sábado, 23 de febrero de 2013

Los Goya, una tradición


Diario de Pontevedra. 23/02/2013 - J.A. Xesteira
Vi el pasado domingo la ceremonia de entrega de los Goya, un espectáculo más bien aburrido, salpicado de ocurrentes tropezones de chistes, montajes graciosos y las intervenciones de los profesionales del cine en sus dos variedades: dar las gracias a su mamá y acordarse de la mamá del ministro. Suele ser una tradición que trato de evitar y me limito al resumen del día siguiente, pero este año me dio por ahí, por tragármela entera. La entrega de los premios de la Academia de cine es, desde hace años, uno de los pocos espacios culturales que asoman la cabeza en nuestra pantalla. Si echamos un vistazo al circuito del zaping veremos que no hay mucho que tenga que ver con la cultura; la televisión se ha convertido en un revoltillo de informativos poco informativos, reuniones de falsos expertos en todo, pontificando en tertulias (donde aparecen tipos calificados de politólogos) y una colección de programas que dan la vez a seres anónimos que cantan, hablan, discuten o muestran sus vidas a cambio de los famosos quince minutos de fama. Poca cultura. Los Goya entregan premios a la cultura por excelencia del siglo XX, el cine, y los premiados y sus amigos aprovechan para cantar las cuarenta; ya es clásico. Como es clásico que al día siguiente la prensa reaccione y comente las intervenciones; iba a decir la prensa de derechas, pero toda la prensa es de derechas; un sector es prensa de derechas normal y otro sector es de derechas subnormal. Este último sector, quizás recordando a sus clásicos, recoge la frase de Goebbels, aquel dirigente de marketing del III Reich, y echa mano a la pistola (de momento, periodística) cada vez que escucha la palabra cultura. Año tras año se repite la misma historia; los actores, guionistas, maquilladores, todos los premiados, suben a recoger el premio, se lo dedican a un rosario de amistades y familiares y, entre medias, recuerdan que el cine está en crisis, que los gobernantes son unos cenutrios, que el IVA es una barbaridad, que un país sin cultura no es país ni nada, que hay seis millones de parados, que los bancos desahucian impune y legalmente, que la sanidad, que la educación, que el Sahara, que un largo etcétera no son justos y que allí están ellos para recordarlo. Enfrente estaba el ministro del ramo, señor Wert y otros secretarios y representantes ministeriales, con cara de personajes de Batman, sonriendo y maldiciendo interiormente. Desconozco las razones para que los representantes del Gobierno tengan que acudir a esta entrega de premios de profesionales a profesionales, salvo que consideren que nuestros gobernantes tienen que estar siempre en medio de la merienda, igual en la entrega de premios que en la final de balonmano o en la procesión del Corpus de Toledo. El caso es que el ministro de turno aguantó el chaparrón que ya veía venir. La Televisión Española fue, por un par de horas, un espacio reivindicativo de la cultura y otras cosas. TVE, que ha convertido sus telediarios en unos no-dos de diseño (aguardo el día en que salga el viejo reportaje del tirolés que construía la torre Eiffel con palillos usados) y, por un breve tiempo se abrió una rendija por la que varios actores recordaron cosas de este mundo, desde el presidente de la Academia, que hizo un discurso duro y respetuoso hasta Candela Peña, que parece ser que es la diana de la pistola de los que oyeron la palabra cultura. Los Goya nacieron como reflejo de los Oscar, una ceremonia mucho más aburrida y espectacular, aséptica y políticamente correcta. Pero desde el principio, los premios españoles se convirtieron en plataforma para reivindicar las manos blancas de Borau o el No a la Guerra de los jóvenes protestones. Se ha convertido en un grano en el culo de la cultura oficial y no hay manera de remediarlo. Los cómicos y la gente de la farándula, los técnicos de las empresas del cine son difíciles de manejar y cuando se montan su fiesta siempre salen a relucir sus cabreos. A seguir de los Goya el príncipe de Asturias entregó los premios nacionales de cultura, una cosa mucho más protocolaria, cortesana, con pompa y circunstancia; Felipe de Borbón fue el único que habló y lo hizo con ese discurso vacío, en el que resuenan las bellas palabras que alguien le escribe para lucimiento propio; son palabras que nadie escucha; luego todos posan en la foto oficial con sonrisas de premio, y listo. El rey Juan Carlos parece que ya ha delegado en su hijo esas cosas de la cultura; se sabe que la cultura y el rey son como el agua y el gore-tex y de siempre, la que iba a los conciertos era la reina; don Juan Carlos era más hombre de acciones, de barcos y de escopetas, de salidas de incógnito en la vieja tradición de sus antepasados, los Alfonsos. El cine como industria vive malos momentos, los profesionales lo saben y lo hicieron ver en la entrega de premios. Después de las medidas del Gobierno sobre la cultura parece ser que los representantes del sector y del ministerio se van a sentar a hablar de esas medidas y su repercusión; lo hacen a toro pasado, como el verdugo: “Primero le corto la cabeza y después ya hablaremos”. Al cine se lo han cargado entre todos, y no vale echarle la culpa únicamente a la piratería; a los propios distribuidores les conviene que se piratee y se venda en formatos digitales. Baste un dato; de las películas candidatas sólo una, “Lo imposible”, circuló en salas normales, “Blancanieves”, sólo en salas tangenciales y la de Trueba en ningún sitio. El cine no va a morir como auguran, se va a transformar, porque en ese mundo de la imagen es donde viven las grandes figuras, los reyes, los políticos, los intelectuales, fuera de ahí no existe nadie, son lo mismo que el Pato Donald, Tarzán o Drácula, viven en la imagen. Esas imágenes que nos gobiernan ignoran que sólo sobrevivirá la cultura y solo con cultura podremos sobrevivir. Parafraseando a Goebbels, cada vez que escucho la palabra pistola echo mano a la cultura.

domingo, 17 de febrero de 2013

Habemus iubilorum


Diario de Pontevedra. 16/02/2013 - J.A. Xesteira
Comentaba hace una semana como de pasada que aquí no dimite nadie ni siquiera ante un pelotón de evidencias delictivas, y lo achacaba al tipo de cultura católica que, de una u otra manera influye en la moral de la sociedad, en contra de la cultura protestante, que a las primeras de cambio hacen dimitir a un ministro por una multa de tráfico. Y en estas va y dimite el Papa. Y me reafirma en mi argumento, pese a que él es la representación suprema del Catolicismo. No dimite por católico, sino por alemán. Después de toda la batería de argumentos sobre la sorpresiva noticia de Benedicto XVI en toda la prensa y todas las especulaciones sobre la primera jubilación de un Papa después de 600 años de pontífices que mueren a pie de obra, el hecho es sumamente interesante, al margen de que la iglesia católica se haya quedado con los calzones a media pierna. Los sagaces noticieros se acordaron de que no hace mucho Nanni Moretti hizo una película titulada “Habemus Papa”, que pasó sin pena ni gloria (el día que la vi éramos siete en el cine y duró en cartelera una semana escasa). Me vino a la memoria la comedia ácida de Moretti, un ateo marxista que plantea una serie de dudas sobre el sistema católico con mano amable y sonriente. La dimisión de Ratzinger el alemán pragmático pone en puntos suspensivos una serie de costumbres que parecían inamovibles; dimite la persona, no el portavoz de la Voz del Sinaí, que está atado en la tierra por dogma y por decisiones de la aristocracia nombrada a dedo. La Iglesia Católica no es democrática por definición, todo viene de arriba abajo, y el poder se desparrama a dedo y politiqueo más o menos siniestro. Pero esta jubilación a petición propia nos da una lección (que nadie va a aprender) y viene a decirnos que en la doble personalidad papal, el jefe del estado Vaticano y la cabeza de la iglesia católica, el anciano tira la toalla y nos dice que es un viejo con marcapasos y que pide un retiro digno, tranquilidad y una pensión sencilla y sin blindajes bancarios. Es algo más que un gesto. El que fuera jefe de la Inquisición, el que fue llamado “rotweiller de Dios” y que polemizó con sus compañeros de teología de forma dura (ver Hans Küng) acaba de humanizarse y encender una chispa de razonamiento entre tanto dogma y tradición que exige morir en el Vaticano con las babuchas puestas y con entierro televisado al mundo entero. En su cansancio debe haber algo más que deterioro físico y deben pesar todas esas cosas con las que se ha especulado estos días (la pederastia de sacristía, el paraíso terrenal fiscal de la banca vaticana, el espionaje de mesilla de noche de los papeles secretos, los Legionarios de Cristo y otras variaciones sobre el mismo tema, y, en suma, la falta de adecuación del sistema religioso católico a la vida que no para de cambiar). El cansado papa de Roma no es santo de mi devoción, pero en su despedida hay algo que lo engrandece y ante lo que debería quitarme el sombrero si lo tuviese. El papa Benedicto respalda con su actitud la frase que el argentino Osvaldo Soriano escribe en una de sus novelas: “Hay un momento para retirarse, antes de que el espectáculo se vuelva grotesco”. Antes de que aparezcan las flaquezas humanas de una persona colocada constantemente en el escaparate, antes de que aparezcan las frases perdidas en la cabeza y los traspiés de la decrepitud. Hay que saber salir del escenario y dejar detrás el reconocimiento del público. Sobre esto caben hacer otras reflexiones y comparaciones, porque lo normal sería que cada persona decidiera su momento. Se habló hace días de la abdicación de la reina de Holanda (que ya había heredado un trono abdicado) y se miraba de refilón para el rey de España. Volvemos al mismo concepto religioso; la dinastía holandesa viene del protestantismo cultural, y la española, de la gracia de dios derramada sobre la cabeza coronada. La monarquía británica corre aparte, porque es una empresa tradicional, que no pertenece a ninguna iglesia más que a la suya, para eso se inventó una iglesia propia adaptada a su rito y a su régimen alimenticio: anacronismos y rarezas. El mundo de las dimisiones tiene sus latitudes, y si en la Europa de arriba dimiten ministros por sospechas de haber plagiado una tesis doctoral que nadie leyó, por acá abajo todo es perpetuo y se eternizan en su puesto no sólo los reyes, sino grandes cargos (que sólo pueden ser cesados con grandes beneficios a cambio), políticos (a los que les gustaría ser eternos y no elegidos por voto), sindicalistas (que duran en sus puestos anquilosados y rutinarios repitiendo siempre el mismo esquema) e incluso los artistas, que parecen no darse cuenta de que el tiempo pasa a gran velocidad. Nadie quiere dimitir, nadie quiere retirarse ni jubilarse; existe un horror al vacío personal, a dejar el trabajo en manos más jóvenes y con ideas nuevas. Evolucionar y descansar los huesos. En muchos casos llevan la contraria a la frase de Soriano antes citada y muchos espectáculos se vuelven grotescos y muestran reyes que se olvidaron de su papel. Y ya piden recambio, de Juan Carlos I el Campechano a Felipe VI el Preparado. Podría ser, pero los cambios que hacen falta son más profundos, como el que necesita la iglesia de Benedicto, como el que necesita la sociedad en general. Cambios de moral (que atañe básicamente a la conciencia más que a las leyes decretadas) de actitudes, de éticas, de razonamientos, de estilo, de escalas de valores... Hace unos días, una muchacha socialista tomó el papel del niño que acaba de ver al emperador del cuento en pelota picada (anda el vídeo en Youtube y no tiene desperdicio). Su mensaje va más allá de su partido y debiera hacer reflexionar a toda la sociedad. Y a continuación muchos debieran verse en el espejo de Ratzinger, un anciano que eligió su momento y merece todo respeto por ello.

"Currución" y metafísica


Diario de Pontevedra. 09/02/2013 - J.A. Xesteira
Es de lo que habla la gente y de lo que pontifican los expertos. La corrupción presumible dentro del partido en el Gobierno, y, por extensión del consecuente contraataque, del partido en la oposición. Los expertos hablan de corrupción y la gente de la calle corrompe incluso la palabra: «currución», para que todos nos entendamos. Salen los papeles a relucir a través de caminos incógnitos e indefinidos, aparecen datos que parecen incontestables, pero salen los políticos del PP a responder por su honor y a responder en las televisiones con contundencia confusa de que todo está legal, y también comienzan a responder en los tribunales con demandas por atentado contra el honor. Es el procedimiento habitual con los sospechosos habituales. El partido en la oposición, que tiene que sacar provecho del enemigo herido, sólo pide que el presidente Rajoy dimita; poca cosa y vano intento, ya que aquí no dimite nadie simplemente porque lo pidan los parlamentarios de la oposición, sean cuantos sean. Aplican unos y otros el lema que debiera presidir el frontispicio del Parlamento: «Habla cucurucho, que no te escucho». Aquí no va a dimitir nadie aunque sea condenado a galeras, y aún en ese caso, mantendrá su sueldo de asesor o de enchufado de cualquier partido. No sucede como en los países sajones, donde un ministro británico acaba de dimitir porque mintió sobre ¡una multa de tráfico! (Hay quien ha escrito una tesis doctoral sobre la influencia del protestantismo y del catolicismo en las maneras de entender la política; los seguidores de Lutero y Calvino tienen la cabeza organizada para que la mentira sea un pecado; los seguidores del Papa de Roma son más dados a considerar la mentira e incluso el delito económico como una de las bellas artes). La situación evoluciona cada día aumentando la bola de facturas del ex tesorero, y el Partido Popular se encuentra en una situación complicada; las cuentas aparecen y parecen sólidas y acusadoras; el tesorero, metido en la fosa séptica puede ciscar basura a todos, y si tiene que caer lo hará como Sansón, con todos los filisteos dentro; los líderes salen una y otra vez proclamando pureza y honor, ofreciendo sus declaraciones de Hacienda (una nota surrealista: si hubiera cobros ilegales no se van a poner en la declaración, es obvio) y dentro del propio partido comenzarán a pedir cabezas los que no tengan nada que ocultar, en un yo-no-fui-que-fue-este/a. En el personal votante y apuntado al paro creciente está ya enquistada una lógica que contempla la «currución» como algo consustancial de la política. Y no faltan elementos para sustentar esa lógica. La lentitud de la Justicia (20 años para una corrupción catalana) y la eternidad de causas abiertas sin que nadie vaya a la cárcel la avalan; corren más las sentencias de las pequeñas hipotecas que las de los grandes fraudes. Un partido es, entre otras cosas, una empresa; tiene sus trabajadores y produce políticos, un producto que no se exporta (aunque viajen) que nadie compra (aunque se les pague con dinero público) ni necesita. Es un producto que, en lugar de generar plusvalías y producir dividendos a la empresa que lo fabrica, consume más dinero del que el Estado pagó por él para que se siente en el Parlamento (a veces sólo para jugar con la tableta que le regalan por ser político sentado en el escaño) o en un Senado invisible, donde suponemos (porque no los vemos) que están allí como en el casino del pueblo. Esa es la lógica del personal votante que generaliza e iguala a los honrados con los que no lo son y hace a todos malos de película (en el cine se llamaba «etalonar» a la operación de igualar la luz en las diferentes tomas, aquí los políticos en esta película de bandidos, quedan todos «etalonados» a la luz de la lógica ciudadana). En la política española PSOE y PP son dos grandes maquinarias de política empresarial, como la Coca y la Pepsi, el resto son partidos con las mismas burbujas pero con menor potencial. ¿Se imaginan a las dos multinacionales vendiendo los refrescos por debajo del precio de coste de producción? Eso es lo que parece desprenderse del potencial económico que necesitan los dos grandes partidos para funcionar y, ¿por qué no decirlo?, para ganar las elecciones, y, una vez pasadas las elecciones, el producto resultante, cada alto cargo, diputado, senador, asesor, y el etcétera que se le supone, salen carísimos. La lógica más elemental nos lleva a suponer que las sumas de dinero que se pueden obtener de forma legal no da para tanto, y, por tanto, el resto es Caja B. Y ahí es donde el ciudadano vulgar extrae la consecuencia lógica de ciertos antecedentes: si la financiación (limpia o sucia) se obtiene por donaciones de empresas y de donantes altruistas, se pasa al capítulo siguiente, que los donantes empiezan a preguntar a la vuelta de la esquina la famosa frase: «¿Que hay de lo mío?» E inmediatamente el ciudadano pronuncia la palabra ya distorsionada: «currución». La ausencia de una cultura política y social (de cultura en general) propiciada por un sistema político que prefiere votantes de corazón antes que votantes de cabeza, ha instalado en el disco duro de la ciudadanía la propensión a la fe antes que a la razón, al dogma antes que al pensamiento, al decreto antes que al consenso, a la ley antes que a la justicia, a la ignorancia antes que a la cultura. Hasta ahora les ha convenido que todo siga así, pero por causa de ese estado acultural político y social se llega a conclusiones peligrosas y acaban por creer que todos los políticos son unos «currutos». Y hacer ver a la ciudadanía que no es cierto, que en todos los partidos hay gentes honradas que trabajan para hacer una sociedad mejor va a costar trabajo. Desmontar la lógica y llegar a la metafísica, a los principios primeros y universales. Y no se ven figuras que sean capaces de devolver a las gentes que votan, a las mismas que están en el paro o cotizan a la Seguridad Social el respeto que les niegan los «currutos».

Hombre primitivo


Diario de Pontevedra. 01/02/2013 - J.A. Xesteira
Aquel tipo entró en la sala de espera del médico, dijo buenos días a la totalidad y nadie le respondió. Se sentó, se aclimató al ambiente, es decir, echó la vista a su alrededor y catalogó al personal de una sola mirada, que es lo que solemos hacer cuando llegamos a un recinto cerrado en el que ya hay varios especímenes de la clase animal ciudadano medio. El tipo hizo después algo común entre los que vamos a la sala de espera, miró hacia el techo y canturreó algo, en silencio interno. Después de mirar hacia el aire, a ese punto indefinido en el que depositamos los pensamientos de los momentos parados, observó que de las diez personas que estaban aguardando, siete estaban enzarzados con sus artefactos de telefonía móvil, sus «ifones» o tabletas minúsculas en las que observaban algo y que percutían compulsivamente con el dedo pulgar; parecían abducidos por la pantallita de sus chirimbolos telefónicos y el resto de la humanidad les era ajena. A la llamada de la enfermera se detenían todos, ajustaban el cerebro al nombre pronunciado y el que respondía a ese nombre, se levantaba y entraba. El resto seguía a lo suyo. Los otros tres tenían la mirada fija en un televisor en el que varias personas sentadas en semicírculo hablaban de unas imágenes de niños con la cara pixelada que, al parecer, eran hijos o nietos de alguien famoso; después apareció una cantante entrando en un juzgado (o saliendo, no lo pudo precisar) y unas mujeres le gritaban «¡guapa!». El tipo recordaba cuando en las salas de espera habían implantado la gran novedad del hilo musical, en el que sonaba una musiquilla anodina, versiones de grandes éxitos de música de cine, que, aseguraban, era relajante, para que el personal no se crispase. También recordaba una etapa anterior en la que no había nada más que las conversaciones de los enfermos: «¿Y usted porque viene?», «Ya, lo suyo es doloroso, pero lo mío es más, porque...», o «No, si yo sólo vengo por una receta»... Eran cosas del pasado. El presente es mudo y con la mirada prendida en una minúscula pantalla en la que ocurrían cosas que carecerían de importancia tres segundos más tarde. Los únicos sonidos que se escuchaban eran los de la televisión de los niños borrosos y las cantantes guapas. El tipo aquel se sintió raro. Era el único que no tenía pantallita pequeña ni atendía a la pantalla más grande. Después de ser atendido pasó a pedir vez para una nueva consulta. La mujer que le daba cita le dijo que si quería le enviaban un «esemeese», pero él prefirió que se lo anotaran en un papel, porque los mensajes no los leía. Él tenía un teléfono móvil – ¡como no! – pero lo usaba para llamar (poco) y que lo llamaran (menos). Nunca había enviado un mensaje y de rebote, tampoco le habían mandado nunca uno a él. A partir del momento en que puso un pie en la calle comenzó a reflexionar sobre su papel en relación con los modernos medios de comunicación. Tenía su telefonito, tenía un ordenador con su correspondiente ADSL, pero cuando hacía balance de su uso, el resultado era pobre; no estaba conectado a ninguna red social, navegaba muy poco y a tiro fijo; consultaba algo de su profesión y leía un periódico digital, uno. (Por él se enteró de que los políticos estaban constantemente enviando frases por Twitter, lo cual le pareció terrible: ¡Escuchar los pensamientos de un político en frases cada cinco minutos puede producir una fermentación cerebral!) Tenía una cuenta de correo en la que enviaba de vez en cuando alguna carta como las de antes (de la era del papel) a un íntimo amigo que residía en Madrid. Y nada más. Al principio, por la novedad, había comprado una cámara de fotos digital, pero poco a poco la fue abandonando cuando reparó en que tenía más fotos en el ordenador de las que podía ver. No jugaba a ningún juego de pantallas, no tenía consola de mandos, tomaba notas a mano, con un bolígrafo y un pequeño block; a veces veía alguna película en el deuvedé, pero prefería salir e ir a uno de los pocos cines que todavía quedaban en la que no proyectaban películas de policías americanos con pistolas. Incluso su música era de vinilo, analógica, con plato giradiscos y con toda la riqueza de armónicos y fritanga de rayazos. En ese momento comenzó a preocuparse. ¡Era un desclasado! Cualquier niño, incluso los que salían en la televisión con la cara borrosa, tenían más trastos digitales y un nivel de conocimientos de los mismos superior a él. Mientras caminaba se dedicó a observar a los que se cruzaban: una muchacha enviando mensajes (se suponía porque movía el dedo pulgar sobre la pantalla con una habilidad que demostraba científicamente que la función para la que estaba destinado ese apéndice no era, como decía Darwin, un resto de los primates que lo usan para colgarse de los árboles: es para escribir en el móvil); un muchacho tropezó con él, absorto en un diminuto aparato rectangular del que salían los cables por los que le entraba la música (sea cual fuere) directamente al cerebro; un señor vestido como todos los señores que hacen (o intentan hacer) negocios, es decir, de oscuro y con corbata, hablaba solo, a grito pelado, con cabreo, hacia una especie de cucaracha que le colgaba de un cable fino que se incrustaba en otra cucaracha de la oreja; tres o cuatro personas pasaron a su lado repitiendo una misma frase hacia el telefonillo: «¿Dónde estás?, yo estoy en la calle Tal». El tipo decidió que se había convertido, de pronto, en un primitivo, un antiguo, un elemento obsoleto de la sociedad. Absorto en sus descubrimientos, cruzó la calle y no se dio cuenta del autobús, que no pudo frenar. Si estuviera vivo se daría cuenta de que ni uno sólo de los veintitantos ciudadanos que estaban alrededor movió un dedo para llamar a una ambulancia. Pero la mayoría de los curiosos ya lo habían retratado con sus móviles y ya habían mandado la foto a cualquier parte.