sábado, 26 de septiembre de 2015

De izquierda a derecha

J.A.Xesteira
En el estado en que nos encontramos de constante campaña electoral convendría aclarar un par de conceptos que tenemos desactualizados, corroidos por el paso del tiempo. Me refiero a los conceptos de izquierdas o derechas, los dos parámetros que sirven para manejarnos en el mar de la política en que navegamos todos los días. Lo que leemos, escuchamos o vemos en los Medios no ayuda mucho a nuestra claridad al respecto, porque ellos mismos (los Medios y sus escribidores) no lo tienen tampoco muy claro y se limitan a poner la pegatina de derecha o izquierda sin pararse mucho a pensar de que va la cosa y, me temo, sin tener mucha idea de que va esa cosa. Como el mundo está en constante conflicto electoral, y cada movimiento en el paisaje político de cada lugar influye en el resto a cada momento leemos las palabras izquierdas o derechas sin más matices. Por ejemplo reciente: Tsipras y Corbyn acaban de ganar en sus territorios propios; el primero en las elecciones generales de Grecia, una especie de volver-a-empezar; el segundo, como nuevo líder del Partido Laborista británico. La prensa de aquí los despacha a ambos con la etiqueta de “izquierdas”. Pero, salvando la posible cercanía ideológica, que estaría por ver, no tienen nada en común, salvo que hace un año nadie sabía de su existencia. Tsipras es el ganador de una elecciones generales en un país mediterráneo en conflicto económico con Europa y Corbyn es el ganador dentro de su partido (el Laborismo británico es lo que los británicos llaman “izquierdas”, comparable a lo que los británicos llaman “comida”, es decir, un nombre sin nada detrás) en un país de economía próspera, una reina eterna y una relación con el mundo un tanto peculiar. Pero a los dos los despachan con el titular de “Gana la izquierda”.
En el panorama político mundial hay izquierdas y derechas en el poder, según los baremos periodísticos, que son una purrela sin ningún análisis. Así, en el concepto izquierda meten al socialista francés Hollande, a la brasileña Dilma Russeff o al socialdemócrata Passos Coelho, mientras que en la derecha entraría la demócrata cristiana Merkel, Mariano Rajoy (sin etiquetar) o el conservador británico David Cameron. Y así, generalizando, despachamos la cuestión. Pero sabemos que las diferencias entre cada uno, su estilo político y las circunstancias diferentes de cada sociedad en la que gobiernan, hace que derechas e izquierdas tenga colores variables. Y convendría que nos aclarásemos, porque en nuestra realidad social (iba a decir España, pero a estas alturas, con el follón de identidades que tenemos, a lo mejor resulta poco definitorio) no sabemos ya en donde estamos, y los que fuimos de izquierdas o derechas de toda la vida, vemos como se nos escapan los conceptos y nos encontramos desubicados.
Convendría primero hacer un poco de memoria, esta cosa tan frágil que se rompe en los Medios, que padecen un altzheimer tanto gramatical como conceptual, y no digamos de referencias históricas (lo primero se soluciona con más escuela, lo segundo, con un simple diccionario ideológico –antes había un María Moliner en cada redacción– y lo tercero, consultando con las hemerotecas). Convendría recordar como la izquierda clásica de este país, encarnada en sus orígenes clandestinos por el Partido Comunista, empezó a soltar lastre para ganarse los votos del centro. El PC escoró a estribor, dejó de ser comunista, después desdibujó la izquierda y se amalgamó bajo unas siglas que decían que eran “izquierda”. Lo mismo le sucedió al PSOE, que dejó primero el marxismo, y después abandonó el obrerismo en Marbella para llegar al poder diciendo que eran de izquierdas, que estaban allí para cazar ratones aunque fueran gatos negros o gatos blancos (algo así decía el ahora gran gurú y en aquel entonces presidente del Gobierno). Las palabras comunismo o marxisto podían asustar a los españolitos del estado del bienestar (regular estar casi siempre) y todo se fue hacia el centro, donde ya había unos que se calificaban de centro. La derecha lo tenía más fácil, sólo tenía que quitarse el uniforme de jefe del Movimiento y vestirse de traje y corbata para disfrazarse de centro; como no tenían ideario, se adaptaron facilmente a lo que hiciera falta para ser rentables. Todos buscaban el centro de gravedad permanente, el lugar del poder intercambiable, el voto útil que lo mismo vale para unos que para otros, el denominador común, el espacio teórico que lo mismo sirve para que te vote un facha que un rojo (denominaciones hoy en desuso, simplemente folklóricas).
Y como todos se pusieron a olvidar la Política y a sustituirla por la Economía, pasó lo que pasó: como políticos eran mediocres, pero como economistas eran un desastre. Así que se dejaron ir por la Economía de la mano de los que de verdad sabían, los banqueros, los expertos en fondos de inversión, el Fondo Monetario Internacional (y sus presidentes sospechosos habituales), el Banco Central Europeo y las bolsas mundiales, amén de las fuerzas ocultas que manejan el oro y el moro. Y como vimos que todo eso sucedía no importara quien mandase en cada sitio, ni si era de derechas o de izquierdas, y que todos se besaban en público como si fueran de la misma idea, pues las fronteras se desdibujaron, las ideas se nublaron y todo quedó fuera de sitio. Ya no se sabe que es ser de derechas o de izquierdas. El izquierdoso Tsipras tiene que pelear contra la Economía, y si no lo hace con armas de la Política, no hará nada especial. El izquierdoso Corbyn empezó por cabrear a la artrítica política británica. En España habrá elecciones este domingo y las volverá a haber en diciembre (dicen), pero hay pocas cosas claras; nadie habla con claridad (ha tenido que venir el ex presidente uruguayo Mujica para decir cosas con sentido político común) y sólo se sabe que tenemos un país con tres millones de pobres y 21 supermillonarios (datos de Oxfan). Como posible regla general orientativa aporto la que me dio un amigo: La izquierda es un estado de ánimo, la derecha un estado de cuentas.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Tradiciones

J.A.Xesteira
La palabra tradición encierra a menudo un mecanismo peligroso, más por la ligereza con que se utiliza que por la propia palabra en sí; también por el uso del concepto tradicional como disculpa para una serie de actos que pueden ir desde la simple tontería hasta la más cruel imbecilidad, cuando no, a un uso disculpatorio para que los políticos con mando en plaza se inventen (y decreten) leyes que, bajo su amparo, acojan los más diversos disparates. ¿Cuantos años tiene que tener una tradición para ser tradicional? No hay regla ni excepción. El polémico y actual Toro de la Vega de Tordesillas es de 500 años de antigüedad, una fiesta instaurada en un tiempo en que los caballeros alanceaban a los toros o a los villanos o a los moros y Santiago se aparecía a caballo blanco en una batalla que nunca existió (Santiago, tampoco, ni su caballo). Así pues, una tradición secular, arrimada, como era de esperar, a una celebración religiosa (siempre hay sangre alrededor de los dioses) que tuvo sus más y sus menos a lo largo de los tiempos, incluso estuvo prohibida con firma del fundador del partido actualmente en el poder, cuyo ministro de Justicia calificó como “tradición histórica y cultural” lo que el padre fundador del PP prohibió en su tiempo. La tradición cultural e histórica es también fiesta de Interés Turístico, porque, ya se sabe que a los turistas les encanta el exotismo de ver a los nativos haciendo el bestia en cualquier parte del mundo.
Las tradiciónes viven actualmente de la televisión, y de sus hijos pequeños, las redes sociales virtuales. Ahí es donde se pueden ver a los más variados indocumentados haciendo declaraciones por su cuenta. La televisión se ha convertido en un aburrido espacio donde se le pregunta a cualquiera su opinión sobre asuntos que desconoce. Y en esas opiniones todo el mundo defiende las “tradiciones” porque son “de toda la vida”. Pero ¿cuanto es “toda la vida” de una tradición para que sea tradición, insisto? Tomemos ogro ejemplo recogido de la televisión: la fiesta del agua de Vilagarcía, que se celebra en el cálido verano. Según varios de los preguntados por los intrépidos reporteros, es una fiesta tradicional. Sin embargo su antigüedad es de hace unos veinte años, cuando a alguien acalorado se le ocurrió pedir a los de los balcones que echaran agua. Así que tenemos tradiciones de “toda la vida” de hace siglos y de ayer por la mañana. Todo puede ser tradicional.
Y si el tiempo no define la tradición, tampoco el concepto ayuda. Se toman por tradicionales cosas de dudoso origen o de origen conocido pero que tranformamos a nuestro criterio. Por ejemplo en el terreno del folklore. Existe lo que llamamos musica tradicional. Y sobre eso hay puristas que insisten en utilizar solo instrumentos tradicionales. Pero cuando se suben a un escenario para ofrecernos sus tradiciones utilizan amplificaciones modernas con micros de contacto, etapas de potencia, mesa de mezclas y otros artefactos, porque el público tiene que oirles. Y entre los instrumentos tradicionales, por ejemplo, aparece con cierta profusión el buzuki irlandés, que no es más que la copia modificada en los años 60 del buzuki griego. Las tradiciones, a veces son esquivas, y lo que parece musica celta de siglos de edad, no es más que música decimonónica, trasportada de un lado a otro en forma de jotas o jigas, que varían según el terreno que pisan.
Así que no nos aclaramos mucho sobre lo que es tradicional cuando aparece cualquier evento o circunstancia de conflicto. Las religiones siempre se valieron de la Tradición con mayúsculas para justificar cualquier dogma o mandato más o menos divino. Y muchos de los dogmas y tradiciones parecen “de siempre”, cuando ese siempre puede ser de ayer mismo. Ejemplo: el dogma de la Asunción de la Virgen es de 1950 (Pio XII, el que bendecía los tanques fascistas) y el papa de Roma sólo es infalible desde 1870, por decisión de Pio Nono.
 Así que, como no existe un criterio ni de antigüedad ni de credibilidad,  hay que establecer otros parámetros para hablar de tradiciones. No hay nada que objetar cuando lo “tradicional” consiste en que rieguen al personal de cachondeo desde los balcones, cosas más tontas se vieron, como la tomatina, que tanto impresiona a los japoneses. Pero la cosa comienza a pisar el terreno de la estupidez peligrosa cuando un pueblo entero prefiere pagar la multa de 2,000 euros y arrojar desde un campanario a un pavo o en otro pueblo disfrutan tirándose en la plaza ratas muertas. Ahí ya pisamos un terreno en el que convendría que se lo hicieran ver; el simple hecho de la tradición no convierte la estupidez en valor cultural. De la estupidez al fanatismo hay un cabello. Y del fanatismo estúpido a la violencia intolerante, otro. Lo que sigue ya lo saben.

No valen los argumentos que estos días, con motivo del toro de Tordesillas, anduvieron manejando los lanceros castellanos, y por los que pasaron de puntillas muchos políticos, amparándose en la legalidad vigente. Puestos a mantener legalidades tradicionales, en Valladolid era tradicional quemar herejes mas o menos cuando los caballeros mataban toros con lanza.  Y desde aquella los tiempos han cambiado. En otro pueblo, cuyo nombre no recuerdo ni pienso visitar, al toro lo mataban antes con dardos disparados con cerbatana, pero ahora, más civilizados, le pegan un tiro. Ahí hay una contradición legal. Hay una ley que prohibe matar al cerdo de manera tradicional (como siempre lo vimos desde niños) con el cuchillo del matarife, ahora hay que anestesiarlo con una descarga eléctrica. Pero por lo visto y según los dirigentes políticos que no quieren perder los votos de los tordesilleros, hay animales pueden matarse como en la Edad Media lo cual no solo es tradicional, sino legal.
En tradiciones hay que desbrozar mucho. De momento sólo es una palabra en la que nadie se atreve a entrar. Hay que tenerlo todo tradicionalmente atado. Incluso los partidos políticos se agarran a la tradición: dos partidos de toda la vida, y una democracia de siempre, aunque toda esa vida sea sólo de cuarenta años para atrás.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Tiempo de abuelos

J.A.Xesteira
Los abuelos han vuelto al cole. Los nietos, también. Las antiguas organizaciones familiares sobre los niños y el colegio hace años que cambiaron radicalmente. Más o menos por los tiempos en que la mujer se incorporó al mercado laboral (no al trabajo, en el que nunca dejó de estar). A estas alturas ya debe haber estudios sociológicos y psicológicos sobre el tema. Y estadísticas, que nunca faltan, como perejil en salsa. Supongo –no soy sociólogo ni psicólogo ni me interesan mucho las estadísticas– que las dos causas principales para que los abuelos formen batallones en los colegios de sus nietos son dos: mayor perspectivas de vida (en condiciones físicas decentes) y anticipación de la jubilación. Por lo tanto, esta semana comenzó el cole, con los abuelos (abunda el sector masculino, porque la abuela es la que hace la comida para todos, en un reparto de roles muy estandarizado) a la puerta de los centros, preparado para recoger al niño, recibir los recados de la profe (también aquí abundan más las mujeres) y escuchar las aventuras de la tercera generación, un mocoso que maneja los ordenadores como nada, habla en otro lenguaje y devuelve a los abuelos algo que habían olvidado: la ternura.
Si pasamos por delante de un colegio veremos grupos de jubilados tomando el sol y comentando las noticias. Reproducen las mismas estructuras de la juventud, y se juntan por afinidades laborales, políticas o futbolísticas, y rechazan al de otra banda, al pesado o al que ya no “ajuntaban” de niños. Los esquemas se reproducen. Son los abuelos que hicieron la Transición (o lo que fuera que hicieran), los que pelearon por unos derechos laborales en las calles (que más tarde tiraron por el retrete los políticos que los mismos abuelos ayudaron a llegar al poder), los que metieron este país en Europa, pelearon en el Mayo del 68, y sólo sacaron en limpio (pero, eso si, bien limpia) la pensión de jubilación a la que tienen derecho porque esa es la base del pacto entre la ciudadanía y el Estado. Hay otros abuelos que se forraron en el paso de la dictadura a la democracia, pero esos no van a buscar a nos nietos a las puertas del colegio, los tienen en otros colegios más caros e importantes con la pretensión (casi siempre vana) de hacer de ellos cachorros de triunfadores.
Los abuelos de las puertas del cole regresan caminando con los nietos, puede que hagan una parada cómplice para tomar unas cañas con pincho de tortilla, y dos generaciones se sentarán a comer sin la tercera generación, la del medio, porque el sistema obliga. El sistema se sostiene (no es un eufemismo) en gran parte gracias a los abuelos. En muchos hogares no solo son los que crean el núcleo familiar en torno al niño, sino que, desgraciadamente, sus jubilaciones son el único sostén de muchas familias, mientras la parte del medio –los hijos de los abuelos, padres de los nietos– trampea la vida en medio de trabajos mal pagados y de escasa duración, que después venderán los políticos como cifra de ocupación, en una estadística más falsa que un senador de palo. Los abuelos son una fuerza, aunque no lo saben (pero si intuyen vagamente) porque están en condiciones físicas de volver a reclamar en la calle lo que les dé la gana, porque tienen un voto en la recámara de la pistola electoral y ya saben más por viejos (no les llamen mayores, además de ser un error gramatical es un eufemismo hipócrita) que por diablos jubilados. Los abuelos son una fuerza numérica a tener en cuenta; las estadísticas y las esquelas lo respaldan. Y, por lo que se ve por ahí, mantienen el IPC (Índice Personal de Cabreo, no confundir) intacto y a punto de no-me-toques-las-pelotas. Y además son sensibles, porque ya han visto el otro lado de la luna.
La imagen de estos días, la del niño muerto en la playa, ha hecho correr ríos de palabrería vana. En este caso, como en otros, esa imagen vale más que las mil palabras que escribe cualquiera en un periódico. Esa imagen debería valer para que se hiciera un enorme silencio que la propia imagen sustituye. Lo dice todo, y no hacía falta que los comentaristas justificaran su prosa maravillosa aprovechando esa muerte, ni que los políticos se sintieran golpeados y abrumados de boca para la rueda de prensa como dijeron. Quizás no se dieron cuenta, porque la mayor parte de los políticos están metidos en una absurda campaña electoral sobre los catalanes y sus cosas. Pero esa foto, ese niño muerto, es algo mucho más importante: cada abuelo ha visto en ese pequeño cadáver a un nieto. El pequeño sirio ahogado en la playa turca era el Nieto de todos, el niño que no volverá al cole (y tampoco tenía cole, se lo habían bombardeado).
Ahora andan todos intentando arreglar un problema que se les viene encima. Los miles de fugitivos (el ministro de Interior les llama inmigrantes, lo cual define el nivel mental de un ministro) de una guerra en la que se cuecen grandes negocios, que consume mucho del armamento vendido, entre otros, por España, a través de su Ministerio de Grandes Negocios Bélicos (le llaman oficialmente de otra manera) Ahora no saben donde meterlos y los quieren repartir por varios países. Podían meterlos a todos en Luxemburgo, un país que no sirve para nada y tiene el mayor PIB por habitante del mundo. Hablarán mucho, repartirán a los refugiados en diferentes campos de concentración civilizados, pero no resolverán el problema. Porque el problema, lo dijo otro Nieto sirio, está en sus tierras, de donde no se quieren ir. “Paren la guerra, queremos ir a nuestras casas”. Decía el niño. En el mundo no mandan los abuelos, excepto en el Vaticano, donde Francisco, un abuelo (al menos por edad) ve las cosas desde el punto de vista de los viejos. Y hay que tener cuidado con el cabreo de los abuelos, pueden aguantar las crisis y los recortes, pero no soportan que le maten a un nieto en una playa de Turquía.

sábado, 5 de septiembre de 2015

La duda y la fe


J.A.Xesteira
El fenómeno sociopolítico geoestratégico conocido como “soberanismo catalán” tiene, entre sus hipotéticas virtudes y defectos, la sorpresa, el milagro transformador de poner de acuerdo a Felipe González con el PP y con Josemaría Aznar (en este orden, con posibilidades de añadidos según pasa el tiempo). Lo que no fueron capaces de unir ni las necesidades del pueblo español ni los consensos parlamentarios lo acaba de hacer Artur Mas, el Sospechoso, y sus compañeros de orfeón catalanista. Ante su presencia y sus intenciones confesas, los otrora enemigos pasaron del “¡Váyase, señor González!” al “Estoy presente en esa carta” (la de González) y formar un frente español frente a la conspiración catalana. No leí la carta de Felipe González (ni pienso leerla), porque en estos casos es más interesante el efecto que la causa (como si nos dan una pedrada y nos ponemos a examinar la piedra en lugar de curar el chichón). Y el efecto es variable, como el tiempo. Por un lado ha conseguido animar más a los catalanistas, que ven como su idea (independiente de la viabilidad de la misma o de su constitucionalidad o lo que usted quiera, esté a favor o en contra) es rechazada por extrañas parejas que en tiempos fueron enemigos mortales. Por otra parte, Felipe, cada vez que abre la boca le hunde las expectativas de voto al que fue su partido (ignoro ahora si es socialista o sólamente habla como consejero aburrido de alguna corporación financiera); lo mismo le sucede a Josemari Aznar, el Fibroso, que consigue hacer lo propio con su partido. En ambas formaciones deben estar poniendo velas al santo patrono de los mudos para que se callen. No lo harán, porque ambos pertenecen a un club selecto, el de los Walking Dead, los líderes que un día fueron reyes del mambo y que hoy son sólo zombies de pata negra. En ese club están unos cuantos muertos vivientes, como Blair, Clinton y alguno más, que cobran una pasta gansa por decir lo contrario de lo que decían cuando eran presidentes o primeros ministros. Ahora recorren el mundo dando conferencias y cursos, asesorando corporaciones financieras, defendiendo prisioneros de los malvados boliviaranos (o haciendo que los defienden; algo raro ocurrió por el medio, porque el prisionero no fue rescatado por el intrépido abogado) o mediando en el conflicto palestino (un conflicto fortalecido en tiempos del Eje del Mal). Aparecen en medio de gran aparato mediático para dejarnos su mensaje, pero no se dan cuenta de que están muertos, y todos (incluídos sus seguidores, que los aplauden con guantes y les alaban con la boca pequeña) somos como el niño de la película: vemos muertos y lo sabemos. 
No nos fiamos de ellos. Seuramente porque tenemos otros de quien fiarnos (cada quien con sus preferencias políticas); ellos están caducados, aunque salgan de vez en cuando de sus tumbas bien remuneradas para darnos un susto. No nos fiamos de nada, porque si hay algo de lo que estamos seguros es que en este momentos dudamos de todo. Nos han estafado tantas veces que dudamos hasta de lo que creemos. Hemos perdido la fe, porque también, con ella hemos perdido nuestro dinero en cuentas y productos bancarios, hemos perdido el poder adquisitivo de nuestras pensiones, hemos perdido la confianza en las viejas fórmulas, desconfiamos de los datos estadísticos y de las bonanzas anunciadas en los periódicos de que las cifras económicas mejoran. Sabemos que la política y los políticos son un mal necesario y tratamos de amortiguar el mal poniendo y quitando políticos según nos parezca y según podamos elegir del mercado de políticos, pero una vez que se han muerto y pasado a disfrutar del paraiso millonario, ya no. 
Nuestras dudas casi siempre se confirman, nuestra fe siempre se frustra. Teníamos fe en los bancos, y cada uno “trabajaba” con el suyo, de la misma manera que tenía su peluquero, su marca de tabaco, su niki con cocodrilo o caballito, su marca de cerveza… Éramos fieles a una serie de cosas, al club de fútbol (uno de los últimos monolitos de adoración) o al partido político. Y así nos fue. Los bancos, que eran un lugar en el que conocíamos a los que trabajaban y confiábamos en esas instituciones para tener nuestro dinero más seguro que debajo del colchón, no son más que la versión corporativa e inmensa de aquel personaje de “El Padrino II”, don  Fanucci, ¿recuerdan? (en caso contrario ver, por favor, la película es imperdonable no hacerlo) el hombre de blanco, amable, sonriente, colega, que cobraba un impuesto protector (una tasa por depósito bancario) al tiempo que prestaba dinero y mantenía un status en el comercio del barrio que hacía que todo funcionase (al menos en apariencia) Si vieron la película, saben como acabó la cosa. Ya no hay fe en los bancos, se gastaron nuestro dinero y tuvimos que prestarle más de nuestro propio dinero (¿han devuelto algo?) y no hay fe en los partidos políticos, por más que nos digan que mejoran los resultados económicos y las expectativas de futuro, de creación de empleo, de producto interior bruto, de crecimiento económico… En fin, de todas esas cosas que ya decían los zombies cuando estaban vivos y en sus moncloas. A poca memoria que tengamos no hay una sola de las promesas que se hacecn ahora, desde el Gobierno o desde la oposición que no se haya hecho antes. Y los resultados los conocemos. Tenemos más dudas que fe. Pero como el ser humano es como es, volveremos a creer en los nuevos mesías, en las nuevas promesas, incuso los catalanes creerán en sus soberanistas (¿por qué no?) y el resto en lo que se pueda. Con nuestras dudas y nuestra certeza de que nos están estafando, de la misma manera que hicieron en anteriores ocasiones. Y cuando venga otro ciclo y aparezcan nuevas generaciones, aparecerán nuevos zombies y nuevas promesas. Cabe la posibilidad de que en algún momento alguien pegue un puñetazo en la mesa y rompa el naipe. En cualquier caso, será muy interesante contemplar al actual presidente cuando pase a la condición de muerto viviente y se nos aparezca en los Medios. ¿Qué dirá?