domingo, 22 de febrero de 2015

De fosas y mausoleos

Diario de Pontevedra. 20/02/2015 - J.A. Xesteira
Después del carnaval ya entramos en Cuaresma, un tránsito que acaba en la conmemoración mortuoria del dios de los cristianos. El paso de la vida a la muerte es irremediable y siempre queda un resto, un poso de lo que fuimos. Todos dejan lo mismo: un cadáver. Sobre qué hacer con él hay abundante información al respecto; como quiera que venimos al mundo sin folleto de instrucciones, funcionamos según nos dé, y cuando morimos, hacen de los restos lo que se les ocurre según la tradición al uso; los archivan en nichos con la ficha en mármol, los sepultan en la tierra como plantones de cebolla, los incineran como churrascos pasados o regalan el fiambre a la ciencia para que jueguen con él. Según las culturas, la gestión biológica de los restos es diferente; los cementerios musulmanes no tienen lápida que identifique al difunto; los viejos cementerios indios dejaban el cadáver a la intemperie, en las alturas del Himalaya suelen dejarlos como almuerzo de los buitres, en el mar lo lastran y lo echan para alimento de nécoras. Según la importancia del extinto puede pasar que le monten una pirámide de Keops encima o lo tiren a la fosa común de los que no tienen donde caerse muertos. La organización y gestión de los que se pudren en sus tumbas es un buen negocio («Dios dea traballo a todos, a cada un no seu», decía aquel sepulturero hamletiano), y sobre los cementerios y sus variables hay mucho dinero en danza. Se sabe que esos lugares ejercen un atractivo especial, no solo para los familiares de los que allí están, que suelen llevarles flores, al menos una vez cada año, por Halloween (a muchos de los que en vida no le llevaron ni una miserable margarita) y, en general, además de los grandes mausoleos, son lugar de visita turística. Sé de lo que hablo, porque soy uno de los que visita cementerios importantes en busca de tumbas famosas; en una ocasión salté la tapia de un cementerio cerrado para ver la tumba de un famoso tenor con estatua de famoso escultor; otra vez desvié la ruta de mis amigos para ir al cementerio marino de Paul Varlery, en Sete, y ver la tumba de Brassens; tomé el metro de Londres para ver la tumba de Marx; en Pere Lachaise de Paris eché una mañana entera desde la tumba de Jim Morrison hasta la de Oscar Wilde, pasando por la docenas de famosos que…, iba a decir «lo habitan», pero no, allí no habita nadie, sólo sus fichas en bronce y piedra. Las tumbas de los que fueron algo en vida guardan en las avenidas de las necrópolis un cierto atractivo; las de los que no fueron nada especial durante su existir, también, sobre todos en esas erratas escritas en sus nichos, esos panegíricos post mortem, o en la simple acumulación de difuntos en un humilde cementerio de aldea. Otra cosa distinta es el gran mausoleo, la pirámide, el valle de los reyes y de los que se consideraron como reyes, o más que reyes. Ahí ya entramos en la obra de carácter babélico, de distinción del muerto como casi un dios. Suelen ser los sucesores interesados, políticos o militares que quieren mantener viva -–de alguna manera y paradójicamente– la presencia atemorizante de la momia o el esqueleto del que fue su gran líder, pero, a veces es el propio líder el que planifica su mausoleo a tamaño colosal (siempre, más gigante cuanto menor sea su talla humana) y es capaz de perforar un monte y clavarle encima una cruz alucinante. Todo esto suele llevar aparejado un negocio, como un parque temático con sus entradas y sus bonos descuento; a veces, un gran negocio. Estos días cerró la tumba de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú, un complejo arquitectónico protegido por la Unesco, para hacer reformas; el muñeco del gran bolchevique, embalsamado por el Centro de Tecnologías Biológica y Medicina de la URSS, los mismos que embalsamaron a Kim Ill Sung en Corea del Norte, estará oculto a la vista de los miles de turistas que lo visitan al año y que no ven más que eso, un muñeco. Los grandes dirigentes políticos suelen acabar en sitios así; quien haya estado en Ankara y visitado la tumba de Ataturk habrá quedado impresionado: un sólo cadáver ocupa la extensión del Santiago Bernabeu; sobre el Valle de los Caídos no cabe comentario, todo está dicho. Los grandes no se resignan a dejar este mundo sin dar la nota, e incluso reyes tristes como Felipe II, con un catafalco a su medida, montó sobre sus restos un monasterio muy alabado, pero, que visto de cerca, tiene aspecto de cuartel. Otra variante es la de los muertos que no existen, pero atraen por la fe. Sobre muchos de ellos se han montado parques temáticos religiosos que llevan funcionando desde hace siglos. Sobre una supuesta tumba de San Pedro en Roma (no existe tal tumba ni se sabe que haya muerto allí) se ha montado nada menos que un estado; sobre la supuesta tumba de un palestino muerto varios siglos antes en Jerusalén, se montó la catedral (y la ciudad) de Compostela. Son los atractivos de la fe. Durante estos días un equipo de treinta especialistas busca en la iglesia de las Trinitarias de Madrid los restos de Cervantes, que se sabe que están sepultados en algún lugar del convento. El despliegue es enorme, el gasto lo justifican diciendo que es un «proyecto nacional». Puede que encuentren cachos de hueso y que los expertos sean capaces de asegurar que son de Cervantes. ¿Y después, qué? Nada, a no ser que monten un pasen-y-vean con entrada en la puerta (descuentos a excursiones del Imserso). Extraño país este que no escatima en buscar los restos de un gran escritor que a nadie interesa y pone todos los impedimentos para buscar a los centenares de enterrados en campos y cunetas , fusilados al amanecer de una guerra civil, que reclaman sus familiares. Estos son fáciles de encontrar, suelen tener un tiro en la cabeza, pero no se puede hacer un circo con sus restos.

lunes, 16 de febrero de 2015

Comemos lo que somos

Diario de Pontevedra. 13/02/2015 - J.A. Xesteira
Nunca ha habido en la Historia de la Humanidad un periodo (que acaba de empezar) en el que se rindiera un culto tan manifiesto a la comida y su adoración por todo tipo de ciudadanos. En tiempos pretéritos la cosa funcionaba así: los ricos comían cosas ricas y los pobres sobrevivían con lo que había. Si analizamos los libros de cocina clásicos, desde el del gran Brillat Savarin, autor del primer tratado de gastronomía (y de la frase “dime lo que comes y te diré lo que eres”) hasta los libros sobre el arte culinario que se amontonan en las librerías (y que en gran parte sostienen a muchas editoriales), el momento actual parece una enorme explosión de buen gusto a la hora de sentarse a la mesa. Brillat Savarin, abogado, político defensor de la pena de muerte (para los demás, porque cuando lo persiguió la Revolución Francesa escapó a los nacientes Estados Unidos) escribió un libro magnífico, al margen de su valor cocinero, porque era rico y escribía para los ricos en tiempos en los que el pueblo de Francia pasaba habre, no tenía pan y María Antonieta decía que, entonces, comieran bizcochos (le costó la cabeza). Desde entonces, entre guerras, posguerras y largos periodos de carencias, hablar de gastronomía en la clase operaria parecería un chiste; desde los dibujos de Castelao en los que los niños pensaban que el rey comería azúcar hasta hoy las cosas cambiaron totalmente. Tanto que ya hemos alcanzado un grado de sofisticación popular en el que no es extraño ver a analfabetos funcionales hablar de añadas, retrogustos, deconstrucciones como si fuera cosa de dominio público; ciudadanos con empleo fijo (pero despedibles en cualquier momento) hablan con sus amigos de las excelencias de tal o cual restaurante y de tal o cual tratamiento que le dan a la caza, al pescado o a las carnes en su camino hasta la mesa. Está de moda saber de gastronomía y se ha conseguido algo inimaginable, democratizar el arte de comer y la fisiología del gusto hasta conseguir que todos conozcan a grandes cocineros y sus grandes platos, aunque sentarse en uno de sus restaurantes siga siendo prohibitivo y se acabe en la churrasquería de la parroquia. Nunca como ahora los cocineros han logrado tal estatus de figuras populares. Mi respeto por todos los cocineros (mi abuelo lo fue, antes de que se llamaran restauradores y, más tarde, chefs) no impide, sin embargo pedir una rebaja en la euforia general. No hay momento en que se encienda la televisión y no aparezca un sonriente profesional que explica la complicada elaboración de un plato o un informativo dé la noticia de las estrellas que se reparten por los restaurantes del país o un programa cultural haga un reportaje sobre la cocina del Chef Fulanito considerada como una de las bellas artes, con plaza en museo. Así hasta la saturación de concursos de cocineros, que van desde adultos haciendo reducciones de viandas hasta la retorcida competición de niños en la cocina (¿alguien se ha parado a pensar en lo que supone la tensión y la humillación traumática para los perdedores? con las leyes de protección del menor en la mano habría mucho de decir de esos concursos). El momento es exagerado, pero no es malo en sí mismo. Supongo que será mejor que la gente le dé por cocinar que por partirse la cabeza en defensa de su equipo de fútbol. Delante de una cocina y delante de una mesa no hay violencia, sólo ambiente agradable. Se ha conseguido que mis amigos puedan invitarme a cenar con platos elaborados –magníficamente, hay que reconocer– por ellos mismos. Al menos por ese lado hemos dado un paso interesante. A pesar de la paradoja de vivir en un país de parados y desahuciados que no llega a fin de mes, la gastronomía triunfa como un espacio pacífico de creación de cosas buenas y saludables. Podríamos decir así, con Savarín, que somos lo que comemos. Y con ello deberíamos estar todos agradablemente alimentados, sanos, con los colesteroles afinados y la “analítica” en su punto de cocción. 
Luego salimos a la calle y vemos que no es así. Nunca ha habido tanto gordo inflado a grasas como ahora mismo, nunca ha habido tanto desbarajuste alimenticio. Basta darse una vuelta por los supermercados y ver de reojo lo que echa la gente en los carritos. ¿A que se debe este desfase? Habrá sociólogos que lo estudien, pero se me ocurre que un exceso de información mal dirigida provoca lo mismo la saturación de chefs que de asesores de dieta. 
En este punto hago un inciso para introducir un diálogo pescado al vuelo en una terraza; una mujer joven trataba de convencer a un hombre menos joven de que la leche era perniciosa, que se lo había dicho un médico (si, hay médicos que dicen unas cosas y otros que dicen las contrarias). Decía la mujer: “Fíjate, el hombre es el único animal que después de la lactancia materna sigue tomando leche toda su vida”. Contesta el hombre con cierto cachondeo: “Bueno, mujer, también es el único animal que come patatas fritas, fabada, ensaladilla rusa y bebe gin tónics. ¿O que quieres, que comamos como los animales de la Dos?”. 
Debe ser un síntoma, pero, a pesar de las excelencias cocinadas en la televisión, un amplio sector de la sociedad se inclina más por los anuncios que dicen maravillas de la leche sin lactosa, alimentos emplastificados sin gluten ni grasas, bebidas de soja (le llaman leche, pero no es más que un líquido extraído de ese hierbajo que está deforestando medio Amazonas), yogures sin grasas pero con bífidus activos, y cosas parecidas. El resultado es una empanada de ideas mal digeridas. 
Y entre los dos bloques, el de la gastronomía artística y la empanada dietética está ese otro sector que acude cada San Blas a regalarse con un cocido mortífero, regado por un vino espeso (mi otro abuelo decía que “eso” no era vino, que era un estofado) No somos lo que comemos, comemos como somos, con nuestros defectos y nuestras virtudes. Cada cual en su plato y a su manera.

domingo, 8 de febrero de 2015

La izquierda

Diario de Pontevedra. 06/02/2015 - J.A. Xesteira
Me explicaron hace tiempo, cuando era el tiempo de recibir explicaciones de los profesores, que los conceptos políticos de derechas e izquierdas venía de la Revolución Francesa, de la situación que tenían los que se sentaban en la Asamblea Constituyente que quería limitar los derechos del rey; los de la derecha querían mantener los privilegios reales y los de la parte izquierda querían dar más poder al pueblo y menos al rey absolutista. Desde aquel momento, los conceptos han seguido manteniéndose con las variaciones que el tiempo trae; básicamente, la izquierda defiende el cambio político social para mejora de la ciudadanía, y la derecha se opone a ese cambio, también para mejorar a la ciudadanía. El correr del tiempo fue retorciendo los conceptos, y la izquierda fue escribiéndo variaciones sobre el tema según le llovieran los golpes, y la derecha trató de vestirse de reformador social según le conviniera la situación. Al final, la famosa economía imbécil barnizó derechas e izquierdas y, como un moderno Mefistófeles, cautivó a los Faustos de cualquier signo, que se dejaron acunar por los cantos de sirenas financieras que desdibujaron el paisaje y camuflaron a los políticos hasta el extremo de disfrazarlos de eso, de políticos, independientemente del signo que tuvieran o decían tener; con ello dieron pie a la conocida frase: “todos son iguales”, que, al menos en el aspecto externo, era cierta. Porque el aspecto era básico, y no vestía lo mismo un comunista que un socialista que un nacionalista que un tecnócrata que un hijo de la derecha con futuro. La televisión y los asesores de imagen cambiaron las modas. Como la derecha no tenía problemas, porque su estado es adaptable a las circunstancias, se mantuvo en su sitio, amagando con detalles de representante del bienestar social y de la sociedad del bienestar, condiciones que le vinieron impuestas por exigencias gatopardianas (“hacer que se cambia pero no cambiar nada”). La izquierda lo tuvo más difícil. Desde su viaje de la clandestinidad marxista (comunistas, principalmente, de trenka y pana) tuvieron que pasar por adaptarse a los cambios externos que, a la postre fueron también internos; se perdieron los conceptos de marxista y por el camino, el socialismo dejó de ser obrero y casi socialista (mantienen el nombre, pero sus movimientos son, muchas veces, puramente capitalistas) Al final del camino, es decir, ayer por la tarde, están ausentes los comunistas, integrados en una amalgama llamada IU, desaparecidos los viejos grupúsculos de tendencias variadas; los socialistas depauperados después de aburrir a los jóvenes y cabrear a los viejos. 
Pero los hechos siguen siendo tan tercos como antes, y lo que se esconde acaba por reaparecer. Y han bastado dos cosas para que reaparezca la izquierda. Primero aparece Podemos, que, sin ser nada más que la forma concreta de un sentimiento de cambio, generada en la calle por gente joven, ha pasado a ser el enemigo de los partidos instalados en su estatus quo, discutiendo entre ellos al estilo bizantino. Después aparecen los griegos haciendo uso de su invento milenario, la democracia, y eligen a unos tipos que, de entrada le plantan cara a Europa, y de salida dicen que ya lo veremos. Y eso, por mucho que digan, ha provocado que todos los partidos españoles instalados en sus escaños se miren el culo de paja, porque hay muchos mecheros con ganas de quemárselo. Como los grandes estrategas no son tan tontos como creemos, han visto que el gobierno de Tsipras le pega un corte de mangas a la Troika, el verdadero poder europeo en la sombra y le dicen que no negocian; y, a continuación, se niegan a formar bloque contra Rusia. Y Bruselas recoge velas mientras la ciudadanía aplaude (a la ciudadanía siempre le gustaron los gestos de chulería de los pequeños contra los grandes). 
El resultado es que la derecha española, concretada para su bien en el PP, saca cuentas, números, estadísticas y trata de convencer al personal (me acaba de escribir una ministra para decirme lo bien que me va con este gobierno y que mi pensión aumentó en 4 euros al mes). El resto de los partidos, con las excepciones ambiguas se ha dado cuenta de que en tiempos fueron izquierda. Y ahora lo dicen. En pocos días hemos visto a Sánchez decir que “somos la izquierda”, y a los de Podemos, que también, son la izquierda. Por supuesto los de IU recuerdan que son la izquierda (por lo menos en el nombre y en su triste caminar). Pero a estas alturas deberían redefinir la izquierda; ¿son comunistas?, ¿son marxistas?, ¿son socialdemócratas liberales?, ¿son ecologisto-feministas-pacifistas-antiglobalistas?, ¿son laicos pero no tanto? El problema está en que ya no se distingue a simple vista a la izquierda, tanto tiempo desdibujándose para conseguir esos votos volantes que van de acá para allá sin criterio alguno, que ya no se sabe como se es de izquierdas. En lugar de haber creado una educación política que formara ciudadanos con criterio propio, se apuntaron durante años a la política de alimentar al ciudadano y la ciudadana (la única aportación fue esa política correcta de partir la gramática en dos géneros) con televisiones y solaparse con la derecha en un estilo que imponía la moda del capitalismo bruselés. 
Un cantante-filósofo italiano ya fallecido, Giorgio Gaber, un tipo que convendría conocer, decía en una canción allá por los años 70-80 (siglo pasado), titulada “Destra-Sinistra” que las diferencias eran claras: “Si fuma Marlboro, de derechas, pero si el Marlboro es de contrabando, es de izquierdas”, “los conciertos en los estadios son de izquierdas, pero los precios son de derechas”, “el chocolate suizo es de derechas, la Nocilla, de izquierdas”, “el viejo moralismo es de izquierdas, la ausencia de moral, de derechas”, “el pensamiento liberal es de derechas, pero es también bueno para la izquierda”. Entre bromas un punto cínicas, había unas diferencias. Ahora se empeñan todos en decir que son de izquierdas, pero esos son conceptos que hay que pronunciar siempre en tercera persona; como “guapo” o “demócrata”, no vale decirlo de uno mismo, tienen que decirlo los demás, y, sobre todo, tienen que decirlo los hechos, las obras.

domingo, 1 de febrero de 2015

Pero el mundo sigue girando

Diario de Pontevedra 30/01/2015 - J.A. Xesteira
Ya están cortadas las barbas del vecino y todos los grandes teóricos desparraman sentencias sobre lo que va a pasar en España en la post-Grecia; si perjudica o beneficia a unos, a otros, o a todos o a ninguno y que si Europa amenaza o el Banco Europeo no lo ve bien, o el FMI se pondrá en contra de la izquierda griega y su mayoría de votos de cabreados. Si hacemos caso de los periódicos de papel llamados “nacionales” (cada vez más periódicos y menos periodísticos) creeremos que se acerca el fin del mundo; esos grandes referentes se echan las manos a la cabeza para meter miedo entre los españoles; todos parecen rasgarse las vestiduras por el resultado (previsto) en Grecia y avisar del contagio con España, por más que hasta hace unos días todos los periódicos repitieron la conocida sentencia recomendada por los principales partidos, que juegan al virgencita-que-me-quede-como-estoy, de que Grecia no es España. El corrimiento de tierras políticas es evidente, y cada cual atiende a su juego; los socialistas andaluces convocan elecciones sin un motivo claro (juego peligroso) y el resto se supone que estarán aprendiendo de lo que sucedió el domingo griego. Ganó Syriza y puede que gane Podemos, o no. Pero el mundo sigue girando. Pese a que todo cambie no significa que todo se acabe para la inmensa mayoría de las gentes que tiene otras preocupaciones más directas. No hay que temer al miedo que nos regalan los periódicos como el deuvedé del fin de semana. Vivimos hace años una dictadura con Franco, una Transición donde viejos franquistas se transformaron en demócratas constitucionales; gobernó el centro-derecha, después el centro socialista, después la derecha y puede que ahora dé otra vuelta a la tuerca de la legislatura, se renueve el Parlamento y se mantenga un inútil Senado (no sirve para nada, científicamente demostrado). Pero el mundo seguirá girando. Nunca para. 
Los grandes partidos reaccionan tarde, porque desde arriba parece que todo anda más despacio. Desde abajo el tiemppo corre aprisa, sobre todo para los que ven que su vida no se la van a solucionar aquellos partidos por los que votaron y que después no cumplieron lo que prometían y se dedicaron a sus cosas que no son las nuestras. Los cabreados que votaron a Syriza en Grecia o los que pueden votar a la izquierda en España, son los que se dieron cuenta de que votar a PP y PSOE en su momento es como mear contra el viento: alivia la vejiga, pero acaba uno perdido. Todas estas cosas nos las explicarán los grandes catastrofistas, pero, mientras tanto, el mundo, que no ha parado ni un momento, sigue girando. Los grandes partidos dan señales de vestirse aprisa para la ocasión; se pelean contra los elementos adversos, contra las cajas B de Bárcenas (imposible creer que nadie sabía que los partidos se financian con subvenciones de tapadillo) y con los propios movimientos internos (si prestan atención cuando salen los líderes a decir su frase en las televisiones, oirán los murmullos de sus propios conmilitones como si fueran las tripas revolviéndose después de una mala digestión). Aparecen estadísticas, encuestas oficiales y resultados variados que avalan cualquier gestión; nadie se las cree; los números pueden ser explicados según convenga, y nadie se toma la molestia de leer estadísticas en los periódicos. En los dos grandes partidos se estudia con lupa si Zapatero le da la mano a Sánchez o si Aznar ningunea a Rajoy. Son esas pequeñas cacas que cada político trata de disparar al contrario como si se las acabara de sacar de la nariz. Cada uno gestiona su miedo mientras el mundo sigue girando y la noche sigue siempre al día. Sus miedos se traducen en la renovación de las caras. Hace unos días me sorprendió ver un debate televisivo entre políticos y todas eran caras jóvenes, distintas y con voces nuevas, dialogantes y razonablemente educadas, sin corbatas (las corbatas atragantan las ideas, que no llegan a su expresión natural). Al menos, me dije, el miedo a lo que puede venir ha renovado algunas cosas. Y se notan variaciones sobre los mismos temas en los partidos que quieren asegurar a los suyos en su voto y evitar que se les escapen los vacilantes por los rotos de los lados. Pero mientras tratan de convencernos de los buenos que son y del futuro brillante que ya nos prometieron otras veces, el mundo gira y gira. 
La reacción ante Grecia era la prevista: los mercados bajaron, como era de esperar, pero ya sabemos que en estos mercados no hay vigilancia, los chamarileros venden siempre mercancía defectuosa, caducada y a veces podrida, y a precios sin control; en realidad son delincuentes disfrazados de tenderos. También las voces de los que mandan en Europa se hicieron notar, aunque con prudencia, sin descubrir sus cartas siempre marcadas. Los partidos españoles se desmarcan de los griegos (yo a ese Pasok no lo conozco, dice uno; la culpa la tiene Syriza, dice el otro) Y al fondo todos esperan a ver que pasa con la deuda que era privada hasta que el gobierno griego anterior la hizo pública con la presión europea. Pero, ¿que pasaría si les diera un arrebato (que es lo que temen en Europa) y decidieran no pagar la deuda? Bueno, pues ya hay opiniones al respecto, y una de ellas, la del premio Nóbel Stiglitz afirma que sería bueno y saludable. Y el mundo seguiría girando un poco más optimista, pero siempre a lo suyo. 
Todas las estrategias por mantener el poder y todas por conquistarlo no son nada ante los pequeños detalles que nos salvan de tanta hipócrita ruíndad. El gesto de la anciana desahuciada de Vallecas de dar la mitad del dinero, que recaudó para ella el Rayo Vallecano, a los hijos de un portero de fútbol nigeriano, muerto en la pobreza madrileña, vale más que todos los partidos políticos, todos los mercados de valores, toda la palabrería de los rimbombantes. Ante gestos como este, el mundo se para un momento, para todo lo demás sigue girando sin parar.