viernes, 24 de noviembre de 2017

Examen de conciencia

J.A.Xesteira
Viene un muchacho de la facultad de periodismo (o de ciencias de información, que no es lo mismo) y me pide una entrevista para un trabajo propuesto por su profesor (viejo amigo que me lo manda a ver que saca de un jubilado) sobre el cambio tecnológico y sus víctimas directas. El muchacho, un  tipo con madera antigua de periodista (los periodistas vienen de casa, en las facultades sólo les ponen una etiqueta homologada), es muy joven, demasiado para hablar de los mismos conceptos: la revolución tecnológica se produjo antes de que él naciera. Por lo tanto empiezo a contarle una historia prehistórica, que le debe sonar a película en blanco y negro con actores vestidos de traje gris y sombrero. Pero, de paso, repaso, y regreso a un tiempo anterior a este tiempo de histeria existencial, un tiempo en el que los periodistas eran veraces en oposición al momento actual, en el que los periódicos mienten, a sabiendas y de la forma más evidente. No por maldad, sino por inercia y porque no se dan noticias, sino temas que vienen congelados de los gabinetes de información de partidos políticos, organismos oficiales, corporaciones de negocios, poderes económicos y demás poderes tangenciales creados a mayor gloria del dios dinero. A los periódicos, domesticados hace tiempo, les llegan los paquetes de productos congelados por temas, según pedido y según intereses; los periodistas, sentados en la redacción, sólo tienen que esperar el paquete, meterlo al microondas y ofrecerlo directamente a los hipotéticos lectores, que lo abrirán bien en el papel o en el artefacto-en-red. Lo leerán poco y mal, porque, esa es otra, se lo dan a medio descongelar, mal contado y sin contraste posible. El tema es incuestionable, las fuentes de la noticia, imaginarias o invisibles (muchas veces, inexistentes) y el resultado es un dogma de fe que tiene la habilidad (las factorías de noticias congeladas son extremadamente eficaces) de revolver a la ciudadanía. El tema puede ser Cataluña, Venezuela, o las peleas de recreo colegial entre los políticos que soportamos y subvencionamos. A todo eso se le llama información, que cae en una masa inculta y acrítica y provoca tormentas de bar, ahora trasplantadas a las redes sociales, el foro tabernario tecnológico.
Una parada de reflexión. Quizás parezca desencantado y extremadamente negativo. No hay tal; chavales como el que me entrevista me confirman la existencia de un núcleo duro que mantendrá la esencia del periodista universal; a fin de cuentas, todos los periodistas están hechos de lo mismo. Lo que pasa es que yo me estoy quitando; conseguí desconectar casi todas las cadenas de televisión, no escucho la radio y de los periódicos, lo mínimo básico; si añadimos que no tengo cuentas en redes sociales, me gano la pegatina de raro. Pero se puede sobrevivir al milenio con todas estas carencias. Me evito las imágenes inútiles de parlanchines informativos en pseudodebates (hechos con restos de noticias recicladas) y la lectura de informaciones  claramente favorables a los intereses de turno. Posiblemente, y más allá de mi decepción por la deriva de mi profesión (y asumo mi parte de culpa con golpes en el pecho) todo esto no sea más que una imagen deformada pero real del momento que vivimos. Quizás aquí haga falta echar mano de la frase que justifica la segunda década del milenio: eso es lo que hay. Lo que queda de la deriva de las cosas.
Metidos dentro de lo que se llama Democracia, un concepto muy simple pero que sirve para cualquer cosa en abstracto, usamos la palabra como un barniz para manejar la masa hacia un fin predeterminado; la democracia ya no es más que una marca registrada de la manipulación sin libertades. Los poderes a los que me refería un poco más arriba ya sabían como manipular esto hace muchos años, pero ahora mismo las nuevas tecnologías por las que me preguntaba el alumno, avanzan a la velocidad de Clark Kent cambiándose de traje (por poner un símil periodístico). Desde que los americano eligieron a JF Kennedy por ser guapo (y porque su papá era amigo de la mafia americana) la elección democrática se ha reducido a aceptar el paquete manufacturado y presentado a través de un complejo (pero facilmente manjeable) sistema de información, del que los periódicos son la parte final, sin posibilidad ni ganas de darle la vuelta a lo que ya es un dogma informativo. No se vota ya al que nos parece mejor, sino al que presentan en el escenario como votable, sin análisis ni crítica posible.
Las redes sociales dirigen las mentiras y las contramentiras, que son igualmente falsas, en una espiral en la que el usuario no es más que el último de la fila, aunque, paradójicamente, crea que su opinión en un tuit acelerado o un me-gusta, sirven para algo. Todo sucede a enorme velocidad, y lo que se teclea, opina y es fundamental en la red, desaparece en cuestión de segundos. Seguramente aquel que lanza su opinión al vacío digital cree que ha servido para algo, y que el hecho de que lo hayan leido y les haya gustado a millones de personas significa algo. El bloguero que escribe su artículo de opinión, a veces rebotado de las páginas del periódico, y tiene innúmeras visitas, cree haber cumpido su misión, que su mensaje llega a la conciencia de las gentes. En un blog en el que reboto artículos como éste, hay una persona que me lee en Alaska, lo cual constituye para mí un misterio que no intento ni descifrar. El destino final de la enorme información circulante en red es acabar como pienso para relleno de los periódicos, pero no nos aclaran ni informan nada de lo verdaderamente importante. Sabemos ahora mismo más de la guerra de Troya, gracias a un poeta ciego, de lo que sabemos de las docenas de guerras que matan a millones de personas, pese a que la información es instantánea y hay millones de personas haciendo fotos y tecleando lo que está pasando en el mundo. Confío en que muchachos como mi entrevistador rescaten algún día el nuevo terreno del viejo periodismo.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Los avisos y las verdades

J.A.Xesteira
Hemos llegado hasta aquí. De aquella manera, con el optimismo crédulo de los que pensábamos que lo que pasa nunca iba a pasar. Pero pasa y pasará mucho más. En todas las distopías literarias (por favor, vean en ese diccionario de la RAE, que tienen en el teléfono o en el ordenador, la palabra distopía, es gratis) que nos amenazaron con un futuro de echarse a temblar, figuraban algunos de los grandes logros de la estupidez humana, y otros nos los hemos inventado sobre la marcha. Uno de ellos, el más inmediato es el de la Idiocracia, casi de ahora mismo; la película distópica de Mike Judge, del 2006, hablaba en clave de comedia de un Estados Unidos gobernado por imbéciles, en un país antiintelectual, que niega el cambio climático, una sociedad obesa, ignorante, dominada por las grandes corporaciones y amante de la comida basura. ¿Les suena? Podíamos añadir que con un alto grado de paranoia hacia lo exterior y a un terrorismo innecesario (no les hace falta, los americanos se matan solos) La ficción venía envuelta en el formato de una comedia, pero la realidad, que la supera, no tiene nada de graciosa; más aún, la crítica a los Estados Unidos de Trumpo podría hacerse extensible a muchos países del resto del mundo (y no miren hacia afuera).
Los escritores que anticipaban un futuro que ya es presente (y pasado en muchos casos) nos mandaban avisos de lo que podía pasar, pero, como es de esperar, nadie hace caso de esos avisos. Por un lado, la literatura de ciencia ficción, anticipación o de los avisos de peligro sólo (nos) interesan a los frikis aficionados, a los convencidos de que el ser humano siempre la caga o a ese grupo heterogéneo, que los políticos suelen calificar con desprecio, de hipies-ecologistas-catastrofistas-pesimistas. El poder siempre se reinventa, pero los resultados de su ejercicio, democrático o no, están a la vista. Tiene el Poder la habilidad de disfrazar su discurso con palabras reinventadas. El que manda en todo manda también en las palabras; y si le llama ministerio de Defensa a lo que es ministerio de ejército y armamento, o de Interior a lo que es de las Fuerzas Policíales, o deceleración económica a crisis económica (crisis de la economía ciudadana, no de los datos macroeconómicos) ¿qué no hará con todo lo demás?. La incultura social, más amplia de lo que nos dicen las estadísticas (no se fíen nunca de las estadísticas y las encuestas, sirven al que paga el encargo) sabe que no puede confiar en las palabras que prometen futuros en las campañas electorales, pero después, a fuerza de leer siempre los mismos mensajes, acaba por creerselos. La última palabra de moda es “la posverdad”, que en realidad es una mentira disfrazada, adornada y reducida a afirmar cualquier cosa con tal de tapar una verdad evidente. Ejemplo: la táctica del PP de embrollar sus evidentes casos de corrupción y cuentas delictivas con la posverdad del independentismo catalán. O la de los independentistas catalanes en la posverdad, mucho más liada que una momia, de la independencia vista-no-vista. Todos han enterrado demasiado pronto al independentismo; unos se cuelgan medallas y otros se erigen como mártires de la causa, pero esa historia es de largo recorrrido, y lo que se enquista ahora acabará por abrirse algún día.
Pero los avisos nos anticipaban hechos, no palabras, y los hechos son contumaces y tercos. Esa tropa heterogénea a la que me refería antes, apoyada por científicos a los que nadie les hace caso, vienen diciendo hace años que el planeta no resiste tanta idiocracia ni tanta posverdad. Que producimos más mierda de la que podemos limpiar. Que en la vieja disyuntiva capitalista entre el estado de bienestar y la degradación del planeta, hace tiempo que se eligio, o, mejor dicho, eligieron aquellos que tenían el poder del dinero en sus manos, ofrecernos la posverdad de la comodidad y el bienestar a cambio de llenar el mundo de porquería.
Volvamos atrás, al tiempo de los avisos, pongamos, de hace cincuenta o sesenta años. Se vivía peor (aunque ese extremo es opinable) y no se producía basura que la misma naturaleza no pudiera reciclar; las gaviotas comían del mar y los basureros no eran una industria administrada por los gestores públicos y gestionadas por empresas privadas (con notables casos de sobornos porcentuales a políticos o a partidos). Los coches eran escasos y la producción de petróleo y carbón como energía eran relativamente aceptables. Pero ya había voces de aviso. Voces que decían que el clima podía ser alterado gravemente y lo íbamos a notar. Y lo notamos ahora, para nuestro mal, en el tiempo en que las gaviotas comen a kilómetros tierra adentro, de los basureros que la tierra no pude soportar, el consumo de petróleo y carbón, que tanto enriqueció a las multinacionales, ya es imparable y sus efectos incontrolables. Los acuerdos de las cumbres del Clima que todos los países del mundo han suscrito, nunca han servido para nada, mentían sus posverdades y lo sabían. A estas alturas se siguen firmando tratados climáticos que saben que no van a cumplir.
Y  mientras, se inventa un peligro distinto, para camuflar el problema de fondo. Puede ser el peligro ruso (los rusos siempre fueron un peligro, unas veces como comunistas, otros como capitalistas) que amenaza nuestras redes sociales y envía mensajes falsos, ya sea el gobierno de Trumpo o las elecciones catalanas de Navidad.
Pero la única verdad incuestionable es que aquí no llueve y ahora nos echamos las manos a la cabeza. Pensábamos que viviamos en el país de las aguas libres y cantarinas y nos vemos en la sequía más dura que vieron los tiempos. Hace años Galicia era verde y humeda; en noviembre de 2017 es quemada y seca. Estamos entre la verdad de Rosalía (adiós, ríos, adiós fontes, adiós regatos pequenos (…) non sei cando nos veremos) y la posverdad de los políticos que nos aseguran que todo está bajo control. Si uno de estos días vemos a la tropa política sacar un santo para que llueva, no nos extrañe. Será posverdadero.

sábado, 11 de noviembre de 2017

No era esto

J.A.Xesteira
Necesitaríamos un coche DeLorean para retroceder unos cuarenta años, situarnos en el pasado y hacer un ida-y-vuelta de Regreso al Futuro. Como no tenemos coche ni posibilidades cinematográficas hay que echar mano de la memoria, que no deja de tener sus fallos, pero que es lo único que conservamos del pasado llamado Transición (nadie se acuerda de que había otra alternativa que se llamaba Ruptura) Hace cuarenta años estábamos en activo la gran mayoría de los artículistas que usamos y abusamos del cacho de periódico que nos dejan para decir lo buenos que somos y el inevitable ya-lo-decía-yo. Habrán notado los lectores que los que firman artículo en los periódicos, salvo una pequeña cuota en la que caben mujeres y niños, somos todos jubilados.
Hace cuarenta años todos estos viejunos estábamos ilusionados con lo que se nos venía encima: la democracia, la Constitución, un futuro de libertades (de pensamiento, de ideas, de asociación, de expresión…) y, sobre todo, unas ganas de cambiar cosas para mejor, para un mundo más culto, más equitativo, más limpio (en la naturaleza y en la política) mejor repartido y mejor gobernado. Siempre había algunos aguafiestas que avisaban (avisábamos): “esa Constitución no vale”, “ese estatuto de autonomía es una porquería”, “no se puede cambiar el país si no se retiran las viejas fuerzas políticas que gobernaban en los cuarenta años del dictador”. Era el dilema entre romper o transitar. Se eligió lo último, y ahora vemos que mal. Los que juzgaban con las leyes franquistas siguieron juzgando con las leyes democráticas; los que eran jefes del Movimiento con saludo romano, se convirtieron en demócratas de toda la vida; la banca, la empresa, todo el Capital, ni se inmutó, su negocio quedó a salvo y, viendo los derroteros seguidos, incluso mejoró hasta extremos impensables. Se hizo una Constitución para salir del paso, con unos “padres” fundadores trufados de antiguos franquistas y antiguos rojos clandestinos. Los periodistas (ahora jubilados) apostábamos por cambiar el mundo, por lo menos el que teníamos al lado; los políticos recién estrenados ponían caras nuevas en los cromos de la liga democrática; hasta la Iglesia Católica estrenaba nuevos modales (los perdería pronto). Todos, incluso los más reaccionarios confiábamos en que el futuro iba a ser otra cosa, mucho mejor.
Nos equivocamos, sólo acertamos en lo de “otra cosa”. No era esto, no era esto. Por el camino comenzamos a acuñar nuevas palabras para justificar viejos fracasos. “Desencanto” fue la primera, estrenada en tiempos del Felipismo. Pensábamos que los nuevos tiempos acabarían con la trilogía política Enchufismo-Amiguismo-Pesebrismo, pero consiguieron mejorar el producto original añadiéndole fuertes dosis de corrupción y dinero negro al “¿qué hay de lo mío?” El mundo justo y legal que esperábamos no es más que un mundo legislado en el que la justicia no es más que un bucle espacio-temporal en el que languidecen eternamente los corruptos.
La ley. Pensábamos que los nuevos legisladores harían leyes para hacernos felices. Pero no, centenares de leyes son creadas por una tropa de gobernantes de escaso valor; crean leyes según un criterio personal y se aprueban con los votos de parlamentarios de escaso nivel político. Llegado el caso hablan de separación de poderes, del legislativo y del ejecutivo. Y eso funciona por la parte de abajo, donde los jueces acceden a su cargo por concurso-oposición (una especie de Saber y Ganar legislativo), pero cuando suben en la escala judicial, la cosa es diferente, arriba ya son Nuestros Jueces y los Jueces de Ellos, por más que intenten camuflar la evidencia. Se esgrimen leyes para amordazar al personal, alegando que es por nuestro bien. Y se le abre expediente a la revista El Jueves por un chiste; hace unos meses todos eran Charlie Hebdó, una revista que ninguno había leído y que, comparada con ella, El Jueves, es un cuento infantil. Las revistas de la Transición también se la jugaron, con bombas incluídas (¿recuerdan El Papus? Nadie es El Papus). Y regresa la censura, mucho más peligrosa, porque oficialmente no existe, pero cuando un policía financiero acusa directamente a la línea de flotación del PP, desaparece de los informativos amigos.
El problema catalán, que no es un problema catalán sino de los tiempos que vivimos. Parece como si el independentismo acabara de nacer. Debemos recordar que hace cuarenta años se recondujo a los independentistas clásicos (gallegos, catalanes y vascos) por la senda de la autonomía, un concepto variable que daba unos poderes a unos territorios y a otros, no; a unos se les permitía ser independientes en su economia y otros tenían que chupar la rueda de Madrid. En aquel tiempo de cambio se habló bastante de federalismo, que incuso podía agradar a viejos franquistas reciclados. Pero, no. Se crearon estatutos que no convencieron a muchos y, como era de esperar, la cosa comenzó a romper por donde siempre: por el dinero. El problema catalán no es más que un problema económico. Como es un problema económico el que maneja el ministro Montoro, que miraba al cielo mientras Gallardón y Ana Botella enpufaban a Madrid con proyectos olímpicos y fondos buitres pero se fija –sólo– en la alcaldía de Manuela Carmena, que consiguió pagar gran parte de los pufos de los sospechosos habituales. Tampoco era eso. Los gobernantes ya  no son más que el intermediario entre los que pagamos impuestos y el Capitalismo privatizador.
Europa también era otra cosa. Pensábamos. Pero sólo es el centro neurálgico de los grandes “lobbies” que manejan a los grupos políticos para su beneficio, a través del BCE y demás organizaciones monetarias.  El Mercado Común no es más que un Negocio Propio. Todas las leyes se han dispuesto para que los grandes capitales disfruten del paraiso fiscal incluso dentro de la propia Unión Europea, y cada día aparecen nuevos papeles en paraisos fiscales, ahora ya hay incluso gobiernos con el dinero negro en el Caribe.
Si tuviera el DeLorean para volver al pasado, podría avisarles, pero creo que sería inútil. Como dice aquella vieja canción de Giogio Gaber, “mi generación ha perdido”. Aquellos periodistas somos una raza en extinción. Y nadie nos echará de menos.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Una tarde (noche) en urgencias

J.A.Xesteira
Los Hermanos Marx pasaban, para bien de todos sus admiradores, una noche en la ópera, otra noche en Casablanca, un día en las carreras o una tarde en el circo. Eran jornadas llenas de gente y barullo. Por causas fáciles de explicar pero que no vienen al caso, tuve que pasar una tarde-noche en urgencias de un gran hospital, un lugar lleno de gente y barullo, pero muy poco “marxista”, porque ahí la cosa no tiene gracia y los protagonistas no están en una comedia. Es, no obstante, una experiencia por la que deberían pasar todos los que nunca pasan por una sala de urgencias pero que presumen de lo bien que está todo. Por ejemplo, el rey Felipe; no le vamos a pedir que guarde cola cuando le duela la barriga –la monarquía siempre funciona por lo privado–, pero sí sería un puntazo que en vez de estrechar la mano de los jeques de los emiratos, se acercara a saludar a los ciudadanos, que se amontonan agarrando sus dolores como pueden, y a los profesionales de la sanidad, que trabajan a destajo para aliviar los dolores que vienen prendidos con el volante y la tarjeta sanitaria. También los políticos, que presumen en las inauguraciones y en las estadísticas (dos lugares en los que se suele mentir); aunque, bien mirado, quizás estos no debieran pasar por ahí, por si acaso.
Allí la gente se desespera. Sabe perfectamente que los trabajadores sanitarios, desde el jefe del departamento hasta la mujer que pasa la mopa son impotentes de achicar la aglomeración de enfermos y familiares que se apiñan en el espacio de espera, entre ayes de gentes en camilla y el reparto indiscriminado de toses con virus recientes. Allí estaba yo, en una tarde que, según se podía comprobar, la cosa iba a ser multitudinaria. El mal, cuando llega, es democrático y se reparte mejor que los presupuestos públicos. Mientras el tiempo pasa muy lentamente, como si flotara, una vez que pasamos el primer filtro que indica si somos mortales o veniales.
Decido en la espera ir a tomar un café. Pregunto por dónde se va y me aconsejan que salga a la calle, dé la vuelta al edificio y camine; por el interior me perdería (me siento como Pulgarcito en el bosque). Una de las personas más recordadas entre los usuarios (posiblemente también entre los profesionales) es la madre del que diseñó el edificio; un lugar engendrado a Mayor Gloria del Político, en la época en la que había barra libre para disparatar. El interior es un laberinto con (me dicen) muchas zonas sin utilizar y con largos pasillos como una película de Antonioni. Camino bordeando el mamotreto. Cuando llevo andada la mitad de mi recorrido ya hice méritos y kilómetros suficientes para que me sellen la Compostelana. Al final llego a la cafetería. El café, por lo menos, es decente.
A mi regreso la gente sigue desesperándose y yo meto la oreja en las conversaciones que, inevitablemente, surgen como debate en todas las salas de espera. En un corro, una señora comenta que hace falta más personal (¡claro, para otras cosas hay dinero! es el obligado colofón) y otro, que la enfermera le puso mala cara (claro, es que a lo peor está al desborde del ataque de nervios, hay que entenderlo). La cosa, sin embargo, se atenúa con los teléfonos. Raro es el que no está fuchicando en la pantallita o hablando (la señora a mi lado lleva tres cuartos de hora hablando con Matilde del viaje que hizo con el Imserso), se envían guasáps, se enseñan fotos, se teclea, se ven las noticias. Entra un obrero con la funda manchada de pintura y la cabeza manchada de sangre; un peregrino en camilla y anorak, lleva dos mochilas y el saco de dormir; hay varias personas en sillas de ruedas con tubitos de oxígeno en las narices y una resignada paciencia en la mirada; hay varias mujeres muy ancianas en las camillas, como durmiendo, con personas a su lado tomándoles la mano o mostrándole cariño; y muchos más inclasificables que intento adivinar, por pasar el tiempo, como es su vida. Y familiares, muchos familiares que acompañan y pierden la mirada a las dos horas de estar allí. Por un momento tengo la sensación de que la anciana en una camilla, sola, está muerta, pero no, de vez en cuando se le escapa un leve quejido que certifica su existencia.
Poco a poco avanzamos por un camino protocolario hacia el diagnóstico. Pasamos a otra dependencia, se hacen análisis (todos le llaman, erróneamente, “analíticas”) y radiografías. Y Se sigue esperando, pero en otro lugar. Nos acompañan los que comenzaron hace unas horas la misma ruta. Calculo que cada profesional que arrastra una camilla o una silla con un enfermo camina una barbaridad. Pregunto y me aclaran que hacen una media de unos 15 kilómetros diarios, empujando un peso considerable. Deduzco por eso que hay una gran cantidad de tiempo perdido en desplazamientos, pero todo sea por un diseño más moderno. Sigo deduciendo y considero  que los recortes trajeron más trabajo y menos personal (el político que diga lo contrario, miente, y lo sabe). Me entero de que están en huelga (la prensa no lo dice, ocupada con el monotema catalán). La sala de urgencias es puro neorrealismo, es lo verdadero. Ante esto, los nacionalismos periféricos y centrípetos no son más que una discusión entre botarates rimbombantes que disfrazan la realidad con leyes y constituciones: el mundo es una sala de urgencias por la que todos pasamos.
En un momento de tensión brota un conato de motín, pero pasa enseguida. El sentido común del ciudadano medio y los profesionales de la salud acaba por imponerse. Mientras voy a pagar en el párking las once horas de estancia me viene a la memoria una anécdota de hace tiempo. Una mujer se enfadó porque la cola de admisión del centro de salud iba muy lenta. La muchacha que atendía detrás del mostrador se levantó, harta de los gritos, y le dijo a la gritona: “Señora, votan lo que votan y tienen lo que tienen”.