viernes, 29 de diciembre de 2017

Resuma y sigue

J.A.Xesteira
Hay una norma de obligado cumplimiento periodístico que dice que al llegar a estas fechas hay que hacer balance del año. Es un ejercicio de tipo rutinario tradicional, porque siempre suele repetir viejos clichés; la vida, de cualquier forma, no es más que la repetición de viejos clichés, que disfrazamos a veces para pensar que somos más modernos que los antepasados. En realidad somos lo mismo pero con más cachivaches a nuestra disposición. En el momento del resumen del año que publican los Medios estos días, se hace un repaso más o menos estadístico, sin ningún tipo de análisis, porque no están estas fechas para eso, y se cierra con la esperanza de que 2018 sea  mejor que éste. No lo será, pero dentro de un año ya no nos acordaremos de lo que deseábamos y volveremos a dar otra vuelta a la tuerca del tornillo sin fin del milenio.
A lo largo de estos días pasados fueron llegando los datos estadísticos del año, y uno de ellos ya nos dice que hubo más muertos en accidentes de circulación que el año pasado. Es lo normal, pero desde hace unos años, quizás por esa afición cuantificadora que tanto gusta a los políticos (si los datos son buenos, presumen, si son malos, buscan la manera de explicarlos para sacudirse responsabilidades) siempre están dando la matraca con que los controles de borrachos-drogotas y las campañas de impacto en las discotecas han ayudado a concienciar al personal de que conducir como locos es malo. Ya lo sabe todo el mundo, pero las cifras de muertos y parapléjicos irá en aumento, por una lógica elemental: cada vez hay más coches en la carretera (es otro dato, el de la venta de coches, que se aporta como síntoma de economía boyante) y, por lo tanto, hay más candidatos a estrellarse. Las políticas preventivas de accidentes de tráfico no sirven para nada, como las políticas similares en cuestiones de violencia de género (o violencia, en general) que consisten en pacto, un minuto de silencio y un protocolo rutinario para acosadores y víctimas. Como las políticas sociales de protección a los desfavorecidos, a los discapacitados, a la inmigración, a los trabajadores en riesgo de miseria… Políticas para firmar y salir en la foto. Los resultados del año no engañan: unas políticas inservibles de los gobiernos incapaces en una sociedad apapaostiada.
Por encima de la listas de famosos muertos y catástrofes más o menos naturales, la sequía y otros lugares comunes que componen el almanaque del año que pasa, el gran tema de los Medios de Masas fue la gran cortina de humo del Asunto Catalán, que hizo que las masas, a traves de los medios, aprendieran palabras nuevas, como soberanismo, constitucionalistas, separatistas, y que esas masas consumieran en modo masivo (no podía ser de otra manera) candidades de banderas de los chinos, en un alarde entre futbolístico y carnavalesco que recordaba las grandes batallas entre aldeas. Esa gran cortina de humo que disimuló carencias y defectos de los gobiernos aparentemente enfrentados, el de Madrid y el de Barcelona (los periféricos quedamos a-velas-vir) consiguió el prodigio de enfrentar a dos bloques de derechas (incluida Esquerra Republicana de Catalunya, que es de esquerras nominalmente y nada más) y que todos ya sabemos como acabó en esta primera temporada de la serie Juego de Tronos en la versión madrileña, Joc de Trons, en la catalana: con la derrota  total de la izquierda real y un abanico de derechas peleándose en un laberinto técnico-judicial. Pero esa ficción, ese juego de nintendos políticos camufló oportunamente los grandes problemas de la sociedad que llaman España y las partes contratantes de la primera parte de España: el paro creciente y cada vez más disimulado (último dato del año, el 90 por ciento de los contratos de menores de 30 años de este país es de carácter temporal, con lo que sabemos que significa el concepto “temporal” en este país: sueldos a mitad del salario mínimo y horas no controladas); corrupción perdida entre vericuetos legales de jueces y fiscales de quita y pon (la desconfianza de las Masas crece con respecto a la Justicia); y privatizaciones del bien público enmascaradas delante de una sociedad entretenida con sus pantallas de plasma o de mano.
El colofón al resumen anual lo da el rey en la tele, siguiendo una tradición que inaugró el “Caudillo”, con su mensaje navideño (en el que siempre recordaremos aquella frase repetida de que “Gibraltar caerá como una pera madura”) y que continuó Juan Carlos I. Felipe VI, en su particular monólogo televisado, optó por una versión (suponemos que asesorada por sus escribas) amable y optimista, ante la confusión reinante. Nos aseguró que "España es hoy una democracia madura, donde cualquier ciudadano puede pensar, defender y contrastar sus opiniones pero no imponer las ideas propias frente a los derechos de los demás”. Como frase le pasa como aquel barco de Gila (mejor monologuista que Felipe), que, de color, bien, pero no flota. Los ciudadanos somos libres de pensar lo que nos parezca, pero usar y exponer nuestras opiniones y, sobre todo, que se tengan en cuenta, ya es otra canción. Afirma el rey que hemos construido juntos una democracia, y creo, si mal no recuerdo, que él no la construyó, se la dieron construida, y le llegó con su puesto de trabajo, heredado de su padre, heredado de “el Caudillo”. El discurso del rey resume el año y resume al país, unos cuantos buenos deseos protocolarios pero sin ganas, una especie de vamos-a-llevarnos-bien-o-habrá-hondonadas-de-hostias. El rey no engancha, pero la ciudadanía, tampoco; la diferencia está en que el rey necesita a la ciudadanía para ser rey, pero la ciudadanía no necesita al rey para ser ciudadanos. En su discurso de navidad hay una intención de querer quedar bien con todos, como aquella canción de Giorgio Gaber (consultar Youtube) “El Conformista”, el hombre nuevo que simpatiza con todas las ideas y con todos los partidos. Si el rey emérito puede pasar a la Historia como El Campechano, a lo peor su hjo puede pasar como El Prescindible.

viernes, 22 de diciembre de 2017

De Belén a Laponia

J.A.Xesteira
En esta altura del año y con lo pasado pasado, debiera corresponder escribir de las elecciones catalanas y su resultado, o de la lotería de Navidad y sus resultados. Pero como a esta altura del año ya hay miles de artículos, opiniones y reportajes sobre ambas cosas, en todos los Medios, prefiero, por lo que respecta al “tema catalán”, aplicar las enseñanzas evangélicas y dejar que “los muertos entierren a sus muertos” (Lucas, 9-60) o la frase de serie negra: “Nadie gana, unos pierden más que otros”, y por lo que respecta a lo segundo, felicitar a los afortunados que brindan con champán en vaso de plástico en una euforia callejera que ya es tradición.
Lo importante es la Navidad en la que estamos inmersos desde Todos los Santos (ahora llamado Halloween) que antes llamábamos Felices Pascuas y ahora llamamos Merry Christmas. Y de eso precisamente se trata, de la deriva de una Navidad tradicional, con sus pastores, su musgo, sus panxoliñas y villancicos, su mula, su buey, sus Reyes Magos y el castillo de Herodes con un largo etcétera que usted mismo podrá completar, a esta otra, con un Papá Noel (o Santa Claus, según), vestido de cocacola, con su trineo, sus renos y sus enanos del Círculo Polar. Entiéndanme, no es que me ofenda que la fiesta se celebre de una u otra manera; no estoy en contra de  la gandaina variada, venga de donde venga, siempre que sea fiesta y no celebraciones dolorosas; y no quiero dar argumentos a los tradicionalistas de “lo nuestro”, porque lo nuestro también fue, en algún momento de la Historia, una colonización similar. Los folkloristas, etnógrafos e historiadores podrían decir, seguramente con argumentos, que esta fiesta es la cristianización de una fiesta pagana del cambio de estaciones; siempre se dice eso de cualquier fiesta y parece que siemprer se queda bien con ello.
La Navidad ya no es lo que era; el mundo tampoco es lo que era, y siempre se es otra cosa distinta, aunque parezca una perogrullada (que lo es). Aún a riesgo de rancio, a mí me gustaba más “la otra”, porque era la de nuestra infancia (la de mi generación perdida en la noche de los tiempos) y prefiero los pastorcillos y aquel cutrerío primitivo a esta explosión mercantil y difusora que nos mete en una Navidad de centro comercial. Es la misma distancia que hay entre el “a-Belén-pastorés” y el “I-wish-you-a-Merry Christmas” que ya saben cantar todos los niños de primaria. La misma distancia que hay entre una gastronomía casera repetida, de pavo o pollo y bacalao con coliflor a las grandes variedades marisqueras y gastronómicas de alardes culinarios (el mal que causan todos los programas de chefs de cocina y sus consecuencias de librerías repletas de recetas sofisticadas no lo comprobaremos hasta dentro de unos años). La guerra que existía hace años entre abeto y belén quedó claramente decantada hacia el arbolito, mucho más práctico y menos engorroso, sobre todo si es de plástico plegable; la puntilla al belén se lo dieron los ecologistas, que declararon al musgo especie prohibida. La distancia entre Nadal y Christmas también viene marcada por los regalos y los juguetes; antes eran materia exclusiva de Reyes, pero el gran comercio ha sabido imponer una lógica vendedora: si se regalan en Nochebuena, los niños jugarán todas las vacaciones; y la distancia de los juguetes se acortó de manera sustancial: si los niños no pueden (como antes) ir al escaparate, el escaparate irá al niño, y todos los juguetes se ofrecen a la puerta de los colegios en forma de catálogo apetecible, una variante de los caramelos envenenados o la droga blanda con que atemorizaban hace años.
Alguien dirá que es una cuestión de sentimentalismo nostálgico. Probablemente la actual generación de nuestros nietos sentirá algo parecido dentro de unas cuantas décadas (a saber lo que vendrá para las Navidades del futuro, no lo adivinaría ni Dickens) y echarán de menos estas navidades de centro comercial, con cantidad de regalos deseados (siempre son más los regalos deseados que los que aparecen en la madrugada navideña) y, probablemente dirán: “¡Ah, aquellas nintendos, aquellos videojuegos, aquella bici (la bici siempre será un clásico), aquellos si que eran juguetes!”. El viejo rito se ha transformado; aquella rutina de felicitarnos postales o llamadas telefónicas, se sustituye por un guasap recontestado varias veces. La distancia que hay entre ritos es enorme, porque se ha transformado una fiesta socio-religiosa de estructura cristiana en una fiesta a secas, con un rito renovado cada año y reinventado para la sociedad de consumo. Los himnos religiosos (en su mayor parte debidos a la reforma luterana que fue un impulso cultural musical realmente importante) han quedado reducidos a un “Adeste Fideles” o un refrito del “Haleluya” haendeliano a través de los altavoces callejeros.
La distancia entre ritos es la misma que entre mitos. Había una leyenda cristiana en la que un matrimonio palestino de refugiados huía como podía y tenían un hijo por el camino; huían del miedo al imperio ocupante y al poder que asesinaba; los palestinos se refugiaron en el país de al lado con su bebé. Si les suena de las viejas navidades debería sonarle de las noticias de ahora mismo, con otros palestinos, otros refugiados y otros padres con bebés, pero todos con el mismo miedo. Aquella vieja historia de refugiados y pastores ya no está de moda, ni los mismos palestinos de ahora están de moda. Lo que impera es otra leyenda, una historia menor, inventada y de poco peso cultural, pero de gran peso comercial (a fin de cuentas en el Imperio lo que manda es la economía, ¡imbéciles!, que decía aquel emperador). La historia de ahora es de un rechoncho viejecito que vive en Laponia con unos enanos que le fabrican plaiesteixons y juguetes japoneses de última generación. La distancia entre las dos historias es la misma que hay entre la mula y el buey y Rudolf, el reno de la nariz colorada. Es la misma que hay entre Belén y Laponia. Sólo permanece inalterable Raphaël y su pequeño tamborilero. ¡Felices Christmas!.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Patrimonio nacional

J.A.Xesteira
Es condición del ser humano en movimiento, en versión peregrina, turista o viajera, admirarse por las edificaciones de todo tipo; ya sea la pirámide de Keops o la casa del campesino en medio del huerto, las construcciones tienen un atractivo especial para la cámara fotográfica. Ya no hay manera de poder ver una catedral o una ermita de pueblo sin abrirse paso entre selfies y barridos panorámicos de tabletas digitales. Eso conocido como patrimonio cultural tiene un poder de atracción incuestionable. Da lo miso que el viajero/a o el turista/o ignoren el estilo arquitectónico, la antigüedad, el uso y la conservación del patrimonio, están de paso, y lo importante es interesarse por las piedras antiguas de la única manera que saben: retratándolas y siguiendo camino. Otra cosa es el personal residente, el que se siente dueño de su patrimonio, porque para eso un rey o un obispo construyeron un edificio en su pueblo hace muchos años. Ahí surge el orgullo de poseer un patrimonio cultural y artístico, y lo defiende a voz en grito, aunque no tenga ni idea de que está defendiendo y haya utilizado ese maravilloso ábside románico como meadero en días de botellón. El patrimonio marca mucho aunque no le hagamos puñetero caso; basta que alguien insinúe una amenaza para que brote el espíritu patrimonial que dormía agazapado esperando la llamada de alerta. Debo hacer aquí una aclaración en mi descargo; hace años que el románico tardío o el gótico flamígero me dejan indiferente; quizás se deba a un empacho, pero a estas alturas prefiero la terraza del bar de enfrente al templo o el museo contemporanísimo. Son manías que vienen con los años y tapan devociones antiguas con una funda nórdica de indiferencia por el arte oficializado.
Todo este preámbuo venía por lo de Sijena; ya saben, ese capítulo colateral del asunto catalán. Precisamente ahora acuerdan que se devuelvan unas esculturas y unas tablas policromadas, que estaban en un museo de Lleida, a su lugar de origen, un monasterio aragonés. Como era de prever, las masas animadas, que ignoraban que existían esas obras, nunca las habían visto y, además, les importaba un carajo su existencia, salen a la calle a protestar en la parte catalana y en la parte aragonesa, cada uno por el patrimonio. Hasta ahí, la cosa no es más que un episodio berlangiano, pero si rascamos la capa histórica, como corresponde, nos encontramos que las obras habían sido vendidas por las monjitas (cuando hablamos de monjas en los periódicos siempre decimos monjitas, y no sé por qué, porque nunca decimos curitas ni frailecitos ni obispitos, habrá que estudiarlo) Vale, pues las monjitas vendieron 97 obras que tenían en el monasterio a los catalanes; el gobierno de Aragón y el ayuntamiento de Sijena denunciaron a las monjitas vendedoras y a la Generalitat compradora. Los tribunales juzgaron en su día y condenaron a devolver las piezas al monasterio, pero no a las monjas a devolver el dinero. Sus razones tendrían los jueces, que no son fáciles de entender. Para redondear la historieta, resulta que el monasterio es propiedad de la Orden de Malta, que lo tiene alquilado a las monjas de Belén, y, por encima, el hermano del ministro de Cultura, Méndez de Vigo, que fue el que dio la orden de retorno de las obras, aprovechando que estamos en campaña electoral, es el vicepresidente de la Orden propietaria del convento. Un buen tema para una película, una cosa entre “El Halcón Maltés” y “La Pantera Rosa”
Bromas aparte, y dejando a un lado la utilización propagandístico-política de un patrimonio utilizado como carnaza para peleas regionales, el patrimonio cultural eclesiástico, un bien que supuestamente es de pertenencia pública o general, se ha convertido desde hace años en materia negociable, más allá de la frase (robada a Shakespeare) con que Bogart cerraba la famosa película: “El halcón está hecho con la materia con que se construyen los sueños” El patrimonio cultural ya es un recinto de pasen-y-vean, con entrada; lejos quedan los tiempos en que uno podia entrar en una catedral, vacía de turistas, de forma gratuita. Las actuales catedrales son un parque temático, en las que se cobra entrada y en las que se dejan limosnas incontroladas por Hacienda (recordemos el episodio televisado del Códice Calixtino, en el que un canónigo afirmó que no se sabía cuanto dinero había en los petos; el electricista fue condenado por haber robado una pasta incontrolada). En la catedral de Burgos, hace años, incluso había un vigilante que, mediante una propina, enseñaba un cuadro de Leonardo que se guardaba en un armario de la sacristía, obviamente pintado por el cuñado del espabilado vigilante.
La compra-venta de Sijena, al menos se hizo de forma legal, con transferencias bancarias. Pero en la historia patrimonial eclesiástica, a menudo aparecen en manos particulares o museos extranjeros, piezas “desaparecidas” de templos y monasterios españoles. En los años 70 fui testigo periodístico de un robo frustrado en una iglesia compostelana; los ladrones no tuvieron tiempo de llevarse unos pesados angelotes y tuve el raro privilegio de poder subirme a un retablo barroco para ver el desbarajuste. En tiempos en que lo románico ya me importaba poco, en una iglesia románica en la Costa da Morte, el cura, un tipo campechano, nos contó que había una pila bautismal, una joya, y que un día apareció un camión del Ejército y se llevó la pila para el Pazo de Meirás por orden de la Señora. El cura confiaba en que algún día la pila volviera a su origen. No sé como acabó la historia. El patrimonio cultural es de todos (en teoría, porque, además lo pagamos), pero en la práctica, y en lo tocante a la Iglesa no es más que un negocio privado. Es un tema que convendría revisar alguna vez.
Conocí en los años de estudiante, hace varias décadas, a un extravagante ciudadano santiagués que en noches de alcohol (frecuentes y corrientes) solía vociferar desde la plaza del Obradoiro: “Había que echar abajo eso y con la piedra construir casas baratas”. “Eso” era la catedral compostelana, obra maestra y fuente de pingües beneficios.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Niebla púrpura

J.A.Xesteira
Dice la Real Academia que el politico es el “que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado” (quinta acepción), y que la política “es el arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados” (séptima acepción). Muchas veces, más de las necesarias, los de la quinta acepción intervienen en las cosas del gobierno y negocios del Estado de forma chapucera y chambona y convierten a la séptima acepción en un desbarajuste que acaba en un desgobierno de los Estados que, a la postre, tenemos que pagar entre todos. Y para ejemplos cercanos y evidentes, como diría Manquiña en “Airbag”, “a las pruebas me repito”. Sucede después que los de la quinta acepción se explican y nos explican las causas de los desbarajustes, que siempre atribuyen a situaciones externas, unas veces naturales y otras de los elementos de la oposición política; siempre nos cuentan que las circunstancias provocaron tal o cual situación, que ellos no tienen la culpa y que lo van a arreglar en el futuro inmediato. Cuando esto sucede se olvidan de dos cosas; la primera, que, como dice el refrán popular, “al pájaro se le conoce por la cagada” y, además, que los ciudadanos no les creemos, sabemos que mienten y su cara les delata. Pero ellos exponen sus argumentos disfrazados y sus asesores les aconsejan usar determinadas palabras para que todo cuadre. Ejemplo: las cifras del paro nunca son malas, aunque suba en noviembre, siempre será mejor que el índice del año pasado; nunca explican la verdad, sino la realidad maquillada, que es una mentira siempre (las cifras del paro nunca dicen en qué trabajan y cómo trabajan los que trabajan, y, sobre todo, cuanto cobran; todo eso corresponde a la nebulosa que esconde la mentira política).
Siempre hay un gran tema que tapa las realidades, como una niebla púrpura; la de ahora se llama elecciones catalanas, que esconden problemas grandes disfrazados de desastres naturales o temas en vías de solución inmediata. Por ejemplo, dos grandes temas, la sequía y las pensiones; dos cuestiones políticas al borde del gran desastre, dos temas similares, aunque parezcan ajenos a la empresa. Los dos son consecuencia de una mala gestión, pero en la sequía se le echa la  culpa a la ausencia de lluvia y en las pensiones, simplemente no pasa nada, como en la canción de la señora baronesa.
La gestión del agua siempre ha sido nefesta, sin paliativos, y en ello tienen tanta culpa los gestores políticos como los gestores de cada grifo. Hemos vivido como si el agua fuera eterna e inagotable. Pero en –pongamos– los últimos cincuenta años hemos pasado de administrar un caudal de agua en una sociedad mayoritariamente rural, con una población determinada, a administrar el agua de una población multiplicada por mucho, eminentemente urbana; incluso el campo se gestiona de forma industrial. Y la industria y el aumento de población y la ausencia de una planificación y gestión con visión de futuro (no voy a insistir en la necesidad de invertir en investigación y control del cambio climático, cosa que ya están haciendo los portugueses, porque sería inútil intentar casar política española y ciencia del ambiente). El agua y su gestión vivían en un equilibrio cada vez más inestable; las voces que advertían de la posibilidad de una catástrofe ecológica fueron muchas a lo largo de los años, pero seguimos viviendo como si eso no fuera con nosotros, y bastó una sequía como nadie recuerda, que tiene mucho que ver con ese cambio climático, que España, pese a firmar acuerdos, no contempla como un peligro real, para que todo se desplome, los pantanos se sequen y se produzca una desbandada en la que los políticos se limitan (por la parte gallega) a inventos con presupuestos para discutir y pelear. No hay una solución efectiva, no se puede inventar agua al momento y, aunque se hable de ir robando agua por ahí de un río a otro, la cosa, a poco que se discurra, no será factible hasta dentro de muchos meses. Hubo un tiempo en que los campesinos gobernaban las aguas de manera eficiente; ahora, en tiempos del campo-industria, sólo les queda pedir agua a la Virgen de la Cueva. En lugar de planificar el agua del futuro, nos preocupamos o, mejor dicho, se preocupan de las elecciones catalanas, la niebla púrpura que deslumbra a los políticos del momento, una mezcla constitucional de vanidad y pasotismo.
La misma niebla oculta un dato alarmante desde hace tanto como la escasez de agua: el nivel de los embalses de las pensiones. Si el actual presidente del Gobierno llegó a la Moncloa con la hucha de las pensiones en cerca de 67.000 millones, la de este mes se quedó en 8.000, es decir, el actual gobierno ha dejado el embalse con un 90 por ciento menos, como los grifos. Ya se están pagando con créditos y fondos de reserva, que es como repartir el agua con cisternas y ducharse con gaseosa. Hasta que no se gestionen con vistas al futuro, como el agua, no habrá recuperación; el problema está en que las pensiones –hasta ahora– se alimentaban de las cotizaciones de los trabajadores afiliados a la Seguridad Social, pero en un país de despilfarros en rescates bancarios (¿cuando devuelven el pufo los bancos, actualmente con beneficios crecientes?) y construcciones públicas inútiles, más diferentes corrupciones, prebendas a la Iglesia, trapicheos con las grandes corporaciones y demás, los que de verdad aportan a la hucha son los trabajadores, con paro creciente, descenso de la afiliación y cotización, y ocupaciones precarias, de escaso sueldo y fraudes obligados en el empleo (contratos por horas más unas extras fantasmas que no cotizan). En lugar de ir pensando en buscar otras fuentes de aportación a las pensiones (un derecho y un pacto entre el contribuyente y el Estado, no lo olvidemos, no con el gobierno de turno) es más fácil asegurar que no pasa nada y que todo va bien, mientras vemos el espectáculo de la niebla púrpura de Jimi Hendrix: “Niebla púrpura en mi cerebro, las cosas ya no parecen lo mismo, actúo de forma extraña y no sé por qué”.

viernes, 1 de diciembre de 2017

Little things-Pequeñas cosas

J.A.Xesteira
Pasaron las anunciadas fechas de compra masiva, el Viernes Negro y el Cyberlunes, todo con nombre inglés, que parece como menos pailán, y ya comienzan a levantarse alarmas sobre la colonización exagerada del idioma de las Américas –en tiempos llamado la lengua de Shakespeare–, como lengua indispensable, defendida y patrocinada hasta el papanatismo extremo por políticos que, precisamente, hablan un deplorable gallego, un castellano ramplón y, por supuesto, nada de inglés más allá del nivel Botella-Aznar, famosos por su acento tex-mex-café-con-leche. Miles de clientes revolotearon como moscas verdes sobre los detritus comerciales, compraron en directo o por internet miles de inutilidades que acumularemos en casa sin necesidad. Montones de ropa y artilugios electrónicos pasaron del vendedor al cliente; el 90 por ciento serán cosas innecesarias y eso lo pagaremos por partida doble, primero con nuestra tarjeta, y en el futuro por acumulación de basura sin posibilidad de reciclaje. No sé, porque no estoy muy puesto en la materia, si de aquí a las rebajas de enero, que suelen empezar ya en Navidades, tendremos otras fechas americanas para gastar lo ingastable (quedan cinco días más de la semana para ponerles tema de rebajas en inglés) y mientras llegan los Christmas, podemos entretenernos en las ofertas de las grandes compañías de venta on line (en línea, obviamente) que venden desde fuera de la frontera y no contribuyen a Hacienda, con lo cual el negocio es redondo. Posiblemente, para el año que viene también incorporemos al calendario festero el Thanksgiving, el Día de Acción de Gracias, que tantas veces hemos visto en el cine. Una fiesta más no importa, y seguro que alguien encontrará que ya se celebraba esa fiesta en la Marca España allá en tiempos de los romanos.
Esas son las pequeñas cosas que nos atañen directamente, más allá del barullo caótico de la política enmascarada; ese follón con las elecciones y las acusaciones on-line, que resuenan en los periódicos con la misma claridad que el altavoz del chatarrero en la calle. Como el gran tema catalán (no me canso de volver a él como al lugar del crimen) que resuena en las esquinas como un efecto Doppler (para que no busquen en internet, es lo que pasa cuando alguien nos grita desde un coche en marcha, ese ¡uuuuuAAAAAuuuuu! característico). Dentro de unos años todo este barullo catalán no será más que una serie de fascículos coleccionables donde se cuente la verdadera historia de una independencia intentada e interrumpida. (Para aquel entonces ya se podrá titular algo así como Independece Day in Catalonia)
Son las pequeñas cosas (las little things) importantes, porque sostienen a las grandes cosas. Por ejemplo, la insoportable levedad de las toallitas húmedas que colapsan ciudades. Sé de lo que estoy hablando porque en una ocasión me tocó desatascar una arqueta de desagüe de fecales (a mano) taponada con una pelota de toallitas, y lo afirmo, ¡son indestructibles! Es un problema más grande que la simple anécdota con que los Medios dieron la noticia de la contaminación toallera, metida en una esquina; es un problema de fácil solución; bastaría con que las fabricaran de materia biodegradable, como el papel higiénico, pero eso tropieza con dos impedimentos. Uno, una decisión del Gobierno de prohibir las toallitas indestructibles (por ley, como la de llevar cinturón de seguridad o fumar en las tabernas), pero para eso haría falta un mínimo sentido común (a relaxing common sense, que diría aquella) y eso, ni está ni se le espera. El segundo impedimento es que las toallitas las fabrican empresas multinacionales farmacéuticas, y a esas no le va a decir un Gobierno lo que tienen que hacer con sus productos; si atascan los retretes, pues que los atasquen. Las farmacéuticas están a lo suyo y sus lobbies mandan en la política europea más de lo que nos creemos (¿de verdad alguien piensa que lo de llevar la Agencia de Medicamentos a Amsterdam fue por lo de Cataluña? ¿de verdad alguien cree que las decisiones económicas internacionales son transparentes, limpias e incorruptibles, que no se venden en plan subasta?) Las farmacéuticas volverán a aparecer en capítulos siguientes, probablemente en el apartado de Presupuestos Autonómicos (Autonomic Budgets, en la jerga)
Es una pequeña cuestión ecológica, pero eso, la ecología, el medio ambiente (una redundancia, el medio es el ambiente, en inglés environment, para estar al día e ir entrenando) es otro tema ausente de las grandes decisiones políticas de todos los Gobiernos que en la Marca España han gobernado. Creo que la explicación está en que todos los presidentes de este país y de las comunidades autónomas siempre fueron más bien “de letras”, con el añadido generalizante de funcionarios del Estado, y a ellos eso del “environment” les suena a chifladura de Greenpeace (Pazverde, para entendernos al revés), y la sequía nunca vista en los siglos no es más que un detalle, una little thing que pasará dentro de unos días, cuando vuelva la lluvia y los pantanos se llenen para disfrute de las compañías eléctricas que, en el país del viento y del sol, prefieren la energía del agua (cada vez más escasa)  y el petróleo (no tenemos, se lo compramos a países cada vez más complicados) El concepto ecológico-político es una hipótesis contradictoria, no existe. A lo más, se reduce a pequeñas cosas testimoniales, de salir en la foto, o prohibir, como acaban de hacer los franceses, que los personajes de las películas fumen en la pantalla, donde pueden matar, pero no fumar, que es malo. Mientras, el mar se llena de mierda (shit en el mar inglés), los montes arden y se convierten en ceniza, los ríos se secan, las ciudades son una trampa mortal insostenible y el medio ambiente, el environment, se convierte en un basurero porque, como decía aquella canción (“Garbage”) del viejo Pete Seeger (que en gloria esté y les cante sus protestas), tenemos la mente llena de basura. Para los grandes dirigentes del mundo y de la Marca España y sus Regiones (volveremos a esa denominación, al tiempo) no son más que pequeñas cosas. Ellos están a lo importante, aunque no sabemos que es.