viernes, 26 de enero de 2018

Palabras a la deriva

J.A.Xesteira
–Cuando yo uso una palabra –insistió Humpty Dumpty– quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más, ni menos.
–La cuestión –insistió Alicia– es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión –zanjó Humpty Dumpty– es saber quien es el que manda…, eso es todo. (Lewis Carroll. “Alicia a través del espejo”)

Efectivamente, el que manda, manda en las palabras, y estas dicen lo que quiere el que manda. El Poder siempre ha usado las palabras a su favor y según  los tiempos. A eso que llamamos el Pueblo, la Ciudadanía, la Masa o –según convenga– los Electores Libres o los Contribuyentes, no se les puede dar la palabra cruda, hay que cocinarla para no asustarlos. Las situaciones malas para los ciudadanos siempre venían disfrazadas de “coyunturas transitorias”, “recesiones ocasionales”, “deceleraciones de la economía” o cosas por el estilo, frases que nos despistaban de la realidad viva, que siempre tenía una “influencia negativa ocasional en la franja social de menor poder adquisitivo”, es decir, nos tocaba a pagar a los de abajo. La palabra, con su real significado, fue mutando a favor de la corrección política, y así, se llamó “hacer el amor” a eso que sabemos, “chicas de alterne” a la primera palabra que buscamos de niños en un diccionario; y ya puestos a cambiar, todo se refina; los cocineros pasaron a ser restauradores, como si arreglaran un mueble antiguo o un Van Gogh, y, más tarde, ya eran chefs; la actividad elemental de correr, fue footing, jogging o running, según los uniformes de Declathon; y en la moda del inglés, el entrenador pasó a ser el coach (para asesorar a ejecutivos de medio pelo) y el paquete ahora es un “pack”.
Los nombres comunes dejaron de ser comunes porque lo elemental asusta y no conviene asustar a la ciudadanía. Las empresas se adaptaron al disimulo semántico. Las eléctricas se disfrazaron de “energéticas”, que es una manera fina de cobrarnos tasas a su gusto mediante una arquitectura política que sólo entiende Montoro. Los bancos, aquellas oficinas con empleados, a las que llevábamos nuestros ahorros para que los guardaran, nos llamaban primero imponentes, lo cual era una distinción, después pasamos a ser impositores, más tarde, clientes a secas, el paso siguiente fue ser usuarios, y ahora mismo hemos quedado reducidos a una simple clave digital sin posibilidad de hablar con nadie ni quejarnos de todos los atracos legales que las organizaciones bancarias perpetran a diario con total impunidad.
Hace años, cuando mi trabajo estaba en la redacción de un periódico, solía decir a los alumnos en prácticas que no grabaran lo que decían los políticois, porque después acabarían escribiendo igual que hablan los concejales, es decir, mal. Pero, por supuesto, nunca me hicieron caso (no tenían por qué hacerlo) y acabaron escribiendo de aquella manera, llamándole analíticas a los análisis y alpacas a las pacas (de paja). Y eso se transmite al pueblo llano, que prefiere llamar marmitako a una caldeirada, fideúa a fideos guisados o beicon a la panceta. No hace mucho, en la sala de espera del médico, un lugar excepcional para el análisis social, dos pacientes impacientes mantenían un diálogo de protesta porque la cosa se demoraba; en un momento, uno de elleos dijo: “Esto se arreglaba si pusieran más facultativos”. Tomen nota, no dijo “más personal” o “más médicos”, sino más facultativos. Ahí me percaté de la enorme influencia de los telediarios en el cerebro normal del ciudadano medio. Y no hay vacuna ni prevención contra el lenguaje televisivo.
Las palabras van a la deriva y se visten en cada tiempo de ropa nueva sobre viejos conceptos. Sorprende cuando uno viaja a la América de habla hispana y se encuentra con palabras que desaparecieron hace décadas de  nuestra lengua. Las palabras de antes ya no sirven ahora mismo. Yo estudié en la escuela con un maestro, mis hijos lo hicieron con un profesor, mis nietos tienen un docente. Y la deriva de los nombres no es inocente. Los miles de africanos que cruzan el Mediterraneo ya no son refugiados ni huídos, son inmigrantes. Y los científicos españoles que antes eran hombres de ciencia ahora son simples emigrantes buscando curro en Europa. Aquellos chavales que hacían trabajo en prácticas unos párrafos más atrás, fueron más tarde meritorios, becarios y acabaron en alumnos de máster (la diferencia está entre cobrar un sueldo o pagar una matrícula).
Pero de todas las palabras a la deriva, las más variadas son las quen se refieren a las relaciones del trabajo. Desde el principio de la lucha de clases, desde la creacion de las Internacionales (socialistas, comunistas y anarquistas) se enfrentó a dos bloques claramente delimitados: obreros y patronos. Pero desde ese mismo momento comenzaron a camuflarse los conceptos y a derivar las palabras. Siempre me intrigó un detalle; el viejo himno proletario, la Internacional, pasó del francés al español con un rotundo “¡Arriba, parias de la Tierra!¡En pie, famélica legión!”, pero al instante debió parecerles muy agresivo y se cambió por un “¡Arriba los pobres del mundo!¡En pie, los esclavos sin pan!”. Y los partidos de izquierdas se fueron difuminando y cambiando la piel para adaptarse a los tiempos. Y las palabras que los definían, también. El patrono (representado en la patronal para negociar convenios), que antes era el amo o el dueño, se reconvirtió en un democrático empresario, que acabó en tiempos de crisis en un emprendedor, que es un empresario al que dicen que se las apañe por su cuenta. El obrero o proletario (de todo el mundo, ¡uniós!) fue en el franquismo un productor, sin matiz rojo, tras la transición ya fuimos sólo trabajadores, y en tiempos del Gran Paro sólo son ocupados, como un WC de taberna. Cambian los tiempos y las voluntades se enmascaran con el palabrerío a la deriva. El contrato de trabajo indefinido no es indefinido y aparecen conceptos como empleo precario, vulnerable, que sólo esconde un servilismo mal pagado y sin derecho a protestar. Si alguien quiere enfrentarse a este mar de calamidades, tendrá que empezar por cambiar las palabras y llamar a cada cosa por su nombre.

viernes, 19 de enero de 2018

Peligro: pensiones privadas

J.A.Xesteira
Cada mañana los Medios vuelcan toneladas de lo que llaman información, pero que, sin filtros periodísticos, más se parece a un camión de recogida de basuras, que vierte por sistema de volquete en la primera página o en los informativos televisados. De toda esa masa de detritus contaminantes el lector, atrofiado por tanto tiempo de rebuscar en el vertedero, ya no percibe más que sensaciones, se especializa igual que los basureros: cartonaje político, metal de chatarra económica, envases de vidrio cultural y alguna pieza afortunada para vender en rastros y mercados del chambo. Ya no se distingue lo esencial, lo importante de lo falso, lo tóxico, la cortina de humo y el disimulo. Cuando el camión vuelca su primera página en el basurero, todo es eso: basura, aunque en medio vaya el collar de perlas perdido.
Los lectores basureros que andamos rebuscando entre páginas la realidad que esconden las toneladas informativas, metidas en plásticos biodegradables, encontramos dos grandes descargas; ese juego de estrategias virtual que se llama Cataluña y sus avatares y esa película de delitos con nombre alemán (lo único extraño, el resto es puro italiano, con Génova por medio y mucho mediterráneo valenciano-corleonés. Dos grandes espectáculos que, en realidad, no dan mucho de sí, ni siquiera se esperan sorpresas, porque su evolución es muy previsible. El procés catalá no va más allá de una lucha de burgueses de derechas (también hay burgueses de izquierdas) por ocupar mando en plaza; lo del independentismo es una derivación digitalizada, un meme político. Para entenderlo hay que tener un cierto nivel informático y, pese a lo que pase esta semana, la lucha de burgueses se prolongará en el tiempo, porque, como decía Jacques Brel, “les bourgeois sont…” (verlo en Youtube). El tema de la trama corleonesa-valenciana es otra película en la que surgen sorpresas que no nos sorprenden; ahora parece como si los sansones acusados quisieran morir en el templo con todos los filisteos dentro, admiten el delito, dicen que todo venía del PP de Génova, que hacían una oferta que no podían rechazar, pero en el partido nadie se da por enterado; ni el consigliere, ni los capos de la famiglia saben nada de lo que se cocía en el ir y venir de dinero negro. Sólo falta una cabeza de caballo en una cama y la música de Nino Rota. Continuará, todavía estamos en la primera parte, en Little Genova.
Esos dos grandes basureros han logrado entretener a los lectores rebuscadores al tiempo que han puesto nerviosos a los políticos. De repente, las encuestas de los periodicos comenzaron a disparar al tuntún, y las encuestas secretas de los partidos deben decir cosas feas, porque todos se han puesto a prometer felicidades futuras (los, de momento, opositores), y a asegurar que todo marcha bien y que estamos en el buen camino (los, de momento, barandas en el poder) pero la realidad es que todos mienten y nadie está seguro de lo que dice. Los dos grandes partidos, convertidos en lo que son por los pecados de sus grandes líderes pasados (Felipe ni se habla con el secretario de su partido, y Aznar tampoco se habla con el presidente de su Gobierno, y los dos hablan con Rivera, que es como un personaje de Hombres G con su jersey amarillo)
Pero detrás de toda esta broza basurera hay una realidad que aparece disimulada: las pensiones. Pedro Sánchez, el socialista, promete refinanciar las pensiones del futuro; la ministra Báñez, una gran prometedora inane, también promete revisar el modelo de cálculo de pensiones, una cosa de bolero entre toda una vida cotizada o los mejores 25 años de nuestra vida. Y en eso estábamos cuando irrumpe la diputada Celia Villalobos para amenazar a pensionazo limpio. La presidenta de la Comisión del Pacto de Toledo (¿sabe alguien de alguna comisión que haya servido para algo?) lanza sentencias sin aval, diciendo que "hay ya un número importante de pensionistas que están más tiempo en pasivo, es decir cobrando la pensión, que en activo, trabajando”. No está claro a qué se refiere, si a que los pensionistas actuales somos de larga duración o que hay gente que se jubila joven (por ejemplo, militares, de los que se prevé que un total de 45.000 que se irán para casa pensionados a los 45 años) o a los senadores, que se jubilan sin haber realizado actividad conocida. También advierte que los que tengan ahora 45 años deben ahorrar porque no tendrán pensión, es decir, hagan un plan de pensiones en un banco (que suele ser un buen negocio para el banco y muy malo para el cliente) o, como sugiere la parlamentaria a la que pagaremos su pensión entre todos, hagamos la “mochila austriaca”, que es una variante del plan de pensiones. Villalobos viene a decirnos que hay que privatizar las pensiones, porque entre todos los políticos que soportamos, subvencionamos y padecemos, acabarán por arruinar el sistema. Nos quieren meter doblada otra privatización. Todo esto mientras se desconoce si alguna vez recobraremos el rescate de los bancos, si algún politico corrupto devolverá algo de lo gastado, y si el rescate de autopistas inútiles que acabamos de pagar a escote va a servir para algo. El peligro de los políticos acgtuales es que no entendieron nada del significado y la diferencia entre Estado y Gobierno, para ellos es todo una especie de pedanía en la que mandan por el imperio de la ley. Seguramente en algunos se debe esa falta de entendimiento a que su capacidad mental es similar a la del berberecho; en otros, porque los educaron así. Una vez más cabe recordar a los que padecemos a esta tropa, que las pensiones consisten en un plan de inversión que el trabajador hace en el erario público, que el Estado avala con su propia existencia, y que, a cambio, le garantiza una jubilación digna; no se trata, como cree Villalobos y alguno más una especie de prorrateo o de pago a escote. Con cerebros como la presidenta del Pacto de Toledo, más que ir hacia la mochila austríaca vamos hacia el paquete griego, un mísero desastre patrocinado por la troika europea.


viernes, 12 de enero de 2018

Mando a distancia

J.A.Xesteira
Uno de los implementos más útiles de finales del siglo pasado fue el mando a distancia del televisor. Si nos situamos en los tiempos del canal único, sólo necesitábamos un dedo para encender y apagar la España gris televisada y vivida. Vino el color, vino la pluridad de canales, que suponíamos que traerían mayor libertad (después comprobamos que era la misma porquería multiplicada) y vino el mando a distancia, para convertir al espectador impasible en un autómata capaz de cambiar compulsivamente de canales con la inútil esperanza de encontrar algo digerible (ya no esperamos que, además, sea culto, entretenido, informativo o ingenioso). El mando a distancia supuso un avance, y se multiplicó por aplicaciones a diversos electrodomésticos. Ya era posible encender la cocina, el vídeo, la música y otros chintófanos a distancia. La era digital acabó por multiplicar las aplicaciones, mediante teléfono u ordenador. Ahora es posible subir las persianas o encender el horno desde el teléfono, mientras estamos en un centro comercial comprando innecesariedades. Otra cosa es que subir la persiana a kilómetros de distancia sirva para algo.
La vida en la red, la vida digital, la existencia virtual, nos distancia más y más de las cosas, pero nos da la posibilidad de mandar, de ordenar. Desde los tiempos en que podíamos comprar un libro o un disco por carta, contra reembolso, hasta ahora mismo, que, desde nuestra pantalla compramos todo lo imaginable hay un abismo. Nacen cada día más empresas on-line, que nos mandan a casa una pizza, un contrabajo, la cesta del supermercado, el libro y el disco de antes (de papel y vinilo) o las zapatillas último modelo, en tiempo récord y con garantía de devolución. Nosotros mandamos, las redes llevan el recado y las empresas de mensajería nos traen el paquete, ya pagado con nuevos sistemas en los que no hay dinero físico; el viejo cash se muere y en su lugar aparecen opciones a distancia, que llevan números a una cuenta de Paypal o a un paraiso fiscal.
Decía el bolero que la distancia es el olvido, pero ahora la distancia no es más que un concepto virtual, desde la que damos órdenes que mueven dinero. Ese dinero ya no es la moneda y el billete que depositábamos en los mostradores de los bancos para que lo guardaran; ya no hay mostradores, no hay dinero y dentro de poco el banco no será mas que una página web (de hecho ya es) sin oficina ni empleados, nosotros seremos (somos) los empleados de los bancos y pagamos tasas por cuentras que manejamos a golpe de teclado y teléfono. Los trabajos y los trabajadores se retiran de las oficinas y se mandan a sus casas, donde pueden trabajar a distancia, en calzoncillos, si quieren. Las empresas se ahorran locales, mobiliario y herramientas. Cada vez existimos menos en presencia del amigo y más en la virtualidad de un whatsap o un tuit o un  foro de padres de alumnos. Los políticos hace tiempo que optaron por las comparecencias virtuales, con ruedas de prensa de pantalla de plasma, muestran sus grandes ideas (pequeñas tonterías) en twitter, y prestan su imagen a los noticiarios televisivos. Todo desde la distancia, en la que mandan.
Aparecen en este contexto dos hechos que avalan esta tendencia del mando a distancia. El primero es la posible presencia telemática de Puigdemont, desde Bruselas, y sus compañeros desde la cárcel, en la sesión de investidura del Parlament. Todavía está por desmadejar la maraña judicial que, previsiblemente será contraria a cualquier tesis que no pase por presentarse en el parlamento. Pero si en rigor aplicamos la virtualidad a cualquier proceso económico (una transferencia desde casa), judicial (inculpados que declaran por videoconferencia), o político (rueda de prensa de Rajoy en pantalla plana), podríamos aplicar el mismo sistema al Parlamento catalán, mediante una quedada o un foro de padres de la patria. En este largo proceso catalán (ya dije que la cosa iba para largo, y continua para largo) aparecen cada día novedades, presidents a la fuga, consellers a la cárcel, artículos constitucionales desempolvados para mandar en Cataluña desde la distancia de Madrid. Podriamos asistir la constitución de un president telemático, una especie de holograma de Obi Wan Kenobi para aconsejar a los jedis.
El otro hecho de mando a distancia se produjo en las pasadas fiestas, cuando centenares de incautos conductores quedaron atrapados en una autopista por el temporal de nieve que nadie predijo. El Gobierno le echa la culpa a Iberpistas, la empresa concesionaria, y ésta se la echa a los conductores, en un alarde de cinismo politico que despertará entre los afectados recuerdos poco educados a las madres de ministros y demás responsables. Es un tema repetido con varios detalles elementales: la autopista es un espacio privado, al que los conductoresd entran mediante pago, la empresa que cobra tiene la obligación de impedir el paso si no puede garantizar el servicio. Como si usted paga la entrada del cine y después no hay película. Por otra parte, el Estado, a través de la Dirección General de Trafico tiene la obligación de supervisar la correcta circulación por las autopistas privadas. Ni el Gobierno ni Iberpistas lo hicieron, y todas las disculpas no son más que mentiras evidentes (las grabaciones de los teléfonos de las victimas atrapadas no engañan: ni la DGT avisó, ni Iberpistas recomendó, ni la Guardia Civil de Tráfico fue capaz de hacer nada, y al final tuvo que ser la UME, esa parte de Ejército que sirve para algo más que para desfilar y que el propio PP denigró en su día.
Lo importante es que tanto el ministro Zoido y el director de la DGT estaban en Sevilla porque era día de Reyes y se jugaba el derbi Sevilla-Betis, y, con esa gracia (?) tan sevillana dijeron que trabajaron en el problema desde su casa, por internet. La oposición les echó en cara que no estuvieran en Madrid, pero es una tontería, en Madrid la hubieran cagado igual.
El mando a distancia se impone, los incompetentes lo son en directo y a distancia; los fantasmas son fantasmas en presencia física o en presencia telemática.

viernes, 5 de enero de 2018

La gripe tampoco es lo que era

J.A.Xesteira
Despedí 2017 con un gripazo y comencé 2018 con un gripón. Hasta aquí nada raro, la gripes son para el invierno igual que las bicicletas eran para el verano. Cada cual toma las uvas como puede y, además, como quiere. Hay gente que se viste de smoking para celebrar el fin de año, que es como vestirse de maitre de restaurante caro, pensando que en ello les va la elegancia; no es más que una apariencia, el relleno del traje siempre es menos elegante que el envoltorio, igual que la gripe en menos grave que la cara que nos deja. Centenares de personas, de creer las estadísticas informativas, despidieron el año igual que yo, agripados, unos en casa, moqueando en medio de la cena familiar, y otros rellenando las urgencias de los hospitales. En cualquier caso, la gripe de ahora ya no es lo que era, como el resto de casi todo. Se me ocurrió en uno de esos vértigos febriles con los que la cabeza da vueltas mientras tratas de sujetar las ideas. Y no me refiero a los tratamientos o a los avances médicos contra la gripe, un andazo indestructible (pasaran los siglos, se curarán las más graves enfermedades, pero la gripe, como el dinosaurio, siempre estará ahi), sino al ritual, a la pompa y circunstancia invernal que acompañaba aquellas gripes y que está ausente en estas.
Primero estaba la gripe escolar, la gripe de nuestra infancia, una gripe generalmente benigna, producida por andar a la lluvia y no abrigarnos como nuestras madres ordenaban. Eran gripe maravillosas; venía el médico de la familia, nos tomaba la fiebre (poníamos cara de mártir modelo Niño Tarsicio) y recomendaba unos días de cama, con un piramidón (el antepasado del apiretal infantil todo terreno de ahora mismo) y, no se sabe por qué, caldo y comida suave. El primer día lo pasábamos dormidos, pero al siguiente, aquello eran unas vacaciones de invierno: venían los amigos a jugar al parchís, leíamos tebeos y, sobre todo, pero muy sobre todo, no íbamos a la escuela, que era un paréntesis cálido y bien servido, sin maestros ni obligaciones (el que diga que les gustaba ir al cole miente como un bellaco pelotillero con efecto retroactivo) La gripe escolar era un descanso médico feliz.
Más tarde, superada la etapa juvenil, en la que la gripe era lo que menos nos interesaba, llegaron las gripes laborales. Eran gripes distintas, había que ir al centro de salud (el médico de la familia sólo venía a casa si estábamos en avanzado estado de depauperación) y pedir la baja. Generalmente nos juntábamos en la misma sala varios zombies gripales prestándonos virus poco usados y manteniendo conversaciones macabras sobre quien estaba más griposo y que si un primo se les había muerto por una gripe mal curada. El médico nos daba la baja, una medicación, reposo, y volver unos días después a por el alta. Aquí ya había variaciones y antibióticos. O bien se tomaba la medicacion o bien se optaba por un clásico inmortal: aspirina, leche caliente con coñá y camiseta de felpa. Una regla popular decía que una gripe con tratamiento se curaba en una semana, sin tratamiento, en siete días. Cada enfermo tiene sus rarezas y allá cada cual con su cuerpo y su alma.
Pero, de la misma manera que las enfermedades evolucionaron semanticamente y las muertes tienen diagnóstico detallado, tambien la gripe experimentó una evolución en su ataque, acoso y derribo. En los tiempos de mis gripes infantiles y juveniles, la gente se moría de cosas simples; mucha gente se moría “de repente”, que era un genérico, o de un cólico miserere, que sonaba como una mezcla de dolor y canto gregoriano, mientras que ahora mueren de infarto, de aneurisma de aorta, de ictus fulminante, que son marcas específicas; también se moría de cosas que ahora son enfermedades controladas, como la pulmonía, o la tisis, que, paradójicamente regresan de vez en cuando a repuntar, igual que las enfermedades erradicadas por aquellas vacunas que nos marcaban el brazo, y que rebrotan como pequeñas pestes, patrocinadas por la era de la estupidez, en la que los seres humanos somos listísimos y lo aprendemos todo en las redes sociales.
En la era de la gripe digital y del control saludable, la gripe es una campaña, un encuentro anual con una cepa de virus incógnito, que se trata como una invasión. Es la gripe mediática que acude cada año a la propagánda político-sanitaria, para recordarnos que hay que vacunarse. Nos lo recuerdan en los informativos, en los que suelen salir enfermeras vacunando jubilados/as con el añadido absurdo de las entrevistas a los vacunados: “Yo padecía todos los años, y desde que me vacuné, nada” Cosa sospechosa, porque me consta que hay otros tantos que no se vacunan y se mantienen en la vieja receta de la leche con coñá. Pero la propaganda es la propaganda, y esa señorita que nos dice en el informativo que el año pasado se registraron no sé cuantas muertes por gripe nos mete miedo con el virus para que acudamos raudos a pincharnos. La gripe ya no es ni un oasis de felicidad infantil ni un moqueo con coñá y parte de baja laboral, es un programa dentro de los presupuestos sanitarios anuales, además de una estadística y, un gran negocio para las farmacéuticas. Lo único que persiste es el trancazo febril y la levedad de ser humano metido en la cama.
Así estaba yo, chapoteando en mi sudor. Y cuando desperté, el presidente del Gobierno todavía estaba allí, en la pantalla, caminando a la lluvia, vestido de quechua, que es el uniforme de los jubilados caminantes, y que este año van a ganar un 0,25 más, una cantidad que ni da para compensar las subidas en cascada de carburantes y energía y las privatizaciones del bien público. Al principio creí que era una imagen de la fiebre, porque aquello caminaba de forma extraña. Después pensé que era una gripe antigua, que estaba viendo el NoDo en color y que al pasar Reyes tendría que volver a la escuela. Al final me dormí.