domingo, 27 de octubre de 2013

A ver que se debe aquí


Diario de Pontevedra. 26/10/2013 - J.A.Xesteira
De repente, sin que sepamos por qué, Rajoy anuncia que la salida de la crisis está lista, gracias a sus “reformas estructurales”; los expertos auguran una recuperación inminente; las bolsas suben y algunos se forran con ello; el Banco de España anuncia el fin de la recesión como si acabara una película; y hasta Botín afirma que en España ve dinero por todas partes. Es algo milagroso. La realidad es otra, como sabemos en cuanto pisamos la calle. Hay que señalar que todos los antes citados, Rajoy, Botín, los expertos, el Banco de España y sus personajes adyacentes, no suelen pisar la calle, van de la moqueta al coche directamente. Por eso no saben que esa película ya la vimos, al final muere el chico y a los ciudadanos les toca a pagar las euforias de los presidentes de bancos, de gobiernos, de instituciones públicas y de las bolsas. Rajoy ya anunció variaciones sobre el tema en otras ocasiones; sin ir más lejos, en setiembre dijo que el déficit calculado para el año pasado sería del 6, 8 por ciento, y resulta que es el mayor de la Eurozona (un 10,6 por ciento). Para los no versados en el manejo de los porcentajes deficitarios (yo mismo) baste saber que es algo que pagaremos entre todos, cosa distinta de cuando hay beneficios de algún tipo, que los disfrutarán un selecto grupo de dirigentes para invertir en sus extravagancias personales. Los expertos ya anunciaron otras veces que las cosas iban muy bien; así que recuerde de mala memoria, iba muy bien la economía en general y la de los bancos españoles; los mismos expertos aconsejaron que los pequeños ahorradores metiera los cuartos de su vejez en acciones preferentes; y esos mismos expertos son los que asesoran a los buenos (ricos) y mienten a los malos (pobres) porque al final todo se reduce a una vieja canción de ricos y pobres, con una zona intermedia en la que sobrevive una clase cada vez más depauperada. Las bolsas suben o bajan según unas leyes misteriosas que debe controlar una especie de Doctor Mabuse desde un castillo de los Cárpatos. No obedece a ninguna lógica. Lo mismo sufre un ataque de euforia y sube por encima de los 10.000 puntos que a continuación se desploma. Por lo tanto no es un signo de nada que interese a los ciudadanos normales. El Banco de España es un organismo que acostumbra a no prever ni prevenir los grandes despropósitos de la economía nacional; cuando se produce una catástrofe suele salir con un viejo “ya lo decía yo”, nunca antes de que se produzca; por lo tanto su seguridad puntual en que la recesión queda oficialmente acabada, como si fuera la gripe de invierno, queda sometida a las leyes del tiempo; es posible que dentro de unos meses los datos contradigan la afirmación, pero para entonces dirán que “ya lo habíamos dicho”. La afirmación de Botín, de que ve dinero por todas partes, es lógica; el presidente del Santander es como el Tío Gilito del Pato Donald, él sí puede ver dinero por todas partes, las personas corrientes, no. El dinero obedece a las leyes físicas de la energía, ni se crea ni se destruye, sólo cambia de manos y se acumula en las cuentas de cada vez menos y más elegidos. Como siempre, hablamos de mundos paralelos, que se relacionan por corrientes invisibles y casi mágicas. Uno, el de los números gordos, los de la economía que manejan todos los que un poco más arriba nos dan las buenas nuevas de que esto va bien, que ya salimos de la recesión; son los números mágicos, que no llegamos nunca a entender, los de la deuda nacional, del déficit, de la variación de la bolsa y la prima de riesgo, de los ajustes de los presupuestos... Después están los números flacos, los que manejamos cada día: el pago de las medicinas, lo que aumenta meter las mismas cosas básicas en el carrito del súper y todo aquello que se conocía como “apretarse el cinturón”. Entre esos dos tipos de números está la diferencia entre la euforia del mundo de Yupi y la realidad de una sociedad que ya ve a la emigración como una alternativa maravillosa (si alguien cree que la emigración son esos programas de Gilipollas Ricos por el Mundo con que castigan algunas televisiones, está apañado; si alguien cree que llegando a Alemania con un título universitario debajo del brazo va a ganar algo más de mil euros, lo tiene crudo). Lo que se esconde detrás de esta euforia a plazo fijo son muchas cosas. La más directa es despistar al personal de los varios juzgados que dan vueltas a delincuentes habituales en su relación con las más altas instancias políticas del país. Luego vienen las que disfrazan la realidad de los grandes negocios dentro de la crisis, con el fin de transformar el dinero público en dinero privado (sin crearlo ni destruirlo) Todos aquellos pisos que quedaron sin vender y provocaron la crisis del ladrillo, pasaron a un “banco malo” (¿hay alguno bueno?) que, a su vez los revende a empresas, algunas participadas por conocidos personajes de la política, que compran los lotes y se forran a precios de saldo. Los empresarios y su asociación piden medidas más duras contra los trabajadores: reducción de las prestaciones de paro y retraso de las jubilaciones a los 70 años (¿hay algún trabajador de la empresa privada en este país que pase de los 60 años y no esté en el paro, seguramente con una ayuda familiar de 300 euros? Lo normal es que lo haya pillado un ERE o simplemente lo hayan echado a la calle). Sea como sea, aquí sólo Botín ve dinero, de la misma manera que el niño de la película veía cadáveres, es decir, sólo él los ve. Las dos Españas de Machado siguen vivas, pero una dice que sale de la recesión y la otra es la que paga a escote. Sólo nos queda preguntar que se debe, porque, aunque no nos guste, nos lo van a cobrar de todas formas.

domingo, 20 de octubre de 2013

Inermes, inanes e inertes


Diario de Pontevedra. 19/10/2013 - J.A. Xesteira
A veces las palabras cobran vida y se aparecen como queriendo decirnos algo, saltan de las páginas y nos enganchan con su música. Me ocurrió hace días con las palabras que titulan este escrito: inermes, inertes e inanes, tres conceptos que tienen más recorrido que la idea que vagamente tengo de las mismas; por lo tanto en estos casos está prescrito acudir al diccionario. No les voy a revelar ahora el significado preciso, los lectores deben acostumbrarse al uso del diccionario, como gimnasia para adelgazar el cerebro de la grasa mala que se nos deposita en él después de ver la televisión. Quédense, de momento, con la idea que tengan de esas palabras. Como quería introducirlas en esta comparecencia semanal, empecé por el título, que lo demás viene seguido; a fin de cuentas, la actualidad no es más que un puzzle deslavazado que se completa con piezas disformes. Las palabras son como los títulos de los libros, que muchas veces superan a la propia obra y cobran otras vidas; por ejemplo, «La insoportable levedad del ser» de Kundera, tantas veces utilizado, o la «Crónica de una muerte anunciada», de García Márquez, usada miles de veces por gentes que no leyeron la novela. Los títulos, muchas veces venden el producto (hace años compré una novela titulada «Helo aquí que viene saltando por la montaña», ¿quién se puede resistir a un título así?), pero no siempre, ¿quién compraría «Guerra y paz» por el título? ¿o «En el camino»? Nunca se sabe lo que se esconde dentro de un libro, por eso hay que abrirlos, como los melones, en lugar de verlos en la televisión. Por otro ejemplo; ¿quién compraría unos libros que se titulan «El cielo ha vuelto» o «El buen hijo». Yo, no. Y sin embargo, lo comprarán muchos clientes, porque son las dos novelas ganadoras del premio Planeta, un premio que todo el mundo pone en entredicho (ya saben, que si está pactado, que si es un mero mercantilismo, que si a los escritores les viene muy bien porque hay mucha pasta por medio...) pero que funciona como negocio; a fin de cuentas, la literatura también es un negocio, más allá de las artes, y un sector industrial, más allá de la grandeza de los escritores. Compren o no compren, el Planeta es otra pieza del puzzle, porque es un premio catalán (y la insoportable levedad de su independentismo) y su editor, un señor que no oculta su actitud política de derechas, es capaz de asegurar que la independencia catalana es imposible y, al día siguiente, sentar al «president» Mas en la entrega de sus premios. Pero si los políticos suelen incrustarse en la cultura de modo simplemente representativo y decorativo, en esta ocasión el premio tuvo el detalle de declarar finalista a una mujer que, viniendo del mundo de la cultura (es guionista de cine y escritora) fue la anterior ministra del ramo. Ángeles González Sinde fue, con sus defectos y virtudes políticas, una incrustación cultural en el mundo de la política, donde no se distinguen precisamente sus máximos representantes por sus aficiones culturales, por mucho que las barnicen de cultura en las apariciones de eventos donde son reclamados por su cargo. La ministra Sinde era mujer de cine y su paso por la política es un paréntesis. Precisamente, en el puzzle de estos días aparece la pieza de difícil encaje de los enfrentamientos de los ministros Wert y Montoro con la industria del cine a propósito de sus declaraciones. Los dos ministros no son hombres de cine, aunque a veces parecen personajes de Batman o Dick Tracy, y sus declaraciones han conseguido cabrear a todo el espectro de la industria cinematográfica. Podrían haber dicho otra cosa, o callarse, como su jefe, pero no, se les ocurre que el cine está a punto de quiebra porque la calidad de las películas españolas es mala, que es tanto como si el ministro de Industria dijera que las conservas españolas no se exportan porque los mejillones son tóxicos y las sardinillas picantes son una porquería, o que bajan las ventas de coches, porque los que se fabrican en España son malos y te dejan tirado en la carretera. A veces es mejor callarse o admitir la realidad. Y, además, hay que asesorarse con gentes competentes que no hayan sido colocados en las asesorías por gracia divina o por ser «de los nuestros». Se evitarían así tropezones como la pieza del puzzle de la ministra Santamaría, una mujer bastante comedida dentro del panorama general. Su afirmación de que somos un país de parados que trabajamos ilegalmente, no solo fue un error (atribuible a quien le puso el papel delante, un asesor al que aludía antes) sino que es jugar con dinamita en medio de una queimada. Si este país no viviera de las chapuzas y de los apaños esporádicos para llegar a fin de mes y completar un paro que no da ni para los libros escolares del niño, hace tiempo que hubiera reventado. Jugar con esas miserias como delito importante mientras la clase dirigente, política y financiera percibe sueldos grandiosos gracias a leyes que ellos mismos crean a su medida, es peligroso. Echarle en cara a un parado de 300 euros al mes que trabaje y cobre en negro pequeñas chapuzas de un día, mientras existe un Senado que desapareció en combate hace años, y sus senadores electos cobran lo que cobran por no hacer nada, es una metedura de pata, como mínimo. Todo es una cuestión cultural, de falta de lectura; leen poco, no tienen tiempo seguramente. Si leyeran un poco más entenderían algunas cosas, por ejemplo que la cuestión de los catalanes no es un asunto de dinero, por más que el tópico del catalán de «la pela es la pela» lo avale. Que el asunto del cine no es que las películas sean malas. Y que los trabajadores del paro son como los presidentes de los bancos: tienen que comer todos los días. Así estamos, inermes (desarmados) ante una política inane (vana, fútil, inútil) y todos, los que mandan y los que somos mandados, inertes (inactivos, paralizados, flojos, desidiosos).

domingo, 13 de octubre de 2013

Pongamos que hablo de Madrid


Diario de Pontevedra. 12/10/2013 - J.A. Xesteira
Una de mis debilidades confesables es ser músico callejero. Creo que fue en Viena, hace años, que me entró el gusano roedor al ver en la calle principal de la ciudad de la música por tópica excelencia a tantos músicos de esquina: jóvenes que practicaban sus estudios académicos en la acera al tiempo que abrían el estuche del violín y se sacaban unas perras; un arpista suramericano que tocaba joropos; el habitual imitador de Dylan que ensayaba sus guitarrazos para, si hubiera suerte, actuar en algún café de noche; y el flautista ocasional que se había aprendido una melodía a duras penas y buscaba unas monedas en la plaza. El esquema se repite a lo largo y ancho del mundo. Las ciudades quedan definidas por rasgos que raramente aparecen en las guías de viaje o en los folletos de propaganda municipal. Los músicos callejeros definen muy bien a una ciudad, igual que los rastros (una ciudad sin rastro o mercado de pulgas es una ciudad sin identidades) y las plazas y jardines. Las ciudades se definen por la calle, no por los grandes edificios y museos, que no son más que los garajes de la cultura pasada. Desde hace unos años, también se definen por los grafitti y por esos diseños a plantilla que mezclan dibujo y mensaje. La globalización ha provocado un fenómeno de clonación en las ciudades, que repiten esquemas y marcas registradas: las señas de identidad comercial de cada lugar es sustituido por símbolos que no necesitan explicación: Zara, H&M y demás son repeticiones mundiales, junto con las cadenas de cafés, hamburguesas, comidas rápidas y otras tiendas que han conseguido vender sus basuritas gracias a la comodidad que supone no tener que explicar lo que se vende. Hay ciudades que decaen, ciudades que se mantienen y ciudades que crecen en armonía. Basta hacer una re-visita con años por medio a cualquiera de aquellas ciudades que nos gustaron y comprobar como está la cosa. Una de ellas es Madrid, «espejo de las Españas» que dijeran un día los propagandistas del centralismo. Madrid era el paradigma de las ciudades con vida a tiempo completo, vital, libre, anárquica, alegre y era, de alguna manera ese espejo en el que se retrataban las demás ciudades, la meta de lo que se podía ser como ciudad. Barcelona era otra cosa, iba de europea y acabó en una pieza de diseño; tiene mar, que es un valor añadido, pero a los barceloneses les gustaba más la espontaneidad del «¡Al fondo hay sitio, oiga!» madrileño que la pose de «gauche divina» barcelonesa. Ahora mismo, el Madrid deprimido porque los chicos de las olimpiadas no lo «ajuntan», es una ciudad en retroceso, ejemplo para el resto de las ciudades de lo que no se debe hacer. Con una deuda que no pagarán las tres generaciones siguientes y una bajada del turismo alarmante, debería mirarse en los ejemplos de ciudades que buscan su sostenibilidad en el atractivo que supone hacerla cómoda y habitable para sus propios residentes. En lugar de ello, los dirigentes municipales madrileños se han lanzado a una carrera de locos por convertir la ciudad en una empresa rentable. Y siguiendo su afán de cobrar por todo (de alguna manera es como privatizar la calle) acaban de destapar la gran idea de controlar a los músicos callejeros mediante un examen de aptitudes. Ignoro como será el examen y si darán carnet, pero la simple idea de hacer pasar por un filtro a los músicos libres me revuelve las tripas (¿Usted que toca?¿Clásico o moderno? A ver, los andinos del charango, para este lado, y los rumanos del acordeón para este otro. Los perroflautas, fuera. No se admite más grupos que el trío. ¿Los de jazz? Sólo saxos y guitarras, nada de baterías.) La Junta Municipal madrileña dice que quiere comprobar que se trata de una actividad musical «real» y no una manera de conseguir unas monedas. Cuando a la estupidez se une la prepotencia y la burocracia aparecen estos monstruítos municipales. El fin de todo músico, desde el más desafinado perroflauta hasta los Rolling Stones o Daniel Barenboim es que le paguen «unas monedas» por la música que acaban de hacer sonar. Burocratizar una actividad callejera libre en aras de una pretendida tranquilidad vecinal es no entender que una ciudad es un ser vivo que debe vivir en libertad. Pretender amaestrar a los músicos y darles carné de callejeros es matar la vida ciudadana. La última vez que estuve en Madrid vi una ciudad hacia abajo, decadente sin la belleza de la decadencia artística. De aquel otro Madrid vivo que gustaba a los catalanes queda un Madrid sin cines; desaparecidos viejos cafés y tabernas, su espacio está ocupado por cadenas multinacionales de café-para-llevar y bares repetidos sin gracia; los viejos teatros y los grandes cines se reciclaron en espectáculos musicales, copia de Londres y Nueva York; los letreros ya clásicos color rojo de «Se alquila-Se vende-Se traspasa» están pegados en los cristales de viejos comercios, antiguos bares, librerías, pequeños restaurantes... La ciudad que muchas otras imitan está empufada hasta el morro y lo único que se le ocurre a sus gobernantes es multar a los seres vivos que sobreviven como pueden, putas, aparcacoches, vendedores ambulantes, y, finalmente, músicos. Al resto lo someten a la burocracia que hay que pagar en forma de multa, por cualquier cosa, por no llevar casco en la bicicleta o por cantar sin carné de cantor. Madrid es el ejemplo que han seguido muchas ciudades, grandes y pequeñas, y que ahora se encuentran con deudas desorbitadas que acaban en despropósitos ciudadanos. Ciudades con gobernantes más atentos a salir en la foto cortando la cinta inaugural que a hacer una ciudad más habitable. Todas las que han seguido su ejemplo están en la misma situación. Otras (y tenemos ejemplos cercanos) han preferido resolver su espacio con soluciones humanas. Cuando se intenta encerrar la música de la calle en una solicitud municipal con registro de entrada es que la calle ha muerto. Y a mi me chafaron la pretensión de tocar en Madrid.

domingo, 6 de octubre de 2013

Los papas no son lo que eran


Diario de Pontevedra. 04/10/2013 - J.A. Xesteira
Me intrigaba el lío montado con las declaraciones del papa Francisco y, sobre todo, esa variedad de titulares en diferentes periódicos, como si la palabra del papa fuera comodín para todas las tendencias. Me llamó menos la atención el hecho de que notables escribidores patrocinados por la derecha periodística arremetieran contra el sumo pontífice de los católicos (se supone que los escribidores lo son) de forma iracunda e insultante. En física se llama el principio de acción y reacción. Así que fui al origen de la cuestión, la entrevista con el papa en «Razón y Fe», la revista de los jesuitas, la orden en la que milita (o militaba, no sé si cuando se llega a jefe de los católicos ya se manda en todo o se sigue con el espíritu del equipo original). Descargué de internet los 27 folios y me los leí de cabo a rabo. La primera conclusión es que ninguno de los que titularon las primeras páginas y ninguno de los que se rasgaron las vestiduras, ofendidos, parece haber leído la entrevista; los tituladores utilizaron el viejo y cómodo truco de buscar la frase que más nos guste para poner entre comillas (es fácil, con un poco de habilidad que da la experiencia), a nuestro gusto y a nuestro favor (o a favor de nuestro periódico, depositario de las verdades básicas de la sociedad), y así, unos dijeron «no soy de derechas», y otros «soy un ingenuo», según el papa que más les guste. Los escribidores, simplemente se cabrearon de oídas, según lo que titularon sus periódicos (o pasaron del titular, como decía aquel cínico personaje de la película de Billy Wilder “Primera plana”: «Pon el nombre del periódico en la primera línea, nadie lee más allá de la segunda...») La extensa entrevista conforma un contexto mucho más amplio del que no se pueden extraer alegremente una frase para definir la posición papal. Lo que dice Francisco es mucho más interesante que lo que dice Su Santidad, aunque los dos digan lo mismo; pero lo que cabrea a los ejecutores de las ideas que los obispos callan y el «establishment» contempla perplejo, con los calzoncillos a media caña, es que lo que afirma Francisco lo respalda como cabeza-visible-de-Cristo. La larga entrevista está hablada dentro del marco de la orden de los jesuitas, pero la proyección es evidente y consciente de que trata de remover el orden de las cosas. Y los cabreados, aunque escasos de documentación, es el síntoma. A poco que se lea la entrevista con los ojos de entender, se advierte el salto hacia cinco papas atrás, hasta retomar a Juan XXIII, el papa que parecía de todo-a-cien y que resultó el gran revulsivo de su tiempo. Cierto que hay otras frases más llamativas, como que es un pecador, que nunca fue de derechas, que no se puede estar dando la lata con el aborto y los condones, pero me parece más contundente la toma de postura desde los parámetros de la Compañía de Jesús que, de alguna manera coinciden con Juan XXIII («Verlo todo, disimular mucho y corregir poco»), la necesidad de abrir el pensamiento, de consultar a las bases y la aplicación de los grandes principios en las circunstancias de lugar, tiempo y personas. En menos palabras, la necesidad de reconvertir la iglesia en un proyecto instalado en este tiempo, en esta tierra, no en un mundo de fantasías de colorines. Las palabras del papa Francisco convierten una iglesia de technicolor hollywoodiense en puro neorrealismo en blanco y negro. Sabe que los momentos actuales no están como para pompas y circunstancias hipotéticas sino para trabajar en un contexto claro. Ante un aparato religioso que habla de materia dura como el aborto, la homosexualidad, los anticonceptivos o el papel de la mujer en la iglesia, como si fueran abstracciones ajenas que hay que condenar, sin más argumento que la palabra autoritaria del obispo de turno, el jesuita Francisco recoge palabras evangélicas y no se siente con capacidad para juzgar. En la entrevista se evidencia una necesidad de puesta al día (como cinco papas atrás) y de que haya más pastores y menos funcionarios. Pero si la entrevista ha removido el aparato religioso (los cabreados son pura anécdota) las siguientes declaraciones empiezan a preocupar, de seguro, al resto del personal, incluidos los líderes políticos y sociales. Nada más llegar a Cerdeña, se manifiesta anticapitalista. Sus frases son claras: «El actual sistema económico –capitalista– nos está llevando a una tragedia», «Dos generaciones de jóvenes no tienen trabajo, ¡no hay futuro!», «Quieren robarnos la dignidad, los sistemas injustos quieren robarnos la esperanza». Y coincide con un ilustre paisano suyo, Atahualpa Yupanqui (otro que nunca fue de derechas) para pedir trabajo, trabajo y trabajo «¡Esta es la plegaria que estáis gritando»). Aquí ya la cosa es más clara y los cabreados pueden aumentar. Los obispos, de momento, callan, seguramente porque ya no son de estos tiempos o porque han gastado las palabras en vano. El sistema promociona mucho la solidaridad hasta en la televisión, y ya se sabe que cuando la solidaridad entra por la puerta es que la justicia ha salido a patadas por la ventana. Desde que recuerdo he conocido a siete papas, cada uno de su estilo, desde Pío XII, el hombre de palo que bendecía tanques fascistas hasta Francisco, el papa sin números romanos, pasando por Juan XXIII, el papa que preparó la década prodigiosa; Pablo VI, que cabreaba mucho a Franco; Juan Pablo I, muerto en la tercera parte del Padrino; Juan Pablo II, que iba para personaje de «Las sandalias del pescador» y acabó como un anciano viajero; Benedicto XVI, que tuvo el gesto de dimitir en un mundo en el todos se aferran al poder como garrapatas. Francisco llega en otro tiempo, en otro mundo, donde las redes sociales ocupan un espacio no previsto en los Evangelios. En poco tiempo ha conseguido remover unas estructuras dogmáticas y monolíticas. Pero, dicen sus detractores, todavía no ha hecho nada. Habrá que esperar, porque la cosa promete. Calificar de lepra a la «inteligentsia» vaticana y de vergüenza la política ante los inmigrantes es un gran paso.