domingo, 31 de agosto de 2014

El viaje instantáneo

Diario de Pontevedra. 29/08/2014 - J.A. Xesteira
El viejo dicho, atribuido a Franco de que hay que viajar menos y leer más periódicos (se suponía que cuando salías al exterior te enterabas de que lo que decían los periódicos españoles no coincidía con la realidad) ha quedado en eso, un dicho obsoleto, sobre todo, porque nadie lee periódicos, cualquiera viaja y el mundo ni es ancho ni ajeno, como titula-ba aquel novelista. Esta pasada semana que anduve en tierras donde no llovía y las cosas se pedían en otro idioma fui anotando los cambios del tiempo que, de año en año, aceleran la manera de ver y sentir las cosas, la forma primitiva de viajar, que consistía en contemplar y adquirir conocimientos, y algunos misterios más. El primer gran cambio (que quedará viejo el verano que viene) es el de la compra del billete de avión, la reserva del hotel o todos los requisitos necesarios para movernos hasta nuestro destino. El viajero se convierte, a causa de sus maquinillos conectados en red, en agencia de viajes, gestor de vuelos y reservista de hoteles, con su propia oficina, que lleva consigo en la pantalla que le acompaña ya a cual-quier parte. Sólo tiene que llegar al mostrador y “chequear” (palabra que estará en la RAE uno de estos días) lo que previamente imprimió en su casa, con lo cual se abre una tenden-cia a que desaparezcan poco a poco las agencias de viajes. Una vez instalado en su destino, el viajero comprobará algunas cosas misteriosas. Por ejemplo, que existe una red secreta mundial que rellena las tiendas para turistas con los mismos artefactos en todo el mundo, basta cambiar la gorra con el logotipo de Miami por el de Nápoles o Túnez, y en la camise-ta poner la ruina maya o la columna jónica. El resto es igual. Otro misterio insondable es el de los dibujantes en las plazas; en todas partes hay uno que hace caricaturas en un estilo que me atrevería a llamar neouniversal, en el que siempre hay una imagen de Stallone con sus ojos bovinos a medio caer. ¿Qué misterio se esconde detrás de ese estilo para que apa-rezca la misma caricatura en Paris que en Atenas? Cualquiera sabe. La fauna variopìnta del turista incidental es intercambiable; los vendedores locales conocen la nacionalidad del fo-rastero por algunos datos estudiados día a día (ese cuello del niki levantado sobre la nuca de los italianos; el color cigala de los británicos; la rotundidad pesada de los alemanes; las prendas Quechua de los españoles…); de España solo saben que existe el Real Madrid y el Barcelona, lo cual desdice un poco la rimbombancia con se se llenan los políticos la boca con la Marca España (no se encuentra un menú traducido al español en ninguna parte del mundo, e incluso en muchas partes de España).
Pero si hay algo que está cambiando cada hora es la fotografía. Desde que Thomas Cook inventó el turismo, cada viajero sintió la necesidad de llevarse la imagen de las ma-ravillas que iba descubriendo; gracias a ello y a la invención de las cámaras de fotos, tene-mos imágenes en blanco y negro de las ciudades antes de ser lo que son, y de sus monu-mentos antes de que los desgraciaran con un entorno de arquitectura dudosa. Esa necesidad de llevarnos los monumentos a casa se transformó más tarde en otra necesidad, la de lle-varnos los monumentos junto con nosotros mismos para recordar que bien lo pasamos. Después venían las sesiones de amigos en los que, de repente los atacábamos con las dia-positivas de las vacaciones; recuerden, se apagan las luces, se pone la pantalla y se colocan los carros con diapositivas en las que se nos ve felices en Florencia o en Cancún. Pero eso ya es prehistoria. La cámara digital eliminó los pases de fotos, y cada monumento (con no-sotros delante) se fotografiaba y cada viajero regresaba con mil quinientas fotos digitales que iban a parar a una carpeta de nuestro ordenador donde deben estar durmiento el sueño eterno) En un entorno de interés artístico o arqueológico se disparan miles de artefactos cada minuto; los turistas ya no se paran a contemplar el mosaico romano o el baptisterio paleocristiano, les basta con disparar el teléfono o la cámara con un teleobjetivo del tamaño de una alcantarilla y a otra cosa, que hace calor (siempre hace calor en las ruínas). Este año advertí un nuevo cambio que se veía venir; el “selfie”, esa estupidez de hacernos una foto a nosotros mismos junto a cualquier cosa (un  futbolista, un famoso, un cartel de un bar, la novia…) domina la tendencia fotográfica. Ya no se hace foto al monumento, nos la hace-mos a nosotros, pegados a la cara de la pareja, mientras que ese entorno patrimonio de la humanidad por el que nos movemos sirve de fondo difuso. Es como si quisiéramos dejar constancia de que estuvimos alli, y eso fuera, además, importante. Este año he visto una evolución: el “selfie” disparado por una cámara sujeta a una barra larga, como a un metro de nuestra nariz (incluso lo vi en el mar, dejajo del agua, con pequeñas cámaras sumergi-bles) y la variante de la novia posando en un estilo estudiado de revista. ¡Se acabaron las fotos en las que saliamos como palos, la pose impera!
Viajamos pero ya no aprendemos. Gracias al wi-fi podemos estar cenando en un res-taurante griego y, al momento, mandarle la foto a nuestros amigos para que se enteren (nos contestarán al instante) Incluso leemos los periódicos en nuestra tabletas. Ahora la actuali-dad cambia al instante, como las fotografías. Leemos que una tropa de absurdos se tira un cubo de agua fría por encima, y miles de imbéciles les secundan (incluído un avión contra incendios) y dicen que es por solidaridad (una palabra destrozada por miles de presuntuo-sos que ni se han molestado en consultar su significado) Gracias a nuestra tableta nos ente-ramos que murió Peret y Rouco Varela se fue de vacaciones forzosas (el Señor te lo dio el Señor te lo quitó) Por lo demás creo que no hemos aprendido mucho, ni viajando ni leyen-do periódicos.

viernes, 29 de agosto de 2014

El retrete como argumento

Diario de Pontevedra. 23/08/2014 - J.A. Xesteira
Existe una gran distancia entre el discurso de los políticos, o de los líderes de opinión y decisión, y lo que la ciudadanía normal entiende. A la hora de las promesas o de anunciar las decisiones que se van a tomar, los grandes hombres suelen enmascarar sus argumentos con palabrería técnica, datos difícilmente contrastables, una pizca de que todo va bien, y un rebozado de confianza en la promesa. Hablar claro es peligroso –lo saben todos– porque el gran hombre siempre queda preso de sus palabras y siempre hay alguien para recordarlo. Para evitar eso recurren a argumentos desviadores de la atención y a conceptos como demagogia y populismo. A. Bierce, en su “Diccionario del diablo” define al demagogo como “El enemigo político” y el populismo, que era una palabra en desuso que siempre se aplicaba al político pre-bélico-civil Lerroux, ha vuelto para designar a todo aquel político demagogo que habla claro. Todos los grandes palabreros, demagogos, honrados, populistas o con mando en plaza del Estado, huyen como de la peste de anunciar y mostrar datos concretos; cuando salen las cifras suelen marearlas para que entendamos los que nos dé la gana, según seamos amigos o enemigos del que las dice. Cuando un ministro habla de las cifras del paro, de los precios, de la deuda y de unas cuantas cosas más, con el optimismo que obligatoriamente tiene que mostrar, aparece el contraministro de la oposición y dice lo contrario con las mismas cifras, mostrando el pesimismo correspondiente a su estilo. Los que contemplan este juego se ponen a favor de uno u otro según sus simpatías, pero nadie entiende lo que quieren decir las cifras, el ministro o el contraministro. Todos huyen de las palabras claras, y la realidad de las cifras las saben los que sellan la cartilla del paro, echan gasolina en el coche, compran huevos en el super y el largo etcétera cotidiano. Dos de los grandes logros sociales fueron el pleno acceso de los ciudadanos a la sanidad y a la educación, y a duras penas se trata de mantenerlos como derecho fundamental. Cada recorte de esas dos columnas que sostienen el templo democrático necesita una explicación que a nadie convence. Se puede prometer lo bueno, pero lo malo hay que enmascararlo como una necesidad por-nuestro-bien. Hablar claro sale caro. Los argumentos tienen que ser como frases de brujo, respuestas de sibilas o esas partes evangélicas que no las entiende ni dios.
En medio de tanta frase hueca, tanta promesa increíble, tanta decisión disfrazada, guerras camufladas de ayudas, negocios de armas humanitarios, masacres vestidas de defensa propia y extrañas plagas de ébola que matan a miles de pobres, aparece un tipo que habla claro y directo. El primer ministro de la India (ahora llamada solo India por imitación de los anglosajones) acaba de prometer a su pueblo algo insólito: retretes. ¡Seiscientos millones de retretes! Eso es transparencia. No les prometió subir el producto interior bruto ni rebajar la deuda, ni crear seiscientos mil puestos de trabajo, no, simplemente retretes, que es como se llamaban los adminículos al uso en las estaciones de tren antes de que les llamaran servicios o WC. El retrete considerado como un arma cargada de futuro (digo cargada). Es difícil entender para los contribuyentes españoles el significado real y argumental del retrete indio. Entre otras cosas, porque España está a la cabeza de Europa en retretes per cápita; todo el que haya viajado a Inglaterra, con sus cuartos de baño enmoquetados, o a Francia, con edificios que todavía comparten excusado vecinal, lo entenderá. Somos un país de gran disfrute con esa sala privada, alicatada hasta el techo; nos duchamos más que la media de la Unión Europea (seguramente es una reacción psicológica de una posguerra de palangana y tina). Pero en la India no hay retretes y millones de personas tienen que salir al campo o a la calle a hacer sus necesidades básicas biológicas. Seguramente ahora mismo el primer ministro indio ha sido tachado de demagogo y populista, pero, si nos paramos a pensar, de todos los líderes del mundo que han hablado desde hace una semana es el único que ha dicho algo inteligible, el resto –incluido el caminante español– se ha limitado a decir, prometer y anunciar cosas que no se entienden pero que sabemos que son, precisamente por no entenderlas, mentira. Prometer un retrete es ira al quid de la cuestión. Gandhi independizó a la India con gestos parecidos: cada indio recoja un puñado de sal, cada indio comience a caminar. Cuidado, podemos estar ante una nueva revolución. El retrete es el espacio íntimo por excelencia; en él se manifiesta la individualidad, la personalidad de cada uno, el hombre-masa se convierte en indivíduo. En los antiguos retretes públicos es donde se escribían los grandes mensajes, donde el ser humano, recluido en sí mismo y en sus funciones más básicas, era capaz de escribir frases contra todos los poderes: abajo el clero, vivan los de Carballiño, muera el rey, en este lugar sagrado…etcétera. Ahora no se escribe en lo retretes públicos, prefieren mandar un washapp o decir en twitter que están en el váter de tal cafetería (el telefonillo sirve, entre otras cosas inútiles, para localizar a la gente). Por un momento detengámonos a pensar que estamos frente a un fenómeno inusual, generado en uno de los países BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) los que tienen mayor potencial de crecimiento, los que presentan las cuentas más espectaculares (juntos son la cuarta perte del PIB mundial y el 40 por ciento de los habitantes del planeta), pero que tienen el mayor número de habitantes por debajo del índice de miseria. La India tiene una bomba atómica, produce científicos en cantidad y sus industrias crecen a lo grande. Si yo fuera ministro de industria español o empresario del ramo ya estaría en la embajada india presentando muestrario de retretes (modelos desde el económico “Paria” hasta el confortable “Majarahá”), e invertiría fondos en investigación y desarrollo de la industria del inodoro. Porque, al final, se los venderán los chinos. Verán. 

domingo, 17 de agosto de 2014

¿Quién robo el verano?

Diario de Pontevedra. 15/08/2014 - J.A. Xesteira
Recojo la queja oída en una terraza: “Este año no tenemos verano; antes no era así”. Es cierto, como el verano está protegido por ley, que fija el día de entrada y de salida, si no se presenta en el puesto de trabajo, como este año, hay que abrir una investigación. No sé si está ya abierta, pero los Medios no dijeron nada, se limitan a decir si llovió más que hace treinta años o si los hosteleros se quejan. Pero tienen razón, esto no es verano ni farrapo de gaitas. Otra cosa es que alguien (una entidad superior y competente) haya robado el verano, lo que me parece más creíble. Cuando era joven y le preguntaba a mi abuelo (experto como marinero que era) por qué el tiempo andaba revuelto, él, instruído solo en su trabajo me respondía que “a culpa é das Atómicas”, con lo que generalizaba una opinión que después tomó forma científica: la influencia de la civilización en el clima, el deshielo de los polos, la capa de ozono, la contaminación global, el protocolo de Kyoto, los océanos considerados como basureros y todas esas cosas que ahora son un peligro real (pese a que los políticos de las potencias mundiales dicen lo contrario) Mi abuelo lo generalizaba en “las Atómicas”. Sea como sea, estamos a mediados de agosto y el verano de verdad no se presentó; sólo hubo presencias intermitentes de un día sol, otro lluvia, y cuatro días más de lluvia, y una mañana soleada con la tarde de llovizna. Y eso no es lo contratado. A este problema hay que añadir una novedad: la previsión del tiempo. Como decían en la terraza de más arriba, antes no era así. Uno salía a la calle y decía, hace calor o hace frío, o parece que va a llover. Eran sensaciones experimentales y con escasa ciencia. Pero ahora basta con que usted diga “¡Que hermosa mañana!” para que alguien a su lado le conteste: “Si, pero dan lluvia para las cinco y media”. Con precisión, con la expresión ya generalizada de que “dan lluvia”, como si fuera un regalo de alguien superior que tiene la facultad de dar o quitar las condiciones climáticas (esperemos que no sea cosa del Gobierno, porque, de serlo, en breve pasaremos de que nos “den lluvia” a que nos cobren por “dar lluvia”). La incorporación a nuestras vidas de los sistemas informáticos que la gente maneja a todas horas y en todo momento, hace que la vida sea un agobio. ¿De qué nos vale el sol que disfrutamos ahora mismo en la terraza del bar si sabemos que dentro de dos horas se va a nublar y después va a llover? Todos los dominados por el ojo que no duerme de la pequeña pantalla que marca sus vidas tienen un par de aplicaciones, por lo menos, sobre el clima, no le basta con Windguru, tienen además, el Meteo, el tiempo.com, Meteosat o cualquier otro. El caso es saber que nos va a pasar dentro de unas horas. La precisión es nuestra meta. Antes (también conocido como “el pasado”) usted tenía frío o calor, pero ahora no basta, si se le ocurre decir que hace calor, alguien (sacando el artefacto brillante y plano del bolsillo) le dirá que son 28 grados centígrados, pero que además la sensación térmica es mayor, de unos 30 grados. Esa información no hará ni que usted se sienta mejor ni que le alivie el calor, pero ahora tendrá calor con base científica. El verano de antes (del pasado) era diferente. Más imprevisto, menos científico, una hipótesis basada en la experiencia del lugar, según vinieran las nubes o los vientos. El de la terraza tenía razón, el pasado (también conocido como “en-mis-tiempos”) era mucho mejor el de antes, mucho más fijo, más estandarizado. No es que hiciera más calor, que aquí, en las rías siempre fuimos de llevar un jersey y una rebequita por las noches, que refresca, pero los veranos eran otra cosa. La única adivinación del futuro era a través de la información rural del Calendario Zaragozano (el Copérnico Español, editado por don Mariano Castillo y Ocsiero, juicio universal meteorológico, calendario con los pronósticos del tiempo, santoral completo y ferias y mercados de España), O Gaiteiro de Lugo (en galego por iniciativa de Filgueira Valverde) o el calendario de ZZ, en donde se daba información climática para todo el año. Otra cosa era que acertaran, pero era una manera de gobernar el tiempo al estilo actual: por decreto ley. Se decía en enero el tiempo que estaba previsto para noviembre, y aquello iba a misa; si después no se cumplía no era cosa de lo pactado, era una transgresión de la ley. El problema con el tiempo de ahora y el tiempo del pasado es que en español utilizamos la misma palabra para el tiempo que hace que para el tiempo que pasa; los ingleses distinguen con palabras diferentes ambos conceptos (no sé para qué, porque en Inglaterra el tiempo siempre es malo y les debería dar lo mismo “time” que “weather” Pero así, la cosa se convierte en un problema filosófico, existencial, a las preguntas de quienes somos y a donde vamos hay que añadir ¿y que tiempo va a hacer allí?. Pablo Milanés cantaba en su canción de hace tiempo que “El tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos”, y el caso es que mientras nos ponemos “más mayores” (si, ahora dicen así en lugar de ancianos o viejos, y de paso le dan una patada a la gramática) nos roban el verano. Y además impunemente, sin posibilidad de reclamar. Aunque, llegados a este punto, y por seguir con la norma habitual, a lo mejor algún juez justo le da por tirar de la manta y ordenar a la Policía que habrá una investigación (Operación Meteo). Sospechosos hay a miles: multinacionales de transgénicos y sojas, petroleras, industrias contaminantes de carbónico en la atmósfera, países productores de la basura del primer mundo, y otro largo etcétera. Seguro que algún imputado caería. Y seguro que tiene metido el verano en un banco del Caribe.

domingo, 10 de agosto de 2014

De los dioses

Diario de Pontevedra. 09/08/2014 - J.A. Xesteira
El pasado domingo tuve que ir a Santiago. Para pasar de la zona alta a la baja pasé por el medio de la catedral. Hacía años que no paseaba por los domingos compostelanos y me encontré con un aluvión de personajes de todo tipo; la catedral era un hervidero de gentes vestidas a la moda peregrina, algunos con los palos de esquiar en seco, otros con chanclas en las que descansaban las ampollas del camino; una larga cola daba vueltas por el recinto para abrazar al muñeco plateado que alguín avispado ideó un día y dijo que era una tradición sin la cual no se cumplen vaya usted a saber que cosas, como lo de dar los croques a la piedra del otro lado. Mientras cruzaba la catedral no pude evitar pensar en algunas cosas. Por ejemplo, ¿quién controla las limosnas y paga a Hacienda la parte proporcional de las ganancias? ¿quién inventa las tonterías que despues se vuelven «tradiciones»? Compostela es un gran parque temático religioso, inventado a imagen del gran parque que es el Vaticano. Todas las religiones tienen un componente comercial y, en un determinado momento, crean una industria en torno a un hecho, generalmente falso, con el fin de atraer gentes y dineros. No es nuevo ni lo inventó Disney. Sobre la idea de que el apóstol Pedro estaba enterrado en Roma se construyó un parque temático y sobre él, el Vaticano, un Estado dentro del Estado. Sobre esa misma idea y su atractivo comercial-religioso se inventó Santiago, echando mano de la aparición de otro apóstol, muerto unos siglos antes en Palestina. Con el tiempo y un camino para traer y llevar mercancías, Santiago de Compostela se convirtió en lo que es hoy: uno de los parques religiosos más importantes del mundo, superado por muy pocos, seguramente por La Meca y Roma. Insinuar que en Compostela no hay apóstol enterrado, que en Roma, tampoco, o que la Kaaba no es más que un aerolito es meterse en fregados en los que no se convence a nadie. Las religiones tienen un sistema infalible para resolver estas cuestiones: fe y tradición. Y contra eso no hay manera de luchar, es como intentar partir adoquines con chupachups. Es una cuestión divina habilmente manejada por humanos; es meter a los dioses en las cuestiones más prosaicas de la vida, en medio de las decisiones humanas, a veces terribles decisiones y a veces hipócritas decisiones. Cuando entran los dioses, manejados por los hombres, puede pasar cualquier cosa, desde montar un chiringuito hasta matar a los que no creen en lo nuestro. 
Desde que el ser humano levantó las patas delanteras, los dioses se metieron en medio de la guerra. Seguramente la primera confrontación debió ser entre los que adoraban el sol contra los que adoraban la luna. A partir de ahí siempre hubo un dios en medio de la muerte. Homero los ponía a jugar con los ejércitos como si fuera una partida de ajedrez en el monte Olimpo. Las Cruzadas se inventaron para conquistar tierras con la disculpa de los santos lugares: arruinaron a Europa y no con siguieron nada (en realidad no había nada que conquistar, solo unas ciudades palestinas sin importancia alguna, y peregrinar hasta allí era imposible, el turismo vendría años más tarde). Desde aquello, todos los que organizaron una guerra, es decir, los que mandaban a la gente a morir y matar para su beneficio, se las arreglaron para meter en medio algún dios. Los católicos reyes de la península ibérica (antes de ser España) mataban a los moros con la disculpa de que no creían en su dios, a pesar de llevar más siglos en estas tierras que los cristianos. Los católicos del imperio hicieron la guerra a los protestantes de Europa y a los anglicanos de Inglaterra por negocios y poder, pero con la disculpa religiosa por medio. La guerra más cruel que vivió España tuvo un componente religioso insertado para bien de los vencedores que pudieron contar con el apoyo del papa y sus obispos y hacer entrar bajo palio en las catedrales al ganador de la guerra que llamaron Cruzada. Cuando no hay guerra pueden convivir perfectamente todas las religiones habidas sin problema; judíos, moros y cristianos hicieron ciudades maravillosas, llenas de cultura y ciencia; basta introducir las variables del dinero y el poder para que todo se rompa y se usen las religiones como parapeto para matar al contrario. 
El contrario eran los soldados uniformados cuando se enfrentaban troyanos y aqueos, o alemanes del kaiser y aliados, o alemanes de Hitler y aliados. Pero cada vez hay menos muertos de uniforme y más muertos civiles. Desde las últimas guerras del pasado siglo, las bajas de civiles se incrementaron de modo exponencial, y en la actualidad los muertos son de casa, no del cuartel. Se calcula que en la Guerra de Irak las bajas civiles fueron el 90 por ciento. Y así llegamos a Palestina. En quince días el ejército israelí mató impunemente a 1.717 palestinos, de los cuales 1.176 son civiles (no se especifican cuantos son niños en sus escuelas ni mujeres en sus casas). El motivo de la invasión y agresión directa contra los palestinos está en el asesinato de tres muchachos israelíes, no se sabe por quien, pero que dio motivo al Gobierno israelí para atacar a los territorios de Cisjordania y Gaza. No es una guerra, puesto que noy hay dos ejércitos en conflicto. Pero no hay solución. Israel es un país implantado artificialmente en donde está por dos motivos esenciales, por su poder económico internacional y porque Yaveh les dijo que tenían que estar alli. Y contra la fe y el dinero no hay manera de luchar. El pueblo judío, masacrado durante el Holocausto, mereció el respeto y la simpatía internacional que le daban sus muertos. Una renta de simpatía que han perdido al usar el mismo sistema con sus vecinos. Si usted opina que lo que hacen es un asesinato enseguida utilizan el subterfugio de llamarle antisionista. Pero no es cierto, no es una cuestión de raza, es una cuestion de dioses y el poder del dinero.

domingo, 3 de agosto de 2014

Con traje y corbata

Diario de Pontevedra. 01/08/2014 - J.A. Xesteira
Todos los grandes hombres llevan corbata. Las mujeres, no, al menos visible. Vivimos –todavía– en un mundo de hombres (“It is a man’s world”, cantaba James Brown, el de “quirep-sex machine”) y los que mandan tienen en el traje y la corbata su uniforme de campaña. El hábito hace al monje, como aquel chiste del muchacho tímido al que su padre le dice que se ponga el uniforme de policía e, imediatamente le entran ganas de pegar. La corbata, esa tela inútil que alguna vez hemos llevado al cuello, es la que imprime carácter; usted coge a un obrero cualquiera, fresador-matricero o reponedor de magdalenas de súper, le pone un traje oscuro y una corbata, y ya le entran ideas de jefe de recursos humanos. Todos los grandes líderes llevan corbata, salvo los pintorescos con chándal, uniforme de camuflaje o chompa andina, que son la cuota exótica, junto con los de la India o los coreanos del norte. Un político africano, en cuanto cruza la frontera entre jefe de tribu y dictador democrático con apoyo de Estados Unidos, lo primero que hace es comprarse un traje y una corbata; los chinos, cuando dieron el paso al capitalismo amarillo, cambiaron la chaqueta de Mao por la de Armani. Incluso la lideresa más masculina, Margaret Thatcher, solía usar un lazo al cuello que era casi una corbata. Cualquier foto de un parlamento, de reunión en la cumbre, de consejo de administración de banco o de empresa en concurso de acreedores, está llena de tipos con corbata (Angela Merkel viste así para no llamar la atención entre tanto personaje vestido de jefe de planta). En política se instaló esa idea absurda de que un padre de la patria debe llevar traje oscuro y corbata; no es una idea de izquierdas o derechas, ni de nacionalistas o independentistas, es una idea superior, incuestionable, una de las pocas cosas en las que están de acuerdo todos los políticos, salvo honrosas excepciones: la última vez que entró un político con un traje de colores en el Parlamento fue Alberti, del brazo de la Pasionaria). Es un uniforme, para que la gente pueda decir: ahí va un político. Es, además uniforme de campaña, de lucha, de desfile y representación, de ir en las procesiones y de ver pasar la bandera y la cabra de la Legión. Cuando el político quiere los votos del populacho y darse un baño de multitudes, se quita el traje y la corbata, se pone en mangas de camisa (procurando no mancharla de pulpo o vino tinto) y se pone, bien un jersey al cuello, bien una cazadora fina; pero, ay, si nos fijamos bien, actúa como si llevara la corbata, que es algo que ya le imprime carácter y se ve que es lo suyo propio.
La pinta hace al tipo, pero muchas veces engaña. Un amigo mío (de esos que tengo a mano para recordarme cosas) decía que tenemos la falsa imagen, por culpa de la televisión, de que los malos siempre aparecen con navajas para robarnos en callejoines oscuros; cuando vemos a un tipo con aspecto de tirado, con pelo largo, de camiseta negra y pinchos en la nariz, pensamos que nos va a acuchillar en el callejón. “Y no es cierto –añadía–, esa es la imagen que quieren que creamos; a lo largo de mi vida, todos los que me robaron, me estafaron, me hicieron la puñeta, en suma, tenían corbata: jefes de recursos humanos que me despidieron, directores de banco que me vendieron preferentes, políticos a los que voté y que me la jugaron falsa, hasta el entrenador de mi equipo de fútbol, que sale al banquillo de traje y corbata… Esos son los verdaderos peligrosos; los otros, los que tienen pinta de malos de película, al menos sirven para buscarte un sitio donde aparcar”. Debe existir en alguna parte un protocolo no escrito sobre el traje en el poder. Todos los políticos y los sospechosos habituales que los sostienen acuden de traje, bien plantados y pisando fuerte cuando son llamados a declarar ante un juez por algún delito de prevaricación, corrupción o, simplemente, robo descarado. Se les ve bien planchados con su corbata en el banquillo, desde el que responden que son inocentes como un lirio o que no les consta que esos millones hayan ido a parar a sus cuentas opacas. Sin embargo, en una de esas contadas ocasiones en las que son condenados, pierden el uniforme, como esos militares degradados que vemos en las películas a los que les arrancan los botonos y les deshacen el nudo de la corbata. El ex ministro Matas, un personaje atildado, bien fardado, entró en la cárcel con polo y cazadora, con una enorme bolsa, como si fuera a jugar al golf o al tenis en uno de los campos que se construyeron con dinero público y que costaron diez veces más de lo normal. Fabra, el tipo de las gafas de sol de Castellón, está aún en la fase de poder llevar corbata y traje, y esperamos verlo pronto con la cazadora de entrar en prisión. A veces la única diferencia que hay entre el Vaquilla o el Dioni y algunos políticos (abro paréntesis para las excepciones) consiste en una corbata y un traje. Cada día aparecen más personas serias, bien trajeadas, que no paran de dar trabajo a los jueces. El penúltimo, Cotino, antiguo jefe de la polícia y ahora presidente de congreso valenciano, un hombre de fe, al que la policía acusa de bailar las cuentas de la visita del Papa. El último, el antaño honorable Pujol, ahora poco honorable, que revela como su padre se hizo una cuenta millonaria en Suiza traficando con divisas y se la dejó a sus nietos y nuera. Y se les olvidó de declararlo, como esas calderillas que un día encontramos en una chaqueta vieja. Una chaqueta de traje, con corbata oscura, de político. Una de las normas que dan a los chavales que acuden a una entrevista de trabajo es que lleven el currículum y traje y corbata. Creo que lo último deberían desaconsejarlo, no sea que los confundan con imputados.