sábado, 26 de enero de 2013

Las trampas de San Juan


Diario de Pontevedra. 26/01/2013 - J.A.Xesteira
Amediados de la década prodigiosa del siglo pasado salía en los cromos de fútbol un delantero del Atlético de Madrid que se llamaba Gárate. Los que tengan memoria recordarán que le llamaban el ingeniero del área y su juego era efectivo a la par que limpio; pedía perdón al portero contrario por marcarle goles y en toda su carrera sólo fue expulsado una vez, y afirman las crónicas que por error. Es un ejemplo, porque un deportista es una persona que vive de hacer lo que más le gusta: jugar. Dentro del deporte hay otras personas que viven de lo mismo y desarrollan la misma actividad, pero su idea no es la de jugar, sino la de ganar, no son deportistas, son competidores, ganadores, a costa de lo que sea y de quien sea. A esta última clase pertenece Lance Armstrong. En su momento, es decir, cuando ganaba el séptimo Tour de Francia, escribí en este mismo papel que algún día se sabría cómo se dopaba Lance Armstrong, porque en aquel momento sólo podíamos suponer que un tipo que gana siete veces el Tour y no es Supermán, no huele a limpio. El tiempo nos da la razón a todas las personas que teníamos la sospecha de que había gato encerrado, simplemente por la evidencia de que lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Armstrong no era un deportista, sino un ganador, un competidor, un mal tipo que no era capaz de parar cuando su inmediato rival, Beloki, se partía la crisma y él aprovechaba la ocasión para ganar a un rival herido; Armstrong convenía a la organización del Tour por muchos motivos, entre otros, porque era americano y eso generaba contratos de muchos millones con las televisiones americanas. Por eso se paraba la carrera cuando el campeón quedaba cortado y por eso ahora ya se están abriendo las sospechas hacia la organización como cómplice necesaria en todo ese tinglado de falso deporte. Armstrong acaba de confesar que se drogó y que otros lo sabían, pero, ay, ahora ya no vale. Ya disfrutó de todos los honores, de todos los millones ganados, de todos sus negocios y fundaciones, y, por encima, se lleva una pasta por salir en el programa de la entrevistadora de lujo arrepintiéndose de sus pecados. Otra vez suena a falso; seguramente sus abogados (en EEUU no se mueve nadie sin llevar detrás un bufete entero de abogados) le aconsejaron la estrategia a seguir para no salir perjudicado. Ahora tenemos la evidencia de lo que ya sabíamos por sentido común: el ser humano no puede estar un día si y otro también pedaleando las cuestas por las carreteras de Francia si no se metió dentro algún carburante extra. Los organizadores y directores de equipos, mucho más expertos que nosotros, lo sabían, no cabe duda, pero convenía que las cosas fueran así, para que el negocio del deporte funcionase y para que nuestras siestas de verano tuvieran de fondo la subida al Alpe d’Huez de ciclistas cargados de sustancias no permitidas. En el deporte de la política sucede igual. Hemos visto a políticos competir lealmente con espíritu deportivo y pedir perdón al contrario cuando les marcan un gol. Y hemos visto a otros machacar la cabeza del competidor para llegar primeros a la meta. Y los hemos visto doparse de cuentas ajenas, de dineros ocultos y de sobornos variados. No es que los hayamos visto así, en directo, pero, como Armstrong, cuando se llega a la meta con ese poderío arrasador tantas veces, hay que sospechar. Un diputado nacional, por ejemplo, no es más que un concejal venido a más, un vecino al que todos conocen y, en muchos casos, se sorprenden de que con sus aptitudes, de todos conocidas, lleguen a escalar altas cumbres políticas a golpe de pedal. Sobre todo cuando el ascenso por las escalinatas del partido suele ir acompañado de signos externos que no se corresponden con las declaraciones de la renta o con el sueldo. Salvo excepciones de «ricos por casa», el resto de Politicolandia suele beneficiarse de una situación de privilegio sólo reservado a esa clase, y de la misma manera que el chaval que promete en fútbol pasa de regional a Primera División acompañado por un cochazo, iPhone de última generación y pelo engominado, a los políticos también se le nota el paso por la escala de valores según se encamina a su destino en lo más alto. Se acepta una mejora sustancial (siempre mayor de lo que merecen) en su estatus, pero cuando se transforman en ganadores de etapa bajo sospecha, la cosa va mal. Paralelo a Armstrong (página allá, página acá) aparece el tesorero del PP, Bárcena, al que se le descubren cuentas millonarias en Suiza, fincas en Argentina, sueldos engordados con testosterona, y un montaje contable en el que se mezclan distintas tramas que a estas horas deben dar más de un quebradero de cabeza a los jueces. Sucede lo mismo que con Armstrong: lo sabíamos. Y los que son más expertos y viven dentro del Tour de la política lo sabían mejor que nosotros, que simplemente sabemos sumar y sabemos que dos y dos no son 22 millones en una empresa de Panamá, de la misma manera que sabemos que los partidos políticos no financian sus enormes gastos con cuotas de afiliados, ni que las empresas donan dinero libre y graciosamente a los partidos a cambio de nada ni que los sobresueldos opacos son por los méritos y los trabajos del pelotón en carrera. El número de turiferarios que cobran por asesorías innecesarias es largo (sólo en el Ayuntamiento de Madrid hay 200, elegidos a dedo, que cobran unos 10 millones por realizar un trabajo prescindible). Lo malo es que en la carrera política hay gente esforzada, que corre con sus propias fuerzas, gente honrada y políticos legales (en todos los partidos) que acaban por padecer las salpicaduras del resto de los tramposos, los que van ciegos de anabolizantes y sobres de dinero negro. Las trampas de San Juan, por donde vienen, van, pero siempre llegan tarde, mal y cuando ya se repartieron los premios y el maillot amarillo.

sábado, 19 de enero de 2013

Personajes sin autor


Diario de Pontevedra. 9/01/2013 - J. A. Xesteira
Una de las mayores crisis que se está produciendo en el cine mundial es la carencia de ideas, de guiones, de historias que contar. Más a menudo de lo recomendable se recurre a cuentos viejos, a revisión de historias, los famosos “remakes” que una y otra vez visten de seda los mismos viejos monos. En los cines minoritarios, y el español es uno de ellos, surgen los francotiradores, los guerrilleros, los amantes del cine por el cine, y, en medio de repeticiones comerciales hay que aplaudir esas tres o cuatro ideas que aportan nuevas historias bien contadas que, desgraciadamente, duran escasos segundos en las carteleras del país. El resto es pura repetición, falta de historias y, sobre todo, de personajes nuevos y originales. Parece que ya están todos agotados y que incluso los tebeos, que fueron expoliados hasta las repeticiones abusivas de héroes en calzoncillos de licra, dan las boqueadas. Pero hay personajes que buscan a un autor, como el teatro de Pirandello que un día fue famoso. Sólo hay que asomarse a los Medios, grandes surtidores de héroes y villanos en dosis nunca vistas. Los tenemos de todos los colores y alguno es aprovechado para llevar su historia al cine, aunque siempre con escaso interés, porque la comparación con la realidad nunca le llega a la suela de los zapatos. Sin salir de las páginas españolas y gallegas encontramos personajes que dan para una película, cada una en su estilo, generalmente cómico, de humor español, surrealista y negro, a medias entre Gila y Buñuel, entre Berlanga y Quevedo, entre Valle Inclán y Encarna de Noche, entre Don Juan Tenorio y Don Juan Carlos, entre Faemino y Cansado. En el taco de calendario que tengo en la pared leía el otro día esta frase de Indro Montanelli: “España es la versión trágica de Italia, que, a su vez es la versión cómica de España”. Y viceversa, añadiría. Son países tragicómicos que producen personajes semejantes. Miren, por ejemplo, al personaje Carromero (respetemos la persona). Un muchacho como miles, con aspecto de bobalicón y pánfilo. Es el típico chaval que se apunta a un partido político y en él encuentra, no sólo su medio de vida, sino su razón de ser, el lugar donde se siente querido; es el que busca en la escalera de subida un puesto al socaire de las siglas. Están en cualquier partido y son útiles para los líderes, porque son el equivalente al chaval de los recados. Se crecen por culpa del empacho de importancia, sobre todo cuando “ganamos” elecciones, porque se visten con ropas de los mayores y todo le viene ancho. Suelen tener puesto de trabajo gracias al partido y eso les provoca unas vidas nocturnas desaforadas y los cazan en excesos de velocidad, cargados de redbull con alcohol. Carromero encaja en el perfil: joven del partido con sueldo fijo por ir a los recados. Lo malo es que lo mandaron a un recado muy por encima de sus aptitudes, nada menos que apoyar a los disidentes cubanos (en la línea aznarista, que no en la rajoyana) con dineros y algo más. Y llega a Cuba y cree que las deficientes carreteras cubanas son la M-30 madrileña. El resto ya lo saben, el castañazo y dos insignes opositores a Castro que la palman. Con ayudas como esta la oposición anticastrista desaparecería en dos días. Carromero es condenado y reenviado a España, para salir en libertad vigilada en un instante. Eso si, mantiene su puesto y su sueldo, aunque no se sabe por cuento tiempo. ¡Qué película hay en esa historia de nuestro hombre en La Habana! Hasta el nombre del personaje es de cine. Trueba o Colomo harían una nueva transición cinematográfica con rodajes en Madrid y La Habana que no ganaría el Goya por los pelos. Y si tomamos otro personaje, el ladrón del Códice Calixtino y sus peripecias religiosas. Ahí caben varios géneros, desde los grandes robos de humor de los estudios británicos con Alec Guinnes en blanco y negro, hasta Torrente, pasando por los italianos dirigidos por De Sica y con toques buñuelescos de obsesiones por la intimidad del vecindario. El robo es un despropósito interesante; sólo con las actas judiciales ya se podría comenzar a filmar: un extraño ladrón que lo roba todo mientras comulga, una extraña familia que acumula códices en su piso, un deán dicharachero, miles de peregrinos viendo volar el botafumeiro, una comunidad de vecinos a la que nunca le llegan las cartas, los laberintos catedralicios (¿me siguen?), policías y canónigos, y Los Tamara cantando de fondo “A Santiago voy”. ¡Que película montaría Alex de la Iglesia, a medio camino entre El nombre de la Rosa y el Día de la Bestia, con toques de gran robo británico! El tercero. El personaje Baltar (respeto para la persona), un personaje hecho a sí mismo, criado en casa, nada de esos personajes de granja, insípidos y troquelados según las normas madrileñas. Baltar es pura “escopeta provincial” berlanguiana. ¡Ahora salen con que enchufaba a los porteros de cuatro en cuatro! ¡Y que en vísperas electorales creaba puestos de empleo según la estimación de voto! ¡Y lo descubren ahora! Esas con cosas propias de la idiosincrasia natural del medio ambiente. Un muñidor de votos tiene sus normas y su tiempo de cocción. A su alrededor pulularon en abrazos y sonrisas las más altas cumbres del partido, cuando el personaje Baltar les ofrecía votos y solos de trombón. Pero cuando el personaje pierde el “loving feeling” todo se derrumba y ya nadie reconoce que eran buenos amigos en el pasado. De esta película todavía falta el final, que nunca se sabe. Y así podríamos seguir sacando personajes del bolsillo. El personaje Urdangarín, que en manos de un director italiano sería el perfecto “ciudadano más allá de toda sospecha” que al final cae en un maldito embrollo. O el personaje de ministro Cañete, que come yogures caducados y por eso se transforma de muñeco de peluche en “gremlin”. O Wert, que va camino de convertir al estudiantado en una versión de mayo del 68 con Twitter incorporado. Personajes hay, faltan autores y dinero para contar sus historias.

sábado, 12 de enero de 2013

De Leo Messi a Leo Bassi


Diario de Pontevedra. 12/01/2013 - J.A.Xesteira
Entre los dos Leo se mueve el país de los seis millones coma uno de parados, un récord europeo. Los parados no son una cifra, un dato estadístico, un indicador socioeconómico. Pónganles cara, seguro que tienen a más de uno a su lado, en el piso del vecino o en el banco de la alameda; pónganles después a cada uno su “periferia”, esto es, los niños que dependían de su sueldo, los viejos, muchos aún sin edad de jubilación pero ya con un puesto fijo en el escaso sol de los lunes. Pónganles en las manos unas bolsas del supermercado, y piensen que eso son las cifras que Bruselas acaba de dar como correctas, esos seis-coma-un millones de parados. Ellos, como el resto, se mueven entre esas dos realidades nacionales, entre los dos Leo, curiosamente, dos extranjeros, casi podríamos decir que inmigrantes. Leo el futbolista, acaba de ganar su cuarto balón de oro y ya ha sido calificado como el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos; la cosa no es fácil de definir, aunque las prisas periodísticas siempre tienden al triunfalismo. Comparar a Messi con los grandes del fútbol pasado no es posible, los tiempos son distintos y las cosas varían; es como comparar a Cassius Clay con Joe Louis (como se hizo en combate virtual) o comparar a Carlos Gardel con Elvis Presley o al Cid Campeador con el general Rommel. Son oficios iguales pero tiempos y modos distintos. Pero Messi concentra, en este momento el interés de la sociedad en su trabajo, que es jugar el fútbol y marcar goles (no dar ruedas de prensa), porque lo hace bien, gusta incluso a los que no tenemos ninguna afición por el fútbol, como nos gustó en su tiempo Pelé y la alegre selección de Brasil, Maradona o Di Stefano. Messi pone una nota de alegría en los seguidores de su equipo y ofrece, al mismo tiempo, dos cosas: la hermosura de una jugada ordenada con sus compañeros y un talante de sencillez (marca de una España de chavales que juegan el fútbol con entrenadores discretos y no de los políticos y empresarios españoles, que registran una sola marca, la de cierto tufo a delincuencia y prepotencia). El pequeño futbolista y los que como él hacen bonito el deporte más seguido por los españoles, contribuye a que la realidad sea menos negra que la que se ve en las estadísticas y en los titulares periodísticos, cada vez más titulares y menos periodísticos. Solemos establecer comparaciones para distinguirnos; España (y su marca) es el país que menos invierte en investigación, pero, a cambio, es el que más investigadores exporta; podíamos presumir hasta hace unos días de ser el país con la mejor sanidad pública del mundo, pero preferimos no ser tan presumidos y mejor privatizamos todo lo que podamos para convertirla en un lujo al alcance de los que tengan dinero para ponerse enfermos, el resto, que se joda (no son mis palabras, son palabras institucionales, de diputada electa), quizás olvidando la lección británica de las privatizaciones de Margaret Thatcher, que después tuvo que volver a comprar y hacerlas públicas Tony Blair; la inmoralidad ya es una norma de obligado cumplimiento para ser un triunfador, con la ventaja de que la Justicia, ya lenta de suyo propio, se eterniza en la persecución de los defraudadores, corruptos prevaricadores y demás fauna protegida de la sociedad en la que chapoteamos; todavía no ha estrenado celda ninguno de los ilustres mangantes y sus necesarios cómplices que montaron enormes negocios mezclando política y dinero en dosis necesarias, y sin embargo cualquiera que levante un poco la voz puede ser acusado y encarcelado por alarma social o intento de agresión a un policía; las colas de personas necesitadas crecen delante de los comedores de caridad, de los repartos parroquiales de alimentos y ropa, mientras los desesperados se queman a lo bonzo o se tiran por el balcón, en lugar de quemar o tirar a los responsables; los altos tribunales admiten que los copagos y las reformas del ministro Gallardón son posiblemente inconstitucionales, pero no pasa nada, todo sigue adelante con total desparpajo y cinismo; las más grandes empresas organizan sus ERE por la puerta de atrás y dan entrada a grandes ladillas de las finanzas (léase Rato) por la entrada principal, mientras sus beneficios no dejan de crecer como la espuma; el partido grande catalán se benefició de manera fraudulenta y veinte años después llega una sentencia sobre el caso; el Banco de España sabía demasiado sobre lo que estaba pasando e iba a pasar en los bancos y cajas, pero silbaba y miraba hacia la puesta de sol... Después de estos puntos suspensivos puede usted poner lo que se le ocurra, porque hay tema para seguir la larga lista de agravios e impotencias en el país de los seis-coma-un millones de parados. Leo Bassi es un payaso profesional que hace del esperpento su forma legal de protesta. En el sentido valleinclanesco, el esperpento es el espejo deformante en el que nos vemos reflejados, pero Bassi nos coloca delante no el espejo cóncavo o convexo, sino el plano, el nítido, en el que refleja nuestra deformidad social de la manera más clara, y nos rebelamos contra ella, nos enfadamos y decimos: «nosotros no somos eso». Pero sí, somos «eso» que se ve, somos el esperpento que Leo Bassi nos muestra, desde nuestras estúpidas deformidades religiosas hasta nuestras imbéciles deformidades políticas, somos todo eso. Los malos no son (solamente) ellos, los dirigentes, los líderes, los detentadores del poder (y digo bien detentadores, el sistema se ha pervertido de tal manera que cualquier poder legal es detentado), sino todos nosotros, los consentidores, los votantes, los que nos indignamos en vano, los que estamos a verlas venir, los que preferimos emigrar antes de levantarnos en protesta. Bassi ofrece un espectáculo grotesco, se viste de obispo (los obispos se visten de medievales) y su fin es hacernos pensar a través de la risa más espesa, de hacernos ver como somos. Entre los dos Leo estamos. Entre dos espectáculos, el amable y el duro.

sábado, 5 de enero de 2013

De los hombres buenos


Diario de Pontevedra. 04/01/2013 - J.A. Xesteira
Escuché a un amigo un comentario sobre una persona fallecida, un colega suyo: “Era un hombre bueno”, y esa frase, como las que se pronuncian cuando alguien fallece, rebotó en mí y, de alguna manera, encendió un piloto que me decía que ya no se usa ni la frase ni el concepto. Hombre bueno es una idea caída en desuso. Desde que nos convertimos en otra cosa distinta de la queríamos ser a mediados del siglo pasado, nadie quiere ser un hombre bueno, un concepto que, incluso quedó arrinconado al área de las negociaciones entre patronos y obreros: el hombre bueno era el mediador, que, generalmente, buscaba una solución que nunca complacía a ninguna de las dos partes. Los hombres de ahora mismo buscan otros adjetivos con los que vestir su nombre común: competitivos, triunfadores, ricos, famosos, brillantes, poderosos, rimbombantes, importantes, incluso cínicos, despectivos, arrogantes y algunos otros calificativos que hasta ayer eran considerados peyorativos. Pero bueno, en el sentido que Antonio Machado daba a la palabra, no se lleva ni está bien visto, incluso se coloca en el terreno de los tontos, los perdedores y los ninguneados. Habría que volver a rescatar el sentido machadiano de la palabra (“...y más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”), volver al poeta y, de paso, tirar a la basura todos los libros de autoayuda y leer más poesía. Más que nada por higiene mental. Escasean los hombres buenos a secas, no cotizan. La bondad simple es un bien escaso, y, a menudo, aparece emperifollada de perendengues: solidaridad, caridad, voluntariado..., cremas protectoras para esconder la falta de justicia o de dignidad. Por eso, el hecho de que me haya sorprendido favorablemente porque alguien hable de una persona diciendo que es buena, debería hacernos reflexionar. Los adjetivos, favorables o peyorativos nunca se deben pronunciar en primera persona, y a menudo vemos a los grandes hombres (que rechazarían la posibilidad de ser buenos a secas) colgarse medallas que nadie le pidió que se pusieran. El autoproclamarse demócrata, algo corriente de ver y de escuchar, es como afirmar que es un genio o que es guapo. Eso lo tendrán que decir los demás y, además hay que demostrarlo. Y si la autoafirmación en primera persona es de una vanidad boba, no digamos cuando se pluraliza (al estilo papal) y se suelta un “nosotros, los demócratas...” es para levantarse en armas dialécticas contra el prepotente de turno. Y elegí la palabra “demócrata” porque abunda en la vida cotidiana, salta en todas las páginas de periódicos y se pronuncia sin el menor sonrojo en cualquier parte. (Sin embargo, nadie se ha parado a definir el significado de democracia, una palabra en la que cabe cualquier concepto; como en el peronismo, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, todos se definen como demócratas) Podía haber elegido otras muchas que la gente se cuelga cada día sin ningún pudor. Suena como cuando alguien, en conversación de calle nos suelta aquello de “le voy a ser sincero...”, que parece decir que antes de ir a serlo no era sincero y mentía como un político en campaña (iba a decir bellaco, pero después los bellacos se quejan del trato). Los hombres buenos no abundan, pero existen, suelen ser tipos de buenas intenciones más que de grandes logros, gentes a las que les importa dejar el mundo un poco mejor de como lo encontraron, no molestar ni aburrir, prefieren la sonrisa a las órdenes, son perdedores con dignidad, no compiten con el vecino a ver quien la tiene más grande, no aparecen en las fotografías de primera página (ni en ninguna, no son noticia), y no llegan nunca a nada porque no van a ninguna parte ni pretenden subir más que de la altura de sus zapatos, con los pies en la tierra. No serán nunca obispos ni senadores, ni brillantes empresarios ni triunfadores tiburones de las finanzas, porque sería un contrasentido. Su futuro es incierto, porque ya no tienen cabida en la sociedad que entre todos, unos por acción y otros por omisión, estamos construyendo. Si se asoman a los nuevos planes de estudios que el ministro Wert (uno de los villanos de Batman) acaba de perpetrar verán que ahí no tienen cabida las enseñanzas para ser buenos, solamente para los competitivos. Todo está previsto para hacer futuros grandes hombres. Gracias a ello España ya es la productora de los emigrantes más preparados y competitivos de la Comunidad Simplemente Económica Europea (también conocida como Unión Europea, aunque no se sabe por qué) Varias generaciones de jóvenes altamente preparados, conocedores de más idiomas que los presidentes de gobierno, a los que se les metió en la cabeza que lo que tiene “salida” son unas cuantas disciplinas y actitudes altamente competitivas, ya tienen puesto de trabajo en países que, paradójicamente, invierten como diez veces lo que invierte España en Investigación y Desarrollo. Esta noche llegarán desde Oriente los tres Reyes Magos, a pesar de que el papa B-16 los haya borrado del belén. Que si no eran tres, que si no eran reyes... Nada de eso importa, seguramente en el país del papa no hay reyes magos, pero aquí, sí, y uno es negro y otro tiene barba blanca. Y la noche de reyes vienen con camellos y regalos. Y no son los padres. Y cada año se le escriben miles de cartas con una frase muy importante: “...como este año fui bueno”. Y a esos, a los niños buenos, aunque mientan un poco en la carta, se les premia con regalos de reyes. No a los niños competitivos ni a los niños brillantes, sólo a los buenos. La vida, después, los irá engañando y hará de ellos hombres que sólo quieran ser ricos y poderosos, nunca buenos, pero, en general, se convertirán en hombres frustrados, porque lo que les prometieron rara vez se cumple, y la competencia es una trampa, el dinero es fugaz, la fama, efímera y el poder dura un instante. Solo los que siguen siendo sólo buenos merecen el regalo de los reyes.