viernes, 28 de abril de 2017

Viejas mañas, nuevas corrupciones

J.A.Xesteira
Hace dos o tres semanas se produjo un  escándalo internacional cuando el presidente del Eurogrupo dijo aquella frase de que los países del sur se gastan el dinero en copas y mujeres. En realidad no fue exactamente un escándalo, porque en estos espacios de alta política todo queda en medio kilo de aspavientos. Las palabras del socialdemócrata holandés de apellido complicado no es más que la traducción de un viejo estereotipo que fija a los nórdicos como gentes cuadriculadas, severas, trabajadoras y legales, que no cruzan fuera de los pasos cebra y dan cuenta de todos los gastos con honradez calvinista, mientras que los del sur somos una tropa de cantamañanas, juerguistas, mujeriegos, trasnochadores, que pisamos siempre la raya continua y mentimos en la declaración de la renta con hipocresía católica. Ese viejo tópico hace años que está roto por causa del turismo; los nórdicos viajan al sur a beber lo que ni los del sur somos capaces, el luteranismo es tan hipócrita como el catolicismo y en las tierras del holandés pasan las mismas cosas que en sur, por mucha bicicleta blanca que le pongan a los canales y por mucha permisividad porrera de la que puedan presumir. En el sur de Europa se padecen los mismos males que en el norte.
En lo que respecta a España, ya me gustaría a mí que nuestros políticos se gastaran el dinero en champán y puticlubs, nos saldría más barato a todos. Pero viendo las presencias de estos políticos que soportamos y subvencionamos, no me parece que tengan aspecto de fandangueros derrochadores de fiesta en fiesta. Hagan una pequeña abstracción e imagínense a la clase política  que sale en los telediarios y pónganlos con la copa en la mano derrochando el dinero público en locales de dudosa reputación cantando “Suavecito” o la Macarena. No hay manera.
Pero, ya digo, me gustaría que eso fuera verdad, al menos nos saldría más barato. En realidad, nuestros políticos, en especial los que actualmente están en el gobierno (no digo que los demás estén libres de pecados, pero en este momento les toca al PP) se gastan dinero en grandes inversiones; de manera austera, muchos políticos están financiando con dinero público a los bancos paradisíacos europeos, suizos, luxemburgueses o de San Marino, antes de que viajen esos dineros al Caribe, a Panamá o a una pequeña isla que no produce nada más que dinero oculto, donde abren cuentas con el dinero que distraen (es la mejor palabra, porque el dinero se va mientras estamos distraidos viedndo un derbi de futbol o la procesión de semana santa) y se los llevan a cuentas corrientes con las que pueden vivir países como los que acojen a estos bancos, santificados por la Unión Europea y sus representantes.
Salimos a operación con nombre propio por semana; cada caso se ramifica como la corrupción de la hidra. Si esta semana toca al Canal de Isabel II la que viene puede tocar a otro organismo y a otros “currutos”. Cada semana van a la cárcel unos cuantos, se pagan unas fianzas y se mueve el portavocismo pidiendo comparecencias de Rajoy, dimisiones de fiscales más acá de cualquier sospecha, y el patio se agita por unos días con alguna dimisión de menor cuantía (pensemos que Esperanza Aguirre no es más que una concejala de una villa) Y ahora le toca turno por fraude a la delegada del Gobierno en Madrid. Y suma y sigue, mientras las especies protegidas en las áreas políticas están pensando en no abrir la boca para no aparecer en frases difíciles de explicar (“Ojalá que se acaben los líos”, que parece una canción mexicana; o “El que la hace, la paga”, que parece más una guaracha cubana) La masa votante parece que se altera, pero sigue pasmada en su estupidez social.
La ola de corrupción que parece invadir la clase política en general y la gobernante en particular semeja la plaga del picudo rojo, ese bello escarabajo que avanza desde el sur arrasando palmeras. Se ven sus efectos por todas partes. Las palmeras, como los políticos, están ahí, erguidas, todas chulitas con sus penachos y sus dátiles incomestibles. Y un buen día les entra una investigación con nombre, como el picudo rojo, y al día siguiente el penacho se desploma imputado, y hay que intervenir rápido; una brigada de expertos desmantela las palmas, se lleva cajas de documentación y se queda el tronco pelado; al día siguiente, los mismos expertos lo cortan siguiendo un protocolo y se lo llevan para eliminar la gusanera que el picudo puso dentro del tronco principal. El tronco se destruye, que es lo mismo que decir que dimite y desparece de los arrogantes jardines que presumían de palmera indiana, un exotismo vanidoso.
Pero, ¿qué pasa? ¿es que los políticos españoles son más corruptos que los europeos? No; si echamos la vista alrededor encontramos corruptos en todo el mundo, simplemente que cada país tiene su estilo propio (menos el Fondo Monetario Internacional, que tiene una mano especial para colocar en la dirección a un personal destinado a los juzgados). En España sucede que cuarenta años de democracia no han cambiado la esencia del concejal. Los más altos políticos de este país son concejales venidos a más, ediles que no superaron el preescolar político. Acostumbrados a los trapicheos de arte menor, con un porcentaje sobre obra pública y con las migajas que se van quedando por el camino desde Madrid o Bruselas hasta la pedanía, cuando suben en el escalafón cambian el traje y la corbata, pero persisten las mañas, ahora con grandes asesores y estrategas que dicen por donde van y de donde vienen los dineros. Y ahí se pierden. Sucede también que los partidos –y eso es algo elemental– necesitan grandes sumas de dinero para su existencia. Hay que pagar campañas, sedes con mobiliario a juego, y a todos los trabajadores del aparato que son acogidos en su seno, porque “son de los nuestros”. Un partido es una empresa que no produce nada pero necesita grandes inversiones para existir. Todo eso no lo dan las cuotas de afiliados. Lo dan otrros poderes que no regalan nada, simplemente invierten.

viernes, 21 de abril de 2017

Vidas virales

J.A.Xesteira
Es más que evidente el traslado de la realidad cotidiana al mundo intangible del metaespacio virtual, esa nube incolora donde los seres humanos hemos pasado a existir, donde se cuece la vida. Desde la antigua Grecia, las confrontaciones sociales y políticas se buscan su propio espacio; si en la antigüedad era el ágora, el senado o la plaza publica donde políticos y notables discutían el futuro de sus pueblos, ahora todo sucede en la red. Y ya se sabe que “todo o que ven na rede é peixe”. Desde la Revolución Francesa se habilitó un nuevo espacio para que el pueblo conociera lo que sus mandamases decidían en los parlamentos; fueron las gacetas que más tarde se hicieron periódicos de papel y después ondas de radio y más tarde imágenes televisadas. En ellos la vida se iba cociendo en ese espacio bien definido. Pero, ahora mismo ni el espacio está bien definido, ni legislado, ni se sabe bien lo que se cuece.
El mundo se hizo viral, que es palabra que sirve lo mismo para una gripe que para un anuncio o una frase en Twitter. Acabo de leer que una cantante llamada Rosalía, de la que los críticos hablan muy bien, acaba de tener en Youtube muchos miles de visitas de su canción y de su último disco. Confieso que desconocía a la muchacha y sus virtudes como cantante (que son muchas); pero lo que me llamó la atención es que una artista tenga que convertirse primero en fenómeno viral para después, si tiene suerte, hacer carrera. Es decir, hay que ser virtual para entrar en el mundo real. Los que tuvimos como ídolos a artistas a los que conocíamos solamente por un disco, una película, un libro o un cómic, encontramos vertiginoso este nuevo sistema. Ya no eres nadie si no te leen, te escuchan o te miran miles de personas, que pondrán debajo de tu escrito o tu imagen una frase alabándote o poniéndote a parir. Te vuelves viral en un instante y desapareces de las pantallas al día siguiente para caer en el olvido.
Tomemos como ejemplo el mundo de la música. Los Beatles nunca hubieran triunfado en estos tiempos, y, como ellos, muchos de los viejos héroes de hace 40 o 50 años que todavía llenan conciertos. Los comienzos de todos ellos fueron difíciles porque no había prácticamente nada, ni instrumentos ni forma de grabar un disco. El mundo se dio la vuelta y ahora sucede todo lo contrario, cualquiera puede tener una panoplia de instrumentos y grabar un disco en su retrete en HQ. Y a continuación puede colgarlo en alguna plataforma digital junto con otros miles de cualquieras y ser visto y oído por millones de usuarios; en cualquier caso la avalancha enorme de músicas a disposición del mundo es de tal magnitud que será difícil que algo de esa montaña trascienda y se convierta en el “Yesterday” de McCartney. Es como si a uno le gustara la fabada y le dieran una cuchara para comer un camión cisterna del contundente plato asturiano.
Lo alarmante es que, pese a que todo este terreno está lejos de ser experimentado a fondo (“testado” dicen ahora, palabra que en español significa hacer testamento y no lo otro) y no está ni regulado ni legislado, todas las personas notables de distintos pelajes se han tirado de cabeza al mundo viral. Se explican en Twitter y se hablan por Whatsapp, mientras alguien les maneja su página de Facebook y las mueve en los periódicos, para que se hagan eco de sus cosas. Están deseando que sus hazañas sean recibidas por millones de personas. Trump anuncia en un tuit que tiró la bomba y escondió la mano, porque es así de chulo; dos parlamentarias gallegas se ponen a discutir en un patio vecinal virtual; Pérez Reverte, académico de la lengua, se mete a escribir para la red y tendría que copiar cien veces (a mano) que “él” se escribe con tilde, si los académicos limpiaran, fijaran y dieran esplendor a los blogs. Los que quieren hacerse ver saben que tienen que ser virales, existir en el ciberespacio, donde nadie, de momento, puede lastimarlos; la justicia no sabe que hacer con los que interactúan en ese territorio, y unas veces multan a chistosos y otras veces, no. Si quieres ser famoso, conocido, publicitado o votable sabes que tienes que ser un virus, de la gripe de invierno, de la canción de usar y tirar, del producto que quieres vender o de cualquier elección primaria en curso.
Es un mundo fantasmal como los famosos zombis (¿o zombies, para ser más académicos?) que se hicieron famosos esta semana, que es todo el tiempo que la fama concede, gracias a una pregunta parlamentaria, contestada con extensión, documentación y bastante gracia por parte del Gobierno. (Inciso: ¿por qué el Gobierno no contesta así a todas las preguntas parlamentarias serias que se producen en el Parlamento? Es paradójico que conteste con rigor una pregunta formulada con el claro propósito de poner en evidencia lo que el Gobierno demuestra con su respuesta: le importa un carajo lo que se pregunte porque sigue la táctica vieja –del pasado aznarismo– de habla-cucurucho-que-no-te-escucho) El tema de los zombies es más serio de lo que parece. La Real Academia, que da dos acepciones del término no está al día; los zombies también son personajes de la religión del vudú caribeño, seres que salen de sus tumbas (de acuerdo con esta versión, ¿podríamos considerar zombi a Jesucristo?). Además, el tema no es baladí, en varios parlamentos europeos se planteó la misma pregunta, con respuestas parecidas. Aunque el parlamentario preguntó por los zombies para poner en evidencia la desgana en las respuestas del Gobierno, el tema es viral e importante: la política está llena de zombies que murieron en sus partidos pero resucitaron en consejos de administración al tercer día.
El mundo es viral y el apocalipsis puede venir por causa de los zombies. O porque Trump confunda el botón de “enter” del Twitter con el botón rojo de tiarle una bomba atómica a Corea del Norte.

domingo, 16 de abril de 2017

Lo que digo y lo que pienso

J.A.Xesteira
Pasaron cuarenta años desde la legalización  del Partido Comunista y parece que fue ayer. No es que crea que dos veces veinte años son dos veces nada, a la manera del tango, sino que parece que no nos hemos movido del sitio, como si estuviéramos de vuelta en aquella semana santa en que, para agravio de la derecha eterna de este país, Suárez legalizó a los comunistas, las bestias rojas del franquismo. Cuarenta años después, el Partido Comunista Español, a diferencia de sus hermanos de otros países vecinos, renunció a su marca registrada en elecciones, se reinventó como costalero procesional de un grupo de izquierdas, metido en Izquierda Unida y, por tanto, acabó como soporte de Unidos Podemos. Largo viaje para tan poca cosa.
Y el tiempo parece no haber pasado desde aquel sábado santo de 1977, sólo año y pico después de enterrado Franco bajo la gran losa. Pensamos que el mundo iba a ser más libre, más sano, más culto, más justo…, y nos encontramos con “esto”. Pensamos que éramos demócratas, europeos, sinfronteras, y nos estamos dando contra una involución disfrazada de “es-lo-que-hay” que nos demuestra que la democracia es sólamente una palabra de uso tópico, Europa es un mercado y las fronteras son mucho más difíciles de pasar de lo que pensábamos. Hace unos días, un amigo viajero del Imserso se encontró con que, además de las consabidas molestias de pasar los controles de aeropuerto (en vuelo nacional) se añadían ahora nuevas medidas, como pasar un papelito por su bolsa de mano por si fuera traficante al por mayor de sustancias psicotrópicas, y le ordenaban poner en bandeja distinta su tableta de leer novelas. Basta contemplar la televisión, en cualquiera de sus apariciones para constatar que no era esto lo que esperábamos de una televisión libre, culta y distinta de aquella que cerraba a medianoche hace años con un cura y una bandera con himno.
Desde la altura de este momento los cuarenta años pasados pueden contemplar un tiempo que vuelve al punto de partida. Y si lo pensamos, era de esperar, desde aquel 1977, en que pasamos a ser modernos pero con la ropa vieja; simplemente le dimos la vuelta a los trajes, y el que hasta tres años antes era político del franquismo pasó a ser demócrata de toda la vida, y así todo, militares, profesores, jueces, periodistas, banqueros, obreros, médicos, alcaldes, empresarios, obispos (no, obispos, no, siguieron igual que siempre, en su reino de otro mundo con cuenta corriente en este)… Y el mundo nos pareció distinto y nos pusimos chulitos porque pensábamos que ya éramos como el resto de Europa. Pero sólo habíamos cambiado de pelo, no de mañas. Y aquí estamos, de vuelta de todo, con un paro brutal, una clase política corrupta en su generalidad y con las libertades convertidas en calcomania de la realidad, en especial las libertades de expresión y de ideas. Europa tampoco resultó el Shangri La donde todo el mundo era feliz; bastó que las cosas se pusieran un poco duras para que volvieran también los viejos miedos y los viejos fascismos que estaban disimulados bajo un barniz de progresía abstracta.
Hay cosas que se prohiben ahora igual que en el franquismo, el postfranquismo y la pretransición. Prácticamente estamos en una involución. Nuestra memoria no histórica, personal a secas, si la refrescamos nos contaría como poco antes de la legalización del PCE, los delitos de opinión y expresión estaban a la orden del día. Lo sabemos especialmente quienes en aquel periodo histórico estabamos detrás de una máquina de escribir en alguna redacción de periódico; cualquier periodista podía ser acusado de cualquier cosa por cualquier ley (incluida la de caza y pesca); nos disparaban desde todas partes pero nos hicimos un  hueco y nos jugamos el tipo por esas dos simples cosas: libertad de expresión y libertad de opinión. Dos simples cosas que el Gobierno Español de antes y de ahora han firmado en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Esos derechos, como tantos otros, no son maná que cae del cielo; los derechos hay que pelearlos, ganarlos y, después, merecerlos. Creo que los que tuvimos que forzar las reglas del juego antes y después de la democracia, lo hicimos y lo merecemos (no diría yo tanto de todos los que después vinieron y se encontraron con que sus derechos ya estaban a su disposición, muchos de ellos, en todo el escalafón político y social, ni lo merecen)
Y aquí estamos, con una clase política que parece vestir calzoncillos de seda y que cualquier roce les escuece como ortiga. Las palabras se retuercen para que digan lo que no significan, las leyes (demasiadas leyes para tan lenta justicia) se escriben de manera ambigua, para que puedan usarse a gusto del poder de turno. Las libertades de expresión y opinión no son más que “fonemas onomásticos”, como decían Les Luthiers. Desde el año pasado han sido condenados 30 tuiteros, un montón de raperos e incluso han sentado en el banquillo a unos titiriteros de barrigaverde. Los fiscales progresistas (mal asunto cuando los fiscales se pueden dividir entre progresistas y “lo otro”) han dado la voz de alarma ante la desproporción entre el humor y el delito. Lo dicen a raiz de la querella contra el Gran Wyoming y Dani Mateo por decir que la cruz del Valle de los Caídos es una mierda; los jueces (unos jueces) han visto una ofensa religiosa en una opinión que puede ser compartida por millones de personas. Si la religión del hombre que entró el domingo pasado sobre un borrico en Jerusalén, arrojó del templo a los ladrones que habían hecho su guarida en él y fue torturado y ejecutado el jueves y el viernes santo, se ofende por la megalomanía de un general, deberían mirárselo.
Las dos libertades básicas de un pueblo libre están en problemas, y hacer uso de ellas ya es un riesgo. Podrán impedir que diga lo que pienso, pero no podrán impedir que piense lo que no digo. En esta vuelta atrás, un día de estos puede que declaren ilegal al Partido Comunista.

sábado, 8 de abril de 2017

Viviendo en el futuro

J.A.Xesteira
Llegó demasiado rápido el futuro. Incluso para los más jóvenes, los que no hace tanto celebraban la llegada del CD como un gran avance en la difusión musical, los incipientes ordenadores como la repera y las carreras universitarias como un carnet de acceso al mundo. Les llegó el futuro demasiado rápido, con los CD ya obsolteos, los ordenadores dirigiendo sus vidas desde el movil y las carreras universitarias como billete de doble vía: la emigración académica o la lista del paro. El futuro, para mi generación de jubilados con poco júbilo no era esto. Ni siquiera estaba en este tiempo. Metámonos en la máquina del tiempo enciclopédica. Siglo pasado, claro está. Allá por los años 50 –finales– y 60 –principios–, una canción cantada por el argentino Billy Cafaro, “Marcianita” (años después se convirtió en  canción de culto kistch, incluida una versión antológica de Caetano Veloso) contaba que el cantante esperaba que llegaran lo marcianos y ser feliz con una marcianita y esperaba que eso fuera en ¡el año 70!. Un futuro casi del día siguiente. George Orwell había dibujado muchos años antes otro futuro, un futuro apocalíptico y deprimente, con un control visual del ojo del Big Brother que todo lo ve. La profecía de Orwell era más apropiada y todavía hoy es objeto de análisis, de aciertos y desaciertos. Ese futuro orwelliano, desgraciadamente tan premonitorio, estaba situado en 1984. Si Cafaro quería casarse con una marcianita con un plazo de diez años de futuro, Orwell, sin embargo, ponía un plazo de 35 años para que sus profecías se cumplieran. El cantante establecía un deseo liviano de enamorarse de una chica, el escritor planteaba su distopía como el advenimiento incuestionable de una sociedad indeseada que, en muchos aspectos fue lo que nos llegó y en la que vivimos. El caso de las distopías es que se preconizan para un futuro real, en el mundo que vivimos, mientras que las utopías suceden en un pais multicolor de abeja Maya o de Thomas More. Las primeras son apocalipsis, las segundas ciencia ficción.
Años después, otra película de apocalipsis, “Cuando el destino nos alcance”, nos retrataba un futuro en el que la masa humana era demasiado grande para los recursos alimenticios y Charlton Heston, que ya había sido el último hombre vivo en Nueva York, descubría que el alimento del futuro era el canibalismo reciclado, las galletas verdes hechas con el excedente humano. La película, del año 73, estaba basada en una novela (“¡Hagan sitio!”) del año 66, y la desgracia universal tenía lugar en 2022, a la vuelta de cinco años.
Unos años antes, en 1968, Stanley Kubrick nos regalaba otro futuro, filmado en gran formato y convertido directamente en filme de culto. Cuando la vi de estreno en Madrid, en las mejores condiciones para verla, el impacto cinematográfico era tan grande como el desconcierto del espectador: un monolito, un “cerebro electrónico” –Hal 9000–, unos astronautas viajando hacia el infinito. Todavía hoy no ha sido superada ni técnica ni narrativamente aquella Odisea del Espacio. Kubrick situaba el monolito misterioso en el 2001. Hace unos días hablaba en un instituto de esa película “futurista” y resultó que todos los alumnos habían nacido después de la odisea kubrickiana. Es decir, el futuro ya era pasado, los “cerebros electrónicos” son un aparato diminuto comparado con HAL 9000, y los astronautas todavía no pasaron de la Luna en  sus aventuras espaciales.
Cuando tratamos de inventar la Historia que va a venir sabemos que todo lo que se nos ocurra es pura invención; si tratamos de avanzar las posibilidades futuras partiendo de los conocimiebntos del pasado y su posible trayectoria, nunca acertamos. La Historia avanza a golpes de revolución, con sangre y dolor, generalmente dirigida por personas peligrosas que invocan a la patria o al dios de turno. Los hitos revolucionarios, la Revolución Francesa o la Rusa, acabaron una en un imperio y otra en burocracia siniestra y policial. La única revolución popular española, la llamada Guerra de Independencia, echó a un rey francés –José I–, moderno y enciclopédico, pese a todo, por un rey también francés –Fernando VII– totalitario e imbecil. Las revoluciones actuales, Cuba o China están latentes, una convertida en realismo mágico caribeño y otra en el Big Bang del capitalismo teledirigido. Ya no hay sitio para más revoluciones y ni siquiera hay distopías futuristas interesantes. El gran poder de las comunicaciones y la infinita reproducción de los mensajes, ciertos o falsos, ha convertido a los inicios del Siglo XXI en un enorme mercado disfrazado de posibilidades políticas que no van a ninguna parte. El Capitalismo Corporativo Universal crea pequeños focos de tensión, ahora mismo en el mundo árabe, donde los señores totalitarios dominan a las masas empobrecidas y desesperadas que, como todo el mundo, sólo quieren vivir tranquilos, y en esa combinación de dios, capitalismo, emiratos fascistas e integristas, apoyados por potencias occidentales, nos instalamos en este futuro no previsto. Europa, que acaba de celebrar un mucho aniversario de su fundación, realmente no tiene nada que celebrar, a no ser que la duración y la supervivencia sean motivos para hacer fiestas. Europa, vista desde el pasado, no es lo que se pretendía, como aquellas películas de anticipación, que nunca acertaban con el futuro, ni siquiera tiene el humor de la “Marcianita” (que pedía el cantor que le daba lo mismo que fuera blanca o negra, espigada, pequeña gordita o delgada”), la Europa de ahora clasifica y discrimina a pobres y ricos, básicamente.
Podemos jugar ahora a adivinar el futuro de aquí a sólo diez años, jugar a distopías de salón y adivinar la que se nos va a venir encima. Seguro que no acertaremos y que lo único que ocurrirá es que el futuro nos pillará con estos pelos. Venga lo que venga, al menos que nos coja con la sonrisa del que busca el lado brillante de la vida, en este presente tan poco atractivo, con tanto chabacano dirigiendo los destinos de millones de personas. El futuro es impredecible, como cualquiera puede suponer. Lo único importante del futuro es que podamos estar en él.

Imágenes y palabras

J.A.Xesteira
Alguien dijo en algún momento aquello de que una imagen vale más que mil palabras y la frase cuajó y se hizo popular sin que nadie se planteara unas mínima crítica. Las frases bien colocadas tienen esa particularidad, que nadie les lleva la contraria. Sucedió lo mismo cuando Dylan cantó aquello de que los tiempos estaban cambiando; se sacó del contexto de la canción y del momento en que la cantaba y ya sirvió de comodín para cualquier cosa: los tiempos siempre están cambiando y la frase sirve para justificar cualquier adaptación, cualquier mudanza. En realidad los tiempos no cambian, somos nosotros que cambiamos y los tiempos ven como nos convertimos en todo lo que no queríamos ser. Pero volvamos al principio, las imágenes y las palabras. La frase queda lucida pero no es cierta, hay imágenes que valen mil palabras y hay palabras que valen por mil imágenes. Depende si la imagen es de Robert Capa y la frase es de Óscar Wilde, o si la imagen es del primer teléfono a mano en el lugar de los hechos y las frases son las réplicas y contrarréplicas de tuiteros.
Imágenes.- Uno de los grandes saltos periodísticos hacia el vacío fue la pérdida y desaparición del fotógrafo de prensa, el informador de la cámara, el hombre que hacía que su imagen, la que él fotografiaba de manera profesional, valiera –a veces– más que las mil palabras que le poníamos alrededor los periodistas. Resultan caros tenerlos en nómina y sale más a cuenta hacer que el currito de turno que asista a una rueda de prensa haga, de paso, la foto con su teléfono; total, ni la imagen del “ruedaprensero” importa nada ni sus palabras valen gran cosa. Las imágenes, tan queridas por la gente que vive de poner su cara en valor cotizable, son consumibles, como el tóner de la copiadora; aparecen y desaparecen en pocas horas, las filmaciones y retratos hechos con el móvil no valen más que media docena de palabras mal escritas y peor contadas. Y sin  embargo circulan y se difunden por millones en las redes sociales. Imágenes que pueden servir lo mismo para atacar que para defender; son pasto de opinión masificada y casi siempre las entiende cada uno a su manera. Las fotos son peligrosas, porque captan el instante y no analizan ese mismo instante, se descontextualizan y ahí hay un vacío en el que caben todas las batallas de tuiteros. De pronto se descubre la violencia en el fútbol, con padres pegándose entre ellos, como si fuera una novedad; de pronto se descubre que la chavalada con copas sale de los pubs y se da de hostias. Siempre fue así la cosa, pero ahora se ofrece la imagen y todos nos asombramos de manera hipócrita. Da lo mismo, la polémica violencia dura un día y medio, porque ya debe haber otra imagen que no vale el gasto de dos palabras. Hay imágenes más caras, y no me refiero al retrato que le hicieron a Ruiz Gallardon como ex ministro (12.000 euros); hay imágenes que te pueden costar la vida, como la de la joven que filmó con su teléfono la distración al volante que la mató. Los políticos saben del valor de su imagen y que a ellos les vale más que mil palabras que pronuncian pero nadie se las cree.
Palabras.- Nunca tanto se escribió y nunca tanta palabra se dio a conocer al mundo. Y nunca se dijo tan poco con tanto gasto. Retomemos el ejemplo de los políticos como vara de medir. Cuidan su imagen y su gesto, que vale más que todas las palabras que pronuncian, no porque su imagen denote importancia, sino porque sus palabras son pobres, mal hilvanadas, huecas y con sonido de moneda de palo. En los debates parlamentarios, que esta semana fueron noticia por pequeños rifirrafes de salón, se usaron palabras como “decoro” o “populismo” que, si le preguntáramos a los que las pronuncian por su significado veríamos que les es desconocido, las usan por moda. Sus discursos podrían sustituirse perfectamente por una imagen, a elección según gustos. Todos somos responsables de lo que decimos en público, y unas palabras como las declaraciones de la directora del Instituto de la Mujer, inoportunas por su cargo, produjeron como efecto rebote la mudez en la ministra de Sanidad: la verborrea de una provoca el silencio de la otra.
En el terreno de la palabra escrita suceden cosas distintas. Ahí el que escribe queda preso de las palabras, y tiene que cuidar de que elige las teclas precisas para que el resultado sea el que el autor desea. La carta del Brexit que saca a Gran Bretaña de Europa no llega a las mil palabras (270, dicen) y este artículo que estoy escribiendo tiene alrededor de mil (según el contador del ordenata). No tienen sustitución por imagen y hay que ser cuidadoso para colocarlas en fila. Porque escribir es barato, sólo hay que darle a las teclas. Y mucho más barato es sacar palabras con destino a los titulares de prensa, porque ahí se puede decir cualquier cosa, prometer oros y moros. Es palabrerío gratis, como cuando los boxeadores alardeaban de que iban a machacar al rival (frases históricas como la del magnífico Cassius Clay: “Flotar como una mariposa, picar como una abeja. Tus manos no le pueden pegar a lo que tus ojos no ven”) Por ejemplo, el presidente puede salir en los titulares prometiendo 4.600 millones de euros para que Cataluña no sea Escocia. No cuesta nada y las promesas son baratas.
Hay palabras mucho más caras, que valen más que la imagen de la Gioconda. Por ejemplo las que pronunciaba Rodrigo Rato como conferenciante: hasta 65.000 euros por charla (una conferencia tipo podrían ser diez folios como mucho, a 300 palabras por folio, cada palabra de Rato salía a más de 20 euros palabra, un lujo). Más caras fueron las palabras escritas con humor por la tuitera Cassandra sobre Carrero Blanco; le han costado una dura condena. Cuando un país pierde el sentido del humor todos deberíamos hacérnoslo ver, algo va mal cuando un  chiste ya es delito.
J.A.Xesteira
Alguien dijo en algún momento aquello de que una imagen vale más que mil palabras y la frase cuajó y se hizo popular sin que nadie se planteara unas mínima crítica. Las frases bien colocadas tienen esa particularidad, que nadie les lleva la contraria. Sucedió lo mismo cuando Dylan cantó aquello de que los tiempos estaban cambiando; se sacó del contexto de la canción y del momento en que la cantaba y ya sirvió de comodín para cualquier cosa: los tiempos siempre están cambiando y la frase sirve para justificar cualquier adaptación, cualquier mudanza. En realidad los tiempos no cambian, somos nosotros que cambiamos y los tiempos ven como nos convertimos en todo lo que no queríamos ser. Pero volvamos al principio, las imágenes y las palabras. La frase queda lucida pero no es cierta, hay imágenes que valen mil palabras y hay palabras que valen por mil imágenes. Depende si la imagen es de Robert Capa y la frase es de Óscar Wilde, o si la imagen es del primer teléfono a mano en el lugar de los hechos y las frases son las réplicas y contrarréplicas de tuiteros. 
Imágenes.- Uno de los grandes saltos periodísticos hacia el vacío fue la pérdida y desaparición del fotógrafo de prensa, el informador de la cámara, el hombre que hacía que su imagen, la que él fotografiaba de manera profesional, valiera –a veces– más que las mil palabras que le poníamos alrededor los periodistas. Resultan caros tenerlos en nómina y sale más a cuenta hacer que el currito de turno que asista a una rueda de prensa haga, de paso, la foto con su teléfono; total, ni la imagen del “ruedaprensero” importa nada ni sus palabras valen gran cosa. Las imágenes, tan queridas por la gente que vive de poner su cara en valor cotizable, son consumibles, como el tóner de la copiadora; aparecen y desaparecen en pocas horas, las filmaciones y retratos hechos con el móvil no valen más que media docena de palabras mal escritas y peor contadas. Y sin  embargo circulan y se difunden por millones en las redes sociales. Imágenes que pueden servir lo mismo para atacar que para defender; son pasto de opinión masificada y casi siempre las entiende cada uno a su manera. Las fotos son peligrosas, porque captan el instante y no analizan ese mismo instante, se descontextualizan y ahí hay un vacío en el que caben todas las batallas de tuiteros. De pronto se descubre la violencia en el fútbol, con padres pegándose entre ellos, como si fuera una novedad; de pronto se descubre que la chavalada con copas sale de los pubs y se da de hostias. Siempre fue así la cosa, pero ahora se ofrece la imagen y todos nos asombramos de manera hipócrita. Da lo mismo, la polémica violencia dura un día y medio, porque ya debe haber otra imagen que no vale el gasto de dos palabras. Hay imágenes más caras, y no me refiero al retrato que le hicieron a Ruiz Gallardon como ex ministro (12.000 euros); hay imágenes que te pueden costar la vida, como la de la joven que filmó con su teléfono la distración al volante que la mató. Los políticos saben del valor de su imagen y que a ellos les vale más que mil palabras que pronuncian pero nadie se las cree.
Palabras.- Nunca tanto se escribió y nunca tanta palabra se dio a conocer al mundo. Y nunca se dijo tan poco con tanto gasto. Retomemos el ejemplo de los políticos como vara de medir. Cuidan su imagen y su gesto, que vale más que todas las palabras que pronuncian, no porque su imagen denote importancia, sino porque sus palabras son pobres, mal hilvanadas, huecas y con sonido de moneda de palo. En los debates parlamentarios, que esta semana fueron noticia por pequeños rifirrafes de salón, se usaron palabras como “decoro” o “populismo” que, si le preguntáramos a los que las pronuncian por su significado veríamos que les es desconocido, las usan por moda. Sus discursos podrían sustituirse perfectamente por una imagen, a elección según gustos. Todos somos responsables de lo que decimos en público, y unas palabras como las declaraciones de la directora del Instituto de la Mujer, inoportunas por su cargo, produjeron como efecto rebote la mudez en la ministra de Sanidad: la verborrea de una provoca el silencio de la otra.
En el terreno de la palabra escrita suceden cosas distintas. Ahí el que escribe queda preso de las palabras, y tiene que cuidar de que elige las teclas precisas para que el resultado sea el que el autor desea. La carta del Brexit que saca a Gran Bretaña de Europa no llega a las mil palabras (270, dicen) y este artículo que estoy escribiendo tiene alrededor de mil (según el contador del ordenata). No tienen sustitución por imagen y hay que ser cuidadoso para colocarlas en fila. Porque escribir es barato, sólo hay que darle a las teclas. Y mucho más barato es sacar palabras con destino a los titulares de prensa, porque ahí se puede decir cualquier cosa, prometer oros y moros. Es palabrerío gratis, como cuando los boxeadores alardeaban de que iban a machacar al rival (frases históricas como la del magnífico Cassius Clay: “Flotar como una mariposa, picar como una abeja. Tus manos no le pueden pegar a lo que tus ojos no ven”) Por ejemplo, el presidente puede salir en los titulares prometiendo 4.600 millones de euros para que Cataluña no sea Escocia. No cuesta nada y las promesas son baratas. 
Hay palabras mucho más caras, que valen más que la imagen de la Gioconda. Por ejemplo las que pronunciaba Rodrigo Rato como conferenciante: hasta 65.000 euros por charla (una conferencia tipo podrían ser diez folios como mucho, a 300 palabras por folio, cada palabra de Rato salía a más de 20 euros palabra, un lujo). Más caras fueron las palabras escritas con humor por la tuitera Cassandra sobre Carrero Blanco; le han costado una dura condena. Cuando un país pierde el sentido del humor todos deberíamos hacérnoslo ver, algo va mal cuando un  chiste ya es delito.