domingo, 27 de abril de 2014

Acompañan sin sentimiento

Diario de Pontevedra. 25/04/2014 - J.A. Xesteira

Se murió García Márquez y parece como si todos los medios informativos estuvieran esperando una noticia así para poder llenar páginas y páginas, espacios, tiempo de radio y televisión. Es una vieja norma periodística tener preparadas las páginas especiales cuando un famoso o importante está a punto de palmarla, y García Márquez lo era y avisó unos días antes de que la cosa acababa y que no quería pompas ni pachangas religiosas. Lo ponía a huevo y fueron docenas los titulares de "una muerte anunciada" como una de sus mejores novelas (una crónica periodística, en realidad, que debería ser estudiada como libro de texto en las facultades, si es que las facultades de periodismo tienen facultad de enseñar periodismo). El escritor ya había tenido que lidiar con los nuevos sistemas de internet cuando circuló por las redes un falso anuncio de que tenía cáncer (el anuncio era falso, el cáncer, no) y hacía un panegírico de sí mismo lacrimoso, cursi y un punto arrepentido de sus pecados y alabanzas al Señor y sus bondades; aquello le costó un gran cabreo y desmentidos para los que se tragaron la bola. García Márquez avisó de que moría y los periódicos tuvieron tiempo de hacer lo que rezan los manuales para estos casos: preparar páginas especiales, llamar a colaboradores ilustres, seleccionar fotos y contar su vida y milagros. Como buen periodista que era (nunca supe si era un periodista que novelaba las noticias o un novelista que informaba de ficciones; me gustaba más el periodista) dejó las cosas claras para su final y se murió a su debido tiempo. Hace años recuerdo haber tenido en un cajón de la redacción las páginas especiales con fotos y todo de un obispo que tardó en morirse cerca de un mes, y, por encima, se fue de este mundo de madrugada, cuando las rotativas ya habían tirado, el personal se había marchado y los periódicos estaban ya en los quioscos; una falta de seriedad mortuoria. La muerte del premio Nobel se ajustó al guión (incluida la proximidad al Día del Libro).
Pero no venía a hablar de García Márquez y su óbito –ya está todo hablado– sino del cambio de las repercusiones de su fallecimiento en los medios de comunicación y la manera de recoger las opiniones. El viejo sistema consistía en que los redactores llamaban por teléfono a las personas que tenían algo que decir sobre el muerto y, bien tomaban nota directamente o esperaban que los importantes trabajaran su respuesta y después se la hicieran llegar por cualquier medio. Pero ahora existe el Twitter, y ya no hace falta preguntar a los importantes el significado de tan sensible pérdida (ni rogar una oración por su alma, en el lenguaje de funeraria); basta con ir a esa enorme huerta digital en la que se cosecha todo tipo de legumbres informativas, desde las de puro cachondeo hasta el aforismo más profundo, pasando por el haiku, el microrrelato, el mensaje político, la "quedada" para una manifestación o una despedida de soltera, o la parida mental, malamente redactada y sin muchas luces. Ahí está todo ahora mismo (mañana, ni se sabe) y basta que un redactor se dedique a cosechar en la huerta lo que han escrito sobre el muerto los importantes (o sus becarios contratados por horas para mantener activo el tuíter). Todo lo que se dijo ahí sobre la muerte del escritor es lo mismo que se decía por otros medios hace años: una colección de tópicos y lugares comunes, una especie de "le acompaño en el sentimiento" protocolario, escasamente sentido y en ocasiones hipócrita. Basta leer lo que se recogió en los periódicos en el apartado de los "tuíters" para ver que no son más que frases sin sustancia. Los políticos que están en los antípodas del fallecido y que no olvidan aquellas viejas fotos del Nóbel con el Comandante, tuvieron frases de lamento "por la enorme pérdida de un hombre que significó tanto para la cultura del español". Los personajes anónimos que también se igualan con los importantes en la Red, parece como si todos hubieran leído su obra completa (lo cual no se nota en lo que escriben; sería formidable que su obra fuera tan leída como vendida), todos lo admiraban y se duelen de su muerte (la verdad es que hace años que el escritor no aparecía en los noticiarios y tuvo la decencia de dejar que su obra caminara sola, con sus propias patas).
Pero hay otro sector de las páginas especiales que corresponde a los que hacen el artículo de encargo bajo el epígrafe de "Gabo y yo" (es de hacer notar que en este apartado nadie le llama al escritor por sus apellidos, sino que se desciende a la confianza del apelativo más amistoso, como acercando distancias hacia terrenos de intimidad). Esos son los otros importantes, los que no pueden resumir sus vivencias con el muerto en sólo unas líneas de tuíter. Necesitan espacio para contarnos su experiencia vivida en un banquete, en una tarde de conversaciones, en un congreso, en una conferencia... Suelen ser sinceros (o al menos hay que dejarles el beneficio de la duda) y bien escritos los recuerdos junto al fallecido. Pero –¡ay!– todos despiden un cierto tufo a "yo-estuve-con-el-muerto" como si se tratara de personalizar la defunción y convertir al difunto en "mi difunto". Semeja un poco a un "selfie" (vale el neologismo) literario, como una de esas fotos que los muchachos se hacen con el futbolista, arrimándose a él cuando bajan del avión para después enmarcarlo como algo importante (yo-y-Cristiano; yo-y-Messi) Me recuerdan a aquel personaje que se apostaba en la puerta del Hostal de los Reyes Católicos y saludaba a cualquier personalidad que, como es norma de educación, correspondía al saludo, mientras un fotógrafo de encargo hacía la foto; al final publicaba un libro de personalidades con el personaje. Todos hicieron literatura de la amistad y de la fama. Quizás de todos el más lógico fue el gran amigo-enemigo Vargas Llosa, que se limitó a reconocer su obra importante que superará al tiempo. Y a los pésamess.

domingo, 20 de abril de 2014

¿Por qué no se callan?


Diario de Pon tevdra. 19/04/2014 - J.A. Xesteira
En la Historia los reyes son recordados por pocas cosas: sus grandes conquistas, sus crueldades, sus peculiaridades, sus bondades, pero, sobre todo, por sus frases. Da lo mismo que hubiera sido un buen o un mal rey; si dijo aquella frase, todos lo recordaremos por ella. Poco importa que Felipe II hubiera sido un rey emperador que construyó ese mazacote siniestro llamado El Escorial a la par que un imperio, todos lo recordaremos por haber mandado sus naves a luchar contra los elementos. Las frases de los reyes (y de los que no son reyes pero hacen frases) nos sirven para parafrasearlas y así sacamos de vez en cuando a pasear por nuestras discusiones amigables aquello de que Roma no paga a traidores o que no quitamos ni ponemos rey, o que cambiamos nuestro reino por un caballo o que marchamos todos por la senda constitucional, porque París bien vale una misa. Da lo mismo lo que haya hecho de bueno o malo el rey, porque eso no será más que unas líneas en un libro escolar que aprenderemos a prisa y lo olvidaremos con mucha más prisa. Lo que queda es la frase, y por eso, todo rey que se precie debería tener cuidado con lo que dice, porque eso es lo que va a quedar de él; da lo mismo que hable bien, mal o regular, que diga frases interesantes y pronuncie discursos brillantes, basta con que un día diga la frase que nunca debió decir (es decir, el día en que la cagó) para que sea esa la frase que pase a la historia (con minúscula, que es la buena, la otra, con mayúscula siempre la escriben plumas poco fiables y nada neutrales.) 
Los últimos reyes de España, los del siglo pasado y un poco más, no fueron muy dados a los grandes gestos y a las grandes frases; su educación era escasa y palaciega. Desde Isabel II (la Reina Castiza del ruedo ibérico de Valle Inclán, que decía frases como «Estoy de Cánovas hasta las cachas») no hubo grandes gestos reales dignos de mención; los Alfonsos eran unos vividores juerguistas y rijosos. El único gesto importante y trascendente fue el de marchar al exilio el Alfonso número trece. Su nieto Juan Carlos sí vivió momentos de mayor trascendencia, fue contratado por un dictador, consiguió convalidar el título en la democracia y salió una noche de febrero para dar el mensaje de que la dictadura no estaba ni se le esperaba. Hubiera podido pasar a la Historia como El Campechano, si al final no la hubiera metido. El espíritu borbónico que se transmite como la supuesta hemofilia, le juega la mala pasada de andar cazando elefantes con rubia y mira telescópica; después tiene que pedir perdón en público, que es algo que un rey nunca debe hacer. Pero lo peor es que Juan Carlos I de España será recordado por una frase pronunciada delante de cámaras de televisión, cuando le dijo al presidente de Venezuela: «¿Por qué no te callas?» Esa es la frase por la que va a pasar a la historia. Podía (debía) haberse callado él, porque aquello quedó como una insolente gachupinada colonial e imperialista. La frase acabó en las camisetas de todo el mundo, que es donde se escribe la historia actualmente. Desde aquella frase, muy celebrada por la chulería española de taberna, el rey no levantó cabeza. Ahora su función ha quedado reducida a la de un comercial de altos vuelos para mercaderes en los países árabes. Siempre tuvo buena mano y buenos negocios con los jeques, emires y califas, que seguramente verían en él al primo del norte, con el que se pueden hacer negocios. Ahora mismo acaba de pasearse por los Emiratos Árabes y Kuwait encabezando una gira del gran circo de los negocios con cuatro ministros y una colección surtida de empresarios que quieren venderle a los árabes barcos, aviones e infraestructuras grandiosas a las que son tan aficionados. En total unos 30.000 millones de dólares, que les vendrán muy bien a las empresas españolas (no tanto al resto de los españoles) En este chamarileo nadie tiene en cuenta de que los Emiratos y Kuwait (aquel país que fuimos a defender y de paso invadir Irak, en defensa de la libertad y la democracia) son países no democráticos, de regímenes feudales, con escaso respeto por los derechos humanos, en los que la mujer sigue siendo un ser inferior y los obreros inmigrantes, mano de obra esclava. Eso no parece importar al rey, a los ministros y a los empresarios. Ellos van a lo que van, el negocio es el negocio y no nos vamos a fijar en pequeñeces. El rey pronuncia un discurso ante los jeques árabes y les dice que España ya sale de la crisis y su economía ya atrae a inversión extranjera (textual), justo en el mismo instante en que la deuda española se dispara sin medida. A lo mejor les convence, pero no nos convence; su frase ya fue dicha en su momento y no es esa de ahora. No sabemos por qué no se calla, pero debe ser porque vivimos en un país en el que nadie se calla, todos hablan y dicen cosas que podrían haber callado. No sólo el Rey, sino los ex presidentes, los tres, que salen de vez en cuando para decir su frase que podrían habérsela callado para que todo fuera mejor. Ya no es su turno, son un pasado pesado. Pero los actuales políticos también siguen hablando, generando un enorme barullo; y los obispos, asegurando estupideces (el último el de Málaga: «El matrimonio homosexual es como el de una recién nacida de tres días y un hombre de 70 años». ¿Por qué no se callará en obispo?) Los españoles deberíamos callar más y actuar mejor. Como escribo esto un 14 de abril, saco a recuerdo una frase de Manuel Azaña, un político intelectual (actualmente sería una rareza): «Si cada español hablara solamente de lo que entiende, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio». O, también, como decía el padre del Conejito Tambor (ver Bambi): «Cuando no tengas nada bueno que decir, cállate».

domingo, 13 de abril de 2014

En el tren


Diario de Pontevedra. 12/04/2014 - J.A. Xesteira
Debería pedir permiso a mi amigo Gil por invadir su territorio ferroviario, en el que es un experto pero no puede uno resistirse a la tentación de hablar del viaje después de volver una vez más al viejo Shanghai (lo escribo así, a lo fino, aunque siempre se le llamó “El Changai”, nombre que le viene de aquella película de Von Stenberg de los años 30, en la que Marlene Dietrich era Shanghai Lili, la vampiresa que viajaba en un tren lleno de chinos con puñales). Tenía que hacer un viaje hacia el Este (de España, no a Moscú) y las alternativas para salir de Galicia son duras, seguramente porque vivimos lejos de todo y mal comunicados. La alternativa del coche me venía mal, porque era un viaje corto y no estoy para perder dos días de ida y vuelta; el avión es caro y latoso; así que, si hay que perder el tiempo, mejor hacerlo durmiendo: el tren. Gracias a los descuentos por tarjetas doradas y demás, la cosa estaba bien; un billete en lo que pomposamente llaman tren-hotel, en categoría de gran-clase (hay un billete más barato, de gran-confort, que no es más que el asiento echado para atrás), con departamento con baño y televisión. Nada más subir, una azafata me dice que no hay restaurante, que hay cafetería, pero que la cafetera está averiada. En el viaje de regreso, tres días después, la cafetera seguía averiada, de lo cual deduje que no hay cafetera y que la cafetería está para vender bebidas embotelladas con vaso de plástico y bocadillos de mentira en triángulos plastificados. 
Como el viaje es largo y cabe hacer de todo mientras no llega el sueño me viene a la memoria mi primer viaje en el Changai, hace miles de años, rumbo también al Este, en un celinesco viaje hacia la noche interminable. También aquel viejo tren renqueante y de máquina diésel paraba en las mismas estaciones y no tenía restaurante, sino aquel subterfugio conocido como mini-bar, en el que se apelotonaba el personal para beber y fumar en los tiempos en los que el tabaco no era pecado. Tenían café, eso, si. Inevitablemente vienen las comparaciones. El nuevo tren es más rápido, más silencioso, más limpio, más moderno, si tenemos que definirlo de forma indefinida. Pero, a cambio, es más frío, más estrecho, más individual y –un detalle que tiene más importancia de la que parece– las ventanillas están a la altura de los ojos del protagonista de Juego de Tronos, y para ver pasar el Miño hay que encorvarse en un pasillo mucho más estrecho que el viejo tren. Hace un año, que hice un viaje hacia el Centro en un tren similar, todavía existía el restaurante. Ahora, se me ocurría que regresamos a los viejos tiempos, a veces añorados, aunque sólo sea porque en los viejos tiempos éramos jóvenes; esa restricción del restaurante, seguramente recortado por el descenso de viajeros y la apretura del cinturón capitalista que, a diferencia de Dios, aprieta y ahoga, me hacía pensar, mientras bebía un zumo en un vagón cafetero ocupado por sólo cinco personas: un cliente –yo– y cuatro más del servicio del tren. La austeridad podría hacer que regresara la tortilla de patatas, el chorizo navajero, la botella de vino a morro (con el añadido de un licor café de casa) y aquel inolvidable viejo que siempre aparecía con un naipe para animar a una partidita para matar el tiempo. Puede que regrese, pero las reformas de los vagones modernos no dejan lugar para aquellas reuniones en departamentos de ocho personas; ahora, o viaja uno en la soledad del gran-clase o en los asientos gran-confort similares a la organización de los aviones. Así no hay manera. La modernidad es más higiénica pero menos sociable. 
Como las estaciones. La de mi pueblo es prácticamente la misma, con menos gente y menos trenes, pero igual que hace años. La de mi destino es un monumento obra de algún arquitecto maravilloso al que maldecirán los usuarios por diferentes motivos: hace un frío que pela, no hay vida, es un templo etrusco sin ruidos; a la entrada se pasa por la cinta del radar y los paneles informativos le llevan a uno, en silencio, hacia el andén, donde nadie se pasea, nadie despide, nadie forma parte del cuadro ni de la película de la estación como paisaje vital: es una estación mausoleo. El exterior del recinto que llaman intermodal es otro sinsentido; la persona que me viene a recoger no puede aparcar delante, porque todo está prohibido en quinientos metros a la redonda. 
Todas las diferencias, las mejoras y los recuerdos eran mi entretenimiento hasta que me fui a dormir. Antes se me ocurría la comparación –no original, por supuesto, todo lo aprendemos sobre la marcha y en los mismos libros– con la vida y su actualidad. En el salón-cafetería, los mozos y mozas que un rato antes me habían atendido amablemente y tomaron nota para despertarme con tiempo, hablaban de sus cosas: una hipoteca, lo que les habían recortado de los contratos, de los apuros para llegar a fin de mes, los consejos que se cruzaban para reclamar a la empresa esos veinte euros que les racaneaban por causas variadas, los seguros que se habían hecho para el coche y lo mal que estaba la cosa para la gente joven, con hijos, pisos y trabajos en la cuerda floja. El periódico que hojeaba mientras tomaba mi zumo informaba, por una parte que el jefe de los empresarios nacionales, el señor Rossell prometía 400.000 puestos de trabajo de aquí a dos años (¿les recuerda algo esa cifra?) y, un poco más adelante, otra noticia destacaba que las grandes empresas habían ganado 8.000 millones a cambio de poner en la calle a 120.000 trabajadores. Pura realidad. El tren viajaba hacia su destino en el Este, mientras en el Parlamento discutían sobre el referéndum que los del Este pretenden llevar a cabo. El tema del Este será como el tren: un largo viaje, lento, frío, en camarote estrecho y sin café para nadie.

martes, 8 de abril de 2014

Voy a comprar una autopista


Diario de Pontevedra. 04/04/2014 - J.A. Xesteira
No es que me haga falta, pero, después de haber comprado bancos, empresas, y de subvencionar grandes corporaciones (Iglesia Católica, Cáritas o el surtido variado de partidos políticos y sindicatos a los que no pertenezco) puedo permitirme el lujo de comprar unas cuantas autopistas que nunca usaré. Total, las voy a pagar, quiera o no quiera, por lo menos, me hago la ilusión de que soy propietario de autopistas. La cosa funciona así: el Gobierno (este) ha decidido comprar las autopistas radiales de Madrid porque no son rentables; lo va a hacer, claro está, con mi dinero (y el de todos). ¿Por qué –dirá usted– las va a comprar si no sirven para nada? Ah, amigo usted pregunta mucho y esas cosas hay que dejarlas en manos de los que saben de esto, es decir, los que construyeron esas autopistas cuando cualquier tonto sabía que no servían para nada: iban a ninguna parte y en paralelo con autovías gratis. Según los expertos del momento, los del Gobierno de Aznar, las obras iban a salir gratis, se iban a financiar con los peajes que cobrarían los concesionarios. Era la disculpa dada por Álvarez Cascos y Esperanza Aguirre. Se hicieron las autopistas y nadie las usa (me llevaron a Barajas una vez por una de esas radiales y era como viajar en la soledad más absoluta). Ahora, las concesionarias tienen un pufo de varios miles de millones con la banca, los proveedores de las obras y a los propietarios de los terrenos, que aun no cobraron las expropiaciones (a estas alturas ya deben estar organizándose para manifestarse en la larga cola de estafados que es la ciudadanía de este país). Y como no hay esperanzas de que alguien quiera pagar un peaje por una circulación absurda, se declaran en suspensión de pagos. Inmediatamente el Estado gobernado por este Gobierno sale al rescate, como Popeye aparecía cuando gritaba Olivia (o Rosario, que nunca estuvo claro) aduciendo, entre otras cosas, que sería muy perjudicial para la imagen de España una quiebra en las concesionarias de autopistas. (Un aparte: la imagen de España es clarísima en el extranjero, que es donde se proyecta –de puertas adentro, ni nos la creemos– y deben escacharrarse de risa ante los desmanes en los que nos movemos desde hace años) Prosigamos. Estábamos en que el Gobierno va a rescatar a las concesionarias mediante un sistema tan maravilloso como la idea de construir las carreteras. Comprará el lote mediante una sociedad pública. Ahí entro yo, a mi pesar, y conmigo todos los ciudadanos, muchos de los cuales ni se enterarán de que han comprado una autopista. El Gobierno y su sociedad pública compra con nuestro dinero las carreteras que el propio Gobierno ideó y que fueron un fracaso, pero, con una rebaja del 50 por ciento. Con ello, los dueños de las carreteras recuperan parte de lo que dicen que gastaron y le pasan al Estado unas carreteras inútiles que nunca dará un euro de beneficio pero sí continuarán siendo un agujero que tragará dineros sólo para su mantenimiento. La cosa, si pudiéramos reducirla a una escala parroquial sería como si un señor monta una tienda de bicicletas en una batea de mejillones porque los expertos gobernantes se lo aconsejan y además es muy importante para la promoción del país, para que vean que somos modernos y de ideas originales; en cuanto el negocio se hunde por motivos obvios, el Gobierno se lo compra para no dar mala imagen. Hagamos un flash-back, que es cosa que mola mucho en la novelística actual y en el cine (cada vez menos). La autopista de Madrid a Guadalajara, de la que el presidente Aznar dijo en su inauguración que «era una de las obras de infraestructura más importante de los últimos años». La adjudicataria, como en otros casos parecidos, era una sociedad concesionaria participada por Abertis, ACS, Acciona y Globalvia (concesión de FCC y Bankia) ¿Me siguen? Ahí están todos, son los «soliti ignoti» que actúan detrás de las cortinas, o, para entendernos, los «sospechosos habituales». Todas esas constructoras son las propietarias de las autopistas, que ingresaron las cantidades que provenían de entidades financieras que ya las daban por perdidas. Si de eso sacan la mitad de lo perdido, estupendo. Y además la imagen de España –según los gobernantes– resplandecerá más allá de los Pirineos. Claro que el final ya lo conocemos: «¡A ver que se debe aquí! ¡Señores, hagamos un escote!» Ahora viene otra historia; una vez nacionalizadas las autopistas nos las tendremos que quedar, porque no son como los bancos, que los nacionalizamos, los limpiamos, llenamos sus cajas fuertes con dinero público para sustituir el que se evaporó gracias a los expertos imputados y sin imputar, y después el banco sigue siendo privado. Las autopistas nos las tendremos que tragar. Vivimos en el país de las infraestructuras; llevamos años «infraestructutrando» la vida gracias a los sucesivos gobiernos que decidieron un día que, si se levantaban muchas infraestructuras, se ocupaba mano de obra. La realidad fue más terca: ni se creó mano de obra ni las infraestructuras sirven para nada. A menudo escuchamos a los políticos decir que lo importante en política es ser buenos gestores y hacer una buena gestión. Otra estupidez más; los políticos tienen que hacer política. Con ese truco de la gestión han machacado los conceptos que digieren con dificultad (los datos económicos les afectan como el gluten al celíaco) Suelen hablar de «gasto» sanitario, cultural o de educación, y de «inversiones» en infraestructuras. No entienden los conceptos, confunden gasto con inversión. El «gasto» en sanidad, cultura, farmacia o educación, obtiene beneficios inmediatos (nos cura, nos educa, nos entretiene) y económicos a corto, medio o largo plazo. Las “inversiones” en infraestructuras, en autopistas sin coches, aeropuertos sin aviones, ciudades sin cultura, y en tantas obras que nunca devolverán beneficios, aunque, por el camino, se forren las empresas, las concesionarias, constructoras y demás participantes, porque saben que al final, si el negocio va bien, bien, pero si va mal, lo compraremos a escote entre yo y unos miles de gilipollas como yo.