jueves, 29 de diciembre de 2011

Año usado, año de estreno

Diario de Pontevedra. 28/12/2011 - J.A. Xesteira
Llegados hasta aquí, lo normal es hacer balance de lo pasado y previsiones de futuro. Es lo típico de los medios de comunicación para poder cerrar el balance informativo. Hace años se ponía además la guinda de un chiste a cargo del dibujante de la casa con un viejo año con barba larga y un bebé recién nacido. No sé si todavía existen esas costumbres tradicionales o se pasa de todo, como la vida misma. El resumen del año, en realidad era como un recordatorio de lo que habíamos vivido, directa o indirectamente; en las distintas secciones se hacía el suma y sigue de la vida internacional, deportiva, nacional, cultural..., hasta completar el periódico entero. En el fondo era un recurso para rellenar las páginas de unos días en los que se reducía el ritmo de trabajo y se facilitaban vacaciones de las redacciones. Resumir el año pasado no es tarea complicada, y si nos preguntan así, en general y por el aire, todos coincidimos en que fue un año malo (en general siempre pensamos que los años pasados son malos y deseamos que el nuevo sea favorable) y en esta ocasión todos esperamos que 2012 sea un año que nos deje un poco más tranquilos. El pasado, ya pasado, nos dejó paro, sequías, inundaciones, y cambios políticos. Ni siquiera hizo viento, y el que sopló, fue malo; lo acaban de decir los empresarios de energía eólica: en 2011 sopló el viento un 10 por ciento menos que en el anterior. Ya ve, uno no se acuesta sin aprender algo; no sólo cuentan los intereses de las primas de riesgo, el número de parados, la deuda soberana, el número de morosos, las hipotecas y el incremento de los presupuestos de las obras faraónicas absurdas que se construyen en España; también se contabiliza el aire, y este año, según los contadores del molino, soplaron malos vientos. Cosa que ya sabíamos aunque no tuviéramos los números. Pero no para todos, porque los que ganaron las elecciones, supongo, estarán festejando este su año de gloria. Lo que venga detrás será otra cosa, pero, por el momento todavía están subidos a la fuente, cantando lo de “¡campeones, campeones!”. Sin embargo, a juzgar por las fotos, me parece contabilizar un aire diferente en el presidente Rajoy, otro semblante, otra mirada. En las fotos de presentación de ministros, de las escaleras del palacio de invierno de la Moncloa o en las entradas y salidas de las cortes, su cara ya no es la misma que hace unos días. Quizás comenzara a cambiar en el momento en que se subió a la sede del partido para saludar a las masas y besar a su esposa. No sé, pero lo veo con cara de “¡en la que me he metido!”. A lo mejor son sólo impresiones producidas por fotografías de prensa. Pero mi sensación es que éste es otro hombre, el que hizo un largo recorrido para llegar al borde del acantilado, de ahí en adelante ya no se puede avanzar más, a no ser que seas Supermán. Rajoy es un político de larga distancia, de paso medido y dosificación del esfuerzo; a veces me recuerda al abuelo del Pequeño Gran Hombre (¡bella película!”) cuando, ciego y en medio de la masacre, se le ocurre que las balas no le pueden hacer nada, y comienza a caminar en medio de la matanza del general Custer sin que, efectivamente, las balas le toquen, sigue y sigue, mientras a su alrededor caen los sioux. El presidente cruzó todo el campamento de la derecha mientras silbaban las balas y avanzó; atrás quedaban tumbados conocidos guerreros. Pero una vez que escampó se encontró al final del camino y se cambió la cara. Puede que todo sea una impresión mía, equivocada como tantas veces, pero creo que es la única incógnita que me llevo de 2011 a 2012. Porque junto a los resúmenes del año, siempre había las previsiones del venidero. De niño las leía en el almanaque del TBO, donde se hacían unas profecías para el año siempre graciosas y de buen rollo, todo era bueno. Pero en el mundo adulto las previsiones eran de otro calado. Los expertos auguraban el porvenir de acuerdo con lo que leían en las entrañas de los pájaros económicos. Eso no ha cambiado, siguen haciendo lo mismo: el hígado del Banco Central Europeo predice que el año que viene habrá recesión; la hiel del cuervo del Fondo Monetario Internacional prevé un descenso en el endeudamiento de la zona euro; las tripas de las ocas de la agencias de calificación anuncian notas desastrosas de los países mediterráneos. Y así. Pero eso ya lo sabemos sin necesidad de destripar bichos. Ya sabemos también que lo mismo que dicen una cosa nos dicen lo contrario, basta recordar que no se enteraron de la crisis y aseguraban que Islandia era un paraíso. Lo importante es lo otro. Las adivinaciones buenas eran las de esos otros expertos que hablaban como la Sibila de Cumas y decían cosas como que en la Familia Real iba a haber novedades, sin especificar, o que en el verano se iba a producir una gran noticia o una catástrofe; sin concretar. Aquellas adivinaciones de grandes expertos como Aramís Fuster o Rapel tenían el mismo fundamento que las de los economistas mundiales, pero, por lo menos, se presentaban vestidos de magos y una vez pasado el año siempre acertaban, porque sus adivinaciones eran de carácter etéreo, inconcreto y moldeable. Ahora ya no hay adivinaciones, el mundo se hace previsible; gana el Madrid o el Barcelona; el año que viene trataremos de sobrevivir como podamos y, a lo mejor salimos a protestar a la calle. El resumen del año pasado se concreta en dos cosas: que por fin pasó 2011 y que el Rey habló en fin de año y ya no tiene a su yerno en el equipo. De lo que viene no hay mucha esperanza a la que agarrarse, vienen tiempos difíciles (como si los que pasaron fueran fáciles) y sólo me quedan dos incógnitas que se resolverán a lo largo del año: ver si aumenta la energía eólica (si soplan buenos vientos) y si el presidente vuelve a lucir semblante optimista. Si veo los molinos quietos o canas en el cabello presidencial, malo.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Deseos navideños

Diario de Pontevedra. 21/12/2011 - J.A. Xesteira
Fiel a mi costumbre no vi el debate de investidura del nuevo presidente, pero vi el resumen y eché un vistazo a los periódicos. Ahí vi dos cosas que destacar: una, que me llamó a colaborar (a mi y unos cuantos millones más de españoles) y otra, que somos invitados a tener fe en el futuro. El resto de la homilía parlamentaria no deja de ser un resumen de buenos deseos, cosa muy apropiada en los tiempos que corren, de crisis y Navidad. El presidente Rajoy enumeró un a lista de intenciones para arreglar el país, que es lo que se espera de un dirigente a estrenar, y todo su discurso fue un “haremos”, “pondremos en marcha”, “aprobaremos” o “rebajaremos”. Sabemos de siempre que una cosa es predicar y otra dar trigo, y de las buenas intenciones nadie duda, pero habrá que esperar al futuro en el que se concrete el “haremos”, que siempre es un “tenemos pensado hacer” que por el camino se convierte en un “las circunstancias nos obligan a...”. El presidente Rajoy fue claro en varias cosas: las pensiones suben (es el único gasto que aumenta, admitió, aunque se trate de un derecho, no de un gasto graciable); se bloquean los empleos públicos (con lo cual el paro seguirá subiendo, porque el sector público es el único en este país que genera empleo, el sector privado va a la cabeza de Europa en producción de parados); se eliminan los puentes (vacacionales, craso error, la economía nacional se beneficia por el gasto de los puentes, de ellos viven las gasolineras, las casas rurales de alquiler y las agencias de viajes, por no decir, los restaurantes y las autopistas) y las prejubilaciones (salvo las excepciones, como ahora); se recortará el déficit en 16.000 millones, aunque no explica cómo pero me temo que se va a recortar por nuestra parte contratante en nuestros servicios más básicos; habrá un nuevo bachillerato (en este país el bachillerato es como la pasarela Cibeles, cambia según la moda) y se potenciará el bilingüismo español-inglés (una batalla inútil: hablamos más inglés que los alemanes y nos sirve de lo mismo). El presidente nuevo hizo su discurso según se esperaba, sin concretar mucho y con llamamiento a la ciudadanía a que se prepare para los tiempos difíciles y que tenga fe, que vendrá el día en que todo se resuelva, los pajaritos canten y las nubes se levanten (textual, el final del discurso habla de que se disiparán las “nubes de la pesadumbre” que ahora nos acechan, como en el viejo himno de los anarquistas). Desde el punto de vista político, el discurso no pasa de un trámite del que va a hacer faena de aliño porque no tiene que convencer a nadie, va sobrado y con mando en plaza; desde el punto de vista literario, el que se lo haya escrito no pudo evitar viejos latiguillos, como ese “España será lo que los españoles quieren que sea”, ya usado en viejos tiempos por otros menos cualificados en banquetes institucionales en los que se fumaban puros con el café. Lo importante es que me han llamado, junto con todos los españoles del censo, a arrimar el hombro y a aguantar la crisis; y se nos ha dicho que hay que tener fe en el futuro, que va a escampar dentro de nada, en cuanto apliquen unas cuantas medidas fiscales y otras cuantas medidas recortables. El presidente no va a hacer nada que no hubiera hecho otro en su lugar; el Lado Oscuro de la crisis es el que manda. Nosotros, a aguantar y tener fe. La cosa, vista ahora mismo, no pasa de un cambio de ZP por un MR. Más adelante ya se verá, que el futuro siempre es incierto y lo único seguro es que siempre nos alcanza. Después de la homilía y las respuestas de los opositores, desde los más furibundos hasta los más complacientes, salgo a la calle a comprar, con el fin de contribuir al consumo del país (es una manera de apoyar al Gobierno entre los nubarrones) y, de paso, cumplir con la tradición de Navidad. Así, con mi lista, me sumerjo en las grandes áreas comerciales y los pequeños comercios (hay que repartir los beneficios, igual que aconseja el Gobierno) entre los insoportables cánticos de “yingelbels” y “glorialeluyas” y voy tachando de la lista a medida que encuentro ese regalo que creo que le irá bien al familiar o al amigo, pero sé seguro que a ellos no les va a gustar (muchos cambiarán el ticket regalo dentro de unos días, en las rebajas, lo mismo que haré yo). Advierto en el paseo comercial que todos hacen lo mismo: miran la etiqueta, se echan las manos al pecho y se van; porque habrá crisis, pero los artículos de regalo están a precio de emiratos árabes. Por momentos creo que me equivoco y leo mal: ese jersey fabricado en Vietnam (aunque la marca sea famosa), las zapatillas de Singapur (ídem) o esa bufanda italiana tejida en Beijing (antes Pekín) tienen precios de la Plaza Vendome de París; me voy a por los libros, que siempre es un recurso (los discos ya no, el chirimbolo de MP3 acabó con el CD, de la misma manera que éste acabó con la casete y ésta con el elepé) pero los libros han decidido engordar, los venden al peso, al parecer, y el último best seller es de 500 o 600 páginas (en realidad están inflados, todo lo escrito cabría en un tamaño de novela de vaqueros y, si los desbrozaran, cabrían en un SMS de móvil), y no encuentro nada de interés. Recorro comercios y entre los precios y mis intenciones hay una diferencia enorme que no sé como solucionar. De momento, decido hacer menos regalos (uno por cabeza), rebajar el gasto por regalo y suprimir personas de mi lista. Si con ello no alcanza mi presupuesto, habrá que inventarse otra historia, posiblemente muchos acabaremos en un chino comprando pacotillas. Es que me pasa lo mismo que a MR, que mis intenciones son buenas, pero por mucha fe que tenga en el futuro, los hechos, como decía el camarada Vladimiro, son tercos y siempre se salen con la suya. Así que aplico mis propias medidas de crisis.

jueves, 15 de diciembre de 2011

El entorno y el socaire

Diario de Pontevedra. 15/12/2011 - J.A.Xesteira
Tuve que tomarme una aspirina efervescente (o un paracetamol, que está más de moda) después de leer ese merecumbé político económico de Europa, con Gran Bretaña fuera del euro y de las bondades del continente y ese nuevo estado de las cosas en la Unión Europea. No me enteré, y debe ser un defecto mío, que al pasar de los tres primeros párrafos de una información económica se produce un bloqueo mental que anula cualquier intento periodístico de explicación de lo que pasó entre Merkel, Sarkozy y Cameron, con Zapatero en plan de “¡Adiós con el corazón!”. Revisé varios periódicos, vi las televisiones (la radio, no) y seguí más liado que al principio. Ahora mismo sigo sin entender nada, y eso que ya leí las editoriales y los artículos de los grandes expertos. Y no sé si Gran Bretaña ya no es del equipo o es que no lo quieren poner. En realidad, mucha gente creía que Gran Bretaña no era de Europa, porque no tiene euros, conduce al revés, mide en cosas raras y va a su bola totalmente. Pero, por lo visto si que era de Europa, aunque de aquella manera. Tampoco ayudó mucho a mi estado mental la contemplación de las crisis económicas y el desmoronamiento de los imperios. Especialmente el Imperio Valenciano, en otro tiempo cuna de grandes fastos y construcciones para pasmo del futuro y hoy, en subasta, con los próceres en el banquillo de los corrompibles y las grandes edificaciones vacías y en subasta. Mientras el que fue presidente de los valencianos defiende su presunta honradez desde el banquillo, Valencia tiene que vender a precio de saldo aquellos grandes proyectos que construyó con la alegría del que gasta de lo que no es suyo; mantiene, eso sí, los acontecimientos que se pueden inaugurar cada año con un corte de cinta: un circuito de coches. El que sonrió hace tiempo mientras anunciaba ciudades para la investigación (hoy sus investigadores están en el paro) o pagó a Calatrava millones por una maqueta de plástico, tiene que dar cuenta del cohecho impropio de unos trajes, mientras que la opinión pública sabe que detrás de esos trajes debe haber más, aunque no se diga. Camps y los suyos mantienen su honorabilidad, y están en su derecho; la obligación de los fiscales es demostrar que no son honrados. El olfato ciudadano sabe que al amparo y socaire de los puestos de gran responsabilidad y gestión pública se cuelan delitos maquillados con arte y astucia. Sabe también que otras veces es el entorno del gran dirigente el que se beneficia del lugar que ocupa, y al socaire de los grandes nombres, el dinero público se va en regalos a los amigos que vienen a cobrar lo que muchas veces les prometieron. Cuando era un chaval escuché muchas veces la frase aquella de que “Franco es honrado, pero su camarilla...”. Con lo cual se glorificaba la honestidad del caudillo y se descargaban los males sobre los que componían su entorno. Los años demostraron que las cosas no eran tan cartesianas, que la honradez del dictador consistía en que él no robaba personalmente (¿para qué, todo era suyo?) mientras su familia y ese entorno indefinido que se difumina según se aleje del centro, era el que montaba negocios y se apropiaba de bienes que muchas veces se disfrazaban de “donación popular” por la fuerza (véase Pazo de Meirás). El entorno es el beneficiario de una situación que conquista el gran hombre, llámese dictador, presidente, arzobispo o “capo dei capi” siciliano; generalmente no tuvo más intervención en el logro del poder que estar allí, bien por familiaridad, amistad o por el vaivén de las cosas en movimiento. Es donde se cuece el caldo espeso y muchas veces el gran hombre (los grandes siempre son grandes hombres, a las mujeres, de momento, les dejan una cuota) no se entera, o hace que no se entera, de lo que se cuece en sus alrededores. Sólo un pequeño porcentaje de lo que se corrompe en sobornos, cohechos y prebendas sale a la luz, los pequeños trapicheos ni siquiera merecen investigación. En el entorno se pueden decir cosas como las que hicieron famoso esta pasada semana a Cayetano de Alba, en un programa de televisión. El jinete (esa debe ser su profesión, no se le conocen otros méritos) consiguió cabrear a los andaluces diciendo que la juventud andaluza es vaga y maleante, que se benefician del subsidio agrario y que no se mueven para el trabajo ni a empujones. Cayetano demostró además ser un tipo bastante inculto, al que hubiera gustado vivir en la Edad Media (se supone que en el palacio, porque los plebeyos hubieran preferido vivir mejor). En las redes sociales lo pusieron a parir, lógicamente, pero, en realidad, ¿qué esperaban? Es un descendiente de un tipo cuyos grandes méritos consistieron en ser el “killer” a sueldo de Carlos I y Felipe II, el general al que mandaban a “pacificar” Europa y que, por encima, salió triunfante. Si hubiera perdido frente a los holandeses o a los franceses, hubiera acabado en una horca y la duquesa de Alba no hubiera bailado sevillanas. Pero fue al revés, y el entorno actual de la Casa de Alba posee miles de hectáreas que eran las antiguas tierras feudales que el rey regaló a su general. Por esas tierras, convertidas en sociedades agrarias, la Comunidad Europea paga varios millones en concepto de ayudas al campo, con lo cual se mantiene el status quo de que se siga pagando al Duque de Alba con dinero de los protestantes. Una burla del destino. Así, Cayetano puede seguir trabajando de caballista y mantener a sus siervos. Los entornos son complicados, incluso los de la realeza. Vean sino a Urdangarín, el yerno guapo que está haciendo bueno a Marichalar. Al amparo y socaire del Rey las infantas y sus maridos encontraron trabajo de no trabajar y, por encima, montan empresas que apestan a cohecho. Puede que creyeran que los contratos se los daban por jugar bien al balonmano en lugar de por ser yerno del rey. Cosas más raras se vieron. Pero las cosas, al final se saben. Ya lo dijo el rey en su despedida al Gobierno socialista: “Vienen tiempos difíciles”

jueves, 8 de diciembre de 2011

Dos fechas señaladas

Diario de Pontevedra. 07/12/2011 - J.A. Xesteira
Suelen decir los europeos del norte que los españoles siempre estamos celebrando fiestas nacionales. No sé si es envidia de vacaciones, pero ante el puente de todos los diciembres que acaba hoy, se comprende que la cosa es como para envidiar; de otra cosa no, pero de fiestas podemos dar, exportar y soportar. Hay siempre detractores de las fiestas, incluso aquellos que las disfrutan. Creo que, para bien o para mal, mejor fiestas que funerales. En España se han celebrado y se celebran cosas de lo más variado, desde las fechas históricas y patrióticas hasta celebraciones religiosas, transformadas en descanso nacional por decreto ley, pasando por las locales de mayor o menor grado de estupidez tradicional (toros asesinados o cabras arrojadas al abismo en honor de San Apapucio) o las florecientes fiestas gastronómicas, en constante ebullición. Aquí siempre hubo una habilidad especial para condensar y disfrazar fiestas sin sentido; el 12 de octubre fue al mismo tiempo Día de la Raza, Día del Pilar (una virgen de dudosa existencia y aparición) y Fiesta Nacional sin más. En tiempos, el 1 de Mayo proletario, fue disfrazado católicamente como San José Obrero (cuando ya se sabe que San José era un pequeño empresario del ramo de la madera). Pero este puente es una maravilla, y en años como éste, que bien llevado nos regala casi diez días, se lleva la palma y nos prepara para las Navidades, que son fiestas sobre fiestas con pastores que van a Belén. Lo curioso es que estas fiestas son, si miramos con detenimiento, un despropósito. ¿Qué festejamos? Por un lado, el día en que Pío IX, Pío Nono, declaró el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Es decir, un trámite burocrático pontifical de incumbencia exclusivamente católica (el resto del Cristianismo ni siquiera acepta ese dogma), pero que está ahí desde hace tiempo y ese día no hay escuela ni trabajo. Hace años se enseñaba en la Escuela de Periodismo que nunca se debía titular como Fiesta de la Purísima, porque la “r” y la “t” están juntas, y un error puede ser fatal. Después se aprovechó el día para meterle el añadido del Día de la Madre y felicitar a las mamás con maravillas del aula de trabajos manuales, cuando la mamá sólo era un ser que habitaba en el hogar, casi siempre con la pata quebrada y sin más horizonte que “sus labores”; cuando la mamá salió al mercado de trabajo se trasladó su día a una tienda de un área comercial o grandes almacenes para otra fecha. La Iglesia Católica siempre tuvo la habilidad de colocar sus grandes eventos como si fuera una cosa que se pierde en el confín de los tiempos. El dogma de la Inmaculada data de 1854, hace relativamente poco (el de la Asunción de la Virgen es mucho más reciente, de 1950), pero parece como si la cosa fuera de siempre. Así que hoy celebramos una fiesta católica por ley, incluidos los ateos, islamistas, mormones o indiferentes (los chinos pueden seguir con el comercio abierto). Por otro lado, el martes pasado celebramos el día en que se aprobó otro trámite burocrático, la Constitución Española, ley de leyes y reglamento de uso interno para respaldo de la democracia. Aquel 6 de diciembre de 1978 se celebró un referéndum donde una mayoría ni aplastante ni precaria decidió que aquel texto que habían remendado entre unos cuantos padres de la patria a trancas y barrancas era nuestra Constitución. En su momento fue importante, porque era como nuestro carné de conducir. Hoy gran parte de ella es papel mojado (en realidad papel meado) y basta echarle un vistazo para comprobar que muchas de las cosas que allí se escribieron pertenecen al mundo de los buenos deseos, comenzando por el Artículo 14 y perdiéndose después en el resto de los textos que figuran muy bien en el papel pero que se traducen mal con la realidad, especialmente los artículos 35 (“Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo...) y 43 (“Se reconoce el derecho a la protección de la salud” y “Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas..., etcétera) Podríamos seguir buscando derechos que son sólo deseos y que se pierden entre la jungla de leyes que complementan y enmarañan hasta la asfixia a los textos constitucionales. Como las dos fuerzas políticas preponderantes en este país no se atreven o no les interesa demasiado meterse a reformar unas cuantas cosas y a dotar de sentido común a la Constitución, las cosas están como están. Y así celebramos con gran regocijo por nuestra parte y evidentes desplazamientos vacacionales dos fiestas sin contenido. Una, católica, de un dogma que ni siquiera los católicos entienden muy bien (por otra parte ni se paran a pensarlo ni falta que les hace: la fe es más práctica y consume menos neuronas), y la otra patriótica-legislativa, sobre un dogma de consenso que tampoco entendemos muy bien, porque son palabras muy claras las que allí están escritas pero que, una vez que se convierten en hechos, se pierden, se transforman y se manipulan a gusto de unos poderes contra los que no podemos hacer nada (por las buenas y de momento). Como si la cosa fuera de despiste, aprovechando que la gente anda de turista y no lee los periódicos aparecen dos noticias: una habla de que la Seguridad Social está dando las boqueadas ante la cantidad de gente que pasa de ser cotizante a ser subsidiado; la otra habla de que 25.000 personas carecen de cobertura médica por haber agotado el paro. A estas alturas ya se trata de instalar el concepto perverso de que la Seguridad Social puede dar en quiebra y sólo se salvarán los que contraten con el sector privado. Nos olvidamos (se olvidan) de que la Seguridad Social, nuestra seguridad de la sociedad, no puede quebrar, porque es la esencia del Estado, no es algo distinto, y sólo si el Estado quiebra (o se convierte en una Sociedad Limitada) desaparece el amparo social. Pero mientras, seguimos disfrutando de fiestas extrañas: vírgenes inmaculadamente concebidas y constituciones que no pasan de buenas intenciones. Con optimismo.

jueves, 1 de diciembre de 2011

El factor humano

Diario de Pontevedra. 30/11/2011 - J.A.Xesteira
Existe en el ser humano una tendencia a la cuantificación. Necesitamos contar, numerar y clasificar por cantidades para valorar la bondad o el mérito de las cosas. Eran trescientos espartanos contra muchos miles (perdonen que no aporte este dato, mi incapacidad por el número es evidente) de persas en las Termópilas, lo cual hace meritorio el sacrificio militar. La cantante Adele es la primera que vende un millón de discos en iTunes, mientras Lady Gaga vende un millón de copias en una semana en Amazon; y eso es un buen negocio de ventas y posiblemente algo más que se me escapa. Contamos los parados (sobre los cinco millones según el instituto que los cuenta); contamos los muertos en carretera o en el trabajo; contamos los votos ganados y perdidos; contamos las hipotecas, los goles, los millones de euros que vuelan, las deudas de los países, el número de los pobres que aumenta en el mundo, el de los hambrientos, el de armas, el de manifestantes en las plazas, el de despedidos en el penúltimo ERE, el de prejubilados de las empresas... Parece existir una necesidad de contar, de establecer el número exacto de las cosas como si nos fuera la vida en ello. Parece que eso nos tranquiliza o nos inquieta, según se maneje la cifra, y, al mismo tiempo, el que la maneja, justifica un estado de cosas, para bien o para mal, con el que mantiene una situación que no se explica solamente a través de las cantidades. Siempre queda relegado el dato más importante de la cifra: el factor humano, ese imponderable que en las novelas y en las películas siempre es la causa de que las cosas funcionen de otra manera distinta a la prevista. Es la cara detrás de la estadística, es el cuerpo detrás de la cifra de muertos, es la angustia detrás del índice de paro, es la vanidad y el cinismo detrás de la corrupción, es la mirada perdida detrás de las cuentas del hambre, es la inquietud detrás de la incógnita sobre el futuro que nos anuncian los números, en esta lotería que trata de averiguar lo que nos va a pasar dentro de nada. Hay caras, hay personas que corresponden a cada número, y cada una funciona individualmente, es una maquinaria personalizada que no puede clasificarse en la serie, como un coche, un libro o un fondo financiero, porque, cuando se altera el funcionamiento que regula la estadística, surgen los rostros y los carnés de identidad. Cuando se envían tropas a Afganistán, marcha un número, pero cuando muere un soldado, regresa un rostro, un ser humano. Es el funcionamiento del sistema que se apoya en el dato y se olvida de la persona. Comentaba un amigo en charla de sobremesa que en las recientes fusiones bancarias los administradores toman el dato, lo analizan y echan a la calle por distintos métodos al personal que estiman que está de más, pero que se olvidan de la importancia de las personas en los bancos. Y decía al respecto que él tiene su cuenta en un banco determinado no por el banco en sí, que le importa poco, sino porque la persona que le atiende detrás del mostrador es la que mejor lo trata, la que sonríe, con la que puede hablar de su economía privada con la confianza de que le va a beneficiar en todo lo posible. Y eso no está reconocido. Recordaba yo como hace tiempo –tanto que los cajeros automáticos acababan de aparecer y ya se anunciaban como la banca del futuro– el amigo del mostrador, con quien charlaba cada vez que iba por allí a sacar dinero, me dio una tarjeta y me informó como funcionaba. Mi primera experiencia de cajero fue nefasta; me había olvidado del número y la máquina me tragó el plástico; aquello me cabreó tanto que al día siguiente fui a recuperarla y, delante de mi amigo, la partí en trozos y se la regalé. Discutimos un poco, me llamó retrógrado y recuerdo que le dije: “Ya, pero seguir así y verás como desaparecéis los trabajadores de detrás del mostrador por culpa de los cajeros”. La cosa no fue exactamente como se lo vaticiné, pero ahora están desapareciendo las personas que nos atienden detrás de los mostradores, mientras los que las hacen desaparecer disfrutan de vergonzosas prebendas millonarias que, aún a riesgo de parecer demagógico, son de juzgado de guardia. La cifra y el tanto por ciento sirven para el dinero, porque desde hace mucho, el papel moneda ya se sustituye por un número en una pantalla que va y viene, que compra y vende sin que se vea el metal ni el papel. Pero no sirve para las personas, aunque se trate de conciliar cifras económicas con rostros humanos. Las cifras hacen saltar las alarmas en Europa, en el mundo, y el dato estadístico y el número rojo asusta a los que dirigen la política en el mundo, esos que se dicen a sí mismos gestores, y como no son capaces de admitir que su incompetencia es evidente, lo resuelven forma simple: reducimos el gasto público en asuntos sociales y regalamos dinero a los bancos para tapar los agujeros que ellos mismos provocaron con su incompetencia delincuente. El resultado es que las cifras que ellos manejan informan de que los bancos han tenido beneficios y las empresas no financieras, pérdidas. Y se quedan tan anchos. Se escudan en el dato y la estadística y se colocan la medalla de grandes gestores. Se olvidan de las personas, que no necesitan gestiones, sino políticas, en las que se atiendan las necesidades de personas y no cifras macroeconómicas que no sirven para nada. No entienden nada y se amparan en su lenguaje vacío de contenido y lleno de números. Anuncian tiempos más difíciles y duros; los recortes en inversiones sociales (que no son gastos) son evidentes, ya son estadística en carne propia, y la actualidad diaria nos sigue trayendo nuevos sinvergüenzas impunes en su corrupción y nuevas carencias ciudadanas que ya han conseguido instalar el miedo al futuro en nuestro propio cuerpo. Pero se olvidan del factor humano, que siempre es la sorpresa y la esperanza de que las cosas pueden cambiar. Porque no se puede contar cuanto cabreo hay per cápita.