sábado, 25 de abril de 2015

Mala está la cosa


          
J.A.Xesteira
La cosa no funciona, está mal. Rato pasa de ministro del dinero y jefe del Fondo Monetario Internacional –el organismo que exprime, acosa y agarra por el cuello a los países– a la condición de detenido y metido al coche con la mano en la cabeza (debe ser lo más humillante para un prepotente ex ministro, que te metan en el coche de la policía y te bajen la cabeza como a cualquier ratero). Como ministro dejó las cosas de tal manera que ahora padecemos los despropósitos del gobierno Aznar con escala en el gobierno Zapatero. Esos despropósitos no eran invención total española, sino que venían aconsejados (la oferta que no se podía rechazar) por Europa y el FMI, en el que después recalaría Rato. El sistema es el siguiente: el FMI aconseja a los gobiernos hacer reformas y pedirles prestamos; pero los gobiernos aconsejados se lo gastan en petardos y pesicolas. Y los que vienen detrás se encuentran con que la pasta se la gastaron los amigos del FMI, y el FMI les aprieta ahora para que paguen lo que deben. Una tropa de sospechosos, Rato, Strauss Khan y Lagarde (todavía en fase de imputación, pero todo se andará) nos dice como tenemos que empufarnos para pagarles después a ellos los pufos que no teníamos necesidad de pedir. El hecho de que Rato sea un delincuente (en fase de suposición) quiere decir que sus amigos, los de su partido, los que lo montaron en el gobierno de Aznar y lo pusieron a mangonear, tienen que asumir parte de su culpa, moralmente, por lo menos, y judicialmente por lo más; no vale colgarse la medalla de que “nosotros no impedimos que los jueces actúen, somos neutrales”. Eso es una obviedad boba; no tienen nada que hacer ante las investigaciones, sobre todo cuando explotan en la nuca como un globo de agua. Ahora estamos en la fase en la que Rato tiene que sentarse en el banquillo, el Gobierno tiene más agua de la que puede achicar y las elecciones están encima. Mal está la cosa. Y peor está cuando la deuda española, la que suscribe el Gobierno y pagamos todos, es la segunda de Europa, y somos la mayor potencia de parados de la comunidad. Mal va la cosa. Se abren apuestas a que el próximo gobierno se va a encontrar con que el dinero no está donde debe estar y que el pufo monetario mundial es mayor. Por el momento, y de cara a las elecciones, el Gobierno sostiene que la economía de los números gordos, los que manejan los ministros, va bien. Pero los que manejamos números flacos en la gasolinera y en la cola del super, sabemos que la cosa no va bien. 
Los síntomas son claros, y aparecen cosas que antes no aparecían. La campaña electoral de este año, que durará todo lo que queda hasta las generales, es como si encendieras la luz en una habitación llena de ratones. Todos buscan agujero; unos, para apuntarse a ser lo que no fueron el PP y el PSOE en sus carreras triunfales; otros, PP y PSOE, a no dejar que les quiten el terreno que no sembraron, quizás por prepotencia natural. La cosa no va bien, y, aunque sea una incógnita, todos saben que para este verano ya hay otra moda política. 
Y en medio aparece el niño con la ballesta. La secretaria de protección de no sé qué (perdonen, pero es que salen tantas mozas rubias secretarias de estado, politicamente clónicas, que no me da tiempo a leer el letrerito que ponen debajo). La moza en cuestión dice que algo está pasando, que la juventud está rodeada alrededor de mucha violencia (la redundancia es de la secretaria, advierto). Suponemos que se refiere a que hay mucha violencia en la televisión, en la calle, en las noticias, en internet, en los juegos de ordenador y todo esto, A continuación todos los opinantes de televisión (un género en sí mismo) se convierten en psiquiatras y sacan de la manga el “brote psicótico” para explicar el hecho. El crimen de instituto americano ya está entre nosotros, con algunas diferencias (tener armas de combate en casa, en España, es más complicado) pero no se trata de una novedad por la violencia que “rodea alrededor” a nuestros jóvenes. Las hemerotecas están llenas de casos similares, no tan abundantes como en América. Los expertos  de verdad dicen que hay una influencia evidente de los juegos y el internet. Puede ser, no soy experto. Pero si es así, mala está la cosa.
Y otro síntoma. Los barandas que se reúnen en Europa han decidido que es intolerable que los pobres del mundo se ahoguen en el Mediterraneo. Si los pobres del mundo se ahogasen en el Índico los barandas de Europa no se hubieran reúnido. Pero aquí hay una cuestión económica. Es muy caro mandar barcos italianos y españoles a rescatar a africanos subsaharianos, libios, sirios o bengalíes. Y los estados ribereños piden medidas (y dinero) a los países europeos ricos  para mantener a los policías del mar salvando lo que puedan. Pero a muchos paises ricos (Luxemburgo, por ejemplo) se la suda, ellos no tienen mar ni ahogados. El problema es más de imagen comercial que de humanidad. María Dolores Cospedal dijo su frase (aquí, en campaña hablan hasta debajo del agua) “Si viviese en un país como esos me metería en un barco”. El caso es que a los países como esos los pusieron así las potencias que primero colonizaron, después explotaron y después bombardearon para hacer gasto de armas. Mal está esa cosa y se pondrá peor.
Aparecen corrupciones que no aparecían: las eólicas de Castilla pagaban cochechos a políticos autonómicos; el Parlamento español no es más que una enorme retórica entre el “ustedes, más” y el “habla cucurucho que no te escucho”; y Hacienda encuentra en Suiza 20.000 millones de euros españoles y afirma que hay la repera de 715 casos de blanqueo. Y así sucesivamente. Según los calculos triunfantes del Gobierno, España va bien. Pero los que lo vemos en directo sabemos que la Cosa va mal.

sábado, 18 de abril de 2015

De lo local y lo universal


J.A.Xesteira
A veces lo que son simples coincidencias nos parecen como señales de que las cosas están relacionadas entre sí y se llaman unas a otras. La pasada semana estaba sacándole el polvo a los libros y reorganizando las estanterías (es algo que nunca se podrá disfrutar con los libros electrónicos o como se les llame) y me di cuenta de que la edición de “El tambor de hojalata”, en libro amigo y barato de hace 35 años, era para la vista de águila que tenía hace esos 35 años, y que ahora, con el papel amarillento del paso de los años y la letra pitiñosa, ya no se puede leer; me pasó lo mismo hace poco tiempo con “Rayuela”, de Cortázar. Estaba en eso cuando se murió el autor del libro, Günter Grass, un hombre de aspecto triste que siempre pareció apenarse por su pasado y el de su país. Una coincidencia. En mis labores de revolver el pasado en forma de papeles, encontré una entrevista a Eduardo Galeano que le había hecho en Vigo; nadie conocía a aquel escritor suramericano que venía traído por el que después fuera alcalde de Soutomaior, Pereira, amigo suyo de los tiempos de la emigración uruguaya. Como los marrones de entrevistas no deseadas me caían a mí, me puse a hablar con aquel hombre desconocido y el resultado –que no se traduce en la pequeña entrevista– fue que conocí a una persona de conversación fascinante, con un torrente de argumentos y un lenguaje distinto en la España de la Transición. Más tarde compré sus “Venas abiertas de América Latina” en Cuba, y hace unos días me divertí con su libro sobre el fútbol (si los periodistas de fútbol escribieran como Galeano, el fútbol sería otra cosa). Y la segunda coincidencia; se muere Galeano. Aunque mi necrofilia de panegíricos es escasa, debo reconocer que cuando desaparecen personas importantes, la sociedad y la cultura se resienten. Los dos escritores eran, comparando sus obras, opuestos: uno, el alemán de Dantzing, un hombre de aspecto pesimista, encerrado en una culpa nacional por un pasado que nunca debió existir; era el escritor local, de sus personajes vecinales, del pasado de su infancia dura. El otro era continental, su prosa y su ensayo abarcaban toda América y su mirada, muchas veces airada y muchas veces divertida, se enfocaba hacia el futuro.
Pasado y futuro. Local y universal. En cierto modo esa es la alternancia, esa es la oferta social del momento. Esa es la alternativa en política, en la cultura, en la sociedad en general y en cada ciudadano en particular. Ahora, a algo más de un mes para unas elecciones municipales –lo local– asistimos a un frenesí de remolinos políticos en los que todos los partidos, grupos y aficiones andan metidos, disparando metralla de unos contra otros y todos contra todos, incluidos los de dentro de cada casa, en una guerra total –lo universal– que va dejando muertos, heridos de diversa consideración, traidores que se pasan al enemigo con armas y bagajes, y guerra sucia, en la que hay víctimas por fuego amigo, armas de destrucción personalizada, bombardeo con drones fantasma y, por supuesto, las eternas víctimas colaterales, que somos todos los que contemplamos esta guerra política que se libra en las páginas de los periódicos, en las televisiones (ahí parece un juego de ordenador) y se radia desde las emisoras donde el lenguaje agresivo dejaría a Queipo de Llano a la altura de la ratita presumida. Usted, como cualquiera, pensará que hay demasiado barullo universal para una cosa tan local como es elegir a un alcalde y unos cuantos concejales; y podrá pensar en que no hay necesidad de sacar los grandes ideales de los partidos, los grandes resultados económicos (que nadie se cree) y las fantásticas promesas de futuro (que ya no convencen ni a los tontos útiles que podríamos ser casi todos). Total, para elegir a nuestro alcalde y sus concejales no hace falta tanto. Lo bueno de las elecciones municipales es que nos conocemos todos, y por mucho que nos quieran vender los grandes ideales democráticos y consolidados por unas siglas, sabemos que lo que importa es de dimensiones vecinales, es un partido que veremos en directo y no a través de los Medios; es una etapa que viviremos en el barrio y no en Madrid.
Porque esa es otra “universalidad”: la importancia de Madrid en este despropósito. Cuando todavía no sabemos quienes se presentan en las elecciones (al menos no conocemos a todos los de las listas) nos enseñan la gran batalla de Madrid como si a los periféricos nos importara si van a gobernar las rubias prepotentes del PP o el circunspecto profesor de universidad del PSOE (con los añadidos del resto de incógnitos). El efecto de mostrarnos la universalidad de Madrid hace que nos distrigamos de la localidad de nuestras elecciones vecinales. Pero la universalidad va más allá. Llega hasta Venezuela con el alarde pactado en Congreso por PP y PSOE de oponerse al presidente venezolano porque metió en la cárcel a unos opositores. Puestos a ello podrían seguir condenando países. Pero la obsesión es Venezuela, con esa extraña (o no tanto) pareja que formaron Aznar y Felipe González (gran amigo –o algo más– de aquel presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez, de infausta memoria). Y todos se disparan corruptos en ráfagas, mientras ofrecen maravillas universales como Sánchez que anuncia el retorno al laicismo (cuando su partido pasó por los gobiernos bajo el mismo palio vaticano de siempre). La guerra sucede en las galaxias, con UPyD viendo como sus miembros se pasan al lado oscuro de Ciudadanos, que acabará por confluir con el PP más allá de las estrellas. Pablo Iglesias le regala a Felipe VI (un buen nombre para un coñac) el juego de tronos, quizás para que vea que cualquier enano puede llegar a la quinta temporada, mientras los altos guerreros pueden caer cualquier día. Y mientras, Rajoy, como los tiburones cuando hay már de fondo, se queda quieto. Y todo esto para elegir el alcalde del pueblo. O a lo mejor es que se prevén nuevos tiempos.

sábado, 11 de abril de 2015

Dos mundos

       
J.A.Xesteira 
Al igual que miles de españoles aproveché los pasados días de la fiesta equinoccial de la primavera (conocida también como Semana Santa) para darme una vuelta por Portugal, un país que tiene la ventaja de tener el café cortado (“pingado”) de calidad óptima a sesenta céntimos. Portugal y España son dos países ajenos entre sí, a pesar de que parece que, como vecinos, nos conocemos, pero, con las notables excepciones de la Galicia sureña, los “espanhois” todavía se siguen asombrando de que al jamón le llamen presunto. Podría enumerar ventajas para vacacionar en el país vecino (precios, atención hostelera, clima, gastronomía, vinos, actos culturales, y los etcéteras habituales) pero todas las comparaciones son ociosas. Además, no venía para hablar de mis vacaciones y de los turistas ingleses que hacen cola para entrar en la librería de Porto “Lello e irmão”, desde que alguien dijo que era la inspiración para Harry Potter, ni de los españoles haciéndose la foto delante del café Majestic, con sus resignados camareros habituados a salir en miles de retratos. El caso que me trae fue el hecho singular de las muertes de Manoel de Oliveira y de Silva Lopes. Ambos ocuparon espacios en las televisiones y prensa de Portugal (también en España, pero simplemente como gacetilla curiosa).
Manoel de Oliveira era director de cine, murió con 106 años, lo que en sí le vale para ser citado como noticia, pero lo más pasmoso es que su último rodaje lo estrenó en Venecia el año pasado. A pesar de ser multipremiado en festivales internacionales, su cine, difícil, es desconocido en España (vivió de niño en A Guarda, al lado del Miño, a donde se fueron sus padres exiliados) y, lo que es peor, también es ignorado en su país salvo en élites culturales. Oliveira, al que admiraba Clint Eastwood, pese a no haber visto ninguna de sus pelícuas (no se estrenaban en Estados Unidos país que solo sabe ver su cine) solía rodar sus filmes con los mejores actores de culto internacionales; Michel Piccoli o Catherine Deneuve estaban encantados de ser reclamados por el cineasta. Marcello Mastroiani, dijo al ser preguntado por qué una figura como él rodaba con Oliveira: “Es una especie de monumento, tal vez ustedes, portugueses, no lo sepan, pero este hombre es conocido a nivel internacional; hace un cine muy especial y fue por eso que me interesó”. Su muerte fue la clásica conmoción mediática, un luto (oficial e hipotético) de dos días y al final todo sigue igual. Según pude ver en la televisión, me encontraba cerca de su casa y del lugar del entierro, en la Foz de Porto. Al sepelio acudieron el presidente Cavaco Silva y el primer ministro Passos Coelho, además de figuras como el actor John Malkovitch, otro de sus admiradores actores.
Silva Lopes, que fue la necrológica que siguió en los informativos, era más jóven (tenía 82 años), era economista y fue ministro de finanzas de Portugal en varias ocasiones. Conocido como uno de los más influyentes  economista de su país, también era famoso por su pesimismo (o realismo) y porque nunca, ni siquiera de ministro, anunciaba que las cosas iban bien, y siempre que había que mejorarlas. Después del 25 de abril fue llamado para formar parte de los primeros cuatro gobiernos y ministro de finanzas. Fue gobernador del Banco de Portugal y, entre otras cosas, fue uno de los responsables de la nacionalización de la banca (tras la revolución) y dio a los portugueses la paga de Navidad. Era la muestra evidente de que no todos los ministros de finanzas o de economía son como pensamos que son o como los vemos cada día en las televisiones. Hay gente legal en todas partes.
Veía estas dos noticias en la televisión. Dos personas importantes, una de la cultura, otra de la política y la economía. Ambas con obra suficiente para hacer que el mundo sea un poco menos cutre y ramplón, un poco más digno y elevado. Pero, al instante, una vez acabados los panegíricos, todo volvía a su lugar. Aparecían en pantalla los auténticos protagonistas, una tropa de personajes anodinos, barrigones, festejando algo en medio de una algarabía que llamaban fiesta; una pandilla de personajes disfrazados de cocineros a los que llaman chef, intentando imitar a otros imitadores de cocineros a los que llaman chef; un grupo de señoras y señores sentados, gesticulando y mostrándose en toda su ignorancia…, y así todo el repertorio de seres humanos que componen lo que llamamos “la realidad” y que nadie trata de cambiar. La vida hace tiempo que dejó de imitar al arte para nuestro mal. Lo que impera en la sociedad no es lo excepcional ni el deseo de imitarlo, sino lo vulgar, lo inculto, lo chato y maleducado, y parece que a nadie le importa o, lo que es peor, a alguien le interesa que las cosas sean así: una cabeza que no piensa es una cabeza fácil de amaestrar.
Es asombroso como ese contraste entre las muertes de dos personas ilustres y la tropa de rubias y barrigones que son lo real en un mundo real, es un calco en todos los países. Lo que pasaba por la televisión portuguesa podía trasplantarse a la TVG o a Canal Sur o a…; las barrigas son la misma, solo cambia la cerveza, de Super Bock a Estrella de Galicia o a Cruzcampo. La misma incultura, la misma ignoracia, el mismo pailanismo orgulloso y potenciado por los detentadores (y digo bien detentadores en este caso –ver diccionario de la RAE–) de la cultura. Parece que la estrategia, sea o no intencionada, es mantener en estado “apampanado” al personal, y convencerlos de que ese estado es lo auténtico, lo nuestro, lo tradicional, lo de toda la vida, y que somos los mejores. Todo, menos dar opciones a que piensen por sí mismos, a que reclamen lo que se les roba a diario, ya sea su dinero, su cultura o su libertad. Manoel de Oliveira, al que desconocemos, tuvo tiempo en siglo y pico de vida a dejar alguna frase; elijo esta: “A liberdade não é um direito, é um deber”.

domingo, 5 de abril de 2015

Cualquier tiempo pasado

         
J.A.Xesteira
Leo un tuiter que publican en un periódico (los medios de comunicación se dedican a reproducir los comunicados breves de las personas anónimas, que son las “fuentes bien informadas” de otros tiempos) que dice algo así como: “En “Cuéntame” nos han superado, en 1983 podían manifestarse en la calle”. Bromas a un lado, la cosa tiene su porqué y en un buen puñado de circunstancias que se rigen por leyes y normas sociales, parece que hemos vuelto a ese pasado del que estabamos huyendo, y parece que los hechos respaldan esa apariencia de rescatar de mala manera las reglas por las que nos regíamos hace varias décadas sin que nadie las echara de menos. Digo parece porque en realidad no es así, el tiempo no tiene “replay” y lo que fue no volverá a ser. Pero el ambiente, el clima, la pintura de las fotos, la autoridad competente, retrotraen a un tiempo no exento de nostalgia que, curiosamente no pueden sentir los que firman los tuiter, porque ni siquiera habían nacido en ese pasado. Hay detalles que nos ponen en medio de la serie de “Cuéntame”, en la transición democrática o directamente en el franquismo; son esas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo no precisamente de rosas y si de palos. Por ejemplo, se lee una noticia de estos días en la que se cuenta del aumento de alquileres de habitaciones a estudiantes en casas particulares, lo que nos devuelve a las pensiones de la posguerra, que se prolongaron hasta los pisos de estudiantes de los años 70; los viejos podríamos sentir nostalgia de eso, porque la nostalgia siempre es engañosa y hace olvidar la parte mala de lo que se añora. Vuelven los pantalones campana que todos tuvimos –más o menos acampanados– y no me extrañaría que volvieran las melenas, los bigotes mexicanos o las patillas, cosas peores se vieron. Hay cosas que no vuelven porque nunca se fueron, como por ejemplo las autoridades marchando detrás de las procesiones de Semana Santa, más allá de sus creencias religiosas y del laicismo que nunca existió en la política real del país (cuyo paradigma es el ministro de Interior, que concede a una virgen andaluza la medalla al mérito policial y está convencido de que Santa Teresa ejerce de “intercesora” por España –hagan un segundo de reflexión y échense a temblar ante la idea de que nuestra seguridad está en manos de un tipo que cree que las figuras de santos y los muertos influyen en la política española–)
Pero, por encima de todo está esa vuelta de tuerca (de tuerca de garrote vil) que es la reforma del Código Penal, más conocida como la “Ley Mordaza”, en la que los derechos y los castigos son como las penas y las vaquitas de Yupanqui (los castigos son de nosotros, los derechos son ajenos). La vuelta de la cadena perpetua, las multas desproporcionadas, la anulación virtual de derechos como la libertad de expresión y manifestación, en aras de un miedo que no existe más que en la necesidad de control de gentes que creen en el mérito policial de una imagen del tamaño de una muñeca y en la necesidad de mantener una sociedad instalada en simples sospechas.
No es nada nuevo, como dice el tuiter citado. A los jovenes les tocará pelearse por otra sociedad, pero pensar que este retroceso social equivale a que cualquier tiempo pasado fue mejor, es equivocarse. En cada tiempo cada juventud se busca su sitio y se pelea contra lo que tiene enfrente. No son tiempos comparables como cualquiera puede entender. Hay cosas que han cambiado radicalmente, y las comunicaciones instantáneas, digitales, el mundo virtual y la inmediatez de pasar las ideas en un click han cambiado todo el andamio desde el que tratamos de repintar una y otra vez la misma sociedad. Hay cosas que no cambian, que están en el meollo del cerebro humano, junto con la estupidez y las creencias personales en santas medievales que influyen en la buena marcha del país. Y después están las verdades categóricas, la gobernanza a partir de un principio de autoridad que siempre nos dice que “es por nuestro bien”. Por eso vuelve, como una pesadilla del pasado, el poder de la policía, que no necesita de respaldos judiciales para restablecer el “orden público” y la “seguridad ciudadana”, aunque por el camino se pierdan unos cuantos derechos de los propios ciudadanos, lo importante es el orden y no las personas. Es un “dejá vu”, un pestañeo, un instante, y me encuentro hace varias décadas metido en manifestaciones, como periodista informante, y veo como a un colega le dan en la cara con el carnet de periodista, una vez que se identificó como tal; eran los tiempos en los que a un periodista le podían multar hasta por la ley de caza y pesca.
El síntoma de retroceso existe, es cierto, pero ya no puede compararse con el pasado más que en determinadas modas y actitudes “vintage”. Las leyes represivas existieron, existen y existirán, y el deber de luchar contra ellas, también. Esta ley será derogada de aquí a unos meses, posiblemente. Vendrán otras leyes y otras protestas, y otras nostalgias, pero los jóvenes que son los que piden sitio en la vida ahora mismo no pueden sentir nostalgia de un pasado que ellos no vivieron; podrán vestirse de hippies para celebrar el no sé cuantos aniversarios de la Primavera del Amor o del Mayo del 68, o de cualquier acontecimiento con aroma de naftalina, pero sólo los viejos podremos sentir nostalgia de los tiempos pasados y mal nos va si las comparaciones con los tiempos actuales nos llevan a los mismos errores del pasado, porque será señal de que no hemos aprendido nada. Cuando la estupidez actual nos recuerda estupideces pasadas, es tiempo de rectificar. Instalarse en la creencia de que cualquier tiempo pasado fue mejor es falso. El tiempo que nos toca vivir ahora es el mejor, porque no tenemos otro, no hay más que el presente, y ese es el que tenemos que cambiar. Ahora.