domingo, 23 de febrero de 2014

Suiza, patria querida


Diario de Pontevedra. 21/02/2014 - J.A. Xesteira
En tiempos tan viejos que parecen mentira, las redacciones de los periódicos no tenían un portero de seguridad uniformado, y la gente entraba sin control, muchas veces simplemente para ver que pasaba dentro. Por las redacciones solían aparecer personajes pintorescos, chiflados, pesados, subversivos, el cura con el horario de misas, el sindicalista clandestino, o cualquier amigo que no tenía nada mejor que hacer y que entraba para saludar y charlar. Por una extraña circunstancia que nunca conseguí aclarar, cuando entraba un chiflado que había visto marcianos o tenía un mensaje importante que dar al mundo, me lo echaban a mí («tú tienes mano», justificaban). De todos aquellas personas que pasaron por mi mesa (algunas aparecieron en las páginas del periódico como entrevistas pintorescas, en tiempos en que los políticos no acaparaban el espacio informativo) recuerdo a un hombre con una larga historia de emigración a Brasil (donde tuvo una librería) y su recorrido por el mundo; mientras me mangaba pitillos me contaba las características de los ciudadanos de los países por donde había vivido; todos tenían defectos y virtudes, y sus explicaciones eran ingeniosas y fundadas; de todos ellos sólo había un país que calificaba como el peor del mundo: Suiza. Los demás tenían defectos, pero los suizos eran lo peor. «Los suizos –decía– son como ladillas; viven bien y en caliente, cómodos y en un buen sitio, limpio y pacífico, pero no hacen nada, no producen nada y se alimentan de la sangre del resto de la Humanidad». Mientras se fumaba el último pitillo (se había ganado el resto del paquete de regalo) me acordaba de la célebre frase de «El Tercer Hombre», cuando Harry Lime, en la noria del Prater de Viena le dice a su amigo Martins: «En Italia, durante treinta años, bajo los Borgia, tuvieron guerras, terror, asesinatos y derramamiento de sangre..., pero produjo Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal, quinientos años de democracia y paz. ¿Y qué produjeron?..., el reloj de cuco». Como frase doblemente cínica (de cinismo y de cine) no está mal, y en la película, un alegato con más trasfondo del que parece, queda muy bien. 
Suiza es un país pacífico, neutral (esto es, no se mete en los líos, sólo se aprovecha de ellos) y uno de los más ricos del mundo. Culturalmente es de perfil bajo (sus escritores más prominentes son críticos con su propio país, y su máxima obra literaria es Heidi) Al contrario de la Italia renacentista, Suiza se inventó un sistema para vivir sin guerras, terror, asesinatos y derramamientos de sangre, como decía el tercer hombre, pero para guardar en sus bancos los beneficios de todas esas maldades. El chiflado de mi periódico acertaba con su definición. Harry Lime, también. En la antigua Helvetia el fin justifica los medios, todos los medios, todas las miserias de la Tierra, para guardar en sus arcas blindadas las divisas producidas por los diferentes tráficos del mal: armas, prostitución, drogas, esclavitud y lo que se les ocurra. El dinero no huele en los bancos suizos, y las tasas bancarias de las fortunas almacenadas dan para que los suizos vivan maravillosamente bien. En democracia peculiar (las mujeres tuvieron derecho al voto en 1971) y vendiendo sus productos más conocidos: relojes, navajas multiusos, chocolates, bancos y trenes. Claro que tiene enormes industrias; todas las corporaciones multinacionales de gran tonelaje tienen su sede en el país alpino. Y, además, acoge en Ginebra la sede de las Naciones Unidas y, una vez al año, en Davos, reúne a la flor y nata del capitalismo mundial para el habitual trapicheo de la economía (un humorista sugería que la mejor limpieza ética –no confundir con étnica– sería dejar caer un misil en Davos durante la reunión). 
A su pesar, de vez en cuando es noticia. Hace unos días los ciudadanos suizos acordaron en referéndum que no entraran los emigrantes europeos (el dinero puede seguir entrando sin problema). Y ahí se monta un pequeño lío. Porque la relación del país con el resto de la comunidad europea es particular (en realidad toda la Unión Europea es especial y complicada, más de lo que parece). Y las primeras reacciones son de suprimir las ayudas a programas europeos (los estudiantes suizos podían tener becas para venir, por ejemplo, a España de Erasmus, al revés, la cosa no es tan fácil). Y Europa amenaza, pero poco; Merkel y Hollande, la extraña pareja, pronto suavizan las amenazas, en su habitual línea de ponerse serios con los pequeños y suave con los grandes. El problema de los referendos es que no se sabe por donde van a salir los tiros, pero siempre muestran la verdadera cara del país; en este caso, los suizos ponen de evidencia que no son neutrales, sólo quieren que su finca alpina no la pisen esos forasteros que todo lo dejan perdido; seguro que si les dejaran elegir los inmigrantes, sí estarían de acuerdo en filtrarlos. De hecho ya los filtran. Ese mismo día del referéndum regresaba a su domicilio de Ginebra una inmigrante de lujo, la infanta doña Cristina; la mujer que se volvió ignorante por amor. 
Los emigrantes no pasan, pero pasan los clásicos maletines. Con la noticia del millón y pico del senador Granados en una cuenta suiza, se abre una hipótesis curiosa: la querencia de la derecha española por depositar sus economías en bancos suizos (antes de Granados ya estaban las cuentas –entre otros– de Bárcenas, y cabe suponer que puedan aparecer nuevas cuentas). La izquierda no tiene tendencia suiza (seguramente no por más honrada, sino porque le tirarán más otros destinos, a saber). Pero esta afición por derivar los dineros a las cuentas del país de las ladillas (mi chiflado dixit) es extraña. Y paradójica; al fin y al cabo, la Confederación Suiza tiene todas las características como país que la derecha rechaza para España: es una república federal, con 26 estados independientes, que habla varias lenguas (italiano, alemán, francés y romanche, por lo menos). Ya lo cantaban los amigos de Forges allá por los años de la Transición: «Suiza, patria queriiida;....ser patriota no quiere decir idiota; mi bandera la llevo en mi billetera».

miércoles, 19 de febrero de 2014

La sociedad en la red


Diario de Pontevdra. 15/02/2014 - J.A. Xesteira
Una moza de telediario dice, y lo veo de pasada, que Facebook es el fenómeno más importante del siglo XXI; como publicidad no está mal, pero si consideramos que al siglo le quedan por delante 86 años, es aventurar mucho. La de cosas que pueden pasar en el siglo es algo impredecible. Basta con echar la vista atrás y ver la futurología del pasado (aquella ciencia ficción de tebeo que no se cumple) y como los cambios radicales aceleraron un proceso social que no estaba en el libro de instrucciones. Pero tonterías informativas aparte, las redes sociales se han apoderado de un sector del pensamiento y la acción de la sociedad que no está ni controlada ni experimentada. Su vigencia es evidente; dejando a un lado a «defectuosos» como el que esto escribe, que no estamos ni en Twitter ni en Facebook ni prendidos a la marea de conocidos (me mantengo con un mísero blog, mientras que mi familia y amigos están interconectados permanentemente a través de los círculos mágicos que manejan con el pulgar, el dedo prensil que nació en los primates para poder comer y agarrarse a la rama del árbol). Es corriente ver (y chocar con) gente joven y menos joven que van por la calle mandando o recibiendo información a través de sus artefactos de pequeña pantalla en los que llevan su vida metida. También es frecuente contemplar la dependencia de lo que aparece en esa pantalla, como si fuera la bola mágica o el espejito de la madrastra; antes había una discusión de bar o de cena de amigos y podíamos estar con esa discusión horas; ahora, enseguida se corta con un rápido vistazo al Google, que nos responderá el año de la batalla, los goles del partido, la capital africana, el actor de la película o el título de la canción (y la canción, la película, el partido, la capital y casi la batalla, colgado en Youtube) La dependencia es grande, la utilidad también, los inconvenientes irán apareciendo sobre la marcha, el futuro es –como siempre– incierto. 
El presente, no. Cambio de escenario, cambio de reflexión. Voy a un restaurante; en una mesa del fondo alcanzo a ver a un hombre solo que hace años me fue presentado y que conocí durante un breve espacio de tiempo; no me reconoce, pero tampoco me ve: está disfrutando de una centolla para el solo mientras observa de reojo a su teléfono-tableta; come solo y toda su atención se reparte entre el marisco y el teléfono. En otra mesa, dos mujeres jóvenes comen pulpo y beben cocacola y una de esas gaseosas energéticas mientras manipulan sus teléfonos (no hay relación entre comer pulpo con gaseosa y mirar el teléfono, es una cuestión circunstancial) y de pronto una de ellas pulsa y sale una musiquita que le enseña a su compañera, es un «cumpleaños feliz» y supongo que será la grabación mil millones de un cumpleaños con teléfono; siguen picando pulpo y escrutando las pantallas. Otra mesa: tres hombres jóvenes comerciales (tienen un uniforme estándar del comercial), cada uno habla con alguien con el teléfono o mandan mensajes de cualquier cosa; no se hablan entre ellos y la comida se les enfría en el plato. En la mesa de al lado, dos hombres hablan entre si; por lo que escucho tienen algún negocio entre manos, seguramente quedaron a comer para hablar y para concretar, son los únicos que hablan, pero casi de improviso, de uno de los teléfonos que tienen sobre el mantel suena esa música tan conocida que viene de serie en los aparatos, el hombre lo coge y habla y el otro aprovecha para hacer una llamada. Los únicos que no usamos tecnologías somos el camarero (con libreta y un bolígrafo para tomar la nota, aunque el de la comanda lo teclea en una pantalla digital) y yo, que me dedico a observarlos a todos. Todos están unidos a una red, pero la sociedad que los reúne no está allí; la red Restaurante no une, ni siquiera la comida, que es un elemento paralelo a sus conversaciones y su vida virtual. La real es una reunión de comensales con la mente en otro mundo. ¿Qué quiero decir con esto? Nada en absoluto, las filosofías se me dan mal. Sólo anoto un detalle que seguramente a más de uno se le hará familiar, bien en el restaurante, bien en cualquier otro sitio.
 No hay marcha atrás. El futuro puede ser cualquier cosa, pero ahora mismo, las redes sociales, comunican al instante a toda la sociedad, unen por grupos extensos de afinidades, de amistades y de elección personal a toda la sociedad, pero ¿a que sociedad? Eso es algo que los sociólogos y todos los estudiosos del hecho social tendrán que estudiar (y les queda un largo camino por delante y muchas meteduras de pata que corregir) Entre las pocas evidencias que se pueden mostrar está la materia que se comunica a través de las redes que tanto absorben a la ciudadanía ambulante o sentada en un café. ¿Que se comunica? Aunque parezca un contrasentido, por lo que se ve en toda la información que nos llega a nuestras pantallas, la nostalgia principalmente, la contemplación de ver como éramos, de ver como era nuestro pueblo, como era nuestra juventud. Raro es el día en el que no llega un correo con imágenes de «nuestra época», que es esa edad inconcreta, en torno a los veinte años, que reconocemos como la edad en que «éramos» nosotros. La nostalgia del tiempo perdido. Porque el futuro (ya lo dije), es incierto, y el presente nos está colocando en compartimentos: los niños, en una serie de habitaciones en las que tienen que aprender todos juntos (a leer, música, judo, inglés y otras cosas) hasta la hora en que los recojan sus abuelos, que están en el compartimento de los jubilados (con la variable de los que almacenamos en los geriátricos), mientras la gente joven y de mediana edad está en el compartimento laboral (activo en precario o pasivo en paro). Pero todos unidos en una sociedad virtual que no podemos dominar, sólo contemplar.

La polític a es deporte


Diario de Pontevedra. 08/02/2014 - J.A. Xesteira
A veces, los profesionales del periodismo encienden destellos que hacen pensar que deben quedar rescoldos entre las cenizas de lo que fue. La foto de prensa, la que antes valía más que mil palabras (todo dependía de quien apretaba el disparador de la máquina o de que quien tecleaba las palabras), estaba en manos de fotógrafos que sabían revelar, hacer copias en blanco y negro (al color le dieron poco tiempo hasta que aparecieron las digitales) y sabían poner la noticia en imagen, ayudando (nos) a los periodistas a completar una buena información. Los que trabajamos años al lado de aquellos fotógrafos de prensa sabemos de su trabajo y de lo que valía una buena foto (a veces un palo de la policía por acercarnos mucho). La banalización de la profesión en todos los sentidos degeneró en una información servil (creo que ya hablé de esto suficientemente la semana pasada) y de la desaparición de los fotógrafos de prensa, sustituidos muchas veces por el teléfono del propio periodista («Ya, de paso que vas, le tiras un retrato al que da la rueda de prensa»). La enorme facilidad para acumular imágenes digitales en un chisme minúsculo llevó a la sustitución de la cantidad por la calidad («De cien puede que alguna nos sirva»). Pero, ya digo, a veces aparece esa foto que salva a la profesión. No se trata de hacer la foto del miliciano muerto de Capa, ni de ir a un hospital sirio para traer La Foto, sino de pescar al vuelo la imagen que nos dice todo de lo que no se ha dicho en miles de palabras. Esa es la foto de Mariano Rajoy, después del mitin de su partido, subiendo al coche con un periódico deportivo bien visible. Eso resume todo. No importa lo que dijera a sus fieles seguidores en la ceremonia ritual del partido, donde todos se convencieron de lo que ya estaban convencidos y, de paso, clamaron contra el enemigo. Todo eso no es más que un bla-bla-bla sin fundamento, un «¡somos los mejores y vamos a ganar!», una concentración de adictos a la causa que se reúnen para justificar su propia existencia. Los partidos son así y todavía siguen con esas manifestaciones autocomplacientes, como la tribu india antes de pintarse de guerra. Ningún partido organiza una asamblea de ese tipo para aclarar ideas, sino para levantar estandartes contra el enemigo y cantar los himnos de batalla. No hay ideas que reforzar, ni replantear, ni poner en práctica, ni aportar como novedad. Por eso, el líder Rajoy no sale de la asamblea con un libro de filosofía política, ni con la carpetilla de papeles de su partido, sale con la Marca (ojo, en España, los periódicos tienen género, y siempre fue «la» Marca y «el» As –preguntar en quioscos–) que es el resumen de sus intereses. Es sabido que el actual presidente del Gobierno es un gran aficionado al deporte, como espectador entusiasta (como práctica se le ha visto caminar para la prensa con séquito de turiferarios, pero nada más); se conocen sus seguimientos de ciclismo en varias etapas, se le ha fotografiado levantando los brazos ante un gol de la Roja y cosas por el estilo. De la prensa, por lo que ha mostrado, le interesan más las páginas deportivas que el resto, y hace bien. Total, las secciones de política nacional ya se las sabe, él es un «superstar» en ellas y sus compañeros de clase, también; las de política internacional le caen un poco a contrapié, y no las entiende muy bien (ni aunque se las explique Obama); las de cultura las salta (seguro) pero las de Deportes son claras y contundentes, es donde está la esencia del país, donde se concentra la política (nacional e internacional), la cultura, la economía, es la España real, indivisible y patriótica. Los periodistas de deportes tenían fama hace años de ser los más burros de la redacción (fue una frase de José María García, seguramente dicha para hacerse notar). Y en un principio (después de aquella Guerra) fue cierto, las redacciones se poblaban de personajes de aluvión, y el deporte era un signo de incultura y que se resolvía en los periódicos aprendiendo unas cuantas frases tópicas (algunas persisten: «sudar la camiseta», «la pelota está en el alero», «defensa a ultranza», y otras que se van inventando para repetirlas cada semana). Pero con la Transición que vino después del Gran Funeral, de pronto, los progres y los políticos que se autocalificaban de demócratas etiqueta negra, decidieron que el deporte era cultura (todavía no llegaban los nuevos adjetivos de «fashion» o «cool») y en las secciones de deportes escribían amigos míos que sí sabían escribir, que tenían conocimientos amplios del periodismo y manejaban un lenguaje a la altura de cualquier editorialista. No quiero decir con esto que el deporte (el fútbol, más que otra cosa) hubiera cambiado en su esencia; si bien los futbolistas ya no eran aquellos muchachos analfabetos que aprovechaban sus habilidades y su fuerza para hacerse un hueco en la vida y en la fama, y ya se alineaban titulados universitarios con chavales que eran capaces de hablar en público. Sin embargo, el gran negocio montado alrededor del deporte siguió en manos de personas de dudosa catadura; grandes negocios que rozaban por un lado con la ley y por el otro con la política. El deporte actual es la traslación de la política aplicada a la cultura de masas y fanatismos; el periodismo deportivo se convirtió en un enorme coloquio sin fin. El reflejo del país en la televisión lo definen los mal llamados coloquios (en los que todos levantan las manos hacia el de enfrente para hablar), mesas deportivas, políticas, de vecindario mediático. Son al periodismo lo mismo que la música militar es a la música: una apariencia. El presidente del PP leía la Marca posiblemente por ver si había otro directivo de fútbol para ir a la cárcel, otro equipo en huelga por no cobrar, o, a lo mejor, algún club implicado en un caso de corrupción política. A fin de cuenta el objetivo final siempre es el mismo: ganar nosotros y que pierdan ellos

domingo, 2 de febrero de 2014

Nada es lo que parece


Diario de Pontevedra. 01/02/2014 - J.A. Xesteira
La única manera que tiene el ser humano de enterarse de lo que pasa es hacer que se lo cuenten. Desde los tiempos en que las noticias corrían por los caminos en manos de los trovadores o personajes que relataban de viva voz lo que pasaba, todo con mucho retraso y a grandes rasgos, hasta hoy han pasado muchas cosas, incluida la imprenta de Gutenberg y los teléfonos con acceso a la red. Ganamos en velocidad y en abundancia de información, pero perdemos en veracidad y detalles; tenemos las noticias al instante y con imagen del momento, pero las toneladas de noticias que vierten sobre nosotros hacen que nos enteremos de lo que pasa como un medieval. Sabemos de la Guerra de Troya por Homero, con datos, pelos y señales, con nombres y armas, pero no sabemos de las guerras que están ocurriendo ahora mismo. Las tres o cuatro noticias que nos pueden interesar cada día se pierden en un mar de información, generalmente están mal escritas y no nos aclaran mucho de que van las cosas. Nada es lo que parece. El periodismo y los periodistas parecen haber perdido una batalla vieja ante la manipulación todopoderosa y censora de unos poderes superiores. Los periodistas parecen resignados a cumplir con un papel ajeno, que les permita ir tirando en su puesto de trabajo hasta ver si algún día cambian las cosas y se acaba de definir de una vez lo que es el periodismo de la nueva era. Mientras, caminan de rueda de prensa en rueda de prensa, en las que no se cuenta nada nuevo ni original, donde los protagonistas mienten y todos sabemos que mienten y donde nadie tiene nada que preguntar, porque las respuestas son anteriores a las preguntas. Sólo en ocasiones, cuando el figura que imparte doctrina tras el micrófono se olvida de desconectarlo surge la verdadera cara, la única noticia auténtica, sin mentiras, de cara a una galería aburrida. Esa anécdota de De Guindos, mandando a los periodistas a tomar por el culo es lo único verdadero, la única respuesta sentida por el ministro; todo lo que dijo antes de eso era simple cháchara política. Lo real fue lo otro, pero los periodistas no se dieron cuenta, porque hace años que se fueron a donde los mandó De Guindos. Siguen acudiendo mansamente a rodear de prensa a los ilustres para oírles decir cosas que podían mandar por un e-mail y sobraría materia. A veces hay ruedas de prensa que si dan juego, pero son las que se convocan con otras intenciones. Tal fue la del antiguo director del Teatro Real, que presentó una ópera de vaqueros gays, la afamada “Brokeback Mountain”, y aprovechó para decir dos cosas interesantes: una, que Eurovegas, la ciudad que tanto lucharon por traer desde el Gobierno de Madrid, era en realidad Sodoma y Gomorra; y otra, que la Iglesia Católica debería preocuparse más por sus problemas antes de hacer comentarios sobre los homosexuales. La obra fue un éxito, Eurovegas fue el nosecuantos fracaso del Gobierno madrileño, que suma deudas como si coleccionara cromos. A los sueños olímpicos, de parques temáticos y otras historias, tiene que añadir el fracaso (momentáneo, todo hay que decirlo) de la pretensión de privatizar la sanidad. Después de que los tribunales suspendieran sus pretensiones, en un alarde de altitud de miras, los responsables madrileños “renuncian” a sus proyectos de hacer negocios privados con la sanidad pública. Me informa un familiar cercano que tuvo que ingresar unos días en un hospital público madrileño, la otrora famosa Maternidad de O’Donnell, que aquello parecía un caserón fantasmal, vacío, donde las enfermeras pedían disculpas porque no tenían ni servilletas para poner en el almuerzo. Los trabajadores de la Sanidad se alegran de la nueva situación, pero no es motivo para ello. Volverán a la carga. Una de las características del Capitalismo (como de las grandes religiones) es que su negocio no es para el día. Si ahora han perdido esta batalla, estudiarán como volver a plantear la privatización por otros sistemas. Volverán. Tienen tiempo y medios, y las leyes juegan a su favor, a la larga y de forma paulatina.
A no ser que el partido en el poder no dure, porque, pese a que los periodistas están en ruedas de prensa, los síntomas actuales del PP son los mismos que padeció en su día el PSOE y antes la UCD; el desmoronamiento y deserción de los notables. Los partidos políticos se pudren como el pescado: por la cabeza. Y al PP se le van marchando algunos en busca de –dicen– esencias ultraderechistas, o de un lugar donde hacerse ver. De aquí a las elecciones que van a venir –da igual cuales sean, aquí ninguna elección es lo que parece– pueden pasar muchas cosas, pero no nos enteraremos, porque la sobreabundancia de material periodístico, a menudo mal escrito y contado en ruedas de prensa, no nos dejará ver la realidad. Se ofrecerán frases para los titulares que nos dejarán más bien fríos. Como la de hace unos días, que aseguraba el partido gobernante que la ley del aborto de Gallardón (perdón, falta una coma entre aborto y Gallardón) era buena para la economía. Créanlo, es así. Al menos para la economía de las líneas aéreas de bajo costo, que llevarán otra vez a las españolas a abortar a Londres, y para la economía de Portugal, país vecino, que verá aumentar el turismo clínico como en la década de los años setenta (siglo pasado). 
Los periódicos, cada vez menos en presencia de papel y más en pantalla, han perdido la capacidad de contar las noticias reales. Nadie se atreve a hablar claro sobre la delincuencia futbolística (con el brillante apoyo de los presidentes del fútbol a Del Nido y la actitud digna de los chavales del Racing), ni sobre la economía sumergida del país ni que la Alemania que rebaja su edad de jubilación pida a España más presión laboral, lo mismo que el FMI (otro organismo peligroso). Lo vemos en las páginas, pero no nos enteramos, porque lo que ahí aparece no es lo que parece. La realidad tenemos que buscarla por ahí, hablando con la gente.