domingo, 28 de julio de 2013

Comulgar con ruedas de prensa


Diario de Pontevedra. 27/07/2013 - J.A. Xesteira
Las ruedas de prensa, que parece que existen de siempre, son cosa del otro día; sucede igual con esas tradiciones que las inventaron hace nada y que defienden a ultranza como cosa “de toda la vida”. En la era de las máquinas de escribir los periodistas nos buscábamos la noticia como podíamos, llamando al amigo del amigo, preguntando al tendero de la esquina y organizándonos una agenda de contactos con los que ir tirando. Pero, de pronto, importaron –probablemente– de las películas americanas las ruedas de prensa, y a los prominentes (políticos sobre todo, pero también empresarios, alcaldes de barrio, directores de oficinas estatales y todo aquel que quería salir en la foto) empezaron a convocar ruedas de prensa. Y los periodistas de la era de la Hispano Olivetti picamos como gilipollas y seguimos la corriente por motivos tontos: era una manera de encontrarnos con los colegas, tomar unas cañas mientras trabajábamos y, de paso, rellenar una noticia sin mucho esfuerzo. La verdad es que la noticia no valía para nada, la rueda de prensa era un coñazo y lo único que pretendía el prominente que la daba era salir en la foto. Como no había práctica en ruedas de prensa, en las primeras siempre había un colega que se enrollaba con la pregunta y, mientras la hacía, daba tiempo a hacer un crucigrama, jugar a los submarinos o, simplemente, dejar volar la imaginación; en alguna de esas preguntas el prominente llegó a responder: “Perdone, pero me he perdido, ¿podría concretarme un poco más la pregunta?”. Si no tenías muchas ganas de trabajar, simplemente dejabas que fluyera la cosa hasta que apareciera la frase que ibas a poner en el título entre comillas; el resto era un resumen más o menos adecuado del dossier que siempre daban con una carpetilla y, si eran espléndidos, con bolígrafo incluido. Las ruedas de prensa pronto dejaron de ser novedad para convertirse en una infección periodística. Recuerdo al respecto que en la redacción teníamos un chiste de Fernando Quesada pegado en la pared, para no olvidarnos, en el que dos paisanos de boina mantenían este diálogo: “¡Xa apareceu o que roubou as galiñas! ¡Pois veña, convoca unha roda de prensa!” La generación de la máquina no éramos conscientes del pantano que íbamos a dejar en herencia a la generación venidera de la era del ordenador. Aquellos polvillos que imitaban al portavoz de la Casa Blanca trajeron estos fangos movedizos en los que han enterrado el periodismo. La información actual se mueve en un porcentaje mayor del deseado en ruedas de prensa que corren paralelas con el desprestigio de la profesión y la inutilidad de los géneros clásicos del periodismo, vendidos al peso para poder comprar mejores grabadoras que recojan las cuatro tonterías que los prominentes de ahora repiten con el único fin de aparecer en la foto. El mensaje final de cada rueda de prensa cabe en un e-mail de tres líneas y, si lo vemos con calma, no da ni para cubrir un suelto de página de media columna. Pero la inercia del sistema informativo es de tal calibre que los jóvenes nacidos en la era del ordenador creen que las ruedas de prensa son básicas para la ciudadanía, que no puede vivir sin el careto del político de turno delante de un panel de color definido y siglas conocidas. Basta un análisis volandero de las últimas frases pronunciadas por los más altos prominentes para ver que nos podían haber ahorrado el espacio de la foto (igual que la de ayer, con el mismo traje) y la información (anodina y sin gracia); en su lugar agradeceríamos que pusieran un sudoku (al menos entrenaríamos el cerebro). Las ruedas de prensa, ni son de toda la vida ni sirven para nada. El periodista queda reducido a un mero grabador de la frase que pronuncia el baranda, y que nunca contesta al preguntador, al que considera un enemigo en potencia que lo va a perjudicar. Existe la variante de rueda de prensa deportiva, que esa si tiene la justificación de que anuncia un refresco, una marca de zapatillas o un balneario, mientras el entrenador repite las mismas explicaciones de toda la vida. El periodismo español de esta era acude a cada rueda de prensa de manera gregaria y disciplinada, como si fuera obligación, como un rito; pero además España ha inventado una modalidad de la que, a lo mejor, alguien se siente orgulloso (¿será por ahí que es la Marca España?) como es la de las ruedas de prensa sin preguntas, las filmaciones sin cámaras de estas informaciones amaestradas (sustituidas por videcomunicados) discursos transmitidos solo por circuito cerrado de televisión y, para redondear el absurdo, la prohibición de fotografiar y filmar determinados actos oficiales del Gobierno. Hace unos días el presidente del Gobierno rizó el rizo: la rueda de prensa sin rueda de prensa. Remitió tres fotos a los periódicos sobre su reunión con los grandes empresarios. Días después compareció en la habitual rueda a dos bandas, que siempre se da cuando visita algún presidente extranjero, y en el caso de la visita del primer ministro polaco los periodistas pactaron dos preguntas que debían hacer una agencia y un periódico (después el presidente le dio otra pregunta por encima del pacto a un periódico amigo suyo). Las organizaciones profesionales protestan y hablan de lo de siempre, que se coarta la libertad de expresión e información, que todo se convierte en propaganda oficial y todo eso. Pero sus protestas no conseguirán volver a lo que debiera ser el periodismo con sentido común, porque ya no hay sentido común y queda poco periodismo dentro de tanto periódico. Se impone un regreso al futuro; volver la vista atrás es bueno (a veces) y cabe la posibilidad de rebelarse contra el mar de calamidades. Los de la era de la máquina tenemos la culpa de todo esto; debimos ahorcar al primero que convocó una rueda de prensa, en vez del jijí jajá de la novedad. En lugar de ser los periodistas los que hacemos el periodismo hemos dejado que lo manejen prominentes de abundante vanidad y escasa gramática.

domingo, 21 de julio de 2013

Los acontecimientos


Diario de Pontevedra. 20/07/2013 - J.A. Xesteira
Una de las expresiones literarias que vienen empaquetadas de fábrica es la de que “los acontecimientos se precipitan”, siempre, como si todas las noticias se vinieran abajo atropellándose unas a otras en medio de un barullo sin pies ni cabeza (otra expresión habitual). Como la frase hecha de que “los sorprendió la aurora”, como si los protagonistas de la historia literaria se asombraran de que amaneciera tan temprano. Los acontecimientos noticiosos de cada día se precipitan, se agolpan en las páginas de los periódicos y el barullo es parecido al de los dibujos animados; seguramente cuando este artículo llegue al periódico habrá nuevos acontecimientos sepultando precipitadamente a los que ahora (un par de días antes, ahora mismo acaba de acontecer que el presidente del Constitucional era socio de cuota del partido en el Gobierno) me sirven para rellenar el papel (virtual) en blanco con palabras escritas en letras Times. Los acontecimientos-base, que manejo ahora se precipitan sobre el partido del Gobierno, arrojados desde esos papeles del Gran Chivato, que hasta hace unos años era “nuestro hombre” en el PP y ahora es “un reo que no merece credibilidad”. Los argumentos con los que los personajes del gran guiñol quieren echar fuera los balones que llueven sobre una portería sin defensas son vacíos como un centollo-farol y nadie se cree que se sorprendan de revelaciones que estaban desde siempre en el ánimo de los ciudadanos comunes, que siempre tuvimos la inteligencia suficiente como para entender que un partido político sumergido en una economía de reparto de obras subvencionadas con dinero público, experimenta un empuje ascendente, que es directamente proporcional a los pagos en dinero opaco por parte de empresarios que primero pagan campañas para después poder decir “¿qué hay de lo mío?” Y dicho esto entiendan que no me refiero solamente al partido del Gobierno. El jefe de la oposición se embarca a la fuerza en una embarcación con peligro de naufragio. Tiene que amagar con una moción de censura que no le hace ninguna gracia; primero, porque la mayoría popular la echará abajo, segundo, porque, en el hipotético caso de ganarla o de dejar tocado del ala al Gobierno, no cuenta con plantilla suficiente para empezar una liga con aires de ganar. Los argumentos del pintoresco portavoz del PP de que a ellos los respaldan once millones de votantes ya no sirve; aquellos once millones de votos han precipitado como en un preparado químico; el respaldo no es eterno y el voto es “móbile qual piuma al vento”; ahora mismo me temo que el respaldo sería distinto. El cuentagotas diario que encabezan los titulares de primeras páginas se sobreponen y se derrumban sobre la sociedad que contempla el espectáculo como si fueran los fuegos de la fiesta patronal, un espectáculo que asombra a pesar de que ya sabíamos como era y quienes eran los pirotécnicos. Los papeles del Reo se precipitan en dosis estudiadas (ahora con nuevo abogado defensor del Reo y bombardero del partido que empleo al Reo) Sobre el montón de acontecimientos ya no se distinguen las tramas, los delitos ni los personajes. Se ha precipitado todo a mogollón sobre la sociedad y de todo ello se saca solo el máximo común denominador: algo huele a podrido en la marca España-es-la-mejor. Por momentos tenemos la sensación de que todos los personajes de esta tragicomedia hablan y actúan según el texto teatral. Los parlamentos de los actores principales, cuando salen en pantalla, parecen haber sido escritos por alguien, y tenemos la impresión de estar ante una situación con guión marcado. Sabemos –o prevemos– lo que va a pasar, como si todo fuera gobernado por el Destino. Y no nos gusta. El problema es que el personal ciudadano no está para elecciones anticipadas ni para reformar nada. Los propios acontecimiento se han precipitado sobre la economía del país. Y estamos metidos en medio de tanta mala noticia que no damos abasto para procesar toda la información con nuestros cerebros de pocos gigas de capacidad. Los acontecimientos paralelos a lo principal los descartamos por secundarios. El caso Palau, la única corrupción lírica del país con CiU y Ferrovial cantando arias de cinco millones. El paro creciente que llegará –dicen los expertos– al 27 por ciento el año que viene (pero que ya ha llegado al 55 por ciento para los jóvenes) y que es el resultado de haber sustituido la política de empleo por la economía de empleo; como consecuencia, cada vez se pone más difícil estudiar en las universidades españolas donde ya no hay dinero para sostenerlas, y cada vez hay más jóvenes buscando la vida en la emigración. El extraño conflicto de los astilleros, que nadie entiende (¿qué eran esas subvenciones? ¿quién las cobró? ¿a dónde fueron a parar? ¿por qué hay que devolverlas? nadie lo explica con claridad). Incluso han precipitado a Antón Reixa de las cumbres de la SGAE (autor es cualquiera, lo difícil es vivir de eso). Y ya han precipitado hasta lo más sagrado (no, no son los obispos, que siempre están a cubierto esperando que escampe) que es el fútbol; el Madrid se arrepiente de sus pecados y se hace más humilde y español, mientras que el Barça, que hizo de la humildad su bandera, saca ahora sus trapos sucios y sus desamores entre Pep y Tito. Las cosas van mal, y prueba de ello es que en deporte, que éramos la envidia de Occidente, no ganamos ni una, los motoristas se parten las clavículas, los tenistas son de tierra, los ciclistas, los futbolistas..., todo nuestro orgullo deportivo cotiza a mínimos. Incluso el rey Juan Carlos, que se va a Marruecos para comer cuscús con su sobrino Mohamed, aparece avanzando con muletas, lentamente, hacia una posible abdicación, que se pide, también a sabiendas que eso no solucionará nada (su hijo ya es el que viene a Marín por el Carmen). El verano, que todo lo atempera y relaja, pasa en un abrir y cerrar de ojos, y el amanecer del invierno nos va a sorprender a todos como siempre, metidos en acontecimientos que no podemos prever y, mucho peor, no podremos solucionar.

domingo, 14 de julio de 2013

Un mamut en Siberia


Diario de Pontevedra . 13/07/2013 - J.A. Xesteira
Encuentran un mamut en Siberia en un estado aceptable para los miles de años que tiene (es como un enorme jamón de pata negra) y en Madrid los papeles del prisionero amenazan al partido en el gobierno, al Gobierno y a los gobiernos de las Navidades del pasado, como los fantasmas que se aparecen para recordar que no todo el monte era orégano. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Nada. Lo mismo que no tenían nada que ver los papeles del recluso con el PP ni con los gobernantes, según afirmaba insistentemente la jefa Cospedal. Sucede simplemente que salían en la misma página de los periódicos (en la primera, mal llamada por los locutores de radios y telediarios, la portada). Pero cada día que pasa, la ley de la palanca –potencia por su brazo igual a resistencia por el suyo– se mantiene, y a la contundencia de los papeles del preso se opone como puede la resistencia del partido (ante la impasibilidad de Bob el Silencioso desde la Moncloa). Lo único que varía es la colocación del punto de apoyo, cada vez más cerca de la resistencia, lo que hace prever que se moverá el mundo cuando pase lo que se prevé que tenga que pasar. Como en toda mala novela, los acontecimientos se precipitan, y el preso número nueve amenaza con la solución bíblica: muera Sansón con todos los filisteos, incluidos “MR” y “JM” de los papeles secretos. A estas alturas se supone que existen carreras para pactar, reorganizar, salvar lo que se pueda y remar desde los botes salvavidas. Uno de los abogados de la trama original, de la que van apareciendo afluentes variados, asegura que el Gran Detenido puede hacer caer al Gobierno. Y así las cosas, las sombras que se adivinan en el interior muestran las peleas internas, el “ya os lo dije”, “el que la hizo que lo pague”, el “a mi no me miréis, que yo no tengo nada que ver” y la guinda de Esperanza Aguirre, que pide reconocer las irregularidades, seguramente con vistas a que le desbrocen el camino. La situación no se arregla con la escasa falta de cintura de los gobernantes, que parecen más interesados en cantar las excelencias de una hipotética olimpiada en Madrid en 2020 que en tratar de aclarar el panorama a los ciudadanos corrientes, que vivimos metidos en un mundo complicado, confuso, sin lógica ni razón, estupefactos ante las cosas que se ven y se leen y que con nuestro corto entender, comprobamos que no coinciden con el discurso raquítico que va del “España va bien” al “España va mejor”. No nos dicen nada que no sean palabras vacías. Ni los gobernantes ni los aspirantes a gobernar tienen palabras que nos hagan suponer que hay alguna idea por encima de la línea de sus corbatas. Ni siquiera en los imprevistos demuestran agilidad mental; el caso Evo Morales es una muestra de la incompetencia más burda. Ese “nos dijeron que a bordo estaba Snowden” del ministro Margallo, y la intención del embajador español en Viena de registrar el avión de un presidente en viaje oficial evita cualquier comentario que pueda añadir crueldad a la estupidez. La gachupinada española ha conseguido cabrear a media docena de países hispanoamericanos, lo cual puede importar poco al Gobierno, que se afana en una Marca España de pandereta, pero debe importar mucho a los empresarios españoles que hacen negocios por aquellas tierras y deben estar blasfemando en arameo a estas alturas. Cuando deberíamos estar en pleno ambiente de vacaciones, con los coches cargados de familia y flotadores rumbo a la playa (a pesar del precio siempre ascendente de la gasolina, por mucho que las petroleras rebajen el viernes lo que subieron el resto de la semana) estamos todavía metidos en la confusión y sin un horizonte claro. La crisis, creada artificialmente por cerebros más espabilados que los que nos gobiernan y gobernaron, está hecha a la medida para meter los cambios más drásticos a las sociedad (trabajar más, cobrar menos y suprimir el dinero público destinado a derechos sociales –sanidad, educación, cultura, bienestar–) basándose en el principio de que sólo así nos salvaremos de la situación en la que nos metieron los que manejan a los políticos actuales, ahora preocupados por salvar su culo de paja que se acerca peligrosamente a la hoguera de las corrupciones. La confusión es enorme y, a pesar de que la masa ciudadana fue debidamente desculturizada, gracias al bombardeo de materia fecal de los distintos canales de televisión, es capaz de percibir en medio del galimatías actual que hay cosas que no están bien (a pesar de que suelen ocultarlo, el fantasma del hambre asoma por los colegios y por las familias, impotentes ante la incapacidad de poder trabajar); hay cosas que no son razonables (los condenados a dos años de cárcel por malversación de fondos públicos catalanes, salen a los dos meses porque son gente buena); hay cosas que se gritan en la calle (los preferentistas –una palabra desdichadamente nueva– que a sus años de jubilación tienen que sumar la degradante tarea de protestar en la calle por las estafas sufridas, después de firmar unos papeles que no leían por la confianza en las personas que lo vendían y en la institución que amparaba esa “jugada del pardal” financiera); hay cosas que se dicen en voz baja y que no trascienden a los medios de comunicación (¡qué no daríamos por conocer lo que comentan los jueces instructores, los políticos en cada partido cuando no hablan a las grabadoras de los periodistas!) y hay cosas que se piensan y no se dicen ni se gritan (esas son las peores, porque las carga el diablo y las dispara por la culata) De la misma manera que una crisis artificial sirve para que nos perdonen la vida a cambio de venderla de baratillo, también puede servir para que nos demos cuenta de que podemos buscar alternativas a las soluciones que no solucionan y reinventarnos como ciudadanos y como sociedad. Eso, si logramos salir de esta confusión tan grande como un mamut de Siberia.

domingo, 7 de julio de 2013

La vida es fútbol


Diario de Pontevedra. 06/07/2013 - J.A.Xesteira
De la omnipresencia del fútbol en la vida era consciente a medias. Lo tengo a todas horas y en cualquier parte. En las docenas de partidos que retransmiten en directo o en diferido (a veces con años de diferencia), en los comentarios de expertos o en el apartado de los informativos televisivos, donde suelen hacer ruedas de prensa sin nada que decir. También en las conversaciones en los bares o en los lugares de trabajo, donde hay siempre una polarización de rivalidades céltico-deportivas o barça-realmadrid. Estamos acostumbrados a andar por la vida con la presencia constante del fútbol; es un ingrediente más que adereza la salsa de la vida pero que no la echaríamos en falta si no estuviera. Sobre todo los que no somos aficionados al deporte (o negocio empresarial, según se mire) Dos noticias, sin embargo, justo en vísperas del fin de fiesta de la selección española en Brasil, donde todos hablaban de un esperado “maracanazo” (aunque, como más tarde diré, la mayoría no sabe en que consistió ese acontecimiento histórico), me pusieron a funcionar los timbres de aviso. Primero fue el ministro Cañete, un tipo peculiar, que afirma comer yogures caducados y no le haría ascos a los insectos si la cosa se pusiera dura; el ministro habló de los bancos de alimentos y calculó la cantidad de material recogido para repartirlo a los necesitados diciendo que harían falta no sé cuantos campos de fútbol para almacenarlos. Una curiosa medida; no una extensión de tantas hectáreas o tantos kilómetros cuadrados, que son cifras que no caben bien en la cabeza de los ciudadanos corrientes. Campos de fútbol, la medida comprensible para las personas normales. La gente entiende esa medida. El fútbol nos mide, nos pone las dimensiones. Pero otra noticia nos da otro aspecto diferente. Sergi Arola, el cocinero con estrellas michelín sobre su cielo gastronómico, protestó porque Hacienda le embargó o le precintó parte de su negocio por impagos fiscales. Con toda la razón del mundo, el cocinero (o chef, como les gusta decir ahora) se cabreó por el trato discriminatorio: “¿Por qué no cierran los campos de fútbol que deben más dinero que yo y no les investigan?”, dijo. Y aquí queda en evidencia el trato de favor que siempre han tenido las cuentas de los equipos de fútbol, muchas veces dirigidos por personajes de dudosa moral y legalidad. El chef cocinero tiene razón, y a lo mejor le hacen caso y clausuran el Deportivo de La Coruña por sus pecados fiscales. Si así fuera espero a las masas coruñesas protestar en la plaza de María Pita en defensa de las esencias patrias. Porque, no nos engañemos, a estas alturas, las esencias patrias se enquistan en el fútbol, como portador de los valores eternos más rancios y sensibles. Los partidos cruciales, finales o decisivos, cuentan siempre con presidentes, ministros, reyes o personajes importantes en los palcos. Nunca se ha visto a los grandes estadistas gritar o aplaudir en un concierto de la Filarmónica de Berlín o de Springsteen como lo hacen en una final de la Copa del Rey. El fútbol es el espacio social donde se alzan las banderas, se defienden los colores, se escuchan los himnos nacionales como si se sintieran de verdad, se gritan los triunfos hasta el ronquido y se lloran las derrotas. Se siguen los ritos habituales con escrupulosa tradición, se bañan en las fuentes sin temor a que les multen; se llevan los trofeos a los pies de vírgenes y santos, aunque nadie crea en ningún dios más que la cláusula del contrato y la prima por partido ganado; se asoman a los balcones de los ayuntamientos aunque no nos deban una explicación ni nos la vayan a dar. El fútbol es realmente el mito del eterno retorno, cada año se repite el mismo proceso con pocas variaciones. En los regímenes dictatoriales fue la válvula de escape; no el opio del pueblo marxista, que adormece, sino la cocaína del pueblo, que es capaz de montar una revuelta sobre una decisión arbitral equivocada. Siempre se habló del fútbol en el franquismo como el pan y circo romanos, pero en democracia el fútbol ya es lo que mejor nos representa en la vida; es la concreción de nuestra sociedad, adornada con colores que nos identifican en el mundo y con canciones horteras como el “¡Y viva España!” una canción compuesta por dos belgas que no le gustaba ni a Manolo Escobar. En esa euforia patriótico-futbolera llegó la final de Maracaná, y se esperaba el “maracanazo”. Los periodistas deportivos sabían que esa palabra se aplicaba a la derrota de Brasil en su cancha por el equipo de Uruguay. Y se podía repetir. Pero, ay, no entendieron realmente que aquel partido de 1950 no fue una victoria sobre una derrota, sino una cuestión de conceptos y actitudes. Es un problema cultural español no buscar las fuentes ni pararse a entender la historia pasada (no digamos nuestra memoria historia, tres veces negada por el Gobierno) y así nos va. Si se hubieran parado a entender lo que significó aquel partido, sobre el que escribieron autores tan serios como Eduardo Galeano y Osvaldo Soriano, sabrían que el día de la final las crónicas estaban tituladas con el triunfo del Brasil, que los directivos uruguayos pidieron a sus muchachos que perdieran con dignidad y por menos de seis goles. Pero ahí apareció el capitán del equipo, el Negro Jefe, Obdulio Muíños Varela (los apellidos denotan origen) y les dijo en los vestuarios todo lo contrario: “En la cancha somos once contra once y los de arriba –el público– son de palo”. Les cambió la actitud, les varió el concepto y les añadió dignidad, y se enfrentaron con un estado de cosas adverso con la mentalidad de que nadie es más que nadie. Eso fue el “maracanazo”, el triunfo fue una consecuencia. Los muchachos de la Roja, solo fueron a jugar un partido de fútbol y perdieron. Lo mismo que la sociedad española, que no se da cuenta de que la democracia nos iguala, y “los de arriba son de palo”.