jueves, 31 de marzo de 2011

Patrimonio nacional

Diario de Pontevedra. 30/03/2011 - J.A. Xesteira
Hace años me robaron el monedero en el metro de Madrid. De manera perfecta, profesional, el ladrón sacó mi monedero de un chaleco de aquellos de mil bolsillos sin que me diera cuenta. Adivinó donde estaba y se llevó cincuenta pesetas y un cupón de la Once (que por cierto, no fue premiado) La mala leche que me quedó no fue por la pérdida económica, sino por la impotencia de no haberme dado cuenta, la sensación de inutilidad y de insignificancia que nos queda cuando somos víctimas de un robo, por grande o pequeño que sea. La impunidad, la indefensión, la amargura de la víctima es lo más duro del robo, aunque sea de un monedero en el metro de Madrid. Hace unos años recordaba esta anécdota de delito menor cuando los vecinos de Sada reclamaban la devolución de las tierras que les habían sido robadas durante la guerra civil (en 1938) para regalárselas al “invicto caudillo” Franco como una donación del pueblo de Galicia hacia quien iba a ser generalísimo bajo palio episcopal durante muchos años. El supuesto regalo era, en realidad un robo legal a las gentes que tenían fincas alrededor del pazo de Meirás, comprado por una cantidad ridícula (según los herederos de sus propietarios de entonces) para regalo de las elites franquistas (estómagos agradecidísimos) al general que estaba a punto de ganar la guerra. La suma recaudada por “suscripción popular” fue de 9.000 pesetas de aquellos años, una fortuna que se reunió peseta a peseta de todos los vecinos, incluidos funcionarios municipales, so pena de ser sospechoso de republicanismo, rojo o izquierdoso (con lo que eso suponía en plena guerra) Es decir, que el regalo que colgó medallas de los próceres coruñeses (incluido el título nobiliario del conde de las Fuerzas Eléctricas del Noroeste Sociedad Anónima, despropósito heráldico donde los haya) se perpetró por el sistema de “o si o si”. Todo eso es material de hemerotecas, dato estadístico registrado en los periódicos de la época y en los libros consiguientes de la larga colección de rescatar, glosar, lamentar, describir, alabar, penar o fantasear la guerra más civil de España. Son datos sin más. Pero hace unos años, cuando los vecinos de Sada y Oleiros reclamaron devoluciones que nunca llegarán, y mientras se hablaba de que el pazo iba a ser abierto al público, me venía a la memoria la sensación del monedero robado: la impotencia, la tristeza, la indefensión, el ninguneo, la prepotencia de los poderosos, y la imposición a aquel “pueblo gallego”, que maldita la gracia que le hizo que le robaran sus fincas para que el Caudillo tuviera su palacio de verano, donde celebrar sus consejos de ministros antes de ir a pescar un cachalote en el Océano Atlántico. Las expropiaciones forzosas de fincas y casas, las amenazas más o menos veladas y los silencios impotentes son más dolorosas que el bien perdido en el expolio. El regalo fue nominativo, para Franco y su familia, que son, actualmente, los titulares de la propiedad. Con el tiempo se fueron añadiendo bienes depredados, “regalados” o trasladados forzosos al patrimonio. La señora de Franco tenía fama, dicen que merecida, de dejarse “regalar” aquellos objetos en los que ponía el ojo de hábil tasadora. Al respecto recuerdo una visita a una iglesia románica de la zona de Muxía, en la que su párroco me contó como una pila bautismal de indudable interés histórico-artístico, fue cargado una mañana en un camión del Ejército por soldados al mando de un sargento. ¿Destino?: Meirás y no volverás. No fue la primera vez que los ilustres próceres regalaron lo que no era suyo. Hay otro ejemplo, sin salir de Galicia, la Isla de Cortegada que el pueblo de Vilagarcía de Arousa “regaló” al rey Alfonso XIII y que después pasó a una empresa que se la compró a Don Juan de Borbón con la intención de construir una urbanización. Al ser declarada parque natural, la cosa acabó como el rosario de la aurora: la urbanizadora quiso una indemnización y la Xunta tuvo que pagar 1,8 millones de euros por la expropiación. Es decir, el “pueblo gallego” pagó dos veces por la finca, una cuando la regaló por suscripción popular y otra, cuando la expropió. En todos los casos, los que hacen el regalo en nombre del pueblo acaban recibiendo títulos, medallas, nombres de calles y, lo que es mejor, gozan del beneficio del negocio bien hecho, son próceres ilustres y bendecidos por el poder y sus regalías. Estos días vuelve a estar de moda el pazo de Meirás, abierto al público curioso. La sociedad ya ha engendrado un grupo específico que es el de “los que van a ver lo que está de moda”, ya sea el Guggenhein, un museo de pintura romántica, la casa de las ciencias de cualquier sitio, un parque temático o un pazo de Meirás; el interés está en la propia excursión y en fotografiarse delante o dentro del recinto, nunca en lo que encierra el propio recinto. Y allí estuvieron los curiosos, la prensa y los guías. Al parecer, lo que encontraron les decepcionó. No sé que pensaban encontrar, pero no había nada morboso, ni parafernalia imperial ni historia de España. Aquello era un lugar de paso, veraniego e incidental. No era un sitio estable donde se pudieran acumular esos detalles que conforman el paso del tiempo histórico. Lo que pudiera haber de valor probablemente fue puesto a buen recaudo. Meirás es un lugar vacío, sin historia. Como la memoria de este país, que se resiste a reaparecer y aclararnos el pasado. La historia de Meirás está en los libros y las hemerotecas, en la impotencia de los expoliados por los ilustres mandamases de la época, no en el cascarón vacío del pazo. Y esa memoria no dejarán que aflore, y al poco que cualquiera (léase Garzón) intente darle la vuelta a los crímenes que fueron, enseguida aparecen gritos de que el pasado hay que enterrarlo, que el tiempo ya lo ha solucionado. No es cierto. Como decía John Lennon, “El tiempo hiere todas las curaciones”.

jueves, 24 de marzo de 2011

Gente rara que hace cosas raras

23/03/2011 - J.A. Xesteira
Japón ya no es el mismo después del terremoto y el tsunami, dos palabras consustanciales con la isla del Sol Naciente, la primera, porque va unida a sus movediza estructura básica, la segunda, porque es palabra japonesa que han regalado al mundo. El destino de Japón parece ligado a los grandes desastres y, más concretamente, a los desastres que vienen de la energía nuclear. Con las bombas de Hiroshima y Nagasaki (un crimen de guerra contra la población civil que nunca llevó a EEUU a los tribunales, a diferencia de los procesos de Nurenberg) el imperio nipón entró en otro mundo, en otra dimensión, entró a la fuerza en el capitalismo obligatorio para todos los que perdieron la guerra aquella. Y lo hizo bien, aprendió de Occidente el asunto de la producción, y se colocó en los primeros puestos de los países productores. Y, cuando su economía andaba renqueante por uno de esos avatares de la vida, las fuerzas de la naturaleza se despiertan para recordar al mundo que todo el poder de los hombres puede acabar en un instante. Y vuelve de nuevo la amenaza atómica, de nuevo el miedo al uranio y al plutonio (el isótopo que nunca desaparece, el de la contaminación eterna). Y Japón, después de que contabilice los miles de muertos, todavía sin contar, entrará de nuevo en otra dimensión, como si acabara otra guerra que duró unos instantes. Lo vemos en la televisión y hay páginas sensacionales en Internet que nos muestran paisajes a vista de satélite antes y después del desastre; vemos en imágenes como la fuerza del mar arrastra aviones, barcos, coches, casas y (suponemos) miles de personas en ese caldo macabro, y vemos en directo como los japoneses andan de un lado para otro y se organizan de forma disciplinada, sin aspavientos, ordenadamente, casi sin lágrimas, para buscar a sus desaparecidos, llenar los bidones de agua o colocarse las mascarillas, como un ritual prefijado. Son gente rara que hace cosas raras. Parece que lo tienen ensayado, que, de la misma manera que tienen prevista una mochila para terremotos y aprenden unos protocolos para aguantar los temblores, lo mismo que sus edificios (no cayó ninguno de los grandes) están preparados para las grandes pérdidas, o para rajarse la barriga o para hacer el kamikaze. Puede que sea su concepto religioso, que aglutina lo mejor de Buda y el Tao, y les da esa solemnidad de espíritu que aflora en los momentos más dramáticos. Son raros, por lo menos visto desde aquí. Me gustaría saber que podría hacer con esta actualidad el fallecido maestro Akira Kurosawa, que desgrano en hermosas películas mucho de ese carácter japonés. Y me gustaría saber que puede hacer el maestro Hayao Mirazaki, él que ya nos pintó un tsunami y un desastre en su película “Ponyo en el acantilado”. La tierra de los árabes, dicho así en un sentido amplio, tampoco es la misma que hace unos meses. Las revueltas de Túnez y Egipto, que destronaron a los eternos dictadores pasaron a Libia, con las mismas intenciones, y amagaron con pasar a otros países (todos, sin excepción, están gobernados por elementos más o menos parecidos) Sin embargo, en Libia, dieron en hueso, El Gadaffi, ese personaje de carnaval gaditano o de moros y cristianos valencianos, es mucho más duro que los decadentes Ben Alí o Mubarak, y los rebeldes se lanzaron demasiado pronto a los kalashnikov sin calibrar el peligro. El resultado es que al final se arma una buena, con la intervención de EEUU, Gran Bretaña y Francia, al estilo de El Bueno, El Feo y El Malo, acompañada por la tropa secundaria habitual. Todo porque el hasta ayer amigo del alma El Gadaffi, ha dejado de ser amigo del alma y se convirtió en enemigo del cuerpo. Se le congelan los negocios y se le invade, para defender como siempre, a “la democracia y a la decisión popular”. Sin embargo, en la vecina Barhein, donde la decisión popular sale a la calle para pedir democracia (el rey es todopoderoso y la monarquía es hereditaria) es otro cantar; EEUU tiene allí una base y la invasión se hace al revés, para defender al tirano contra los revoltosos que andan por las calles desarmados. Son gente rara. Los tunecinos y egipcios, que han ganado un espacio para la democracia, irán, poco a poco perdiendo lo conseguido en las revueltas (todas las revoluciones que no se llevan hasta el final son revoluciones perdidas, miremos a Portugal o a Nicaragua) e incluso después de llegar al final, el tiempo acaba por oxidarlas y convertirlas en otra cosa. Los libios no llegarán a ver su revolución, simplemente pasarán de El Gadaffi a un protectorado occidental, que pondrá a un sucedáneo de títere (al estilo de Afganistán) para seguir disfrutando del petróleo. Los revoltosos libios, que no se sabe quienes son ni de que van, por lo que se ve en la televisión, se lo pasan divino disparando al aire, haciendo gasto y ruido, mucho follón pero poca cabeza. Gente rara haciendo cosas raras. Me gustaría ver una versión del mundo árabe joven realizado, por ejemplo por un externo, como el francés de origen hispano-argelino Tony Gatliff, pero estoy seguro que después de lo que será el mundo árabe dentro de un año, saldrán películas, realizadas por talentosos directores árabes de cine que nunca veremos ni podremos comprar en DVD, sólo aparecerán algunos en festivales como gente rara haciendo cosas raras. Y mientras tanto, los españoles. Sí que somos raros y sí que hacemos cosas raras. No hay más que asomarse a las televisiones, que oscilan entre subespecies humanas que se insultan o que aplauden a los que se insultan, hasta los políticos (raros dentro de lo raro) pasando por los grandes expertos que hablan de Japón y el mundo árabe (y, de paso de Zapatero y Rajoy) Y en la calle, millones de españoles, felices dentro de la crisis, que disfrutamos de la vida como budistas disparando al aire con un kalashnikov mientras esperamos por las elecciones de mayo como si fuera la liguilla de ascenso a tercera división. Somos raros, hacemos cosas raras. ¿Que haría ahora con este material espiritual el maestro Berlanga? A estas alturas sólo Alex de la Iglesia o Santiago Segura son capaces de retratarnos dentro de nuestra rareza.

jueves, 17 de marzo de 2011

Los bancos no son de fiar

Diario de Pontevedra. 16/03/2011 - J.A. Xesteira
Bertolt Brecht (es sabido) consideraba más delito fundar un banco que atracarlo, su frase puede leerse (como casi todo) en internet. Los bancos son un mal casi obligado, donde guardamos nuestros ahorros, muchos o pocos, y, a cambio, en teoría (es decir, en la letra grande, la práctica siempre se escribe en letra pequeña, que nunca leemos) nos dan unos beneficios imaginarios, que desaparecen al convertirse en tasas por mantenimiento, por transferencias, por cobro de recibos, o porque es miércoles. Los bancos (es sabido) son los únicos entes organizativos que siempre tienen beneficios, año tras año, mientras el mundo puede desplomarse a su alrededor. Incluso en el hipotético caso de que un banco se hunda, quiebre o lo absorba otro banco situado por encima en la escala de depredadores, el banco no se inmuta, porque los que pierden son esos miles de pequeños y medianos ahorradores que guardaban sus dineros dentro de un mostrador, al que tienen acceso a través de un empleado o empleada, generalmente muy amables (es lo único amable de los bancos, las personas que están detrás del mostrador y que generalmente esperan una prejubilación favorable a la vuelta de cualquier absorción bancaria o fusión de cajas). Los grandes financieros y empresarios que guardan sus fortunas en bancos, con trato preferente, suelen escapar de esa quema con antelación, no los pillan dentro nunca, porque, además, suelen trabajar con otros bancos distintos al que usted o yo podamos usar, situados en las quimbambas fiscales donde no llega ni la ley ni la justicia. En realidad cuando hablamos de dinero nos referimos sólo a una entelequia, porque sólo se trata de números en un papel, que se suma o se resta cada fin de mes y que se filtra hacia el mundo real en pequeñas cantidades que obtenemos a través de los cajeros automáticos. En las películas, los bancos son siempre el objetivo de un atraco, a tiro limpio en el Oeste Lejano o en la América de la Depresión, por métodos sofisticados, con especialistas que se pasan toda la película organizando el atraco, o, más recientemente, gracias a la informática y a un cerebro que sabe piratear cuentas corrientes de la misma manera que los espectadores pirateamos esas películas en nuestros e-mules. La historia de la Economía mundial, que tiene ya recientes grandes hitos, como el crack del 29 o la crisis del petróleo del 72, suma ahora la Crisis, ese concepto universal que recoge todo el proceso delictivo en el que parece que no hay delincuentes para un delito de lesa humanidad, y en cuyo origen están todos los bancos del mundo, sin excepción, aunque después todos se hayan convertido en víctimas a las que hay que indemnizar y, por encima, todos contabilizan sus balances anuales con ganancias. Es como si nos robaran en casa y por encima tuviéramos que indemnizar a los cacos. El poder de esas organizaciones es enorme, no hace falta convencer a nadie de ello, se sabe, se palpa, se huele. Sabemos que el Capital mueve la política, aunque no sepamos precisar en que medida, y que ese capital se almacena en los bancos (y sus empresas paralelas). Son las entidades peor valoradas en el inconsciente colectivo, porque sabemos que no son amigos nuestros, aunque no nos queda más remedio que pagar el recibo de la luz a través de nuestra cuenta. Incluso el (teóricamente) vigilante de la legalidad del proceso bancario, el Banco de España, no deja de ser eso, un banco más, igual que el Banco Europeo o el Fondo Monetario Internacional. Son fuerzas del mal en nuestra propia película vital. Hasta ahora aceptábamos resignados ese proceso bancario: yo ingreso mi nómina y de vez en cuando pago en el súper con mi tarjeta y saco unos billetes del cajero para tomarme unas cañas. Así es la vida y el sistema. Pero acaban de saltar algunas alarmas que nos dicen que el proceso puede cambiar, igual que los gobiernos árabes. Sabemos que los bancos no están para fiar (fiar, según la RAE: que una persona pagará lo que debe, obligándose, en caso de que no lo haga, a satisfacer por ello) Las hipotecas que tanto obligaron a miles de personas a vender su alma a la banca, ya no están al alcance de cualquiera. Ya no se fía. Pero, de rebote, tampoco nos fiamos de la banca y comenzamos a dar señales de que no queremos que negocien con nuestro dinero. Para muestra, dos botones bien diferentes. En Zaragoza, unas monjitas (nunca entendí porque a las monjas les ponen diminutivo y no decimos, por ejemplo, los curitas o los obispitos; debe ser la misma norma que habla de braguitas femeninas y no de calzoncillitos masculinos). Bien, decía que esas monjitas zaragozanas, de clausura, para más detalle, sufrieron el robo dentro de su convento (un rififí a la antigua usanza) de nada menos de un millón y pico de euros, que tenían dentro de un armario, se supone que para gastos corrientes, y no tener que salir de la clausura para ir al cajero automático de la esquina. Las hermanas aseguran que no se trata de dinero negro, y hay que creerlas, pero está claro que no se fían de los bancos, que prefieren tenerlo en su armario. Otro que no se fía es el coronel (o dictador, según los días) Gadafi, que está a punto de ganar la guerra a los revoltosos de su país, y dejar así con el culo al aire a todo Occidente, que ya lo enterró hace días. Gadafi, que como buen dictador guarda sus dineros en paraísos fiscales, en Suiza, Luxemburgo, Mónaco, incluso en bancos italianos de su propiedad, sabe que esos mismos países, que viven del dinero de sangre de los países pobres, se convertirán en defensores de la legalidad, la justicia y los derechos humanos cuando los dictadores son derribados, haciendo siempre gala del habitual cinismo bancario. Por lo tanto, Gadafi, como las monjas aragonesas, tiene metidos miles de millones de euros en contante y sonante, en sus bancos de Trípoli y en cajas fuertes en su casa. No se fía de los bancos, aunque sean los más grandes del mundo, sabe que siempre darán la espalda y se quedará con sus cuartos a las primeras de cambio. Al final siguen el ejemplo de Oubiña, con los dineros en el colchón y en la viga.

jueves, 10 de marzo de 2011

Un millón de amigos

Diario de Pontevedra 10/03/2011 - J.A. Xesteira
Roberto Carlos debería estar contento. Sus deseos pueden haberse cumplido desde aquella canción que todo el mundo tarareó alguna vez (si, usted también, no lo niegue) en la que decía que no quería cantar solito, que quería un coro de pajaritos y tener un millón de amigos. Los deseos un tanto infantiles, aunque pacifistas, del cantautor ya se pueden realizar. Las redes sociales ya hacen posible que cualquiera, sin ser famoso ni tener club de fans, tenga un millón de amigos en la página de Twitter o Facebook. Basta con preguntar; Fulano quiere que Mengano lo tenga como amigo, y, si a Mengano le conviene, lo “ajunta” como antiguamente se hacía en las pandillas sin mediación cibernética. Y así, tirando de la red, pescamos millones de amigos que se van pasando en bloque de unos a otros. La velocidad de aceptación es enorme, como todo lo que sucede en estos momentos, la inmediatez manda sobre todo, y los nuevos avances, que hace años costaban años introducir en las normas de convivencia social, hoy se implantan en cuestión de meses. Ayer mismo, en un bar, esas ágoras nunca bien reconocidas, donde se puede analizar todo lo que está pasando, pegué la oreja a la conversación que mantenían el camarero-propietario y un cliente-amigo; comenzaron hablando de las orquestas gallegas, un tema en el que eran auténticos expertos y de pronto pasaron a hablar de sus páginas en Facebook, porque uno de ellos tenía como amigo a un cantante-vocalista, que acababa de entrar, pero, de paso, había borrado de su lista de amistades digitales a un pelotón de conocidos. Por las redes ya circulamos todos, de alguna manera, por activa o por pasiva. Reaparecen fantasmas del pasado; aquel amigo de la mili que no volvimos a ver (a pesar de vivir tres pueblos más allá), el compañero de bachillerato que ganó oposiciones de funcionario en una Diputación a tres provincias de distancia, o el tipo ese con el que nos cruzamos por la calle pero que rara vez saludamos. Todos, en la red social, se hermanan, se abrazan, se hacen amigos, se enseñan las fotos de los hijos, de los nietos, se mandan besos, exponen muchas veces sus interioridades, entran en las casas a través de la pantalla del ordenador, preparan fiestas sorpresa para el cumpleaños de la amiga, se anima a que escuchen una canción, lean un libro, vean una película, disfruten de la vida, o acompañan en el sentimiento de la muerte amistosa. Todo esto afecta a la sociedad en su conjunto y a la manera de relacionarnos. A partir de ahora mismo las cosas son diferentes. Los famosos lo entendieron antes que nadie, porque la fama es siempre una realidad virtual, y da lo mismo vivir en la fama que en Twitter. Los que manejan a los famosos y sus finanzas, saben donde hay que ponerlos. Hace unos días, un actor americano cuyo único mérito actual es ser marido de Demi Moore, fue suplantado por un pirata en su página de Twitter, a la que es un adicto, y en la que cuelga fotos de su esposa Demi en bragas y planchando la ropa (las adicciones suelen acabar en desfases). La noticia que informaba de la vida de este tipo en Twitter (da la impresión que todo lo filtra por su página) señalaba que tenía 511.920 seguidores (le falta otro tanto para tener el millón de amigos). Pero todos están ahí, y los nuevos valores del cine y la canción ya existen mucho más en Internet que en la realidad; de un cantante no conocemos sus canciones (ya nadie puede tararear un éxito, tampoco hay éxitos) pero todo el mundo puede ver a Lady Gaga vestida de bistés. Estamos ya en otro mundo. Y en ese mundo hay otros dos lugares, además del mundo del espectáculo, que buscan tajada de la oportunidad. Van con retraso, porque no se lo esperaban. El mundo de los negocios y el mundo de la política (cada vez más amigos) se encuentran con el hecho irrebatible de que la juventud vive en esos mundos en donde ellos todavía no mandan. Las redes sociales ya son un arma cargada de presente. La juventud, que nació delante de los paraísos artificiales en pantalla plana, es capaz de salir a la calle y plantarle cara al sistema después de “ajuntar” a un millón de amigos “y así más fuerte poder cantar”, como decía Roberto Carlos, aunque lo que le cantan son las cuarenta a los viejos dictadores árabes o a los nuevos políticos en cualquier parte que se presenten. Los que mueven los dineros del mundo, los delincuentes conocidos como financieros, banqueros, expertos y tiburones de las bolsas, todavía no han exprimido bien el mundo de la amistad en la Red, pero lo harán un día de estos. De momento, sólo los suministradores de vehículos amistosos, los fabricantes de artilugios para ponernos en contacto, se están forrando; dentro de poco, cuando recibamos un mensaje en nuestro correo de “el presidente del Banco de Santander –por decir uno, pero podía ser el de Wall Street– quiere ser tu amigo”, la cosa variará; tendrán ese millón de amigos y ya se encargarán de cobrarles una tasa de amistad. Los políticos lo tienen más duro; son gentes sin cintura, se les ve tiesos dentro de sus trajes. En realidad, los políticos son como los ciclistas, existen en la tele, que es donde se les ve sudar, dar el tirón, avituallarse, bajar los puertos, viajar en pelotón o caerse; fuera de la tele se les ve pasar en unos segundos, como una mancha de colorines. Deberían andar como locos intentando buscar en las redes sociales a dos sectores básicos, que existen ahí: los abuelos y los nietos, que son los que hacen amistades en Internet, bien con los colegas del pasado bien con los del presente. Los abuelos son la nueva clase social que puede montar un Tiannanmen como les toquen las narices, porque, además vienen sabidos de atrás (por ejemplo, a la hora de diseñar colegios, deberían tener en cuenta el área de espera de abuelos, y no es coña). Los nietos son los que pueden poner en pie de guerra a una legión de jóvenes parados suficientemente preparados para un futuro que no acaba de llegar y que puede sacarlos a la plaza. Ellos tienen un millón de amigos, y los políticos, de momento, sólo tienen un coro de pajaritos.

jueves, 3 de marzo de 2011

Derribemos a los viejos amigos

Diario de Pontevedra .02/03/2011 - J.A. Xesteira
Desde hace unas semanas estamos asistiendo a un fenómeno insólito en lo que llamamos mundo árabe y que comprende a los países del norte de África y el Oriente Medio, un lugar inconcreto de confusa situación en el mapa (para la mayoría del personal es difícil situar países como Kuwait, seguramente porque los medios de comunicación hace tiempo que abandonaron su obligación de educar a los lectores o contempladores de sofá). Asistimos como espectadores privilegiados a la revolución de los sistemas establecidos. Vemos a la juventud de esos países que englobamos en el genérico de “los árabes” protestar en las calles, agitarse en las plazas, protestar en las avenidas que tienen nombres de viejos dictadores. Si la calle siempre ha sido el escenario natural de la revolución, en el caso del mundo “árabe” es doble. La primera impresión que tiene el viajero cuando anda por países como Marruecos o Túnez es que la gente no tiene otra cosa que hacer que estar en la calle, en las terrazas de los cafés, viendo como pasa el tiempo; el ritmo es lento, no hay prisas, y las ciudades tienen espacios suficientes para que la gente se encuentre y hable. Cuando me refiero a gente, casi siempre es el hombre el que ocupa el aire libre, la mujer, ocupa el lugar interior, la casa. El mundo árabe siempre está en la calle, en los cafés, para hablar, para fumar, para comentar, para tomar te y volver a hablar, fumar, comentar. En las plazas, en las calles, los jóvenes hablaban, se lamentaban de la falta de futuro, veían en las televisiones de antena parabólica que al norte había un mundo distinto, en el que se vivía de otra manera. Y eso, unido a la aparición de las calles virtuales, a las plazas de las redes sociales en las que se puede hablar de todo, cambió el estado de las cosas. Para el mundo árabe viejo, la vida era una constante aceptación de camino ya trazado. Lo que se cuece en las alturas eran designios de lo alto, la aceptación sumisa de un destino contra el cual no se podía luchar. El emperador (presidente, primer ministro, jeque, rey, sultán o lo que fuera) era una figura superior, y, en casos como el de Hassán II de Marruecos, era, además imán del profeta, es decir, dueño de cuerpos y almas. Las cosas eran así y se perpetuaban sin posibilidad de cambio. Por encima, el resto del mundo actuaba como cómplice y protector; las grandes potencias mimaban a los pequeños emperadores porque hacían buenos negocios con ellos. Pero, de repente, los jóvenes descubren que el emperador estaba desnudo, como en el cuento, y salen a la calle, donde siempre estaban, a decir que ya estaban cansados de tanto aguantar, que la calle era suya desde hacía años y que en ella iban a pedir que cambiaran las cosas. Y ahí estamos. Cayó Ben Alí, cayó Mubarak y Gadafi caerá un día de estos. Y parece que la veda sigue abierta; sitios que son difíciles de localizar en el mapa, como Omán, Yemen, Bahrein y la mismísima Arabia Saudí, feudos de reyes de película antigua, asisten al levantamiento de la gente que estaba sentada en el café, coge su bandera y se lanza a protestar y pedir que la cosa cambie, comenzando por echar al rey de turno. Y en ese momento, la prensa mundial se pone de parte de los clientes de los cafés, de los que protestan en las calles, y le llama tirano o sátrapa (una palabra que utilizan sin ver primero en el diccionario) a Gadafi, después de 41 años llamándole coronel. Porque ese es el drama que comienza ahora como la peliculita del Aprendiz de Brujo en la que Mickey Mouse multiplica las escobas y crea un caos que no puede controlar. Ahora mismo la revolución en el Magreb y el Oriente Medio es imparable, pero no porque los jóvenes estén en las calles (que también) sino porque las grandes potencias decidieron cambiar de interlocutores. Gadafi era hasta ahora un cliente privilegiado de Italia y Alemania, tenía negocios en Gran Bretaña y España, posee gran parte de las industrias europeas y bancos italianos y, como todos los tiranos del mundo, ingresa sus cuentas opacas en países estables (Suiza vive de eso). En 1998 incluso fue visitado por Fraga Iribarne con una comisión de empresarios en uno de aquellos viajes que le tocaba mucho las narices a Aznar. Pero desde aquellos tiempos, cuando el líder libio era enemigo de todos (menos de Fraga) pasaron muchas cosas, se convirtió en gran aliado de EEUU y fue invitado de honor del G-20 en su última reunión de Italia, la bochornosa reunión de Berlusconi en L’Aquila, después del terremoto. Y, de pronto, cuando se ve que va a perder, la ONU, que no se mueve para ningún conflicto conflictivo, lo declara fuera de la ley, le confisca sus bienes y anima a las potencias a que apoyen a los revolucionarios. Y no se hacen esperar, todos hacen leña del árbol caído que buena sombra les daba hace tan sólo unos días. Todo es un enorme negocio con el petróleo y el gas al fondo. No hay más. Los jóvenes revolucionarios triunfarán, los generales que ayer desfilaban delante de los sultanes y los líderes carismáticos, tomarán el poder, cada uno sacará su tajada de la nueva situación y, durante años, las cosas podrán mejorar porque a peor no podían ir. Se invocan grandes conceptos, como la democracia (hasta ahora eran considerados países democráticos) incluso en Kuwait, un reino absoluto que no hace tantos años defendimos los españoles “para salvar la democracia” (consultar hemerotecas) pero que a día de hoy sigue siendo un país propiedad de un rey, un país al que, por cierto ha viajado Juan Carlos I de España hace unos días. Seguramente dentro de unos años, mis nietos leerán en la prensa que los jóvenes de algunos países saldrán a la calle contra los que gobiernen a partir de ahora estas nuevas democracias. Occidente juega en Oriente Medio y el Magreb una partida de rol o de estrategia, en una “plaiesteixon” global que, desgraciadamente, no es virtual aunque se combata con teléfonos móviles y ordenadores y redes sociales, sólo para ganar puntos y hacer buenos negocios con el que gane la partida a los viejos dictadores. Como siempre.