sábado, 27 de abril de 2013

La cultura y el negocio


             
Diario de Pontevedra. J.A.Xesteira. 

Durante la semana que ahora acaba se instaló en todos los medios de comunicación una campaña para que todos leamos más libros (¿o era para leamos un libro, por lo menos?). La propaganda parecía destinada a una masa escasamente lectora, como si les dijeran que el libro no muerde ni es un virus de gravedad. En los mismos medios informativos se daba la noticia alarmante de la caída brutal de la asistencia a las salas de cine y de la desaparición de Alta Films, la productora cuyo propietario es, paradójicamente, el presidente de la Academia de Cine. El resto de las parcelas culturales, la música, el arte y todo lo que entendemos como cultura en general están en la cuesta abajo. Después del día del libro nos darán cuentas de cuanto se vendió, pero de las taquillas de los cines ya nos dicen que la recaudación ha caído un 16 por ciento en lo que va de año, las ventas de entradas para conciertos deben andar por el estilo, contando con que los conciertos son ahora de sala de estar, en contraposición con los antiguos llenazos de estadios de fútbol; supongo que los negociantes del arte en todas sus variaciones (incluidas instalaciones y otras actividades de difícil encaje) deben decir lo mismo. En resumen: no se vende una escoba cultural. La cultura está fatal.
Pero llegados aquí habría que comenzar a definir algunas cosas. La primera, que de lo que hablamos hasta ahora es de dinero, o, si me apuran, de la cultura como generadora de beneficios económicos. Cierto que de esos beneficios viven los que hacen y fabrican cultura, ya sean los autores y artistas, ya sean los que forman parte de la infraestructura comercial, los que fabrican libros, discos, películas, y los que las distribuyen y montan el negocio de exhibición. Lo que va mal es el beneficio, la creación debe ir más o menos como siempre; incluso los malos tiempos son buenos para hacer obras maestras. El problema está en que de la cultura de ahora no hay manera de sacar beneficio. 
Tomemos el libro, ya que estamos en semana de promoción literaria. Hace unos días me encontré con un viejo amigo editor de libros que me confesó que sólo se vive del libro de texto y del libro infantil. Bueno. Más o menos siempre ha sido así, y gracias a esos sectores podían permitirse el lujo de editar a docenas de novelistas que no iban a vender gran cosa, unas veces merecida y otras inmerecidamente. Pero en este momento el libro está en un punto de inflexión. Por un lado aparecen los libros digitales, con los que el lector puede comprar mil y pico de títulos de una sola vez y con ello no tener que comprar más libros en toda su vida (suponiendo que lee una media de un libro por semana, sin parar, puede tener para treinta y tantos años) Y todo por un precio módico. Pero con ello eliminaríamos las novedades, que también quieren venderse por vía digital. Demasiado. El debate se ha abierto entre defensores y detractores del libro-pantalla. Es cómodo y puedo leerlo en cama; si, pero no lo puedo dedicar como regalo; ya, pero puedo llevar la biblioteca entera en el bolsillo; bueno, pero eso va a arruinar a los fabricantes de estanterías, en especial al de las Billy de Ikea; es práctico; pero no huele a libro; las novedades las puedo piratear fácilmente; mal negocio para editores y libreros.... Y así podríamos seguir. La clave, creo, está no tanto en los formatos, que, a la larga, acabarán por coexistir y equilibrarse, sino en que, no se encuentra claramente el negocio en la nueva situación librera. Por lo que sé de los pequeños libreros, siguen vendiendo libros y el negocio se sostiene como siempre, en difícil equilibrio y a duras penas. 
El cine es otra historia, porque la industria necesita de grandes sumas de dinero para elaborar el producto a la venta. Y ese producto puede salirnos gratis simplemente con descargarlo de internet. Es cierto que la piratería le ha hecho un mal favor al cine, y los gobernantes anteriores (la ley Sinde) y los posteriores (la sonrisa de Wert) toman medidas que nunca llevan a ninguna parte. Pero, además de eso, hay factores que no parecen importar a los mismos gobernantes. Por ejemplo, que el 80 por ciento del cine en España lo distribuyen las grandes compañías hollywoodienses. Que el cine se ha convertido en un mal reflejo de serie televisiva y juego de ordenador. Y para eso ya está la televisión y los ordenadores. Y que se ha instalado en el disco duro de la sociedad el chip de que la cultura es gratis, que es un derecho que nos tiene que subvencionar el Estado y que no es necesaria para que el país vaya adelante. Tres errores, tres deformaciones que ningún gobierno se molestó de quitar a la gente de la cabeza y en educar a los ciudadanos desde el preescolar de que los tres son falsos: la cultura no es gratis, y tiene que pagarla cada ciudadano, lo mismo sea una entrada para la ópera que para un partido de fútbol; que el Estado debe proteger y apoyar, incluso económicamente, a todos los hechos culturales, pero que ello no implica que los generadores de la cultura no tengan que buscarse la vida; y, por último, que solo la cultura permanece y solo la cultura genera, a largo plazo, más beneficios que cualquier otra cosa. Islandia lo entendió así y basa en ello su milagro económico.
La música, que no encuentra formato adecuado para volver a los grandes beneficios de los tiempos del vinilo; las artes plásticas, que, una vez desaparecidos los dineros públicos gastados alegremente en épocas de bonanza, naufragan; los medios de comunicación, que no saben como sacar dinero de un periódico digital o de una televisión... Todo está en crisis. Habrá libros distintos, discos distintos, cines distintos, periódicos distintos, arte distinta. La misma vida es distinta. Y mientras no se encuentre la manera de sacar dinero del mundo distinto, andaremos así, en crisis, buscando esa otra forma de vivir.

sábado, 20 de abril de 2013

Variaciones sobre un tema



Diario de Pontevedra . 20 de abril. J.A.Xesteira. 

¿Por qué tres muertos en un atentado en Boston ocupan diez minutos en todos los informativos de televisión, primeras páginas de diarios y amplio espacio interior, con fotos y despliegue de corresponsales, y ocho niños muertos en Afganistán o las 4.700 personas muertas con aviones “drones” americanos ocupan segundos de mala información y sin  darle más importancia que una mera estadística? La pregunta es retórica; no se espera respuesta. Todos los muertos en atentados o por “daños colaterales” son lamentables y tienen en común algo evidente: no querían morir. Pero cuando la bomba mata dentro de casa saltan las alarmas y se produce una situación de pánico y estupor: ¿Cómo puede sucedernos esto a nosotros, en nuestro país? Es la misma pregunta de los atentados del 11-S que todavía no se han contestado los americanos, después de haber escrito libros y realizado películas. La respuesta es obvia. Por alguna televisión anda una serie americana, “Homeland”, que incide en ese tema, el del terrorismo y sus diferentes caras; la serie, ganadora de premios paradójicos es un pequeño espacio de reflexión insólito dentro del pensamiento generalizado americano. Viene a decir algo que todos vemos desde fuera: todo depende del punto de vista, no de la magnitud del atentado, del número de víctimas o de la maldad intrínseca con que se mata a inocentes. Durante la segunda guerra mundial, la Resistencia francesa (organizada a partir de los republicanos españoles que venían de perder una guerra, los franceses se sumaron después) eran terroristas para el ejército alemán invasor, mientras que para los aliados eran héroes que no cometían atentados, sino que daban golpes de mano. Puntos de vista y diferencias semánticas. 
Se considera que el terrorismo moderno comenzó con el atentado al Hotel Rey David de Jerusalén de los judíos contra el gobierno militar inglés; murieron cerca de cien personas y el hotel voló prácticamente por los aires. El concepto será distinto según figure en los informes británicos o en los judíos (que conmemoraron el aniversario en 2006) No es, pues una cuestión de buenos y malos según los esquemas del cine americano que exprime el tema hasta el agotamiento, sino de una realidad que se vive de diferentes maneras, según sea la foto de diez niños muertos en Pakistán, o del pequeño Martin, con su gorra de béisbol en la meta de la maratón de Boston. De los pequeños pakistaníes nada se sabe, si estaban allí porque salían de la escuela, si fueron bombardeados por un dron mientras jugaban en la calle o, simplemente veían a Bob Esponja en la televisión (también los niños pakistaníes ven a Bob Esponja en sus casas); la información de sus muertes duró diez segundos. Del pequeño Martin hemos visto amplios reportajes, las declaraciones de sus padres, los ositos de peluche que le llevan a alguna parte; y los espacios que ocupó su muerte y la de las otras dos personas de Boston superan el funeral de Margaret Thatcher.  
No es una cuestión de cantidad. Tres muertos no son nada en un país que tiene por costumbre vender armas a estudiantes para masacrar institutos de secundaria. Es el concepto. Si en lugar de poner bombas en la meta de la maratón bostoniana la noticia fuera que un francotirador dispara sobre la muchedumbre y es abatido a balazos de la policía el impacto hubiera sido mucho menor; se sucederían los llantos, los funerales, las palabras bíblicas (esas que se pronuncian en las películas de vaqueros en los entierros) y se colocarían flores, peluches y notitas en la entrada de las casas de las víctimas. Pero fue un atentado perpetrado con cosas raras, con ollas a presión marca Fagor, por encima, lo que coloca a España como suministrador de material de guerra subversiva. Rápidamente el FBI se apresura a informar que ese sistema los utilizan los terroristas de Afganistán, Irak, India y Nepal, y los periodistas españoles, lo repiten textualmente, como acto reflejo, olvidando que ETA ya utilizaba ese sistema contra algún militar en su coche oficial, si mal no recuerdo. Un arma de destrucción masiva (aunque en pequeño espacio) que no entra en los esquemas, se sale del concepto y, por encima, ocurre en casa, en Boston, no en un lugar llamado Kandahar o Kabul. Eso marca la diferencia entre terrorismo y otras cosas. Aparecen sospechosos, se revisan las famosas cámaras de seguridad que ya vigilan la vida para que nadie se escape del ojo del gran hermano, y encuentran a los que pusieron la bomba, y los acusan de terrorismo. Con razón.
Porque es una cuestión de conceptos. La CIA americana utiliza el vuelo de los aviones-drones, unos juguetes muy sofisticados que se controlan desde una ofician, con unos mandos y una pantalla como si fuera un juego de “plaiesteixon”; los tales avioncitos no son detectables, no tienen tripulación y transportan bombas mortíferas. Con ellos ya han matado a 4.700 personas en diferentes países con los que EEUU no está en guerra, como por ejemplo Filipinas, Pakistán o el Sahel. La CIA sabe que en esos sitios vive un terrorista (¿que cómo lo sabe? lo sabe y ya está, porque lo dicen) y le manda un avión con la bomba. Claro que en el bombardeo matan a unos cuantos viejos, niños, mujeres, vecinos en general. Pero eso son daños colaterales. Se calcula que por cada miembro de Al Qaeda muerto de esta limpia manera mueren 140 civiles que pasaban por allí. Es una forma de hacer la guerra en horario de oficina, con descanso para tomar un café antes del bombardeo. Limpio y práctico. Incluso hay una ley federal que prohibe usar esos aviones dentro del territorio americano. Los aviones salen de Arabia Saudí, que es un país típicamente demócrata, y matan allá donde los mandan. No es terrorismo, es hacer la guerra al terrorismo. Una cuestión de concepto, aunque se mate a todo el vecindario. Total, nadie los conoce, nadie corre en un maratón para ociosos con pasta (¿cuanto cuesta ir a correr a Bostón?). Los terroristas, como no tienen dinero para drones, compran ollas Fagor. Una cuestión de conceptos.

martes, 16 de abril de 2013

Crónica del rey pasmado


Diario de Pontevedra. 13/04/2013 - J.A. Xesteira
«Hay que vivir advertido pa’ no pisar el palito; hay pájaros que solitos se entrampan por presumidos”, cantaba en sus coplas Atahualpa Yupanqui. Y es cierto, la vanidad es el anzuelo donde se prenden los delincuentes de diversa estofa. La sensación de impunidad provocada por la importancia que se otorgan a sí mismos los que se enriquecen por la vía rápida, que suele ser la vía ilegal (si exceptuemos el golpe de suerte de la lotería, es imposible hacerse rico sin pisar la cabeza a alguien o a la ley vigente), que piensan que nunca van a ser descubiertos. Se convencen de que son invisibles y que sus dineros, colocados en paraísos fiscales (los únicos paraísos en los que cree la gente) nunca van a ser detectados y su tren de vida no se va a notar. Son ya muchos los políticos, financieros y demás fauna fotografiada en los juzgados, que han pasado de la condición de “respetable ciudadano” a la de “imputado”; y todos cayeron por su vanidad, por presumidos, por “dar el cante”, que es una expresión vulgar pero eficaz. Muchos presumieron ante sus propios compañeros de partido, que acabaron por venderlos a la chita callando, cuando la vanidad de lo delinquido no dejaba sitio para el reparto; otros, porque la chulería del prepotente es como un cartel de “a ver si eres capaz de pillarme”. Y los pillan, antes o después. Los ejemplos están ahí en la primera página de los periódicos, al gusto de cualquiera, para cabreo de los honrados ciudadanos que viven dentro de la legalidad. Desde el punto de vista de las personas normales, las que estamos en el paro, en la jubilación o a punto de Ere, no se entiende como no se dan cuenta de que van pidiendo una investigación y una condena ejemplar (de momento todavía no se ha condenado a nadie, la Justicia es lenta, y se espera para un día de estos que empiece a entrar en la cárcel alguno que otro presuntuoso delincuente; es de necesidad y de higiene social). Pero es que las personas corrientes no tenemos de que presumir; nuestros paraísos están en el más allá (los agnósticos y ateos no tienen ni esa posibilidad de invertir en futuro), y nuestras cuentas corrientes no permiten andar por la vida de reyes del mambo. Los últimos ejemplos, de Bárcenas, Urdangarín y la infanta Cristina, personas que entran y salen de los juzgados, son clásicos; esquían en lugares exóticos, tienen varias viviendas repartidas por ahí adelante que no se las va a desahuciar ningún banco, y no hace mucho, se dejaban fotografiar en los periódicos como triunfadores a su estilo. Los políticos corrientes, los que caducan con las elecciones, no tienen motivos para presumir y se les supone que viven bien con lo que cobran por lo que hacen, sea eso lo que sea. Los dos líderes, Rubalcaba y Rajoy son gente de escasa vanidad según se les ve de frente. El primero es el increíble hombre menguante y poco a poco va desconstruyéndose, como las tortillas de los grandes diseñadores gastronómicos; el segundo ya no es un ser humano, es ectoplasma que sólo aparece cuando se filtra a través de una pantalla plana. El primero no hace preguntas y el segundo no las contesta. Pero lo que preocupa es el Rey y su entorno, que es donde la vanidad saca a relucir cobros sospechosos, imputadas, rubias de dudosa vecindad, una reina en constante evasión y un monarca al que le crece la abdicación en el jardín. El príncipe Felipe es el único que aguanta en donde lo pongan, le va el puesto de trabajo en ello, y, como miles de jóvenes españoles, tiene que soportar al jefe y a la empresa, le guste o no. El rey Juan Carlos, con la salud quebradiza, también aguanta, pero más como terco que como rey. Si abdica, ¿a dónde va a ir?¿a buscar los nietos al cole?¿a Mallorca?¿a escribir sus memorias? No es fácil la cuestión, pero todo parece indicar que esta borrasca real puede acabar con una reforma constitucional que está pidiendo a gritos el reglamento de juego de la sociedad española. Ya es raro el día en el que no se nos informe de alguna historia sobre la familia real española. Un día son las cuentas suizas de su majestad, lo cual es ya una tradición; su abuelo, el trece de los alfonsos, tenía fama en su exilio romano de hacer buenas jugadas de bolsa con el dinero familiar y las acciones que le confiaba la parentela, dinero que depositaba en Suiza, claro está. Otro día salen los papeles de Wikileaks (ver “Público”, periódico digital) y allí aparece el príncipe Juan Carlos como un chivato de los USA de Kissinger, como un espía que habla demasiado y como un hombre entregado a los americanos. Para rematar, el yerno indeseado se va a Qatar como entrenador de balonmano, justo cuando el rey habla con su amigo el emir de aquel país tan demócrata para, dicen, hacer de comercial de la empresa Navantia. Y algunos parlamentarios tienen la ocurrencia de pedir transparencia de las cuentas y cuentos de la familia real. Vano intento. Si con la opacidad que nos caracteriza se nos muestra la familia modelo como un desbarajuste, no quieran pensar que pasaría si fueran transparentes. El rey parece vivir en una larga baja laboral, aquejado de pasmo crónico. Y el resto, capeando el temporal como pueden y les deja su terca vanidad. Son el reflejo de nuestra sociedad. Acaban de morir tres personas importantes. Margaret Thatcher, la mujer que lo privatizó todo para que Blair lo tuviera que volver a comprar. No era vanidosa, era prepotente. Sara Montiel era vanidosa, pero en su caso, la vanidad era su arte y el soporte de su figura de artista trascendente. José Luis Sampedro era el hombre sin vanidad; ante su talla de economista y humanista, el resto de los políticos y economistas son chamarileros de tercera. Era el hombre que dijo que poner el dinero como bien supremo nos lleva a la catástrofe. Allá vamos, chulos y presumidos.

sábado, 6 de abril de 2013

Semana santa


Diario de Pontevedra. 06/04/2013 - J.A. Xesteira
Cuando se acaba la Semana Santa comienzan un montón de cosas. Con ella se acaba el trimestre pagano (aquí convendría sacar a relucir la conversión de fiestas estacionales, como esta de primavera, cristianizadas y todo eso, pero no viene al caso) Cuando éramos estudiantes con vistas a convertirnos en hombres de provecho (lo que después se llamo competitivos y con carreras que tuvieran «salida», ahora hacia el extranjero principalmente) la Semana Santa siempre nos sorprendía con la guardia baja y los pantalones a media caña; entonces nos dábamos cuenta de que quedaba muy poco para terminar el curso y las dos etapas que acababan en Navidad y Semana Santa ya habían pasado y nosotros no habíamos estudiado nada. Ahí empezaba un camino desesperado hacia los exámenes finales en los que nos dejábamos el cerebro sobre los libros, con la ayuda de litros de café y estimulantes variados. Con el paso de los años no consigo recordar nada de lo que estudié en esos agónicos últimos trimestres, y sin embargo recuerdo como si fuera hace media hora la vida divertida y bohemia de los dos primeros trimestres, de lo cual se deduce que lo importante no está en estudiar para ser hombre de provecho sino en ser felices. Un inciso: la política española está repleta de hombres de provecho y de brillantes gestores competitivos; pocos bohemios. Las vacaciones de Semana Santa fueron, en tiempos remotos, vacaciones de seiscientos, con aquellos viajes hacia el infinito, atascados en un vehículo que, cuando lo vemos en alguna exhibición de coches de época, nos preguntamos cómo podríamos meter todo aquello dentro de semejante receptáculo. También nos atascábamos en carreteras de antes de las burbujas inmobiliarias, pero, a diferencia del momento presente, los atascos formaban parte de la vida, y no nos daban la lata con la inutilidad de esa información televisiva de la DGT de los atascos que hay en Madrid, una información que vuelve a la vieja idea de que sólo Madrid existe y el resto somos «las provincias». Realmente a los nativos al norte del Padornelo nos importa un carajo que la M-50 madrileña tenga retenciones de tres horas. Al resto de España, también le importa lo mismo. Esta pasada Semana Santa, de crisis y de tribulaciones, en la televisión, que es un medio de entretenimiento muy de cuaresma (siempre aparece una película de Cristos crucificados y biblias contadas al estilo del Reader’s Digest) dominaron dos temas: las procesiones y las inundaciones. Ambas estuvieron muy relacionadas, porque ya han salido las estadísticas de que este mes pasado fue el que más llovió desde siempre, de toda la vida. Sobre las inundaciones llegamos a una conclusión general: todo el sur de España parece haber sido construido sobre los lechos secos de los ríos, y todo el norte tiene que tener cuidado que no se junte la lluvia con el deshielo. Solamente Canarias, como en la canción, conserva el clima primaveral, y en Galicia no nos inundamos porque lo nuestro es arte. En lo que respecta a las procesiones, la TVE vuelve al tiempo del seiscientos, la televisión del régimen, del régimen de adelgazamiento periodístico y de viejas maneras, con olor a no-do y naftalina; por un momento se me puso en blanco y negro y se me apareció Marisa Medina para anunciar la procesión de Triana en Sevilla. Una de las cadenas estatales se dedicó al fervor popular de todos los ritos de viernes santo. Y los telediarios mostraron las lágrimas de los costaleros y de los penitentes, doloridos porque la lluvia impedía sacar los mantos recamados en oro de las vírgenes a la calle, y no era cosa de ponerle un chubasquero al Nazareno. La semana santa española es un espectáculo sociológico, turístico y antropológico. Porque llevamos viendo estas procesiones desde niños, pero si somos capaces de hacer una abstracción y convertirnos en un visitante ocasional que cae en Sevilla o en Zamora, pensaríamos que estamos en medio de un rito hindú o de una congregación del Ku Klus Klan, según el caso. Cada español, y por concreción, cada barrio, cada ciudad, tiene sus vírgenes y sus santos, que son mejores que los del vecino. La devoción casi idólatra por «nuestro» santo es digna de estudio. Recuerdo al respecto la anécdota verídica que me contó un amigo que, en una taberna, escuchaba como un marinero blasfemaba de toda la corte celestial y se cagaba en todo lo divino con nombre y apellidos. Mi amigo, conciliador, trató de parar al energúmeno invitándole a un vaso de vino, a condición de que dejara de disparar contra todo el santoral. El marinero le dijo: «Contra todos, non. ¿A que non me ouviu cagarme la Virxe do Carme?». «Pois non», le respondió mi amigo. «É que esa é a miña», le aclaró el blasfemo tabernario. Creemos en «lo nuestro», ya sea una imagen, una romería, un rito a tiempo señalado, más que una creencia religiosa que nos depare una manera de entendernos y de respetarnos; utilizamos muchas veces nuestra religión como factor de identificación excluyente. Nuestro catolicismo es una extraña fe que todos pagamos con dinero público gracias a un acuerdo a nivel de estados como no se tiene con ningún otro país. El papa de Roma, que se define como periférico, está haciendo más gestos que ninguno anterior por convertir su organización en otra cosa, al menos de cara afuera. Que lo consiga o no esta por ver. Todavía tiene mucho que podar en su multinacional. Por lo que respecta a España convendría revisar nuestra relación religiosa. A fin de cuentas, en estos tiempos de recortes, la iglesia católica es la única que subvencionamos de manera total sin rebaja alguna; pagamos entre todos (incluidos los ateos) a sus profesores de religión, el mantenimiento de sus edificios religiosos, incluidos aquellos que no tienen culto, adelantamos el sueldo de sus empleados, ponemos a disposición de ella el Ministerio de Hacienda como si fuera una gestora que adelanta dineros, más allá de la cantidad de dinero que recaudan por impuestos. Y con esta lluvia no me extrañaría que declararan las procesiones zona catastrófica con derecho a subvenciones extraordinarias.