jueves, 29 de septiembre de 2011

La corriente principal

Diario de Pontevedra. 28/09/2011 - J. A. Xesteira
La pasada semana el dirigente palestino Mahmud Abbas pidió en la ONU el reconocimiento de Palestina como estado, algo que viene dando vueltas desde hace muchos años sin que nadie se atreva a reconocer lo evidente. La ONU es como el Premio Nobel de la Paz, un concepto que se vende como de utilidad básica y necesaria, pero que en el fondo no es más que una idea vacía de contenido: en la ONU se habla pero no se va a ninguna parte (a veces sirve para respaldar barbaridades, invasiones, y poner veto a verdaderas necesidades de los pueblos) y el Premio Nobel se concede, según sople el viento, a energúmenos como Theodore Roosevelt o al planificador de los desaparecidos sudamericanos Henry Kissinger. El conflicto de Palestina e Israel es viejo, tan viejo como la instalación de un estado artificial, mediante la cesión del territorio ocupado en la Cisjordania por Gran Bretaña (los ingleses no dejaron colonia a derechas) y una resolución de la ONU de 1947 (que huele a negociaciones poco santas por la parte de atrás). Desde el primer momento, los habitantes de sus tierras vieron como una inmigración judía se instalaba y compraba el terreno. Cuando los palestinos se dieron cuenta se encontraron con que los israelitas se sacaron de la manga un estado y ya estaba dentro. Con ello, el Estado de Israel inventó dos cosas, entre otras: el primer estado del mundo colocado donde les dijo Dios, en un territorio que el mismo Dios les había prometido, y para ello inventó el terrorismo moderno, con la voladura del Hotel Rey David. El resto lo copió de aquí y de allá, creó una lengua propia y aplicó la teoría nazi del espacio vital para poder invadir a los países vecinos, que no tenían la suerte de que su dios les dijera que aquella tierra era suya. Todo eso es historia. El hecho actual es que Abbas quería hablar en la ONU de su pueblo, un pueblo rodeado por Israel, que ve como poco a poco su tierra pasa al otro lado de la frontera. Y cuando lo iba a hacer se crea una corriente de opinión aconsejándole que mejor lo deje para otro día, que mejor es negociar, que las cosas hablando se entienden, que vuelva a reunirse con Netanyahu. Y es el Premio Nobel de la Paz (no se sabe por que mérito), Barack Obama, el que más le aconseja, contradiciéndose con lo que él mismo decía no hace mucho (los votos son los votos y el lobby judío es muy fuerte). Y volvemos a los premios Nobel y las conversaciones. Judíos y palestinos vienen hablando desde hace demasiados años, tantos que esas conversaciones ya han dado varios premios Nobel de la Paz, a Begin y Al Sadat (acuerdos de Camp David) y a Arafat, Rabin y Peres. Abbas hizo lo que nadie esperaba, dio un cierre de dominó y presentó su petición. Pero la ONU, un organismo concebido para la inutilidad con apariencia de unidad de pueblos, tiene recursos suficientes para alargar el proceso, darle vueltas a la perdiz, esperar que el tiempo modifique la situación y, si todo fracasa, la oportunidad de que EEUU vete cualquier proposición que se salga de la corriente de opinión ya prefijada. ¿Cómo dudar de las decisiones del mismísimo Yaveh? Los dioses son impredecibles, no aparecen en los periódicos ni hacen ruedas de prensa en los telediarios, se aparecen, bien a pastorcitos ignorantes, o a caudillos de hace tres mil años. Y lo que dicen va a misa (o a los rezos de sinagoga) incluso después de la invención de la imprenta y del teléfono móvil. Abbas se enfrentó a la corriente principal (el mainstream, que dicen los anglosajones, ahora que todo se rotula en inglés) Y los medios de comunicación y opinión se encontraron con una anomalía, porque eso no estaba previsto. Desde la caída de la censura, el periodismo mundial se instaló en un estado de opinión que sigue la corriente principal, sin dudar de nada o aplicar la lógica más elemental a cualquier hecho noticiable. Abbas no debería hablar en la ONU de su estado, porque eso no estaba en el guión, e, incluso, los días anteriores, existía un acuerdo, que sólo tenía vida en la prensa, de que se volverían a las negociaciones, eso era lo que Obama había dicho y nadie se planteaba que existiese otra posibilidad. No hay dudas para la corriente principal de opinión. Pero las corrientes son malas, y las de opinión son como las corrientes de aire, que nos pueden dejar un dolor de lumbago o un constipado otoñal no deseado. Leer un periódico o ver la televisión se convierte en un ejercicio de adaptación a un guión no escrito pero si esperado, que transcurre por los cauces por los que circula la corriente, sin dudas ni situaciones ajenas al guión. Se supone que las cosas son como van (ese “es lo que hay”) y no nos alarmamos mucho con las distintas noticias que salpican las páginas y que relatan los bustos de los telediarios. Hay unos cauces, hay una rutina que cumplir y por la que deben circular los ciudadanos. Por eso me extrañó ese intento de censura previa que quisieron imponer los consejeros de RTVE del PP, con la complicidad abstenida del PSOE y el apoyo de CIU. Ya saben lo que pasó, que los consejeros políticos del ente público querían tener acceso a las noticias informativas “antes de”. Grandioso. Un retorno a los viejos tiempos. Me recordaba un chiste de Forges de los años 60, una página en la que se veía una redacción de periódico; en una esquina había unos tipos de la censura y uno decía: “Miren lo que ha puesto este atrevido: Bilbao”; en otra esquina, un periodista sollozaba: “¿Quien me mandaría a mi dejar peritos por periodismo?”. Los consejeros de RTVE, una raza política que debería desaparecer junto con los senadores, debieron advertir que los contenidos de los telediarios se salían de la corriente principal, y eso hay que cortarlo de raíz, porque, de lo contrario, pueden acabar por informar de lo que les de la gana. Lo único que me intriga es como se dieron cuenta ellos, porque el resto de los espectadores no hemos advertido nada anormal en la información habitual. A lo mejor es que hay doble versión informativa y ellos van a ver la televisión a Perpignan, como se hacía en los viejos tiempos para ver cine erótico.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Nos queda la palabra

Diario de Pontevedra. 21/09/2011 - J. A. Xesteira
La ley de la mafia siciliana se basa en un principio muy simple: no ver, no oír, no hablar. Como los tres monos de la felicidad. Sin imágenes, sin sonidos, sin palabras. Como las pasadas semanas hablé de la imagen y del sonido, me queda la palabra, como al poeta Blas de Otero. La palabra, que puede ser gritada o susurrada, pero que está ahora de capa caída, poco apreciada, seguramente por el mal uso o por el abuso o porque alguien sugirió una vez como una estupidez intelectual que una imagen valía más que mil palabras. A veces puede que sí, pero a veces puede que no. El Guernica no sustituye a un libro, porque su misión no es esa. La palabra hablada nunca tuvo tanto espacio para difundirse pero, por el contrario, nunca se difundió tan mal. Los medios de comunicación están llenos de palabras, habladas, escritas, pero, como decía Hamlet –otra vez Shakespeare– el libro está lleno de palabras, sólo palabras. Y el libro y sus palabras están ahora mismo en medio de un terreno incógnito que se resume de manera simplona: papel o digital. Hablan de la decadencia de la biblioteca, de millones de obras almacenadas en una pantalla; basta con acceder a un banco de datos colgado en una nube –textual– para leer “Guerra y Paz” o el penúltimo best seller. ¿Dónde leeré mañana la novela, en el iPad o en esa edición que encontré en un librero de viejo? ¿A que huele una novela en pantalla?¿Como puedo señalar la página virtual, la doblo o meto ese señalador que me regalaron?¿Cómo puedo hacer anotaciones en los márgenes? Todo eso, seguro, se podrá hacer en la pantalla de la tableta literaria. Tendrá otros problemas, por ejemplo, que si nos quedamos dormidos y se nos cae de la mesilla de noche puede que se nos vaya a hacer puñetas digitales. De cualquier manera, el libro estará ahí, en pergamino, en papel escrito a mano, en tipos de imprenta en letra Bodoni, en edición de lujo o en páginas virtualmente mágicas en las que leeremos palabras que fueron pensadas para tiempos demasiado viejos. Libros llenos de palabras maravillosas, encantadoras, de frases que hay que leer dos veces para saborearlas, pero también de palabras peligrosas, incendiarias, revolucionarias, agitadoras, palabras que hay que silenciar. ¿Cómo aplicaremos la censura a los libros digitales? Porque la censura hay que tenerla siempre presente, aunque no nos demos cuenta. El problema es que, cuando los libros se hacían a mano, la censura no existía, nadie podía leer aquellos libros, sólo accesibles a los reyes y a los ricos. A medida que la palabra se hace extensible a todos, se abarata la comunicación de las ideas, hay que controlar la circulación y la difusión de las palabras, ya sea en forma de panfleto, folleto, libro de ensayo o novela de vaqueros. La iglesia católica lo entendió así hace años con la imposición de un Índice de libros prohibidos, vigente hasta hace poco, que funcionaba a la inversa para los que estaban interesados en progresar culturalmente, es decir, lo que allí se prohibía era lo verdaderamente interesante. Ahora mismos sólo funciona un índice de libros prohibidos que maneja el Opus Dei, se puede consultar en internet y la función es la misma. Es que todavía existe un miedo al libro, a las palabras que se encierran entre papeles y que ahora aparecen como arte de magia en pantallas digitales (¡a saber como será la cosa dentro de un par de meses!) La censura siempre existe, de una u otra manera, pero cada vez se le ponen las cosas más difíciles para atajar las aguas llenas de palabras que quieren correr libres. Cualquier manifestación de poder, político o religioso siempre ha querido poseer el control sobre la palabra y controlar los significados. Como decía Humpty Dumpty, el hombre huevo del mundo de Alicia, el que tiene el poder tiene el poder sobre el significado de las palabras. Si el Cristianismo controlaba su libro, la Biblia, controlaba el significado de lo que decía, y todas las barbaridades que encierra se explicaban de manera que, muchas veces, era un insulto para una mente lógica y normal. En la Biblia se cuentan (en realidad el libro no es más que un relato y colección de diversos textos narrativos y crónicas temporales) verdaderas atrocidades en forma textual: estupros, violaciones, asesinatos; Abraham prostituye a su mujer para salvar el pellejo; Lot, el justo de Sodoma, fornica con sus hijas, Noé, el salvador de la Humanidad era un borracho, Moisés, un dictador autoritario... Y así podríamos seguir. Pero la interpretación y aplicación a los tiempos actuales es una demostración del poder sobre las palabras. También influye la geografía, y el lenguaje que aquí nos parece corriente, en otras latitudes está prohibido e incluso puede costar la vida. En lugares como los USA, el lenguaje impropio puede ser peligroso, y las alusiones homosexuales, prohibidas. Prueben a decir allí (o en Israel) que el rey David de la Biblia era gay y se lo hacía con su amigo Jonathan, y verán lo que pasa. La hija de Moshe Dayan, el héroe israelí, lo dijo en el Parlamento de Tel Aviv y casi la lapidan. Las palabras son muy peligrosas, y lo mismo sirven para arengar a las tropas que para insultar al árbitro, lo mismo inician una revolución que bendicen en la plaza de Roma. Pero, sobre todo, pueden hacer pensar, dudar de las verdades, hacer que los ciudadanos no se crean todo lo que dicen los que ostentan o detentan el poder. Hubo un tiempo franquista en el que las palabras libres estaban prohibidas, las censuraban, y se inventó una manera de escribir en los periódicos que los lectores interpretaban correctamente. Se escribía para leer entre líneas. Se ha perdido esa costumbre porque nos dijeron que ya no había censura, que se podía escribir de todo y sobre todo. Y no es cierto, se escribe –mal, cada vez con más faltas de ortografía, que es la base de la palabra– al dictado de los dictadores, que es la peor censura. Cuando salen, por ejemplo reciente, Sarkozsy y Cameron alabando al pueblo libio en libertad, en realidad, lo que están diciendo es que han cambiado al dueño del bazar que les vendía petróleo. Pero nadie lo dice, ni en papel ni en digital. Y hay que volver a poner palabras entre líneas, para entendernos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

El poder de la imagen

Diario de Pontevedra. 14/09/2011 - J. A. Xesteira
Comentaba la semana pasada la importancia del silencio en un mundo saturado de ruido y sonidos de todas clases. Se me ocurre que, ya que empecé por lo que oímos, esta semana debía hablar de lo que vemos, más concretamente, de lo que vemos y recogemos en los variados sistemas de fijación de imagen. La idea, que viene enganchada a la de la pasada semana, me la da un reciente viaje de turista con cámara, en medio de miles de turistas con cámara. Los turistas viajamos para ver, oír y sentirnos en un mundo diferente, para comparar o para que nos comparen. Visitamos monumentos, catedrales, ciudades, terrazas de bares donde los cafés tienen nombres distintos y las cervezas son de otras marcas, recorremos restos arqueológicos (¿por qué siempre hace un calor infernal en las ruinas romanas?), entramos en museos y permitimos que nos metan un clavo en un restaurante de tercera división. Pero, además, lo fotografiamos todo; sólo es importante lo que es fotografiable y la misión primordial, objeto del viaje, es recoger la imagen de lo visto, aunque sea a toda prisa, y llevarla para casa en nuestra cámara de fotos; allí, o bien le damos la lata a los amigos con el pase de fotografías (si hay vídeo, la lata es superior) o las guardamos simplemente, clasificadas y para dormir el sueño eterno de las memorias de ordenador. No hace tantos años, las cámaras tenían carrete, un carrete que siempre se acababa en el momento clave, justo cuando el atardecer ponía esa luz especial sobre el monumento. En los lugares de atracción turística, en las tiendas alrededor de las catedrales o las ruinas, siempre había un letrero que ponía Kodak, en el que podíamos encontrar carretes y pilas e, incluso, aquellas cámaras de usar y tirar, como emergencia para perseguir la puesta de sol; los niños podían llevar su primera “instamatic” con las que se iniciaban en las artes de encuadrar y retratar. Son hoy los que usan sofisticados sistemas digitales. Entramos en una catedral y vemos docenas de aparatos que capturan el Pantocrátor, la columna barroca o el rosetón vidriado. Desde la pequeña y maravillosa cámara que se maneja con una mano, hasta las más profesionales réflex con macroobjetivos, pasando por los teléfonos móviles de la más variada gama y ya, como última aportación (de momento) de las tabletas: ya se ven personas apuntar su iPad hacia las alturas y recoger en su pantalla las maravillas del pasado. El fin principal del turista, que era visitar y ver, se ha cambiado por el de visitar y capturar la imagen para ver en casa; es raro el que se queda contemplando la catedral o el templo griego simplemente porque si, sin hacer nada más que mirar. Hay que capturarlo y llevarlo, porque sólo es importante lo que nos llevamos para casa, no importa si podemos comprarlo en la tienda de al lado en fotos magníficas y con explicación exhaustiva, tenemos que capturarlo nosotros mismos, como si fuéramos a un safari digital. Si echamos una mirada a las fotos del pasado, a nuestros álbumes de plástico adhesivo, comprobaremos que de todas nuestras vacaciones hay unas cuarenta fotos, de todo un viaje; en realidad disparamos muchas más, pero, descartadas las movidas, las que tienen falta de luz y las que metió la cabeza en medio un japonés, es lo que queda. Hoy podemos hacer mil y pico de una semana de vacaciones si tuviéramos tiempo para ello; basta con recargar la cámara por la noche y disparar para adelante, ya descartaremos lo que no nos interese cuando lleguemos a casa. La tecnología se ha puesto de verdad al servicio del hombre común, ha puesto en nuestras manos un instrumento importante para ser dueños de la imagen, aunque esa imagen de turista, una vez llevada a nuestro hábitat natural, pierda valor, ya que la gracia del asunto estaba más en la alegría de las vacaciones que en la realidad; la rutina del resto del año desvirtúa esa imagen que, de pantalón corto y en la euforia viajera nos parecía definitiva. Pero ahora somos dueños de las imágenes que nos rodean y las podemos apresar en un cacharrito minúsculo, con el que, además, podemos hablar a distancia, las fotos no tienen cuerpo, sólo alma; no hay que someter la imagen a un proceso químico para poder prenderlas en un papel, las llevamos metidas en el bolsillo y las vemos cuando queramos, incluso podemos enviarlas a cualquier parte del mundo. Salimos a la calle y nos transformamos en un fotógrafo de prensa a la primera de cambio. Los “papparazi”, esos esforzados fotógrafos de las revistas, que pidieron prestado el nombre del personaje de la película de Fellini (por cierto, se cumple ahora el no sé cuantos aniversario de “La Dolce Vita”) ya no tienen mucho que hacer, cualquier viandante pude ser el “papparazo” del momento, basta con que se encuentre con el personaje, que esté en el lugar oportuno en el momento oportuno, y saque su móvil, su blakberry o su cachivache digital y dispare todas las veces que quiera. Después llama a la revista o al periódico y ofrece la foto a un precio a convenir. Los niños ya tienen sustituto a los cromos de la liga del año, les basta con que el equipo de sus preferencias juegue en su ciudad para ponerse en la puerta del hotel y fotografiarse con el futbolista de turno.Hay que guardar imágenes y la tecnología nos lo permite. Hay ahora mismo millones de imágenes flotando en la red virtual, pero dentro de unos instantes habrá muchos más millones, porque la aportación es imparable. Estamos saturados de estampas. La historia ya no se cuenta, se filma y se fotografía. En la antigüedad del 23-F se inauguró la Historia de España en directo gracias a una cámara de televisión y a que unos fotógrafos de prensa pasaron los carretes dentro de los calzoncillos. El ahora conmemorado 11-S fue filmado en directo gracias a las cámaras callejeras y a los miles de aficionados que andaban por allí. Los tsunamis, los terremotos, las catástrofes, las muertes, las guerras, ya son imagen en directo. Puede que el exceso acabe por matar la información y acabemos por convertirnos en meros espectadores contemplativos sin opinión. O puede que no, quien sabe. Pero sea lo que sea, lo fotografiaremos.

sábado, 10 de septiembre de 2011

El ritmo del silencio

Diario de Pontevedra.07/09/2011 - J. A. Xesteira
Desde hace años renuevo por diciembre en la pared un calendario de hojas grandes, tamaño de medio folio, de esos que viene el día, a que hora sale y se pone el sol, el santo, la fase de la luna, un crucigrama o un sudoku por detrás, y una frase del día que siempre leo al arrancar la hoja muerta. En la del otro día figuraba una frase de Manuel Azaña, un presidente de España vituperado y minusvalorado por el eterno franquismo, pero que cualquier país estaría orgulloso de tenerlo como presidente, con sus errores políticos incluídos; pocas veces se dan en un político las condiciones de cultura que poseía Azaña; ni siquiera en la actual democracia encontramos a un político de su talla que, además, fuera un literato y un divulgador de la cultura como él. Dicho esto voy a la frase, que, se supone, la pronunció o la escribió hace casi un siglo, pero que mantiene una vigencia evidente. Decía Azaña: “Si cada español hablara solamente de lo que entiende, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el estudio”. Clavado. La frase tiene dos partes a mi modo de ver, una, la del español hablando y opinando sobre todo lo opinable y para que se entere el mundo; y otra, la del valor del silencio, un valor que no cotiza al alza ultimamente. Me detengo un momento y me doy cuenta de que todos estamos inmersos en un universo sonoro que tiene horror al vacío silencioso y mudo. Me detengo otro momento y caigo en la cuenta de que todos somos mentes opinantes, somos esos españoles de Azaña, que hablamos de lo poco que entendemos (muy poco) pero opinamos de todo lo que no entendemos. Sólo así se explica la cantidad de críticos por metro cuadrado que hay en este país, donde todo el mundo lleva dentro un entrenador de fútbol, un analista político, un crítico de cine, de música, de literatura, de gastronomía popular o de moderna cocina descontextualizada; sabemos de pintura, de escultura, de arquitectura, de hockey sobre hierba, de motorismo, de fórmula uno, de baloncesto, de ópera y zarzuela, de heavy metal o de música caribeña, de lo divino y lo humano, de teología cristiana o islámica... O no, pero lo decimos como si poseyéramos las claves de cualquier conversación o de cualquier explicación. Hablamos en cualquier parte, ante cualquier auditorio, ya sea un estadio a rebosar, las cámaras de una televisión o –me temo– a nosotros mismos sentados en la taza del wáter. Debe ser así la cosa, a poco que nos paremos a mirar a nuestro alrededor. Como decía aquella canción de Simon y Gartfunkel, “El sonido del silencio”, que la iglesia católica convirtió en un despropósito para las misas con guitarra, “la gente habla sin conversar, oye sin escuchar y escribe canciones que no comparte”. En realidad hablamos para nosotros mismos, para nuestra vanidad y para sentir que existimos en un mundo que, de otra manera nos ignoraría; hablamos para decir que estamos aquí, pero todos lo decimos al mismo tiempo, y así no hay manera. La radio y sus profesionales siempre han tenido horror al vacío acústico; no existen compases de silencio en la charla ininterrumpida de los locutores, siempre ha sido así por sistema, y ese horror se ha transmitido a las televisiones, en donde sólo los programas de animales de la Dos, que todo el mundo dice preferir, contiene música, palabra y silencios largos, quizás por eso es tan apreciada, porque no molesta a la siesta. El resto es algarabía, cháchara, opinadores y opinantes, expertos y vocingleros. El país está lleno de esos españoles que hablan de lo que no entienden y pontifican como si fueran la palabra de un dios colérico. Pero, por otra parte, el silencio está desprestigiado, no se concibe espacio sin música o ruído. Entramos en un centro comercial o en una pequeña taberna y hay música, hay sonido, hay una ocupación forzosa del silencio. El invento del hilo musical y la “música de ambiente”, que decían que estimulaba las compras en los supermercados, ha dado paso a melodías ratoneras, matracas sincopadas de ritmos contundentes; a nuestro lado pasa un coche con un joven en su interior y por las ventanillas cerradas se oye el “dum-dum-dum-dum” de un ritmo tecnificado, robotizado, repetitivo, y suponemos que los decibelios del interior del coche ya le han dejado al chaval el cerebro convertido en yogur; por todas partes vemos desfilar a otros muchachos y muchachas con auriculares por los que se les inyecta las músicas que se acaban de bajar de internet, según gustos y apetencias; pero por el otro lado van sus padres y madres, caminando en chándal modelo colesterol también enchufados por las orejas a una emisora de radio. El caso es que no nos coja el silencio, que no nos atrape y tengamos que soportar el insolente ruído de la nada. Seguramente existe ya en camino una adaptación a la realidad que incorpora la banda sonora, como si viviéramos en una película en la que suenan violines en los momentos agradables y contrabajos siniestros en los peligrosos, y por eso estamos con los auriculares puestos, para meter la banda sonora original en nuestras vidas. Por las noches las calles se llenan de ruídos de gentes que no duermen, seguramente porque su misión es molestar a los vecinos, son la banda sonora de las calles; por el día, las ciudades se llenan del “mundanal ruído” del que escapaba el poeta cuando se consideraba dichoso de irse al campo porque ya no soportaba la ciudad, y eso que el poeta no sabía que todavía estaban por llegar los coches y el tráfico, con su orquesta particular. Hemos olvidado la importancia del silencio en los dos términos: como recurso argumental y respuesta a lo que ignoramos, que es casi todo, educado recurso de atención para aprender lo que no sabemos; y también como remanso para descansar nuestras meninges del barullo existencial, de la banda sonora que nos martiriza. Pero creo que es inútil. Shakespeare lo anunciaba en su “Macbeth”: “La vida es un cuento relatado por un idiota lleno de ruído y furia”.

Así que era tan fácil

Diario de Pon tevedra. 31/08/2011 - J. A. Xesteira
Parecía una misión imposible, como pedir la luna. La Constitución Española es la piedra angular, el tótem, el libro sagrado, una especie de Reader’s Digest de la Biblia, el Corán y la Torá a la española, el baúl de los derechos incumplidos (o imposibles de cumplir, el papel mojado de los buenos deseos donde se reconocen evidentes mentiras: los españoles somos todos iguales, todos tenemos derecho a una vivienda digna y a un puesto de trabajo, es decir, coñas marineras santificadas por un texto rimbombante). La mal llamada Carta Magna (en alusión a la que el rey de Inglaterra impuso a los nobles en tiempos de Robin Hood) se hizo a prisa, por el método de cortar y pegar de otras constituciones por aquellos padres de la patria seleccionados entre lo más granado de lo que ofrecía el panorama nacional de la Transición, mientras se discutía (parece que fue ya en la Edad Media) sobre si era mejor una Ruptura que una Transición. El resto es historia: se hizo la Constitución, se sometió a referéndum y se imprimió en folletos que se repartieron con los periódicos del domingo. Y ahí quedó, quieta y parada desde 1978, más de treinta años, sin que los cambios de tiempo la alteraran. De vez en cuando surgían voces pidiendo reformas, y según pasaban los años, esas reformas se hacían necesarias y las voces se multiplicaban. Incluso el actual presidente proponía actualizar algunas cosas que son ya imprescindibles, como el acceso de la mujer a la Corona, la reforma del Senado (que muchos pedimos una supresión directa) y la cita expresa a cosas que no existían en su redacción original y que hoy son realidades, como nombrar expresamente a las comunidades autónomas y a la constitución Europea. De paso, ya metidos en harina, se podrían reformar unas cuantas cosas más para hacerla actual, moderna y útil. Pero no, se mantuvo siempre en el estado del libro santo, del libro de la vitrina, para ver y admirar, pero no para utillizar como reglamenteo del juego. Se sabe que los libros de las vitrinas no sirven para nada, y para muestra, el Cóldice Calixtino. Pero, de repente, resulkta que no, que meter añadidos es más fácil de lo que parece, que basta con que el PSOE y el PP lo quieran para ir de la mano al mostrador de los cambnios y pedir que les dejen meter un remiendo en el que se dice que las comunidades autónomas (esas mismas que no figuran por sus nombres expresamente en el texto santo, no pueden enpufarse más allá del deber. Bastó un toque de corneta prusiano de Angela Merkel para que aquí perdieran el culo por ser más europeistas que Europa. Bastó una sugerencia para que la Constitución experimentara cambios chapuceros, amañados en un pispás parlamentario y que no va a arreglar nada. Pretende poner tope a los despropósitos ya perpetrados por ellos mismos, por los dirigentes de los dos partidos firmantes, que usaron y abusaron del dinero público como si fuera maná del cielo incababable. Con la misma impudicia con que los clubes de fútbol se gastan los cuartos, los presidentes autonómicos, diputaciones y alcaldías se gastaron los dineros de todos en fuegos de luces, en edificios inútiles, en gestiones dudosas y en comprarse votos futuros, eso sin entrar en terrenos movedizos donde se mueven cohechos, sobornos y corrupciones. El caso es que se lo gastaron de mejor o peor manera y ahora quieren parar lo que ya está parado por falta de combustible. Y lo hacen por la senda constitucional, conmo aquel rey absolutista, por ley y en la Carta Magna (el as de triunfos, supongo). Es un apaño sospechosamente amparado por los enemigos políticos más zarzueleros de los últimos tiempos. Zapatero lo presenta por sorpresa, como una medida necesaria y urgente, para acabar el verano bien, y Rajoy resumió en su conocido “ya lo decía yo” para respaldar este apaño que quiere contentar a los gendarmes económicos europeos, los mismos que se metieron y nos metieron en un berenjenal sin visos de solución, los mismos que santificaron la Economía como el dios que todo lo puede sin poner topes y sin exigir nada al poder del dinero. Decían que el libre comercio regula debidamente la sociedad capitalista, pero ahora saben que ni el comercio es libre ni regula nada, que sólo las voluntades de los políticos haciendo política son las que, bien o mal, democrática o antidemocráticamente, son las que rigen los pueblos, y, en el caso de que la cosa se ponga fea, siempre acaba todo como ya es conocido: derribando a un dictador o esperando que se muera en la cama. El Dinero no nos va a solucionar los problemas. Y cuando se mete el dinero en la constitución, entonces la cosa es que no va nada bien. La medida llega tarde, de prisa y negociada, no va a solucionar nada a corto plazo y todo hace prever que en las próximas elecciones mucha gente se quedará con el voto en la mano mirando al infinito. Ahora que sabemos que la constitución no era tan sagrada podíamos aprovechar para hacer las reformas que hacen falta desde hace años. Debe quedar como texto que regule la sociedad, que siente los principios básicos con los que administrarnos, convivir y llevar adelante a una sociedad que debiera tener como fin supremo ser feliz; introducir en medio de un texto de este tipo los números de los chamarileros, meter un reglamento de multas que podrían ir en una ley común y, por encima, a prisa y con la arena de la playa pegada en el culo, es un despropósito. A partir de ahora nadie puede decir que cambiar la Constitución es una tarea difícil y poco recomendable, a partir de ahora podemos exigir un referéndum donde expongamos, por ejemplo si queremos que el Senado siga convertido en un casino de ancianos en hora de siesta o lo cerramos. Durante los primeros tiempos democráticos solían decir que la constitución era una jovencita pizpireta, una especie de Victoria Abril en el “Un, dos, tres”; con estos cambios chapuceros la han dejado como a la duquesa de Alba.