sábado, 23 de mayo de 2015

Frases, encuestas y reflexión (poca)


J.A.Xesteira
No hay nada más odioso que tener que escribir un artículo para el día de la reflexión electoral, una jornada absurda en la que nadie va a reflexionar sobre quien merece su voto. De antemano sabemos a dode va a parar nuestra papeleta, estemos o no equivocados. Escribir un artículo para el día de hoy viene condicionado por una ley que prohibe hablar bien o mal de los políticos, de sus partidos y de sus andanzas; todo puede ser considerado propaganda electoral, cosa prohibida en jornada tan señalada. De cualquier forma un artículo periodístico, sea de quien sea, poco va a influir en el voto a favor o en contra de todos los honrados ciudadanos que hoy se presentan para dirigir los destinos municipales. Porque las elecciones de mañana son para elegir de entre los vecinos a los que administren como pueden y sepan la vida de nuestra tribu. Parecería lo contrario, si hacemos caso a una campaña peleada en las redes sociales; parapetada detrás de innumerables encuestas; distorsionada por un cúmulo de despropósitos titiriteros (con perdón de los titiriteros profesionales) recogidos en youtube y difundidos por el universo de los tuiters; bajo la losa judicial de docenas de implicados, condenados y corrompidos en los partidos políticos, y, en definitiva, con un ojo puesto en las elecciones generales de dentro de nada. Al final nos olvidamos de lo principal: elegir a un vecino para que haga de alcalde y unos acompañantes que le ayuden a que nuestro pueblo funcione mejor de lo que funcionaba, o, por lo menos, que no funcione peor.
Toda esta campaña que llevamos soportando desde hace meses se caracterizó por dos cosas: la utilización total de los sistemas de difusión digitales (la Red omnipotente) y por el convencimiento de que se va a producir un cambio incógnito, pero cambio, al fin y al cabo. Lo primero provocó una galerna de chistes, gracias y coñas marineras (es lo que hay en la Red) en la que todos han sacado a relucir su ingenio para demostrar que somos ocurrentes y, de paso, ridiculizar al contrario. Es el bigote pintado en la foto del cartel de antaño, que ahora se reproducen por Twitter o Youtube; es suficiente que un político haga una de sus apariciones en público, para que alguien, al instante, le haga un “meme” (el bigote digital del cartel); basta que un político diga lo que no debiera, para que le caiga encima el peso de la ley del más ocurrente de la Red. Toda esta tontería digital acabará por empacharse a sí misma y desaparecerá para ser sustituida por otra tontería diferente.
Pero están las encuestas. Debe andar la cosa mal en los partidos, y no sólo porque hayamos visto muestras evidentes de los heridos por fuego amigo y de las puñaladas cortesanas entre las sonrisas de los compañeros de partido, sino porque quieren saber de verdad como está la cosa. Esta vez han preguntado mucho, porque me han llamado de una conocida empresa del ramo de la encuesta, a mí, que nunca me llaman para preguntar que opino de nada. Por supuesto que me negué a contestar a menos que me paguen por ello (defiendo el cobro por respuesta, porque el encuestado es el único que no cobra en ese trabajo) Y las encuestas dicen un montón de cosas que salen en los periódicos, casi todas con el fin de influir en los votantes, ya sea porque el resultado nos asusta porque “van a perder los nuestros” o porque el enemigo está derrotado en la opinión general. En el fondo de cada encuesta hay un mensaje subliminal que nos dice: “si me quereis, votarme”.
Así que aquí estamos, a golpe de sábado y delante de la meta, como corredores aficionados de maratón, que llegamos agotados de tanta campaña y delante de la incertidumbre de los ganadores. Los que tienen partido y votan a “los suyos”, lo tienen claro, pero los que somos de cualquier cosa, los que contestamos en el apartado de “no sabe, no contesta” (a no ser que me paguen, insisto) lo tenemos difícil; porque siempre perdemos. Después de este enorme barullo, en el que todos hablamos al tiempo que mezclamos las elecciones municipales con la final de la Copa del Rey y la crisis del Real Madrid, se produce un ruído que sólo se calma con la jornada de reflexión, que siempre es propia para disfrutar y despejar la cabeza.
Los que escribimos, en estos casos que hacemos presunción de neutralidad, podemos recurrir a hablar de televisión o recurrir a frases ajenas. Yo echo mano a lo segundo, que para eso tengo un taco de calendario grande, en el que vienen crucigramas y frases importantes. Decía el presidente Azaña (ver wikipedia los más jóvenes) que “Si cada español hablara solamente de lo que entiende, se produciría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. Lo que votemos no nos atañe; “Los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado”, afirmaba el escritor Moravia. Todo cambia, todo se revoluciona, pero Kafka, que era muy suyo, aseguraba que “Toda revolución se evapora y deja atrás sólo el timo de una nueva burocracia”. Todos tenemos dentro un pequeño patriota que va a votar, y Bernard Shaw tenía su frase al respecto: “Patriotismo es la convicción de que tu país es superior a todos los demás porque tú naciste en él”. Pero, en el fondo todos presumimos de ser unos desastres como país y como clase política; decía Pío Baroja, un mala leche: “En España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad; el liberal ha sido muchas veces de pacotilla”. De cualquier forma, ya que hay frase para todo, siempre hay alguien que anima a arrimar el hombro. Decía Einstein: “La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa”.
Todos los grandes pronunciadores de frases han sido un poco escépticos y un poco superiores desde su pedestal, ¿que sería de ellos si tuvieran un smartphone desde el que mandar frases?


sábado, 16 de mayo de 2015

El Papa y el Presidente


J.A.Xesteira
A veces, la actualidad se pone agradecida y, entre tanta broza (des)informativa aparecen perlas que nos devuelven sonrisas y rompen con la monotonía rutinaria de los mismos diciendo las mismas mismadas. El encuentro entre el Papa de Roma y el Presidente de Cuba fue una de esas noticias que refrescó las primeras páginas (no portadas, a ver si nos enteramos) de los periódicos. El hecho en sí de que un presidente de la contumaz Cuba, socialista y caribeña, una nación que, pese a lo que digan, sigue siendo “de las nuestras” (y aquí incluyo a todos los de cualquier signo político que hayan pasado unas vacaciones en la isla: aquello es “otra cosa”) haya visitado al Papa de Roma ya despertó chispas en las antenas de los expertos politólogos. Sobre todo después de que el presidente Obama rebajara el nivel de crispación de su país con Cuba. Es decir, cosas raras de gentes raras que hacen entender que están cambiando cosas y que hay un deseo de que cambien muchas más. De hecho son tres tipos raros: un presidente gringo negro, un presidente Castro que no es Fidel, y un papa que habla español y dice cosas raras que alteran a la sotanería tradicional. Solo falta que Putin se acerque un día de estos por el Vaticano y se haga la foto con Francisco. Como a estas alturas ya han hablado y editorializado todos los grandes estrategas, podemos seguir hablando nosotros con total impunidad de este encuentro ecuménico.
Las circunstancias son distintas, pero así, de pronto, viene a la memoria un tiempo pasado en el que parecía que el mundo estaba cambiando para mejor. Existía una confluencia de dirigentes mundiales con un pelaje fuera de lo habitual; existía una corriente social y cultural que pedía nuevos cambios para nuevos tiempos. Y en medio de todo esto surgió la Crisis de los Misiles cubana. La URSS, que era como la Rusia de ahora pero sin millonarios mafiosos, instaló una base de misiles en Cuba; los EEUU, que eran como ahora, pero con presidente católico en lugar de presidente mulato, amenazó con un bloqueo y la guerra nuclear; Cuba, que era como ahora, temía la anunciada invasión de los marines americanos. En medio de todo este follón, sobre el que se han escrito y hecho películas de escasa credibilidad, el papa de entonces tomó cartas en el asunto y, de manera publica y privada, pidió un poco de sentido común. Eso es ya historia. Era el año 1962, los Beatles aparecen para deslumbrar a una década, en la URSS gobernaba Nikita Kruschev, en EEUU, John F. Kennedy, en Cuba, Fidel, y en el Vaticano, Juan XXIII (que inmediatamente sacó la encíclica “Pacem in Terris”). Otros tiempos y otros personajes. Cualquiera puede comparar y sacar sus propias conclusiones.
Se pretende ahora, y los editorialistas lo escriben, que este encuentro antillano-vaticano coloca a la Iglesia como aval del cambio que se espera en Cuba. Y Raúl Castro, con su frase de ir a misa “si el papa sigue así” pone la guinda al encuentro diplomático. No hay como los viejos zorros de la política para pronunciar frases de verdad, los nuevos políticos perdieron la capacidad de pronunciar frases por andar todo el día con el puñetero telefonito mandando mensajes. 
La noticia fue leída en clave política, pero se olvidan de un par de cosas. La primera es que los dos mandatarios tienen una lengua común en la que se entienden muy bien, y eso, sin intérpretes por medio, gana. Y no solo se entienden bien, sino que los que están hablando, al margen de sus uniformes, son dos suramericanos, un italo-argentino y un gallego-cubano. Y eso es otra historia; mezclen en el cóctel las cualidades de las cuatro genéticas (lo mejor de cada casa) y la mezcla es explosiva. El argentino no deja títere con cabeza en su estado vaticano, pequeño pero ecuménico. Al menos de palabra; sabe utilizar las frases para sorprender a contrapié al poco respetable público de la política mundial y de la curia eclesial. El cubano sabe que La Habana bien vale una misa, y, como si fuera un paisano de Láncara-Lugo, se ofrece al santo que conviene en ese momento. Recordemos que ambos se encuentran en una situación complicada; uno, el papa porteño, intentando poner sentidiño entre los suyos; otro, el presidente habanero, intentando llevar a los suyos hacia un socialismo abierto al capital. El papa, que dice que nunca fue de derechas, va a visitar Cuba, pero no como lo hiciera en su momento el papa polaco, que no se enteraba de nada y llegó a echarles una bronca. Éste sabe que allá en La Habana a la Virgen María le llaman Yemanyá, que es otra cosa. Y sabe que, pese a todo, la relación del castrismo con la Iglesia es correcta (pese a la expulsión de los curas después de la Revolución)
Pero hay otro detalle que se les escapa: el papa es jesuita, y los Castro estudiaron en los jesuítas, con todo lo que eso conlleva. Cuando Manuel Fraga viajó a Cuba a despecho del presidente Aznar, en la recepción del palació presidencial (a la que tuve la suerte de asistir como periodista) en medio de la euforia general (alvariño incluido), el Comandante en Jefe nos cantó el himno de los jesuitas, con toda la letra y buena voz. Y eso, queridos amiguitos, dice mucho. Un papa jesuita y un antiguo alumno. Combinación perfecta. Los politólogos podrán sacar todas las conclusiones y prever desbloqueos y estrategias, pero en el fondo la cosa es más simple: dos jesuitas, con genéticas de italianos, argentinos, gallegos y cubanos, que se encuentran en Roma para echarse unos piropos. No hay mucho más. Llegará el cambio, porque todo cambia; llegarán los turistas gringos; llegará el papa a La Habana; y es posible que los viejos de Miami se conviertan al budismo. Pero esta no es la crisis de los misiles ni estamos en la década prodigiosa. El encuentro vaticano fue una noticia alegre y merecedora de sonrisas; el resto de las noticias son una aburrida y penosa campaña electoral.

sábado, 9 de mayo de 2015

Juego sin reglas

J.A.Xesteira
Cada cierto tiempo aparece en algún medio de información un reportaje repetido: el vicio del juego y los desastres sociales que el juego acarrea. Después no se vuelve a hablar publicamente de eso hasta que el tiempo vuelva a traer el tema. Hace unos días leí uno que recogía las cifras más recientes sobre los males del juego legal; coincidió con la noticia que alguien me trajo sobre un amigo que jugaba desde su casa a través del ordenador (me niego a usar el anglicismo de “on line”). En ningún caso me descubren nada nuevo, ni a ustedes les cuentan nada que no sepan. Las penosas estampas de los jugadores y jugadoras (aquí es necesario feminizar el genérico, porque son estampas distintas, ambas penosas igualmente) de las máquinas de los bares o las personas que entran y salen de los bingos matutinos, como imagen más cercana y directa de adictos tocados por una enfermedad de nombre reciente pero de efecto antiguo: la ludopatía. Los otros jugadores, los de las timbas privadas, los grandes casinos de croupier y mesa, y ahora, los jugadores en pantuflas que apuestan a un clic del dedo índice de su mano sobre el ratón del ordenador, son la masa oculta del problema, facilmente cuantificable y reflejado en estadísticas. Se calcula que en España entre un 0,5 y un 2 por ciento de la población es adicta y que la cifra va en aumento, con el añadido de que las edades de los ludópatas son cada vez más tempranas. Los expertos calculan que esta cifra se disparará dentro de poco, cuando se cuantifiquen los enganchados al juego en la pantalla casera.
Cuando se legalizó el juego en España, a finales de los años 70 (con el cambio político-climático) la noticia se saludó como un signo liberal de los tiempos. En el periódico en que trabajaba me encargaron hacer una encuesta sobre el tema entre personas conocidas. La mayoría eran partidarios de la legalización, porque –más o menos– se reconocía la libertad de las personas para jugar y apostar, “como en los países democráticos”. Pero uno de los encuestados, persona de conocida filiación marxista, me dijo que estaba en contra, “porque –me contó– su abuelo había sido director de un casino importante durante la República, y le decía como había visto suicidarse a perdedores arruinados, y que el juego era un vicio que mataba rápido”. Pero el juego se legalizó con las consecuencias y la historia que conocemos. El jugador y su mundo venían avalados por la literatura y el cine desde “El Jugador” de Dotoievski (él mismo era un ludópata incurable) hasta el James Bond del Casino Royale, con su aura de triunfador, pasando por docenas de jugadores del Mississippi y del Lejano Oeste o esa maravilla literaria del brasileño Jorge Amado, “Doña Flor y sus dos maridos”, en la que se hace un análisis en clave de humor del jugador y sus circunstancias. En ningún caso se condena al juego, e incluso los personajes son tratados con cariño o, en el peor de los casos, con dignidad.
El problema, sin embargo, tiene en la realidad poco de literario y ningún glamour. El jugador, como el cocainómano, el conductor temerario o el adicto a los deportes peligrosos, cree que lo tiene controlado. Sobre el juego actúan dos componentes, el primero –fase experimental– económico, con el que cree que puede ganar dinero y satisfacer sus fantasías; el segundo –fase de adicción– es compulsivo, el deseo de ganar a la máquina o a la carta tapada que va a ser con la que haga saltar la banca. La primera fase es simple, la segunda es compleja, y de ella están llenos los centros de rehabilitación y desintoxicación. Las obras literarias antes citadas describen perfectamente el ansia de vencer a la máquina, al azar, al destino, a la suerte. Es un impulso interior que supongo que arrastramos desde la creación de la especie humana. No soy experto, y sobre eso hay suficiente y clara información médica y terapéutica. Pero hay algo que me preocupa y debiera preocupar a todos: la falta de protección de los jugadores en un país en el que el Estado (o los gobernantes circunstaciales) presumen de proteger a la sociedad, muchas veces contra sus propios deseos.
Tomemos el ejemplo de las normas para meterse dentro de un coche. La ley obliga a los pasajeros a ponerse un cinturón de seguridad, cuya necesidad podría, cuando menos cuestionarse; los niños pequeños deben sentarse en sillitas con cinturón homologado. Romper esas reglas legales supone una multa. Subamos en la ley. Las drogas están prohibidas y trapichear con ellas lleva penas de cárcel y multas. El Estado vela por nosotros en esos aspectos, no nos quiere accidentados ni drogadictos. Pero, en lo que respecta al juego, una actividad de efectos caros para la sociedad, la legalidad es confusa, según las comunidades. En un bar, la máquina del tabaco debe ser controlada por el camarero (que se convierte en inspector legal) pero la de las monedas no la controla nadie. Y disparando hacia arriba; la venta de –pongamos por caso– cocaína por internet, está prohibida, perseguida y penada; pero el juego por internet, tan adictivo como la droga, no. Incluso un famoso como Nadal aparece en anuncios de empresas de póker virtual (sólo es virtual el juego, el dinero de su cuenta corriente, que va a perder –la banca nunca pierde– es real).
El número de asociaciones contra la ludopatía crece, y el de los asociados, también; cada vez hay más expertos luchando contra este tipo de enfermedades que vienen con los tiempos; cada vez hay más ingresos en las clínicas. Y aunque sólo sea por el gasto que supone tratar y combatir este enfermedad, el Estado y sus gobernantes ocasionales tendrían que establecer unas leyes similares a las que existen para el tráfico y consumo de drogas. Si hay un asunto que necesite leyes de verdad es éste. El deseo de jugar es innato y nadie lo va a sacar de dentro del ser humano, pero controlar los efectos está al alcance de una legislación que, hoy por hoy es irregular y poco eficaz.

sábado, 2 de mayo de 2015

También se venden fideos


J.A.Xesteira
Se abrió la veda electoral. En un alarde pleno de facundia, el actual presidente del Gobierno se ofrece en cuerpo y alma como candidato, y pide que confíen en él, que lo hará bien. Aunque las reglas del juego democrático establezcan pasos y tiempos, en realidad todo está en un simple sistema que consiste en ver cual es el grupo que gana al final. No importa si ahora hay elecciones locales y después autonómicas, el objetivo es, desde ahora mismo, las elecciones de fin de año, sobre las que las encuestas del CIS echan las cartas para decirnos lo que va a pasar. Para esas elecciones se ofrece como remedio indispensable el presidente de este Gobierno, pero también los candidatos de los otros grupos. Todos se colocan en el escaparate político y piden que les votemos, porque son lo mejor que le va a pasar a este país al final de año. Al verlos me vino a la memoria aquella anécdota que cuenta Camilo José Cela en su obra “Del Miño al Bidasoa”; al pasar por Ribadesella ve en el escaparate de una tienda de ultramarinos una hoja de bacalao con un escrito: “Tengo muy buena cochura,/comedme sin regodeos,/porque soy canela fina./También se venden fideos”. Es una audacia de márqueting, el propio bacalao seco y salado, se ofrece y relata sus virtudes, cuece bien y es de calidad, canela fina. Lo intrigante es el estrambote final: “También se venden fideos”. Seguramente el poeta publicitario –se supone que el tendero– completó la rima con los fideos, pero le quedó como algo intrigante, que no pertenece al producto ofrecido, que va aparte.
Los políticos son como ese bacalao bueno de cocer y de calidad superior; todos se ofrecen en el escaparate con el cartel en el que muestran sus cualidades maravillosas, pero, como el pescado seco, hay que llevarlo a casa y cocerlo para saber como es, y a veces no responde a lo que se esperaba. Además, estos hombres-bacalao (no se sabe que haya candidatas a las elecciones generales) pueden ser cocinados de diferente manera (para ello basta ir a Portugal, aquí al lado, y ver cualquier menú) y no siempre el resultado es el prometido.
Tomemos como ejemplo a Rajoy, el ofrecido. Es obvio, que si eres el presidente de un gobierno que presume de hacer bien las cosas y que lleva al país como un fórmula uno, tiene que postularse para continuar la labor, lo contrario sería admitir que todo son fantasías animadas de Bugns Bunny y el Pato Lucas. El presidente habla de conceptos abstractos, de economía en bruto, de crecimientos porcentuales que ya nadie se molesta en comprobar (son como ese famoso “está-científicamente-demostrado” que tapa cualquier discusión) y omite los hechos concretos, la cifra de paro real (sin las trampas de los salarios indignos y los puestos de trabajo enmascarados con horas y tareas no remuneradas) Su oferta es de futuro; de momento está seco y colgado en el escaparate, pero nos dice que España tendrá un 2,9 de crecimiento en Europa (seremos la envidia de todos), cosa que a nadie le interesa; los españoles estamos más a ver el crecimiento de nuestras pensiones, nuestros sueldos y nuestros precios de consumo. Pero un político solo puede ofrecer futuro, y el futuro es incierto, puede estar muy desalado y pierde la gracia, o puede que el remojo no fuera suficiente y nos deje una digestión pesada y sedienta. 
Los otros candidatos, que también se ofrecen en sus escaparates, alardean de sus virtudes personales y de las de sus respectivos grupos y partidos. Pedro Sánchez sale a la calle en plan kennediano, y, como Pablo Iglesias y Albert Rivera hablan de lo que van a hacer cuando lleguen a La Moncloa y ahí ofrecen bajadas o subidas de impuestos (según las mareas) y rebajas de IVA, y sueldos básicos, y horarios laborales, y derechos laborales, y beneficios laborales (casi todo lo que se había conseguido en la calle y que parecía eterno hasta que sucesivos gobierno acabaron por dejar al obrero y sus derechos a la altura de la Inglaterra de Carlos Dickens) Todas las promesas se suelen hacer en pantalla o en titulares de periódicos y tertulias televisivas; y, además, en el terreno pantanoso de los medios personales de información digital, donde una coma, una letra, puede crear un “trending topic” que nos escaralle la intención. El dedo de escribir en el móvil es más rápido que la mente, y por ese dedo pueden colarse cosas indeseables todos los días. 
Los candidatos también juegan con la pinta, también conocida como “la imagen” y los jóvenes bacalaos saben que llevan ventaja con su aspecto de galán de serie española de televisión. Ahí Rajoy está en desventaja, su aspecto decadente de tapa-calva-en-cocorota-y-tiñe-el-pelo no le da ventaja. Pero él lo sabe y juega a otra receta culinaria (posiblemente será un bacalao con natas, escondido bajo las patatas y la cebolla). Todos están en oferta, haciéndonos creer que los necesitamos. Y es cierto, tendremos que votarlos, porque el vacío crea pánico, y la oferta tiene el atractivo de poder experimentar con cosas nuevas (que en realidad son viejas fórmulas que se nos olvidan con el tiempo). Los medios de comunicación les ayudan, sólo tienen ojos para ellos y el resto de lo que suceda en el país no importa; nunca se había visto una información tan “mediatizada” (eufemismo redundante para la información entregada al descaro partidario). Hay una oferta de futuro mientras los bancos ganan millones a espuertas, que nunca devolverán lo que les dimos para levantar cabeza. Todo ante la pasividad, que es el gran mal de nuestra sociedad, concretado en esa frase derrotista: “Es lo que hay”. Y no. Es lo que dejamos que haya por estar contemplando, pasivos, como los señores de la finca hacen y deshacen; la finca es nuestra, los señores sólo están de paso y hay que hacer lo posible para que lo que haya sea diferente y para nuestro beneficio. La clave está en acordarnos que se ofrecen bacalaos, pero también se venden fideos.