domingo, 24 de noviembre de 2013

La "manifa" dentro de un orden


Diario de Pontevedra. 23/11/2013 - J.A. Xesteira
El Gobierno está a punto de sacar al mercado una nueva ley (ya hay más leyes que ciudadanos). Será una ley que sustituirá a la antigua Ley Corcuera (conocida como la de la patada a la puerta, ahora sustituida en la práctica por el ariete de hierro) y que responde al poco original título de Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana. En ella se van a recoger una serie de mandamientos de obligado cumplimiento en varios aspectos de la sociedad, entre los cuales está la pretensión de regular las protestas callejeras, las manifestaciones y la oposición a grito pelado por las aceras, de los ciudadanos más o menos cabreados con la vida. Como ese asunto no es nuevo y en otros tiempos ya se crearon leyes y disposiciones para que los ciudadanos se manifiesten en las calles dentro de un orden, hagamos un punto y aparte para recordar unas cuentas batallitas prehistóricas. Se hace el punto y aparte y la intención es refrescar la memoria a quienes la tengan en “stand by” e informar a los que por edad no sepan que en tiempos anteriores al guasap las cosas eran de otra manera. En el siglo pasado, según se salía de los años 60 para los 70, la calle era el único lugar donde se podía jugar a ser libre; los interesados en aquellos mayos del 68 encontrarán abundante literatura en internet. Las manifestaciones estaban prohibidas, las reuniones de más de dos personas eran consideradas un grupo peligroso, la Policía (o Guardia civil, que a veces intervenía –año 72, huelga general en Vigo–) se llamaba en los periódicos Fuerzas del Orden Público (en los periódicos estaba prohibido decir cosas como que la Policía cargó a porrazos contra los manifestantes o publicar alguna fotografía al respecto en el que las porras bajaban a plomo sobre las cabezas de los viandantes, se manifestasen o no). Todos tuvimos que aprender a hacer manifestaciones, los manifestantes y los policías. En ese año 72 que menciono atrás, la policía vestida de gris entró en tromba en unas dependencias oficiales donde se había refugiado unos obreros a protestar, y llevó palos hasta el bedel de las oficinas; sobre la entrada quedaron montones de zapatos de los que huían como podían: la moda era de zapato de suela sin cordones, y eso, para correr estaba contraindicado. Al día siguiente podías identificar claramente a los que pensaban montar una manifestación (ilegal, manifestarse era contrario a la ley) porque todos estrenaban zapatillas bien atadas, cómodas y aptas parta correr. Siguieron las manifestaciones, siguieron los porrazos, los gases lacrimógenos. Las fuerzas del orden público solían dar una sola orden a ese público: “¡Disuélvanse!” Una labor imposible a no ser que fueran rociados con ácido sulfúrico. A medida que el franquismo se esfumaba e iba apareciendo un simulacro de apertura, aparecían leyes para dejar que los ciudadanos se manifestasen, pero dentro del orden público que guardaba la policía, que ya no eran grises, sino del color de la madera. Las manifestaciones autorizadas había que hacerlas mediante solicitud ante los gobiernos civiles, en donde se argumentaba un motivo adecuado, aunque todos sabían que acabarían gritando ¡libertad!, ¡fuera represión policial! o cosas por el estilo. Los periodistas que teníamos que cubrir ese tipo de informaciones debíamos presentarnos ante el oficial que mandaba la tropa de uniforme y enseñar un carnet (un compañero llevó con el carnet en la cara, porque el oficial era más chulo que todos los periodistas juntos); incluso se habló de ponerle a los periodistas un distintivo de color, claramente identificable, porque resultaba que los periodistas íbamos vestidos igual que los manifestantes (a saber, de jersey y pantalón vaquero) y así no había manera de escapar de un palo mal dado. Las leyes ya eran orgánicas, las manifestaciones, poco a poco, se conducían por la senda del bien, eran pacíficas, con pancartas, con los policías cada vez más testimoniales, abriendo camino, y con los manifestantes en desfile de pancartas y banderas. El orden público se había ordenado. Incluso se manifestaba la gente de orden, la que nunca se había manifestado en el franquismo: obispos, señoras de la alta burguesía y todos aquellos que antes se quejaban de que los alborotos eran cosa de cuatro comunistas. La ley de la seguridad ciudadana llegó a su tope con el socialista Corcuera, un ministro peculiar que pasó a la pequeña historia por esa “ley de patada a la puerta”. Las manifestaciones dejaron de servir para gran cosa, se convirtieron en desfiles autorizados, y los altercados pasaron a ser exclusivos de los “violentos”, una especialidad juvenil de nueva aparición cuyo fin primordial era romper cristales y quemar contenedores (el pobre Cojo Manteca fue un icono en su tiempo). Se convirtieron en algo parecido a las procesiones. Acabamos el punto y aparte y pasamos al presente. El Gobierno que va a sacar esta nueva ley organizadora del orden público, no recuerda mucho, al parecer, como era todo lo relatado entre los dos puntos y aparte. Entre otras cosas, porque no tienen pinta de haber participado en ninguna “manifa” de verdad. Son más dado a los desfiles procesionales (sin distinción de siglas ni partidos, las corporaciones municipales son adictas a seguir a un santo en peana) Con esta ley se castigarán los “escraches” (un nuevo invento de los tiempos del guasap) y las manifestaciones delante del Congreso (no sea que los diputados salgan a correr para coger el avión a la playa y no lleguen a tiempo), los insultos a la policía (en general, sin especificar si llamarles mamón o gilipollas puede ser considerado materia delictiva o no) y además se podrá delimitar un perímetro urbano para cada manifestación (se mandarán todas al Quinto Pino, en buena lógica)... Se ve que no hay mucho que hacer y poco que recordar. Tratar de organizar el orden público solo funciona si las cosas van bien; cuando todo se tuerce no hay quien pare a la gente, autorizada o no. Es como tratar de organizar un encierro de san Fermín con una ley de procesiones de Semana Santa. Una estupidez para un despropósito. Nos vemos en la calle.

martes, 19 de noviembre de 2013

Las manos que nos tienen


Diario de Pontevedra. 15/11/2013 - J.A. Xesteira
En buena mano está el pandero, solía decir un viejo director de periódico cuando la situación estaba gobernada por algún insensato o un incompetente. El otro día oí decir a un «célebre» (un paisano de mi aldea llama así a los que destacan o tratan de destacar sin ningún mérito) que la situación estaba en buenas manos; no sé que situación ni que manos, porque pillé la sentencia en la radio del coche a voleo. Pero la frase del «célebre», puede que político, puede que economista-finaciero-bancario o experto de guardia, me recordó la frase del inicio y, al tiempo, me llevó a pensar (ahora sólo pienso como juego) cuales pueden ser las manos que sostienen la situación, las manos en las que está nuestro pandero vital y existencial. Se me ocurre que las primeras manos que sostienen a la sociedad de este país es el Gobierno, que es quien ostenta la facultad y el mando democráticos para organizar, al menos durante cuatro años, el rumbo del país con todos sus habitantes. Estamos en sus manos. Pero el rumbo y la situación son complicados, los habitantes padecemos la Crisis, que es la palabra-resumen, y la única solución visible de las manos que mecen a la sociedad (seguramente para que se duerma y no dé la lata) fueron, hasta ahora, las de los Recortes (otra palabra resumen) un concepto argumentado como el mal menor, lo necesario, lo imprescindible. Así el gobierno creó los Recortes como los crímenes de la calle Morgue (releamos a Poe) sólo para atemorizar al personal con una amenaza misteriosa; en realidad el gobierno recorta al estilo de la novela: un mono con una navaja barbera. Una cosa peligrosa que soluciona por la vía de rebanar el pescuezo social. Pero cuando se descubre que el mono tiene la navaja, el misterio queda al desnudo y se producen resbalones como los del «célebre»" ministro Wert, que rebanó de un navajazo las becas Erasmus (debe ser premonitorio, a fin de cuentas, Erasmus era una mente libre, enfrentado a católicos y protestantes y autor del Elogio de la Estupidez) y justificó su acción diciendo que Europa reduce las ayudas a España. En sus manos está nada menos que la Educación y la Cultura de este país, y el ministro Wert cuenta con el apoyo del presidente Rajoy, el resto de sus compañeros de pupitre no dicen nada. Pero si dice el comisario europeo de Educación, que dice que Wert se equivoca, que Europa aumentó los presupuestos y que lo que afirma el ministro es «basura» (literal).
Y en la basura están los madrileños. También están en manos de Ana Botella, alcaldesa, otra «célebre» que suele proporcionar material humorístico para internet, a su pesar. La alcaldesa se sacude el conflicto diciendo que es un asunto interno de una empresa y sus empleados. Alguien de su partido le debió decir que no, que es un asunto municipal, que los ciudadanos pagan tasas municipales de basura; y en la prensa inglesa abren páginas diciendo que Madrid es «un vertedero de basura». Pobre Madrid, no le llegaba con la caída vertiginosa en las preferencias turísticas, sino que por encima la inundan de porquería. Los catalanes sonríen, seguramente, con disimulo, porque su Barcelona es destino preferido y le pasan la manguera a Las Ramblas. Pero Los catalanes también están en buenas manos. Mas (el president, no el signo de sumar) lanza el farol de que tiene repóker independentista, pero no pone la apuesta encima del tapete, y mientras se va a rezar al Muro de las Lamentaciones de Israel, que es como es Santo de los Croques, una retórica turística, en el Parlament comparece Rato, que tuvo Bankia en sus manos, y es amenazado con una chancla. ¡Buñuel no lo hubiera hecho mejor! Se escandalizan y acusan al parlamentario radical de falta de respeto al antiguo ministro y presidente de varios organismos económicos sin control. Nadie le dijo a Rato que era una falta de respeto hacia la ciudadanía su actuación en bancos e instituciones en las que cobró grandes sumas de dinero público y ahorros de preferentistas. Seguimos estando en sus manos aunque el panorama se haya disfrazado de apariencia legal y los jueces sumen imputados y engorden sumarios como capones de navidad.
En manos de los jueces estamos (de alguna manera) cuando la sociedad depende de la actitud de ellos para meter en la cárcel o abrir juicio a unos cuantos «célebres» que pensaban que su puesto, su situación, su colocación en la escala social les garantizaba una impunidad para corromperse y perpetrar todo tipo de sinvergüencerías. Pero pasa el tiempo, y los asuntos siguen en manos de jueces que parecen no acabar nunca de ejercer la justicia o, como mal menor, de aplicar las leyes. El personal acaba por inquietarse cuando los sospechosos habituales siguen en la calle, en espera de juicio, y que sólo los subalternos (tropa de Marbella) van a la cárcel. Cuando los fiscales parecen defender en lugar de acusar. Y cuando se resuelve, al fin, el juicio del «Prestige», resulta que nadie tuvo culpa de nada, como si fuera un fenómeno natural, una inundación, un temporal.
Podíamos espera que la oposición oficial, que un día fue Gobierno y nos tuvo en sus manos, pudiera crear alguna esperanza, pero lo único que resultó de su feria de vanidades políticas es que, al parecer, los socialistas se había ido a alguna parte y que ahora vuelven (la cosa tiene un aire de mariachi, de volver y dar la media vuelta) Pero no se sabe a donde fueron; en tiempos se fueron del marxismo y se pusieron corbata para ir en las procesiones. Ahora se acuerda de que tienen que romper con la iglesia católica y que van a dar un giro a la izquierda, que son socialdemócratas y algunas generalidades más. Pero lo tienen difícil para hacer que sus antiguos votantes vuelvan con ellos. Durante sus gobiernos anduvieron por la vida como si acabaran de bajar del Sinaí con los decretos grabados en las losas. Ahora el pandero está en otras manos, no lo saben tocar y están a punto de romper el parche.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El tiempo se toma su tiempo


Diario de Pontevedra. 08/11/2013 - J.A. Xesteira
Viajo durante el lluvioso puente de difuntos (un concepto interesante sobre el tránsito del más allá hacia el más acá) a Portugal. El hotel-spa (otro concepto actual que reconvierte al huésped de dormir en el huésped-al-baño-de-maría) tiene pocos clientes portugueses y muchos clientes españoles, casi todos de la zona extremeña y sur, a pesar de estar cerca de Galicia. Desde la cafetería del hotel me hago la composición de la situación: la crisis retrae a los nativos y atrae a los vecinos que, pese a la crisis, continuamos en nuestra habitual inconsciencia. La televisión portuguesa, igual que la española, está repleta de partidos de fútbol. Salgo a pasear por las viejas calles de Braga y entro en una librería de viejo; dos hombres mayores (hace unos años diría dos viejos, ahora, no, porque a lo mejor son de mi edad) leen a la luz de lámparas de pie con la satisfacción de aquel que encontró su lugar ideal: vender los libros que adoran y que leen (o no venderlos, según). Saludo al «alfarrabista», que es la bella palabra que usa la lengua portuguesa para designar al que vende libros de ocasión y me comenta que la crisis también les afecta a ellos: «Antes venían aquí clientes de toda Galicia, de Coruña, de Pontevedra, de Redondela y de Vigo, pero ahora la cosa está mal, la crisis en Portugal es grande, y en España, aunque parece que menos, también. Pero hay que tener paciencia, atrás dos tempos vêm tempos e outros tempos hão-de vir». Hablaba con la convicción del que ha vivido peores tiempos y sabe que el tiempo es una variable eterna, inmutable, que avanza a su debido tiempo y que todo lo cambia a su paso, a veces cambia para bien y a veces para mal, pero todo cambia ante su fuerza. John Lennon decía: «El tiempo hiere todas las curaciones». Pero el tiempo corría distinto para el afarrabista y su amigo, leyendo los libros que difícilmente venderán en tiempos de crisis, que en la calle, donde se habían manifestado un día antes sus compatriotas por el anuncio de nuevos recortes del Gobierno a los ciudadanos. El lento discurrir del tiempo del hombre y sus libros viejos contrastaba con el acelerado pulso del centro comercial, el «shopping» al que se han vuelto tan aficionados los lusitanos. En el enorme emporio, familias enteras (estas sí nativas con algún turista entreverado) deambulaban de comercio en comercio, de bar en bar, de restaurante rápido en restaurante más rápido; el parking estaba a reventar y docenas de niños gritaban pidiéndolo todo. En toda la ciudad bajo la lluvia insistente, sólo había dos lugares llenos de multitudes: el «shopping» donde todo era prisa, y el cementerio, inmóvil y lleno de crisantemos y lamparillas. Todos los tiempos se confundían; la lengua española utiliza el mismo término para referirse al paso de las horas que al paso de los chubascos.
Así que sabemos que la crisis y sus efectos pasarán. Lo malo es que nosotros también pasamos. Un clásico fadista, Marceneiro cantaba que el tiempo no pasa, somos nosotros los que pasamos por el tiempo. Y por eso parece como si quisiéramos que el tiempo se acelere, para que el mal tiempo, la lluvia, la crisis, el frío y las rebajas de las viejas conquistas gracias a los amos del tiempo, los que controlan el precio de las cosas y cuales serán esas cosas que podremos comprar, pasen rápido. Vivimos aprisa. Haga una prueba y vea a su alrededor las muestras de que queremos apretar el tiempo. Si nos lavamos las manos en un wáter público y pretendemos secarlas en ese aparato de aire caliente, comprobaremos como nadie llega a secárselas de todo, no hay paciencia suficiente como para esperar a tener las manos totalmente secas, acabaremos secándolas con la culera del pantalón. Si usted está viendo un deuvedé se encontrará con que le da al mando de aceleración cuando la cosa está en una parte poco interesante, o si abre ese yutube que le manda un amigo, ¿quién tiene paciencia para esperar a que cargue entero antes de verlo? Vamos a tropezones, como si estuviéramos cargando la imagen porque nuestro ADSL tuviera poca potencia. Pero la situación va a su tiempo y ritmo y no acelera. No vale que pidamos el final del partido al árbitro para que no se nos compliquen más las cosas. Las cosas las tenemos bastante complicadas y se nos complicarán más cada día, los grandes controladores de la situación no tienen prisa, el tiempo corre a su favor, mientras que al resto, ese mismo tiempo nos estrangula; los detentadores del poder (y digo bien que lo detentan, porque desde el poder han inventado las fórmulas para apropiarse de su propio sistema de funcionamiento) saben que cualquier delito, por muy grave que sea, está sometido a las leyes del tiempo, y a veces ya ha prescrito (el tiempo para la prescripción es mucho más breve que el tiempo para pagar deudas infinitas) y a veces, cuando llega el juicio y después la sentencia, todo parece menguado, como si aquel escándalo de hace dos años, los grandes casos de corrupción que el tiempo hace caer en un casi olvido, se convirtiera en un pálido reflejo de lo que se esperaba de la justicia. Justicia que se quedó en simple ley aplicada y desvaída por el paso del tiempo.
En los sitios donde se pasa el tiempo, como en las salas de espera de los médicos (un lugar donde nunca veremos esperar a ninguno de esa-gente) se oyen las cosas más dispares; decía una mujer que el tiempo (climatológico) era una porquería: «Cae una lluvia húmeda». Y se quejaba un prejubilado de lo que estaba tardando el médico en atenderlo: «Por eso el rey no viene a la sanidad pública». Son dos razones de evidente peso. Al rey le da lo mismo que llueva porque a él lo opera un eminente de importación en clínica privada. No está para perder el tiempo. La crisis pasará, es cosa de esperar que pase el tiempo. Podemos acabar en un frenético «shopping» o en la quietud del cementerio. Pero eso, al tiempo no le importa.

domingo, 3 de noviembre de 2013

El espía que surgió del cíber


Diario de Pontevedra. 02/11/2013 - J.A. Xesteira
Volvemos a la guerra fría, por lo menos en lo que a espías se refiere. Después de que estos días atrás se descubriera (gracias a los papeles secretos de Snowden y otros «enemigos») que los USA espían a todo el mundo, esta vez de forma literal, a través de Internet y sin discriminar a nadie, me siento importante; mis correos electrónicos, mis descargas de películas, mis búsquedas en la red, todo fue espiado por esas agencias americanas, que a veces es la CIA y a veces NSA; y eso me pone en el mismo lugar que el presidente Rajoy, que también fue espiado, aunque yo no utilizo el Twitter para nada y él ahí me lleva ventaja. Ahora sabemos por que la Red (que no hay que olvidar que fue un sistema que en origen creó el Pentágono para comunicarse sin intervención externa) se popularizó y se llevó a extremos insospechados: teníamos que estar todos conectados para que un Gran Hermano nos vigilase con su ojo-que-todo-lo-ve. Ignoro lo que puede interesarle a la NSA de lo que anda en comunicaciones por las redes, pero la paranoia estadounidense es un motivo muy poderoso para vivir con el miedo a lo que se desconoce. El asunto no es nuevo; hace meses que rueda por las páginas de los periódicos con datos, pelos y señales; el Gobierno español no se dio por aludido cuando la noticia saltó en un periódico alemán. En aquel entonces, el ministro español de Exteriores llamó al embajador americano para mostrarle su preocupación por lo que se comentaba por ahí, pero el embajador no estaba. Por aquellos días surgió el cabreo de la brasileña Dilma Rouseff, que le dio un corte de mangas a Obama y le pidió explicaciones de a ver porque tenían los yanquis que espiar su teléfono. Las relaciones se pusieron tensas y ahí siguen. El secretario de Estado americano dijo que EEUU seguiría haciendo lo necesario para preservar la seguridad del mundo. ¿Entienden? El tema adquirió un nuevo semblante cuando la alemana Merkel coge el mismo cabreo que la brasileña, y Francia le secunda, con lo que obligan a la Unión Europea a que pida explicaciones. Angela Merkel va más allá y dice que en su país el espionaje es un delito, los espías son delincuentes y al que pillen lo meten en la cárcel. En España y en el resto del mundo, también; un delito comparable al terrorismo, porque la función del espía es la de un soldado encubierto, un terrorista en el amplio sentido de la palabra. En situaciones de guerra es fusilado sin que se le aplique la Convención de Ginebra. El escándalo sube de grados cuando Obama se niega a recibir a la comisión de Europa y da muestras de que el asunto se la repampinfla totalmente. El eje Berlín-París o, lo que es lo mismo, el cabreo de Angela Merkel no acaba aquí y traerá consecuencias imprevisibles. ¿Y el cabreo de Rajoy? Pues es de aquella manera, usted ya sabe: que si somos amigos y aliados, que no es para tanto, que me cabreo con la boca pequeña. Incluso el ministro dice que a él «no le consta oficialmente», como si los espías pidiera permiso por escrito. Hay una queja formal, se convoca al embajador americano para que diga si es cierto lo que es cierto. Pero, ¿que nos va a contar que no se sepa? Todo lo que puede decir ya salió publicado en los periódicos. EEUU lleva espiando oficialmente en España desde que Aznar autorizó al gobierno de Bush a hacerlo. Precisamente el teléfono privado de Ángela Merkel fue «pinchado» desde Madrid. Para revolver el recontraespionaje, los americanos dicen que a ellos les trabajan los servicios secretos de España y Francia en plan subcontrata. Los americanos seguirán espiando todo lo que se les ocurra. Los cabreos no llegarán a desestabilizar el mundo. Pero, ¿cual es el balance de la situación? Por una parte está la percepción divisoria de buenos y malos. Los cinco países «buenos» (blancos, anglosajones y protestantes) EEUU, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, espían al resto de países «malos», y en ello queda un fondo de desconfianza novelesca y cinematográfica: los rusos siguen siendo tan malos como cuando eran sólo comunistas; los alemanes son los que perdieron la guerra, por nazis; los chinos vuelven a ser «el peligro –económico– amarillo»; el resto, son una tropa de gente morena mafiosa, folklórica y de escasa importancia, pero que enseguida se hacen amigos de los árabes. Con todo eso no es extraño que investiguen a todos los líderes mundiales, para ver que comen, que beben y como se lo montan en su vida privada. Mi intriga está en el presidente de España y los políticos de su pro y su contra. Lo que se pueda espiar en la clase política española aparece antes en la prensa; los «tuits» de los políticos, cuando no meten la pata hasta el Youtube son de nivel de niña de instituto. Al final lo único que queda es la actitud servil del Gobierno español, que se deja espiar por un aliado que, en realidad es el patrón, con derecho de abrir nuestro correo, de la misma manera que los empresarios están autorizados para ver el correo de sus empleados. John Le Carré ha quedado anticuado; su agente Smiley no tiene nada que hacer, pertenece a un mundo en el que los teléfonos tenían un cable unido a la pared y existía el factor humano. Los espías actuales son funcionarios que miran el mundo a través de una pantalla. James Bond puede tomarse los martinis que quiera, porque ya no sirve para nada; la licencia para matar la tiene un tipo sentado en un despacho, que le da a la tecla del «enter» y manda un avión sin tripulantes a bombardear, o se mete en el teléfono de Rajoy. Lo que encuentre allí está más en la onda de Nuestro Hombre en La Habana que en la de la serie Homeland. Lo que me gusta de todo esto es que me hace sentir como el Doctor No: un malo de Espectra.