viernes, 25 de agosto de 2017

Tiempo perdido

J.A.Xesteira
Me pongo a revisar el fayado, que es el lugar donde intentamos guardar el tiempo encerrado en cajas y cofres de tesoros, y se me ocurre sacar a relucir una vieja colección de suplementos semanales de periódicos; de cuando los periódicos aún no eran los Medios y sólo eran eso: periódicos. Abro al azar una de las cajas y me encuentro con el año 1993 condensado en las revistas. Como la curiosidad es más fuerte que el peligro empiezo a hojear y ojear y poco a poco me encuentro con el tiempo pasado. Hago un cálculo: 24 años pasados. Si en el tango de Gardel 20 años son nada, 24 son sólo cuatro más que nada. Ayer mismo, parece. Pero según voy leyendo semanas desde enero, estoy metido en un mundo perdido; ese parece-que-fue-ayer en realidad parece que fue en tiempos prehistóricos. Sigo buscando; dicen que el que ignora su historia está condenado a repetirla, lo cual no deja de ser una frase bonita para calendarios, pero falsa; el ser humano lleva repitiendo una historia de miedo y muerte desde el principio de la vida, y son precisamente los que la conocen los encargados de hacer que se repita.
El mundo de hace esos 24 años, tan cercano en la memoria, es un mundo obsoleto de forma casi súbita. En él se pagaba en pesetas (uno de los grandes reportajes de ese año era la de las tarjetas de crédito, que se mostraban como la solución comercial). Las pequeñas cosas que definían aquel 1993 nos sorprenden ahora por la rapidez con que se hicieron inútiles. Las cámaras de fotos funcionaban con carrete. Los ordenadores se anunciaban como un gran armatoste con 4 Mb de memoria ram, junto a máquinas de escribir electrónicas. Los datos se guardaban en disquetes que coexistían junto a los casetes para grabar música o cualquier cosa. Los equipos de sonido se ofrecían como una torre de electrodomésticos en los que se colocaban elepés y casetes (los CD estaban casi a punto y ya se vendían) Un disco de Nirvana costaba 1.700 pesetas en su versión LP y 2.500 en CD. Los teléfonos eran un fijo al que le habían quitado el cable y se podía hablar con una antenita como salida de la oreja. Las televisiones todavía tenían parte trasera voluminosa y podías reproducir vídeos VHS (los Beta eran para los raros) de películas comerciales o las grabaciones de cumpleaños tomadas con la “handycam”, manejable com una sola mano. La tecnología era lo novedoso, pero toda esa novedad murió casi al instante. Se anunciaba a bombo y platillo la inauguración en Madrid de una tienda FNAC y la vida caminaba sin pausa y con prisa hacia un mundo tecnológico virtual imposible de predecir en aquel 1993.
La sociedad era moderna porque siempre parece moderna, aunque en ocasiones, como ahora, sólo sea moderna por fuera. Julio Iglesias cumplía 50 años y aquellos grandes héroes del rock, el cine, los deportes y la vida guapa  son ahora una lista de difuntos y otra de personajes patéticos. Los anuncios aún no eran ilegales para alabar el estilo del bebedor de alcoholes destilados o tabaco de rudo vaquero de las praderas. Los de lavadoras y electrodomésticos aún no eran políticamente incorrectos y sólo para las amas de casa.
Pero, en medio de todo me encuentro con un ejemplar en el que se reseñan los problemas de la democracia española, a saber: paro (23 por ciento), guerras (estaba en plena función el horror balcánico), devaluación (de moneda y de salarios), corrupción (si, señores, no es un invento de ahora mismo) y Europa (la de antes del euro, el gran negocio europeo, cuando todavía Europa eran doce países). Como ven, nada nuevo bajo el sol; mientras la tecnología avanzaba de forma imparable, los demócratas de toda la vida permanecían inalterables en sus conchas, gobernando en ese espacio de tiempo entre la nada y un consejo de administración, que es la medalla a los servicios prestados. A los españoles angustiados con su puesto de trabajo, aún les esperaban mayores bofetadas: Felipe González, que le ganó ese año a Aznar las elecciones, nos regalaría una nueva reforma laboral en la que se consagraba el despido libre y las contrataciones parciales y todo ese blablablá que conocemos para nuestro mal. El mundo no era distinto. Quizás variaran un poco los muertos. El planeta Tierra era castigado por la depredación de los grandes negociantes y la estupidez de los gobernantes mundiales al servicio del Gran Negocio (24 años después la cosa fue a peor, dentro de otros 24, veremos). Mientras en los Balcanes se cometían una vez más asesinatos en masa, la ONU ya no servía para nada, como ahora mismo. Sin embargo se presentaba como una lucecita de esperanza el acuerdo entre el israelí Simon Peres y el palestino Yaser Arafat, con Bill Clinton como padrino: un bello gesto para nada, la realidad mató las buenas intenciones y Clinton no era más que una pantalla tras la cual se inventó el terrorismo islámico.
En el último número, el resumen del año, todos los grandes estrategas que pontificaban desde sus columnas de opinión, anunciaban futuros que no se cumplirían. Igual que ahora, igual que siempre, los arúspices se tiraban a adivinar el futuro: Fidel Castro y Cuba caerían al año siguiente porque el comunismo soviético era una ruina. El hambre pasaba por Sudán y Somalia rumbo a futuros destinos. El Capital inuguró el tratado de Maastricht y todos marchábamos hacia la moneda única. También ese año hubo una pertinaz sequía, y el príncipe Felipe ampliaba estudios en Washington sobre el mundo árabe e Iberoamérica. El sida y las drogas triunfaban.
Fue ayer, como quien dice, pero lo malo no hizo más que empeorar y lo bueno escasea tanto como hace 24 años. Parece poco tiempo, pero en aquel año de los suplementos aún no habían nacido los terroristas que mataron y murieron ahora en Cataluña. Sí existía el terrorismo que los iba a convencer de ser mártires por su causa: lo patrocinaban ya Qatar y Arabia Saudí, amigos y clientes de los americanos y de la Marca España.

viernes, 18 de agosto de 2017

Privados de lo público

J.A.Xesteira
Cuando tenemos que superar el molesto trámite de los controles de los aeropuertos (no conozco a nadie que no ponga mala cara al paso por ellos) solemos centrar nuestro silencioso cabreo en las personas que nos hacen pasar por el arco detector, las maletas por el escáner y todo ese tejemaneje protocolario que la paranoia americana impuso al resto del mundo hace algunos años. Los empleados de los controles nunca reciben una sonrisa, porque los cacheados, descalzados, controlados, les regalamos el ceño fruncido del viajero molesto. Somos conscientes de que estamos usando un servicio público, como son los medios de transporte en un país democrático. Pero nunca somos conscientes de que aquellos empleados que nos dicen que nos descalcemos y que no podemos pasar el cortauñas en la bolsa de mano son, en realidad, empleados de una empresa privada, subcontratada por Aena, una empresa medio pública medio privada, una de esas chapuzas propias del Capitalismo disfrazado de bien común. A menudo los políticos, que en gran mayoría son más negociantes de la economía común (la política es otra cosa, no confundir con los negocios políticos que se perpetran a mayor gloria del producto interior bruto) suelen decir que son “buenos gestores”, que es como decir que nuestros dineros, los que aportamos en diversas extorsiones legales están bien administrados para bien de nuestra salud, nuestra educación y nuestro bienestar. Pero en realidad, detrás de esa fórmula de “buena gestión” no hay más que una derivación de la función pública (dinero de todos para bien de todos) a la privada (dinero de todos para beneficio de unos pocos) que, a cambio suministran los servicios públicos a que tenemos derecho, mediante concursos a la baja (que serán revisables para beneficios consiguientes) y sostenido con contrataciones de personal de bajo coste y en condiciones laborales de dudosa dignidad. Sucede así en todos los grandes sectores públicos gestionados por empresas privadas. Y, echándole una dosis forzada de buena fe, debemos suponer que todas las subcontrataciones se realizan de forma legal, limpia y santa, sin amiguismos, pesebrismos y enchufismos, los tres grandes “ismos” que un día creímos que la democracia borraría de la vida política. Sabemos que no, que de vez en cuando sale a flote alguna porquería ilegal que nunca paga nadie con una condena adecuada.
Pero un día cualquiera surge un conflicto como el reciente del aeropuerto de Barcelona (que previsiblemente contagiará a otros aeropuertos) y entonces nos damos cuenta (o deberíamos darnos cuenta) de una cosa: cuando la empresa privada tiene un conflicto laboral, lo discute y se las apaña como puede; cuando la empresa privada de servicio público tiene un conflicto laboral simple, es el Estado, por medio del Gobierno, el que le saca las castañas del fuego alegando que hay un problema social y público. En el caso aeroportuario conviene recordar algunas cosas. El año pasado Aena repartió en lotes la concesion del servicio de controles entre tres firmas, Eulen, Prosegur e ICTS Hispania, empresas privadísimas que están a lo suyo, ganar dinero. Generalmente las adjudicaciones suelen despertar en el ánimo del ciudadano normal una ligera sospecha de cambalache, ese cierto tufillo de podrido danés. Pero vamos a ser ecuánimes y pensar que todo es limpio como patena. Todo va bien, los pasajeros ponemos los metales y el cinturón en la bandeja, agarramos el pantalón para que no se nos caiga y pasamos por el arco. Pero un día, los empleados le discuten a su empresa el convenio colectivo, algo normal y rutinario, y piden aumento de sueldo, y hacen huelga (uno de los derechos fundamentales de la Constitución –artículo 28.2–) Y entonces el cabreo del viajero aumenta porque tiene que esperar horas para subir al avión, y los trabajadores tienen que pelear su convenio contra la empresa y contra la opinión pública, desinformada por los Medios, que carga sobre ellos la culpa de la situación en el Prat. Se soslaya la realidad: el Estado delega su función púbica en una empresa privada; esa empresa privada, que se guarda sus beneficios, acude al Estado cuando las cosas se le tuercen; y los usuarios, que utilizamos un servicio público, amparado por el derecho a la libre circulación, nos cabreamos con los trabajadores en lugar de cabrearnos con el Estado que no le exige a la empresa que cumpla con el contrato.
En lugar de eso, el propio Estado, al mismo tiempo que culpabiliza a los trabajadores, consigue cabrear a otro sector, el de la Guardia Civil, al mandar a tapar un problema laboral simple y privado a funcionarios públicos. Las asociaciones de la Guardia Civil ya habían advertido de los problemas que iban a traer la privatización de la seguridad pública.
En este punto, y sin resolver el problema de fondo, una cuestión salarial, no lo olvidemos, el Gobierno riza el rizo y una vez más sale al rescate de las empresas privadas, ahora alegando pérdidas económicas de la Marca España  (éramos un país y ahora, por lo visto, somos una franquicia) y corta por el medio al estilo Salomón: un laudo de obligado cumplimiento, un viejo invento que ya se aplicaba en el tardofranquismo y que sólo se utiliza en casos muy excepcionales.
La historia parece que sólo acaba de empezar; los viajeros, cabreados por los retrasos; los trabajadores, cabreados por la situación; los guardias civiles, cabreados por tener que ir de bomberos a un lugar que hace un tiempo era su puesto de trabajo y que después privatizaron; los políticos, cabreados por tener que interrumpir las vacaciones y los bailes de sociedad. Sólo la empresa privada puede estar contenta: dejar que se maten y ganar en ese río revuelto. A fin de cuentas saben que los políticos les sacarán las castañas del fuego porque la empresa privada es el refugio a donde irán a parar esos políticos cuando acaben su cometido. Como hicieron mientras “gestionaban” en el poder, pasarán de lo público a lo privado. Por ser “buenos gestores” irán a un buen consejo de administración a “velas vir”. Llegará un momento en el que en lugar de elegir a los dirigentes por votación democrática los contrataremos directamente.

viernes, 11 de agosto de 2017

Hablando en series

J.A.Xesteira
Un desclasado, eso es lo que soy. Un proscrito de la banda de Guillermo Brown. Así es como me siento. Debo ser de los escasos ciudadanos de este país que no sigue una serie de televisión (me refiero a los que ven la televisión de forma activa, que tienen un mando de pago o de acceso vía telefónica, los que contratan “el paquete”, un preparado digital que mete la tele, el ordenador y el teléfono en un lote de pago que nunca nos tiene contentos) Hay otra parte de la ciudadanía que se limita a sentarse en el sofá y a lo que le echen, famosos discutiendo, graciosos agradeciendo, pailanismo cultural entreteniendo o informativos informando con la boca pequeña y el periodismo desaparecido en combate perdido.
Las series han pasado de ser el gran objeto del deseo televisado a tema de conversación, contraste de pareceres y alimento cinematográfico doméstico (una vez que hemos domesticado el cine ya no queda gran cosa por hacer) De la misma manera que “somos” de un equipo de fútbol o de un partido político (a veces los dos se confunden) “somos” de una serie y la confrontamos con la de nuestros amigos en forma amistosa pero siempre manteniendo nuestra postura. “Somos” de Juego de Tronos o de Walking Dead, The Wire o Homeland, por citar unas cuantas activas, igual que “somos” del Celta o del Depor, o del Madrid o el Barça, nunca de los dos a la vez que son opuestos por el vértice; igual que “somos” del PSOE o el PP (imposible ser de los dos a la vez, aunque casi se podría hacer esa pirueta que sería como seguir Perdidos y Los Soprano a un tiempo) No puedo comentar con mis amigos, que comparten o contrastan sus series preferidas en las tertulias; ni siquiera en familia, donde tengo seguidores de Game of Thrones (la ven con subtítulos) o del Ministerio del Tiempo (la única serie de alta gama e inteligencia rodada en España, donde abundan más los vecindarios patético-realistas) y ni siquiera por la parte infantil, donde tengo al nieterío dividido entre Yokai Watch y Pokemon (aunque todos son devotos incondicionales de las últimas grandes obras disneyanas). Como yo no soy de series, me tengo que quedar de espectador de las discusiones.
El mundo de las series ya tiene importancia suficiente como para tener su espacio periodístico, su parcela de presentación y crítica. Anuncian en los nuevos sistemas de cobro sutil, como HBO o Netflix que vamos a tener (en el caso de que cada quien contrate y pague o se busque la vida por los vericuetos tecnodelictivos chinos) series de narcotraficantes, que es lo que se lleva esta temporada, que se suman a los grandes clásicos ante reseñados. Las vidas poco ejemplares del Chapo Guzmán y la Reina del Sur junto con otras variaciones sobre el mismo género llegarán en capítulos donde –se supone– habrá cocaina y tiros para dar y tomar (es una expresión, en realidad no dan nada, todo se vende, ya sea cocaína o teleseries). Por supuesto continuarán otras historias seriadas de policías americanos variados (sabemos ya más del sistema policial americano y sus métodos pseudoforenses que de la Guardia Civil) que siempre ganan en la tele (la realidad es otra cosa) y de personajes misteriosos afectados del viejo síndrome de David Lynch, que hizo mucho mal con aquel Twin Peaks, que fue multiimitado por todas partres.
Las únicas series que pude seguir y que afortunadamente tuvieron un fin digno, me las pasó mi hijo, pirateadas directamente: True Detective, Treme y Black Sails; tres historias que se escapaban de la corriente habitual y que no tuvieron repercusión mediática. Y así me iba, que no podía hablar de ellas más que con algún friki de confianza. Guardo como oro en paño los capítulos de la que fue calificada como la obra maestra de las series, El Prisionero, una producción británica que cumplirá en octubre cincuenta años. En todo este tiempo y desde aquella televisión bífida de dos canales, las series de culto alternaron con las telenovelas, series también, pero de banda social diferente en las que se ponían imágenes a los dramas radiofónicos para eternizarnos en amores y tragedias de esclavas Isauras o damas sufridoras con hacienda propia.
Podríamos clasificar las generaciones por la serie televisiva que las identifica, remontándonos incluso al blanco y negro de Bonanza o ¿Es usted el asesino?; si usted las recuerda, amigo, es un jubilado nostálgico. Desde aquello la televisión se basó en mantener la atención de la audiencia con historias semanales que se prolongan todo el tiempo que haga falta. Debe haber una docena y pico de estudios sobre la correspondencia psico y sociológica entre las series de moda y la sociedad que las consume. Pero, básicamente y sin meternos en profundidades, todo se reduce a una moda de temporada, igual que los pantalones estrechos o anchos. El mundo fantástico que desarrollan, nos sorprende, nos engancha, nos mantiene en suspense y nos convierte en seguidores. Da lo mismo que el tema sea de muertos vivientes o de policías, tan irreales son unos como otros; tan fantásticos son los dragones medievales como los espías antiyihadistas, tanto sufren los peones venezolanos enamorados como las españolas de barrio; tan tonto es el sexo en Nueva York como en una comunidad de vecinos casposa; los superhéroes, los narcos y los mafiosos se confunden y mueren, matan y destrozan en un puro juego de ordenador con efectos digitalizados.
Porque la serie de la realidad es más aburrida, nos la pasan en la sobremesa todos los días en formato informativo, por el que desfilan zombies que hablan de política, policías con la cara pixelada que entran en la última imputación (a juzgar dentro de siete u ocho temporadas), el juego por los tronos del mundo deja detrás miles de muertos que no saben por qué mueren, un payaso diabólico ocupa el ala extremo derecha de la Casa Blanca, el Capitalismo salvaje sigue en pantalla después de todas las temporadas y no se le ve el fin. Y no hay mando que pueda cambiar esto, se quedó sin pilas.

viernes, 4 de agosto de 2017

Los "parvitos"

J.A.Xesteira
Llegado agosto siempre esperamos que los políticos se tomen vacaciones, a ver si por lo menos, en el mes del verano por excelencia, nos dejan tranquilos. Parece ser que no va a ser así. Por un lado puede que se imponga la moda de la presidenta de la Madrid, que anuncia que ella no se toma vacaciones, un gesto a la japonesa que a lo mejor marca tendencia, ignorando que lo que da sentido a la vida no es el trabajo sino el ocio. Por otro lado, las circunstancias independentistas catalanas, que en la retórica política en uso legal, con esa falta de claridad sentenciosa de los grandes líderes de la cosa, confunden con Venezuela, va a obligar a días extra de las vacaciones, dedicados a comparecer ante los medios.
La Administración de Justicia, que es un clásico del descanso agosteño, tampoco va a poder descansar mucho, entre los parones de su sistema informático (un sistema que va a la cola de la operatividad administrativa) y los casos por resolver, casi todos de dineros perdidos y largos recorridos judiciales, no le va a quedar mucho tiempo para tomar una mirinda en la playa.
Como no va a haber un descanso real, veraniego y clásico como en otros tiempos, cuando la vida se paralizaba en verano (“Summertime and the livin’ is easy…” cantaba la mamá negra de Porgy and Bess) podremos ver a esos dos sectores, el de la justicia y el de los políticos, últimamente confrontados en salas de audiencia, con trabajo extra con aire acondicionado.
Pero da lo mismo, es un trabajo inútil, porque la Justicia pregunta pero aquí nadie recuerda nada. Tanto políticos como futbolistas, que son los pilares de nuestra sociedad, saben nada de los miles de millones que van y vienen sin que Hacienda se percate de su paso por el mercado. Nadie sabe nada, ellos no estaban y el que trajo el encargo no les dijo nada.
Llegado a este renglón de lo escrito, me vienen a la memoria dos anécdotas del pasado, de la posguerra, que era cuando había anécdotas transmitidas de viva voz. Se refieren a un indigente, Manel, uno de aquellos personajes, pobres-de-pedir, un híbrido del tonto y el paria, que pertenecían al pueblo, como iconos de propiedad pública. Pues iba este Manel, en los tiempos en que las carreteras veían pasar un coche cada media hora por lo menos, paseando y fumando una colilla de puro que era su gran pasión, cuando se detuvo a su lado un coche; se baja la ventanilla y una persona le pregunta por dónde se va a Vigo; Manel le responde: “Mire, a mí no me pregunte, porque yo aquí soy el parvito” Así asumía su condición, su papel social y, al tiempo pasaba del preguntón, aunque sabía perfectamente por donde se iba a Vigo.
Me recordaba este detalle la tropa de personajes –ya no pobres pero si  populares– que desde hace una temporada tienen que comparecer en los juzgados, unos como imputados, otros como testigos o simplemente para declarar sobre sospechas. Todos son “parvitos”. Desde los del fútbol, Messi y Cristiano como paradigmas, que son unas brillantes inteligencias en el césped (el pasto, que decía Di Estéfano) pero que a la hora de manejar sus millones son ajenos al tema. “Eso lo llevan mis asesores”, parece ser la disculpa. Para ellos el dinero es sólo el material con el que construyen sus imágenes en facebook. En su favor tienen la opinión general de que son dos chavales de escasas luces, pero en su contra esta la evidencia de que el más tonto de los tontos sabe que Hacienda te lleva parte de lo que ganes, y que de tu dinero tienes que responder tú. Otra cosa será cuando Villar, que no es un chaval ignorante del asunto, diga en su momento que él tampoco sabía nada de nada.
La larga cola de políticos de todos los partidos que se sientan delante de un juez responden básicamente a la calificación de “parvitos”. Desde el presidente Rajoy, testigo que recuerda al personaje de Almodóvar (“¡Que más quisiera yo que mentir, pero las testigas lo tenemos prohibido!”, decía Chus Lampreave) y que se mantuvo en la posición del “parvito” superior (su declaración pasada por un control cardiológico necesitaría de urgencia un desfibrilador) hasta los cuatro jinetes de Aznar (Arenas, Rato, Acebes y Mayor Oreja) que lo ignoraron todo sobre la Gurtel, ellos, que siempre presumieron de ser grandes gestores; pasando por Esperanza Aguirre, una mujer al borde del ataque de amnesia, que sólo recuerda lo bien que gestionó Madrid y lo ranas que le salieron todos los que la rodeaban. O Urdangarín el olímpico que no sabe Derecho Administrativo. Aquí nadie sabe nada. Todos los partidos políticos se sostienen con grandes gastos de dinero; son cuentas elementales, de la vieja, y saben perfectamente que el dinero para gastar no proviene de las cuotas de sus afiliados (si es que hay algún afiliado que pague) pero a la hora de hacer esas cuentas de sumas y restas simples, hay un desdoblamiento estructural; por una parte está esa cúpula de dirigentes, los “parvitos”, que no se rebajan a llevar esas cuestiones de dinero, y por otra están una serie de administradores, que son los que andan pasando el cepillo de las limosnas. Es como si los “parvitos” superiores dijeran aquello de “¡Alla los chicos!”, que son los encargados de esas menudencias administrativas: los “parvitos” están llamados a más altos designios.
No conviene confundir a los “parvitos” con los gilipollas, porque estos siempre van de sobrados y al final la cagan por su vanidad, generalmente en twitter, donde se creen grandes escritores con mensaje; el Señor no les llamó por la senda del uso correcto de la lengua castellana y por la prudencia en la palabra.
Manel, en la otra anécdota que apuntaba, tuvo un día un desmayo en la calle, y los vecinos corrieron a ayudarlo; alguien pidió unas tablas o una carretilla para llevarlo al médico, pero el desmayado, en un alarde de lucidez dijo: “Nada de tablas, mejor llevarme en taxi”. Parvito si, pero con talante.