atienden detrás de los mostradores, mientras los que las hacen desaparecer disfrutan de vergonzosas prebendas millonarias que, aún a riesgo de parecer demagógico, son de juzgado de guardia. La cifra y el tanto por ciento sirven para el dinero, porque desde hace mucho, el papel moneda ya se sustituye por un número en una pantalla que va y viene, que compra y vende sin que se vea el metal ni el papel. Pero no sirve para las personas, aunque se trate de conciliar cifras económicas con rostros humanos. Las cifras hacen saltar las alarmas en Europa, en el mundo, y el dato estadístico y el número rojo asusta a los que dirigen la política en el mundo, esos que se dicen a sí mismos gestores, y como no son capaces de admitir que su incompetencia es evidente, lo resuelven forma simple: reducimos el gasto público en asuntos sociales y regalamos dinero a los bancos para tapar los agujeros que ellos mismos provocaron con su incompetencia delincuente. El resultado es que las cifras que ellos manejan informan de que los bancos han tenido beneficios y las empresas no financieras, pérdidas. Y se quedan tan anchos. Se escudan en el dato y la estadística y se colocan la medalla de grandes gestores. Se olvidan de las personas, que no necesitan gestiones, sino políticas, en las que se atiendan las necesidades de personas y no cifras macroeconómicas que no sirven para nada. No entienden nada y se amparan en su lenguaje vacío de contenido y lleno de números. Anuncian tiempos más difíciles y duros; los recortes en inversiones sociales (que no son gastos) son evidentes, ya son estadística en carne propia, y la actualidad diaria nos sigue trayendo nuevos sinvergüenzas impunes en su corrupción y nuevas carencias ciudadanas que ya han conseguido instalar el miedo al futuro en nuestro propio cuerpo. Pero se olvidan del factor humano, que siempre es la sorpresa y la esperanza de que las cosas pueden cambiar. Porque no se puede contar cuanto cabreo hay per cápita.

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