domingo, 26 de mayo de 2013

La mala hora


Diario de Pontevedra. 25/05/2013 - J.A. Xesteira
Era la hora (aproximadamente) en que pasaban por la calle dos muchachas absortas en las minúsculas pantallas de sus artefactos que antes eran teléfonos móviles y que ahora son el cordón umbilical con el que muchas personas viven y se alimentan. Las dos niñas caminaban manejando el dedo pulgar sobre las pantallitas; me detuve para que no tropezaran. Una de ellas chocó contra mí, porque no estaba en la acera sino unida por su cordón umbilical a otro espacio y a otra persona. Era esa hora aproximadamente en que muchas otras personas hablaban y se mantenían en contacto a través de sus cordones particulares con otro mundo, desde las aceras, desde las mesas de los bares con wi-fi, desde los bancos de las plazas. Todos estaban hipnotizados por su pantalla-juguete, que es como su balsa de salvación. Ya nos sentimos desnudos si olvidamos el artefacto en casa. En esa hora, aproximadamente, leía que en Pontevedra van a desaparecer los cines, igual que están desapareciendo en todas partes, igual que sucederá en Vigo. Con ello tendremos el dudoso honor de ser la primera capital de provincia española sin salas de cine. Ya no hacen falta. Con la desaparición de las distribuidoras independientes, todo el cine queda en manos de las multinacionales, que colocan solo los productos de consumo habituales, muchas películas, poco cine. En España quedan sólo veintitantas salas donde poder ver cine independiente, raro y en versión original (una en Vigo). Muchas ciudades ya no tienen cines, que es un pecado mayor que no tener iglesias. Al Sistema le interesa más el consumo individual que el colectivo, y si se dio el paso a la distribución de cine para ver en casa en la soledad del sofá, ya se trabaja para que el cine sea un bien consumible para poder ver en el artefacto antes llamado teléfono, que pueden ser más o menos grandes, pero que podremos ver por la calle, en el banco de la alameda o en el bar. El paso siguiente podría ser un casco múltiple que suministre directamente a ojos y oídos teléfono, pantalla, periódico, radio, juegos virtuales, y que ya no precisemos movernos para mantenernos conectados con todo lo que nos quieran meter en el cerebro. Parece de ciencia ficción, pero poco. El cine, tal y como lo amamos hace tiempo, ese rito colectivo y social, ya no volverá. En el festival de Cannes reciente muchas películas de las grandes distribuidoras americanas no van a ser estrenadas en ninguna sala, irán directamente a las televisiones de pago por cable. Las multinacionales del espectáculo consiguen, de un plumazo, convertir nuestra casa en el cine del barrio y a nosotros en taquilleros, acomodadores y espectadores, tres puestos de trabajo gratis. En el mismo festival, otras películas, las independientes, tampoco las veremos en ninguna sala, nadie las comprará y tampoco habrá locales para verlas. Nuestra sociedad se hará un poco más inculta, y a los que fuimos educados en la oscuridad de cines, sólo nos quedará la nostalgia. Era la hora (más o menos) en que un director de un banco entraba en la cárcel para salir al poco tiempo, después de reunir dos millones y medio de euros. Para un ex director de un banco es tan fácil reunir unos millones de euros como hacerlos desaparecer. En esa misma hora, otros directores y ex directores de bancos se mosqueaban porque algunos jueces se propusieron meter a alguno en la cárcel. Es necesario, hace falta. Como hace falta que juzguen y condenen a alguno que no sea el pringado del desahucio o el cabreado de las preferentes. Hace falta que un puñado de importantes vaya a la cárcel para que la credibilidad en la democracia y en la sociedad que sostenemos no se desmorone. Era también la hora (o casi) en que el ministro Wert (el único con aspecto de personaje más que de persona) presentaba otra reforma educativa, y lo hacía para demostrar algunas cosas. La principal, que se sepa quien manda, y la segunda, que la Iglesia Católica también manda. La Religión vuelve a iluminar las mentes de los alumnos y eso está bien: nunca agradeceremos lo bastante a las clases de Religión de Bachillerato la creación de tantos ateos y descreídos. La reforma educativa se hizo para atender al Clamor, según la señora Cospedal (cada vez más en el papel de estricta gobernanta), que no se sabe bien lo que es, ni quien clama por una reforma. Pero los políticos siempre echan mano de la voz del pueblo, al que nunca hacen puñetero caso. Dicen que es para mejorar el fracaso escolar. Y aquí se da la paradoja de que España es, de Europa, el país que produce más y mejores investigadores, ingenieros, arquitectos, licenciados en diversas materias, en definitiva, que exportamos a países que carecen de ellos, como la potente Alemania, por ejemplo. Seguramente la señora Cospedal confundió el clamor y lo que oía era, en realidad a miles de chavales con títulos de grado medio y universitario, pidiendo trabajo. No tenemos para la famosa I+D de la que tanto presumieron los padres de la patria y lo gastamos en estampitas piadosas de catequesis. Era la hora exacta de la incultura avanzando por el país; nunca tanta estupidez se había acumulado de manera soberbia en boca de los políticos: una ministra daba vivas a la Virgen del Rocío (fetichismo andaluz en torno a una imagen del tamaño de una muñeca Barriguitas) porque le había echado una mano en el problema del paro; la misma ministra se congratulaba de firmar un convenio con Alemania para que empleara a 5.000 jóvenes que prepararon nuestra universidades y centros de formación. Era la hora (ya era la hora) en que los perros salían a cagar, arrastrando tras de sí a sus dueños que, servil y estúpidamente, recogían las mierdecitas y las guardaban en una bolsa mientras les hablaban como si fueran personas. Algunos, incluso, hablaban con sus teléfonos para decir que estaban en la calle y que ya iban a cenar en cuanto el perro diera su paseo. Con una sociedad así estamos condenados al fracaso escolar, civil, político y general.

domingo, 19 de mayo de 2013

Marcas registradas


Diario de Pontevedra. 18/05/2013 - J.A. Xesteira
«Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza», escribía César Vallejo en un poema. «Morreu na contramão atrapalhando o sábado», cantaba Chico Buarque de otro albañil que también se cayó de la obra. Mil ciento veintisiete personas que hacían ropa en Bangla Desh para el mundo de los ricos murieron aplastadas por las marcas comerciales de las multinacionales, escribió cualquier periodista en cualquier periódico. Las dos primeras muertes son poesía social, las mil y pico últimas, un asesinato por omisión. Las marcas, digámoslas, Inditex, Corte Inglés, C&A, Tommy Hillfigher, H&M, Calvin Klein y alguna más que se nos escapa, habían negociado con unos empresarios, generalmente caciques locales de algún partido en el poder, para que les cosieran las camisetas, los vaqueros, las faldas y demás complementos que se venderán en las tiendas de las multinacionales en todo el mundo. Las mismas empresas sabían perfectamente varias cosas, no sólo porque las hayan publicado los medios de comunicación durante años, sino porque saben lo que se traen entre manos cuando hacen sus negocios. A saber: que con lo que gana una mujer bengalí al mes, trabajando en la maquila de una máquina de coser sin derecho alguno laboral, no le da para comprar una blusa –que ella misma remató– de las rebajas de cualquier tienda de cualquier centro comercial del mundo. Sabían también que el intermediario y el empresario que firman el compromiso de producirle las prendas, son, en realidad, esclavistas, corruptos y enriquecidos gracias a las grandes multinacionales que, de forma directa, son cómplices de una situación condenada por los tribunales internacionales de Derechos Humanos. Las grandes marcas juegan con dos factores: no suele pasar nada, y cuando pasa, los propios países absorben las protestas y el malestar; suele haber manifestaciones y muertos, pero eso ocurre en las televisiones en horario de la siesta. Aunque haya que indemnizar, siempre es más barato que aumentar esos famosos céntimos que dicen que triplicaría el salario de una costurera. El problema es que lo que podía pasar ha pasado, y no vale silbar y mirar al cielo. El problema es que las empresas tienen nombres y puede salir en cualquier lugar del mundo algún juez que se le ocurra denunciar a una de las marcas famosas por colaborador necesario en una situación contraria a los derechos del ser humano. Con más o menos rapidez las marcas que cito arriba se apuntan a firmar un acuerdo para mejorar las penosas condiciones de seguridad de los talleres de Bangla Desh (los de Vietnam, Indonesia y otros países pobres, todavía no, hasta que se hunda otro taller). Mera jugada de márketing, obligada por la desgracia. Por poco, el desastre del taller de costura no ocurrió en el 1 de Mayo, una jornada reivindicativa que recuerda a los mártires de Chicago, un grupo de anarquistas condenados a muerte por pedir una jornada laboral ¡de ocho horas! Podría quedar muy aparente en el contexto actual, donde la jornada de ocho horas es una entelequia y donde el 1 de Mayo se celebra con desfiles procesionales que el sistema capitalista ha absorbido perfectamente dentro de las festividades del calendario (en Estados Unidos no hay Primero de Mayo). El caso de Bangla Desh acabará como otros similares, como el de Bophal en la India, en el que murieron muchos miles de personas y otros miles sufrieron secuelas irreversibles. La Unión Carbide, empresa responsable (hoy perteneciente a Dow Chemical) nunca indemnizó a las familias afectadas y de aquello sólo queda una celebración (otra) el Día Mundial del No Uso de Plaguicidas. Otra procesión laica que el sistema contempla desde el balcón. Todas estas cosas aparecen en las noticias, escritas, contadas o filmadas de un sólo día, pero nadie se molesta en preguntar como solucionar esta explotación del ser humano en la segunda década del siglo veintiuno. En las mismas informaciones de la TVE, en el telediario en que unos psicólogos con aspecto de catequesis se hace la pregunta de si las jóvenes incitan con sus ropas de moda (lo decía Santiago Segura en su personaje de la película «Airbag»: «¡Si es que las visten como putas!»), nadie comenta que esas ropas incitantes para los castos psicólogos se cosen en países pobres por salarios de miseria y condiciones de esclavitud; y que las marcas famosas lo saben y consienten. En ese mismo telediario de la cadena piadosa se informa de la guerra de Siria con un rebelde ataviado con una camiseta de Dolce y Gabana, seguramente falsa, como todas (incluidas las auténticas). El poder de la marca es total, desde la marca registrada hasta la marca España. En las mismas informaciones del mismo día aparecían los dos mundos, las dos clases que luchan (pese a los que aseguran que no existe la lucha de clases). En Brasil, país emergente, con una macroeconomía saneada y olímpica, todavía hay esclavos y acaban de liberar a unos miles. En la misma página aparece el fantasma del contrato único, que piden desde Bruselas pero que no gusta a nadie; de cualquier forma da lo mismo, todos los contratos son únicos y manejables a la hora de poner en la calle a seis millones de personas. Un poco más atrás se informa que cada año, gracias a los sistemas de ingeniería fiscal se van a alguna parte un billón de euros de las empresas españolas; esto podría solucionarse si la Unión Europea hiciera transparentes a dos paraísos fiscales que tiene en casa, Luxemburgo y Austria, pero no conviene, por lo visto. Sin salirse de las mismas informaciones tenemos que aceptar la emigración de nuestras personas mejor formadas (menos Urdangarín, que no tiene el título de entrenador y sólo podía ir como camarero), y comprar las marcas de moda (sin provocar sexualmente a los psicólogos de TVE) Y contemplar los miles de muertos en los países pobres como un mal necesario para que el mundo siga funcionando. Cuando no tengamos para comer recurriremos al consejo que nos acaba de dar la ONU: coman insectos. Pero rápido, porque dentro de nada tendrán marca registrada y subirán de precio.

domingo, 12 de mayo de 2013

La tribu


Diario de Pontevedra. 11/05/2013 - J.A. Xesteira
Cuanto más abundan en los conceptos de la aldea global, de la universalidad, de la interconexión entre todos los humanos gracias a la Red, por medio de sistemas en constante evolución (Twitter o Facebook a la cabeza, y un horizonte incógnito de lo que nos pueda venir), cuanto más insisten en que los grandes conceptos de acumulación geopolítica (Unión Europea, Unión de Estados Americanos, Estados Unidos de América, China, una acumulación en sí misma), más me reafirmo en una vieja idea, nunca confirmada de todo, de que la cabeza del ser humano no alcanza más allá del concepto de tribu. Esa mínima fracción de convivencia que es la tribu, grupo de nómadas o sedentarios, preparados para ir y venir por la tierra según soplen los vientos y las lluvias, es lo máximo que podemos meter en la cabeza a la hora de pensar en organizarnos como personas y sociedad. El resto es rimbombancia y conceptos en los que parecemos creer, pero que se manifiestan ajenos en las horas críticas. La tribu era un espacio reducido, agrupado para defenderse de los males del exterior, con una estructura simple: el jefe, los guerreros y cazadores, el brujo (sanidad pública totalmente), los pastores, el maestro, los cultivadores de la tierra y los que cuidaban la casa (colóquense los géneros masculino y femenino en cada apartado correspondiente; eran variables, y si en las tribus indias de América mandaba un caudillo, en las de la Polinesia era una reina la que ordenaba, en África solo las mujeres aran la tierra, y solo los hombres cuidan las vacas). La tribu tenía una población que se podía contar, y un espacio cerrado. Por fuera estaban los dioses, lo incógnito, los poderes ocultos y un conglomerado de enemigos contra los que había que hacer frente común. La agrupación tribal como concepto inteligible se convirtió en aldea, pueblo, parroquia e, incluso, barrio; conceptos fáciles, que tenían sus dioses nunca bien entendidos, y las fuerzas exteriores, que podían ser el gobernador civil, el obispo, y, casi al nivel de los dioses, el jefe del Estado y el Papa, entes nunca vistos pero presentidos a través de sus mandatarios. El devenir de los tiempos y el aumento de las comunicaciones, desde el teleclub hasta el Internet, provocó un desajuste en la estructura, y la tribu se enteró de muchas cosas: que las fuerzas del exterior eran, en realidad las que gobernaban las diferentes tribus, que las cajas de ahorros no eran una hucha donde dejábamos el dinero a salvo de los ladrones domésticos, que el dios de turno era un poder en sí mismo y en la estructura internacional de sus funcionarios, y, en definitiva, que el mundo era grande, y que la emigración era un arma cargada de futuro que disparaba por la culata. Y así se fueron despoblando las estructuras tribales y comenzó a venderse un nuevo género de estructura, basada en conceptos, difusos como los dioses, a los que se llamaba democracia, poder popular, igualdad, fraternidad, libertad y compraventa instantánea de acciones en las bolsas de todo el mundo. Se habló incluso del concepto de tribu global, de que ya no había fronteras y de que todo ciudadano tiene unos derechos universales; se vendió la burra ciega de que en lugar de un jefe de la pequeña comunidad habría un superjefe de la gran comunidad, y en lugar de un chamán de cabecera que nos ponía las inyecciones en casa, habría unos enormes centros públicos de salud que, en la segunda parte de la civilización, cuando se impusiera el Capitalismo como entidad suprema de las fuerzas del exterior, serían centros privados construidos con dinero público. Todo eso es la teoría, pero la cabeza de los seres humanos –al menos es lo que pienso– sigue archivando el concepto de tribu como sistema de convivencia. Y el concepto aparece cada día en cada rincón. Está en la disyuntiva entre “ellos” y “nosotros”, que puede ser el Celta-Deportivo o pijos y perroflautas. Tribus que defienden su espacio. El mismo concepto se da en la elección de partido político; poco importa lo que ofrezcan en sus programas o a que personas presenten a las elecciones, se vota al PP o al PSOE porque son la tribu (¿recuerda usted a quién votó en las últimas elecciones para el Congreso o el Senado? –caso de que quede alguien que vote a los senadores–) La tribu es el concepto interiorizado, y las diferentes religiones lo entendieron antes que nadie; la secta es la agrupación inicial, y de ella a fundar un imperio en la Tierra con basílicas, catedrales, mezquitas o sinagogas, sólo hay un paso. Las propuestas recientes de los catalanistas pueden prosperar por la simple razón de que hacen un llamamiento a la tribu, que es fácil de comprender, en lugar de acudir a las promesas repetidas hasta el coñazo de que “nuestro partido salvará a España de la crisis” o “las medidas que toma el Gobierno son las adecuadas”. En ningún caso llegamos a conocer las medidas de ningún gobierno, pero si sus consecuencias. Se habla de conceptos confusos: “Los índices macroeconómicos están respondiendo positivamente”, lo que debemos entender que los números gordos del Estado son buenos, mientras que los números flacos de la ciudadanía son una miseria. La aglomeración de tribus degeneró en los reinos que agrupaban a gentes que pensaban en pequeño para imponerles conceptos grandiosos. Los reinos, mediante la democracia, se mantienen gracias a un sistema que nadie entiende, que mantiene un Califa en la Zarzuela y un Visir en la Moncloa. Y para que las tribus no se rebelen se dicta una Carta Magna que no es más que un papel humedecido por las goteras de miles de leyes que nadie conoce pero que todos padecemos. Las tribus esperan algún día que alguno de los grandes estafadores de este país vaya de verdad a la cárcel, que alguno de los que engañaron a los ciudadanos responda de sus embustes, que alguno de los corruptos pague sus delitos, y que la hija del Califa sea igual que la hija del parado. Mie

domingo, 5 de mayo de 2013

País de pecados


Diario de Pontevedra. 03/05/2013 - J. A. Xesteira
Cuando éramos católicos y existían los pecados, tuvo una enorme fama un libro titulado «El español y los siete pecados capitales», cuyo autor, Fernando Díaz Plaja, diseccionaba con humor el carácter hispano, de acuerdo con esa clasificación de pecados redactada por la iglesia católica. Los siete pecados eran del mismo rango, capitales, y de igual culpa. Sin embargo, el pecado que siempre tenía en la cabeza la iglesia y sus homilías era el de la lujuria. Seguramente Freud tendría mucho que decir en esa actitud de condena feroz del pecado de la carne. Desde niños se nos advertía del peligro de muerte solo con los malos pensamientos, no digamos con la masturbación. El resto de los pecados parecían de segunda división, se camuflaban como defectos o incluso virtudes (las comidas de curas eran un paradigma de la buena mesa, nunca un pecado de gula, y la soberbia se convertía en el orgullo de ser español, por ejemplo). Pero, como cantaba Dylan («the times they are a-changing») y la Vieja Trova Cubana («como cambian los tiempos, Venancio, ¿que te parece?») la cosa ya no es lo que era, y al que más y al que menos, el concepto del pecado se la suda (por utilizar una expresión más acorde con los tiempos) Los siete pecados ya no asustan ni se ven muchos arrepentidos de cometerlos. La vieja relación de los siete fallos del ser humano se ha quedado en una clasificación de catecismo que nadie lee, seguramente porque ya no somos todos católicos (y el día que cada católico tenga que subvencionar directamente a su iglesia, veremos la desbandada) y porque nadie se siente culpable de nada. Si Díaz Plaja escribiera ahora su libro, no sería el best seller que fue. Y sin embargo, la lista está ahí, y si no hay culpa, al menos hay definición en cada palabra. Me venían a la memoria los pecados que una vez estudié en el colegio (no olvido al cura) y repasaba para ir a confesar (con escaso arrepentimiento) cuando leí el otro día una noticia terrible: la explotación sexual mueve cinco millones de euros al día en España. Traducido al lenguaje normal: la prostitución mueve esos cinco millones por día. Una barbaridad; ahora resulta que España está a la cabeza de Europa en economía prostitutiva, somos la mayor potencia en el pecado de lujuria y sus plusvalías. Hay seis millones de parados, una crisis brutal, y la gente sigue pensando en lo mismo de siempre. La gente empeña el oro de las muelas, a juzgar por la cantidad de tenderetes de compra del metal precioso; pero debe ser para gastárselo en puticlubs. La prostitución, el negocio sobre el pecado, estaba prohibida en los remotos tiempos predemocráticos, pero, sin embargo era tolerada por el Régimen y la Iglesia (precisamente se llamaban casas de tolerancia a los prostíbulos) era una actividad nocturna y discreta (de noche trabajaban los oficios con P: policías, panaderos, periodistas y putas) y controlada. De aquel mundo bohemio, folklórico, alcohólico, un punto miserable y casi siempre triste, hemos llegado a este despegue económico y multinacional. Los nuevos tiempos quieren poner fronteras a la prostitución, y le buscan la vuelta, la llaman explotación sexual, trata de humanos y quieren sensibilizar a la población con anuncios en la tele. Lo que era un pecado se ha convertido en delito de lesa humanidad, y eso si que hay que atajar. Cinco millones de euros al día en dinero negro son un motivo suficiente para luchar contra el vicio. Pero, ¿y los otros pecados? Hay algunos que nunca tuvimos muy en cuenta, ni siquiera creo que fueran pecados de verdad. El de la gula, de la que hablaba antes (cualquier chaval de ahora pensará que se trata de esos fideos de pescado que se fríen con ajillo y guindilla) y el de la pereza, que parece siempre un pecado a punto de descender de categoría; diría más, la pereza es una cualidad no imputable al ser humano, viene en su ADN. La envidia decía Díaz Plaja que era el pecado por excelencia del español; mezclada con otros puede dar resultados catastróficos, pero casi siempre la disfrazamos añadiéndole el calificativo de «sana», como si fuera una versión descafeinada. La soberbia sí que aparece día si día también en la vida cotidiana que se refleja en los informativos. La clase política, en general, tendría que confesar ese pecado; se legisla, se actúa, se imponen leyes, se discute en parlamentos, se informa al país desde los titulares de prensa, siempre desde una posición de altitud sobre el resto de los mortales, a los que se ignora. Estos días andan los políticos metidos en la polémica de los escraches, que les parecen una ofensa a su vida privada. En verdad que los escraches deberían estar protegidos y fomentados por ley: es el único momento en que muchos políticos ven al pueblo en directo, a ese mismo pueblo que dicen defender y que sólo conocen de oídas (exceptuando al niño y la pescantina de la campaña electoral, que previamente fueron preparados para la foto). El resto es pura soberbia. La ira la vemos precisamente en ese pueblo cabreado, cada vez más, que no puede contemplar impasible viendo como la tarta que pagan se la están comiendo otros y que sólo les va a quedar la bandeja de cartón. Todo ello mientras la avaricia de los bancos y sus especulaciones con el dinero de los contribuyentes arruina a un país, que prefiere gastarse cuatro perras en un puticlub antes que marcar la cruz de la iglesia en la declaración de la renta. Vemos casos con nombres: la avaricia de Urdangarín, junto con su soberbia, lo llevan ante los tribunales; los ministros declaran desde su altanería cosas como «movilidad exterior» (es decir, para curar el cabreo, mejor emigrar), recomiendan duchas frías (seguramente contra la lujuria), y el Rey sigue siendo opaco, no se conocen sus pecados, aunque sean, como su sueldo, del dominio público. Realmente, los pecados no son lo que eran, y si acaso había que añadir un octavo: el de la estupidez, que siempre fue origen de los siete pecados capitales.