jueves, 25 de agosto de 2011

Cine y música, ya


Diario de Pontevedra 25/08/2011 - J. A. Xesteira
Como en el poema de León Felipe, yo no sé muchas cosas, es verdad, digo tan sólo lo que he visto... Y comentando algo que me pareció desfasado, anacrónico y poco práctico, como es el montón de disciplinas inútiles que componen el corpus de las materias que cualquier estudiante de bachillerato (se llame ahora como se llame) tiene que soportar, física y mentalmente. Estoy de acuerdo con la teoría de que el resumen general de nuestros estudios se reduce a recordar los buenos momentos que disfrutamos con los amigos y olvidar totalmente muchas de las asignaturas que nos trajeron de cabeza para más de un examen final. Los planes de estudio que pasaron desde que comencé a estudiar (obligado, no lo olvidemos nunca, que los niños tenemos que ir a la escuela a la fuerza, por nuestro propio bien, nunca por iniciativa propia ni porque nos apetezca) deben ser docenas; cada cual es una variación sobre el mismo tema, dando vueltas a la noria educativa para estar siempre en el mismo sitio. En la formación primera de la juventud, que va a ser la que defina a un infante o infanta sobre su camino en la vida, se acumulan peñascos académicos a los que es imposible tener afición. La mayor parte de las veces son algunos profesores los que logran comunicar su entusiasmo por la asignatura a alumnos que, de repente, quieren ser matemáticos, historiadores del arte o biólogos, porque su profesor-barra-a consigue transmitirles esa adoración académica. El resto puede acabar haciendo periodismo o alto ejecutivo de una escuela de negocios, con másteres en el extranjero, que, como todo el mundo debiera saber, son inútiles y poco importantes (la economía no necesita expertos, y el periodismo nunca debió meterse en la universidad). Los chavales que veo caminar hacia los institutos se enfrentan a diario con una serie de conceptos muy parecidos a los mismos que nos enfrentábamos mis amigos y yo hace un montón de años (antes del teléfono móvil y los ordenadores); cambian los nombres, pero más o menos la cosa sigue igual, con las variaciones que el tiempo y la investigación aportaron a los libros. Por supuesto, para “los de ciencias”, la base es la misma, con las Matemáticas, Física, Química, Biología, y para los otros, los que antes eran “de letras” hay un revoltillo de Humanidades, en la que entra la Historia (a trozos, antigua o contemporánea), y la Economía, que no se sabe que pinta en la Humanidad, porque todo el mundo puede percibir que la Economía –capitalista, la única, la auténtica, rechace imitaciones– no es humana; el resto es complementario. Sin embargo, en medio de todo este conocimiento, que abandonaremos tan pronto lo aprobemos en la papeleta, no existen disciplinas importantes, con las que nos relacionamos mucho más que de lo que creemos y que conforman nuestra cultura y nuestro bagaje intelectual mucho más que las disciplinas clásicas. Me refiero a la Música y al Cine, dos mundos que debieran tener categoría propia. Si analizamos la vida de un ser humano occidentalizado, escolarizado y usuario de teléfono móvil con acceso a internet, veremos que el cine, en sus diversas modalidades y formatos está mucho más presente que la historia del mundo contemporáneo, veremos que la música está en nuestras cabezas muchas más horas que la Filosofía. Son conceptos que viven entre nosotros y que se enseñan únicamente de forma tangencial; hay una Historia de la Música que se soluciona sabiendo que Mozart tocaba el clavecín de pequeñito o que Beethoven era sordo. El cine entra, bien por la vía de la imagen o bien como concepto general, dentro de otras disciplinas. Pero no como asignatura, cuando tienen ahora más importancia que muchas otras ramas culturales, humanísticas o científicas (comparten ambos mundos) y junto con la Literatura compondrían la trinidad de Ver, Oír y Leer, que es lo que interesa a los jóvenes de ahora mismo (y a los de mi generación también) y que, a través de estos conceptos se aprenden muchas más cosas que en una clase repetitiva de profesor parlante. Aquí no sobra nada, pero hay que elevar de rango al Cine y a la Música para tener un panorama más completo del mundo que nos toca vivir. Sobre la Religión (católica), mejor no comentar, es un tema que suele levantar ronchas nada más nombrarlo, y dado que es una cuestión de fe, no vale argumentar razones. Estas consideraciones las exponían en grupo una serie de amigos, entre los que había alumnos de bachiller junto con sus abuelos. Y más o menos las conclusiones eran compartidas: tenemos que estudiar cosas que vamos a olvidar a renglón seguido, y no hay expertos que nos actualicen y nos interesen en cine y música; la literatura suelen meterla con calzador y muchos acabamos odiándola, y el resto es un protocolo de aprobados, para dedicarnos más intensamente a las dos o tres cosas que nos interesan. Entre tanto, en la televisión, el papa colapsaba Madrid (es muy duro vivir en la capital) y miles de chavales de todo el mundo hacían turismo divino mientras alguna organización se forraba a cuenta del erario público (¿alguien puede calcular cuanto se embolsan las católicas agencias que organizaron la venida de la chavalada católica, que pagó por el avión, y el alojamiento en un polideportivo y comer con vales de comida basura?) Viéndolos en la televisión, que es donde viven estas cosas, e intentando quitarle pasión a las opiniones, íbamos de sorpresa en sorpresa: monjitas vestidas de vaquero haciendo la ola al papa, la sonrisa adoradora de éxtasis juvenil por ver al B-16 pasar en una urna de cristal con ruedas, y todo ese movimiento fervoroso de adoración al líder, era, realmente un espectáculo de masas. Seguramente, sólo los que recibimos una educación adecuada en cines de barrio y aprendimos a tocar la guitarra con el método Tárrega, nos dimos cuenta de que cantaban de puta pena y que aquella película ya la habíamos visto hace años, dirigida por Cecil B. de Mille. Por eso hay que incorporar cuanto antes el cine y la Música al bachillerato.

jueves, 18 de agosto de 2011

Todo me parece igual


Diario de Pontevedra. 18/08/2011 - J.A. Xesteira
Me encuentro a mi amigo Blanco Herrera con cara de pocos amigos: ceño fruncido, cejas descendentes y una mirada medio ausente medio perpleja. Acaba de llegar de un viaje interior (no se acaba de hacer budista ni se retiró a un convento a reflexionar, simplemente, anduvo en su coche por España adelante, dado que su crisis no da para Caribes ni para tomarse un martini en Venecia). Le pregunto y me contesta: “Tengo un problema existencial, todo me parece igual. Me di cuenta hace poco, cuando llegué a una ciudad a la que no había ido desde hace unos treinta y tantos años. Lo primero que me encontré en los accesos, antes una carretera simple y ahora una avenida de varios carriles, fueron los centros comerciales, con sus carrefures, sus cines clónicos, los madonals, los declatones, un ikea, y todas las tiendas repetidas, exactamente iguales en cualquier sitio a donde voy. Me di cuenta de que ese acceso a la ciudad a la que volvía después de tantos años era como la de otras muchas ciudades. El centro de la ciudad era más o menos como la recordaba, pero los viejos cines ya no existían, en su lugar había los mismos bancos, los mismos zaras, los mismos pulambirs, las mismas franquicias de cerveza, de ropa interior de señora, de cafés, de parafarmacias y de deportes, que pensé que no valía la pena salir de casa para repetir el panorama urbano una y otra vez en un viaje en el que ya no descubría nada. Incluso en la catedral, que siempre tiene sus propiedades locales específicas, estaban los mismos zangolotinos juveniles cantando a las glorias del papa que iba a llegar de un momento a otro, con la misma bovina fe de los musulmanes creyentes o los fundamentalistas evangélicos americanos. Paisajes y personas intercambiables. Me alarmé cuando me pareció que el vendedor de la Once era el mismo al que le compraba el cupón en mi ciudad (comprobé para mi bien, que no, era otra persona). Regresé cabreado y un poco preocupado, pero mi problema fue engordando cuando me senté en mi sillón, agarré el mando del televisor y comenzaron a desfilar una y otra emisora, en la que todos los expertos pontificaban sobre la bolsa y sus avatares, las política y sus héroes de pacotilla, el deporte y sus muchachos millonarios, las pasadas elecciones y las elecciones venideras. Todos me parecieron lo mismo, y por un momento creí que eran de plástico, como muñecos de un perverso programa infantil de animación. Los telediarios hablaban, los policías americanos corrían en coches enormes para llegar a hacer una autopsia, docenas de vecinos españoles gritaban en las escaleras de la comunidad y en los sofás de las salas de estar, los anuncios me repetían una y otra vez que el aparato para adelgazar estaba científicamente demostrado, y yo, con el mando en la mano, daba vueltas a la lista de emisoras de la televisión digital, para regresar siempre a los expertos de plástico, mientras mi mirada se perdía en un punto infinito. En los periódicos de la mañana veo las mismas caras detrás de los mismos micrófonos anunciándonos los mismos apocalipsis y asegurándonos que sólo los que tengan fe en ellos y les voten en noviembre alcanzarán la gloria; veo un muerto de un país en guerra, al que no iré nunca, y me parece el mismo de hace cincuenta años o de cuarenta o de treinta; veo unos deportistas jugar al fútbol y es el mismo partido repetido una y mil veces. A la hora de comer inevitablemente me llaman por teléfono y siempre es la misma voz, de una muchacha sudamericana que me ofrece una tarifa telefónica que no podré rechazar; esto me preocupó sobremanera, porque llegó a obsesionarme esa voz repetida que sirve para todas las tarifas, como una voz paranoide que sabía el número de mi teléfono. Por las mañanas me llaman del banco donde tengo mis escasos recursos en una cuenta corriente y moliente; me ofrecen productos financieros, de garantía, con posibilidades de beneficiarme de la alta rentabilidad al cabo de un mes; les explico que mis pasadas experiencias en ese terreno fueron nefastas, y que ahora ya no estoy a ganar, sólo estoy a gastar. No parecen muy convencidos, pero se rinden enseguida. En realidad es que todas las maravillas de la bolsa me parecen iguales, y me recuerdan siempre al que se pelea contra la ruleta del casino o la máquina de las monedas del bar: siempre pierden. Salgo por ahí a tomar unos vinos y me dicen que tal o cual marca es buenísimo, que tiene un retrogusto y un aroma que vale los quince euros que cuesta la botella, pero como soy un perfecto ignorante en esas cuestiones y padezco de una atrofia de la pituitaria, no huelo ni tengo sabor: todos los vinos me parecen lo mismo, caros. Intento distraerme y me voy al cine, pero todas las películas parecen hechas para que vayan al cine los abuelos con sus nietos; coches que hablan, pitufos azules, la versión numero mil de un superhéroe defensor de la América más militar y capitalista. Voy a una librería porque todavía mantengo el vicio viejo por los libros nuevos; hago caso a los suplementos literarios y compro la edición de bolsillo del último best seller, el más vendido..., y no paso de la página quince; lo intento con el último premiado en un concurso literario..., y lo mismo. Entonces regreso a Maupassant y a Chejov, como si hubiera dado la vuelta a la programación literaria con el mando a distancia. Me sucede lo mismo en todas mis actividades, el mundo me parece cortado por un mismo patrón. La gente opina toda igual, por bloques, a gritos y sin escuchar ni conversar; se impone un pensamiento inducido que no sé de donde viene; nadie se cuestiona nada ni se duda de nada; el pensamiento personal, particular no se ve por ninguna parte, y yo estoy muy preocupado...” –¿Y fuiste al médico? –Fui al psiquiatra y me dijo que se trata de un SECO, Síndrome Ecualizador Compulsivo Objetivo, que es muy corriente ahora y que lo padece mucha gente, que no es grave y que lo mejor es dejarse llevar. Después fui al médico de cabecera, me hizo una “analítica” y me dijo que estoy bien, que todos los parámetros están normales, que lo mío son gases.

jueves, 11 de agosto de 2011

No es lo que hay


Diario de Pontevedra. 10/08/2011 - J. A. Xesteira
Con insistencia y con resignación lo escucho por todas partes, cuando alguien comenta lo mal que anda todo, en general y en particular, la crisis y ese estado de cosas que todo lo cubre como una niebla pegadiza. Cuando se habla del paro laboral, especialmente del paro juvenil y de los adultos que ya no obtendrán nunca un empleo; cuando se habla de lo injusto que resulta que las empresas despidan trabajadores mientras determinados altos cargos aumenten sus salarios hasta extremos inmorales; cuando los bancos publican sus resultados financieros del semestre y dicen que “perdieron” un algo por ciento de lo que pensaban ganar, pero que, en el resultado final, se levantaron una pasta cifrada en miles de millones, algo que no somos capaces de imaginar ni física ni cuantitativamente; y eso, mientras se habla de lo mal que lo están pasando –en general– y de la necesidad de solicitar ayudas europeas, mientras los directivos de los bancos se suben sus salarios en total impunidad. Cuando se habla de la situación de una universidad en crisis permanente, pero en esta ocasión ayudada por la habitual estupidez endogámica y el sinsentido de producir licenciados preparados, en los que se hizo una fuerte inversión, para después abandonarlos a una rutina inútil, en la que el I+D+i no es más que un cuento chino sin fondos de inversión ni más sustancia que un programa político en campaña. Cuando se comenta cualquier tema en los que salen a relucir la política, la ética, el despilfarro, la precariedad en los empleos (al nivel de alquileres por horas) o la inmoralidad instalada en todos los niveles de la sociedad, siempre sale una frase que parece estar de moda: “Es lo que hay” “¡Es lo que hay!” Como si al decirla aceptáramos sumisos un destino ya escrito que no se puede torcer; decimos “Es lo que hay” y aceptamos una situación que no sólo no merecemos, sino que no somos culpables de que se hubiera creado; si acaso, cómplices por omisión, por falta de energía, por adaptarnos a la cómoda situación de las vacas gordas, que nos pedían a cambio un voto y una sumisión ciega a los designios del Capitalismo. “Es lo que hay” es como un fado lamentable y entreguista, lacrimoso y derrotado. Con esa frase nos dejamos ir y esperamos que las cosas cambien solas. A lo mejor, con las próximas elecciones mejoran, si cambian el Gobierno del PSOE por el Gobierno del PP (o si no lo cambian, según los gustos de cada uno); a lo mejor, con un acuerdo mundial, que las grandes potencias acuerden y acepten para arreglar el mundo; a lo mejor, con un poco de sentido común por parte de los grandes especuladores, los bancos, los detentadores de las riquezas del mundo, que son los que organizan este estado de cosas, simplemente para su bien, porque el fin único del Capitalismo (que, no olvidemos, es, eso si, lo que hay en este momento gobernando el mundo) es enriquecerse cada vez más, y si se consiente que vivamos un poco mejor, es porque eso conviene en ese momento al resultado final. También podemos esperar cosas inesperadas, que unos pueden llamarle milagros y otros pueden llamarle un golpe de suerte o giro de la fortuna. Pero, en cualquier caso, lo que hay es un estado civil catatónico, resignado e inmóvil a la espera de que algo pase. Y lo que pasa ya está pasando. A los primeros intentos de indignados de mayo, aquellos “quince-emes” de Madrid, una mezcla de buenas intenciones y ganas de hacer cosas, mezclado todo con aires de conciertos veraniegos, se sumaron otras maneras de ver las cosas. Los políticos acogieron esas manifestaciones con agrado pero con la mosca detrás de la oreja. Suponían que las cosas transcurrirían dentro del pacifismo, los actos de violencia siempre eran achacados a unos cuantos chiflados que siempre hay por medio. Vivimos en democracia, y en democracia, las cosas se piden en las urnas. Craso error; desde que el ser humano se constituyó en animal urbano, las cosas se exigen en la calle, y las cosas de la calle acaban siempre en guerra, porque siempre hay un enemigo vestido de policía con escudo y casco. Lo demás son juegos florales. Habrá más violencia, y el contagio árabe ya es una escalada imparable que globaliza el estado de las cosas. Aquellos inicios (no olvidemos que Madrid fue la pionera mundial en manifestar la indignación) llegaron la semana pasada a dos alturas insospechadas: en Israel, el único país del mundo instalado por orden de Dios, miles (muchos miles) de ciudadanos salieron a la calle para indignarse contra su estado de cosas (y a lo mejor contra su Dios); todo Tel Aviv dejó de resignarse y aplicar versículos bíblicos y salió a la calle para decir que no es así como quieren vivir. Y lo hacen en un país sometido a una guerra muy particular, no sólo por territorios para ocupar, sino en medio de un enfrentamiento religioso y social de extremo peligro. En otro punto, Londres, bastó la muerte de un muchacho a manos de la policía para que todo estallara por los aires. Visto en la televisión parecía una visión del pasado, sólo faltaba la música de los Clash y su “London’s burning” o “Guns in Brixton” para que todo fuera redondo. Los londinenses saltaron el protocolo de las manifestaciones, seguramente porque su cabreo es mayor y sus esperanzas más reducidas, y, efectivamente, Londres ardió, los comercios fueron saqueados y al primer ministro le chafaron sus vacaciones en la Toscana. Esto no acaba aquí. Se están dando cuenta de que esto no es lo que hay, que si queremos cambiarlo todo, lo que hay es que ponerse a ello, y no vale esperar por elecciones ni a que arreglen esa especie de galimatías de las primas de riesgo, las agencias de calificación y el diferencial de deuda, que son palabras mágicas que no entendemos. Lo que hay son dos alternativas, bien definidas por Hamlet: o nos enfrentamos a un mar de calamidades, o padecemos en silencio los dardos de la insultante fortuna. Hay que elegir.

jueves, 4 de agosto de 2011

Campaña de verano

Diariio de Pontevedra. 03/08/2011 - J. A. Xesteira
Al final “ellos” se salieron con la suya y se convocan elecciones generales para el 20 de noviembre, festividad de San Octavio y Día Universal de la Infancia (los 364 días restantes la infancia mundial puede irse a hacer puñetas, no le hacen caso). El 20-N, para entendernos, que ahora las fechas siempre son así, con logotipos, para hacer camisetas. Ignoro que llevó al presidente Zapatero a buscar esa fecha con tantas resonancias históricas. En la crónica del tiempo reciente, el 20-N es la fecha de la muerte de Franco, pero en la menos reciente es la fecha de la muerte del falangista José Antonio y del anarquista Buenaventura Durruti. Nada más anunciarse la fecha, con la estrategia adecuada, en fecha, hora y lugar previamente estudiados, comenzaron los expertos a augurar y predecir lo que va a pasar. “Ellos” se salieron con la suya y se adelantan las elecciones. Al decir “ellos” me refiero al PP, que venían dando la tabarra con la necesidad de elecciones, ahora que vienen sobrados y con ganas de Moncloa; me refiero al PSOE, que ve como una crisis que no estaba en el programa les arruina el baile y pegan un cierre a blancas para respirar; me refiero al empresariado español, que siempre espera que en el cambio esté el negocio; me refiero a la banca, que siempre gana (acaban de publicar los balances del semestre y si usted no se escandaliza con los beneficios y con los aumentos de sueldo de los grandes ejecutivos es porque no se entera); me refiero a las fuerzas tangenciales del Capitalismo, que mueven hilos delictivos amparados en ingeniería legal para mangoneo de bolsas y estados. Por supuesto no me refiero al resto de los simples mortales, a los ciudadanos en paro o en vacaciones, que no pintan nada en este entierro ni les interesa. Cuando los políticos se llenan la boca con la frase de que estas elecciones son deseadas por el “clamor popular” (la frase “clamor popular” fue un invento de un director de periódico madrileño, hace años) mienten a sabiendas de que el pueblo llano y poco soberano, realmente es más afín a la filosofía de Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”: “Francamente, querida, me importa un carajo”. Así que, querámoslo o no, un domingo de noviembre tenemos que volver a repetir el mito del rito electoral: elegir entre dos tipos que son los que van a salir elegidos. Y una vez más, pese a lo que digan los expertos en “todologías” que desmenuzan la situación al por menor, volveremos a perder oportunidades de oro para la democracia. En este permanente estado electoral, que viene desde los Reyes Católicos, parece que sólo hay dos contrincantes, Rajoy y Rubalcaba, y el resto es la guarnición intercambiable (“¿me cambia las patatas fritas de la milanesa por ensalada?”) Y esto es una mala señal democrática, es la muestra de que no han aprendido que la pluralidad no existe, y que sólo compitan los dos candidatos que quieren “ellos”, sin más mérito ni valor que haber sido colocados en lo alto de los dos partidos reinantes. No han aprendido nada y han dejado pasar oportunidades importantes de cambiar cosas mientras estuvieron en el poder. Por ejemplo, las leyes electorales, que fueron escritas para un momento concreto, de transición política, en la que las fuerzas eran variadas e igualadas, y donde el futuro era incierto; ahora todo se resuelve en medio de oscuras financiaciones que respaldan a los principales partidos para que sean ellos los que se enfrenten. Para poder cambiar las leyes electorales, que permitan a los partidos secundarios competir en igualdad (una democracia sin igualdad es una chapuza interesada e injusta) seguramente habrá que cambiar la Constitución. Pues también se cambia, que no es un libro sagrado y necesita bastantes retoques, entre ellos el de adecuar las páginas de la Monarquía a los tiempos que están cambiando. Y, de paso, ya metidos en harina, hacemos una ITV de las autonomías, cambiamos aceites, regulamos los frenos, ajustamos la suspensión y las convertimos en un vehículo que sirva para algo más que inaugurar despropósitos arquitectónicos y obras públicas de escasa necesidad por donde se cuelan corruptelas sin ton ni son. Y en ese mismo proceso, aprovechamos para poner en orden el mundo legal, renovamos a los jueces que haya que relevar, eliminamos unos cuantos miles de leyes de las que merecen ser eliminadas (tenemos demasiadas) y dejamos el país a punto de empezar. Eso debiera ser lo importante si tuviéramos políticos que fueran al fondo de la cuestión, en lugar de perpetuarse en el poder y salir en la foto. No están los tiempos para florituras y todos lo sabemos, pero los tiempos están cambiando y no se dan cuenta, y hay que empezar por abajo, por reinventarlo todo, y no para que todo quede como está, como decía el príncipe gatopardiano. Hay que volver a comenzar mil veces y ser nosotros y no “ellos” los que marquen las prioridades. Hay demasiada Economía en la sociedad (no es gratuito que el director del BBV apoye a Rajoy descaradamente, aún a sabiendas que sus clientes son de todo pelaje), mientras que se abandona la cultura (que es lo único que permanece) y se debilita la Educación (que no interesa, porque el voto de una masa inculta es más manejable que el de un pueblo educado). El verano, que siempre se espera que sea el bálsamo que nos alivie de los rigores del invierno y de la tabarra política, se va a convertir en una campaña electoral pesada, llena de tipos que perseguirán nuestro voto hasta los chiringuitos. Los dos contendientes principales ya están posando para los carteles; el PP reparte una piel de oso, pero no ha disparado aún ni un sólo tiro; el PSOE ya ha soltado lastre y va en globo. El resto va a hacer lo que puede. Mientras los bancos se siguen forrando, las empresas solucionan sus problemas echando la gente a la calle, la Policía expulsa al 15-M para que monten el espectáculo cristiano del B-16 (papa de Roma) y, como siempre, los ciudadanos seremos el último mono de este planeta de los simios electoral.