domingo, 27 de marzo de 2016

Ahora somos Bruselas


J.A.Xesteira
Nos toca ser Bruselas. Ya fuimos París, fuimos Charlie y todos los lugares donde se produjo un atentado terrorista islámico y en la parte de la tierra privilegiada, donde vivimos. Cuando los atentados se producen en esos mundos de dios donde nadie importa no somos nada. Pero ahora, después de las bombas en Bruselas, todos somos Bruselas, el centro de la Europa que decide. Ha bastado con que unos pobres iluminados, convencidos seguramente de que van a disfrutar de las delicias del Paraíso, se ataran unas bombas a la barriga y las hicieran explotar para que una ciudad moderna y civilizada quedara colapsada, el normal funcionamiento de los estados europeos quedara en fuera de juego y la comunidad de países que constituyen el mundo moderno y civilizado (según nuestros estándares) acusara el golpe y quedara en estado de choque. Murieron muchas personas (siempre son muchas aunque sea una) y otras muchas quedaron heridas, y después de la estupefacción del momento, hablaron los líderes europeos, los diseñadores en la red dibujaron a Tintin y al Maneken Pis en momento de dolor (son hábiles y rápidos los diseñadores para dibujarnos símbolos del dolor) y las redes sociales se llenaron de frases de condolencia, desde el Papa hasta los niños del parque de aquí al lado, que están todo el día con el maquinillo mandando cosas y recibiendo cosas. Es lo acostumbrado. Y no hace falta ser adivino para suponer lo que sigue y las reacciones de la OTAN, la UE y el mundo occidental contra el peligro terrorista. Un peligro real, que existe y no se puede minimizar, aunque no se pueda controlar, porque no llevan uniforme, no mandan tuiters para quedar a explotar una bomba ni se puede predecir donde atacarán. Es su ventaja, la aprendieron de ese mundo civilizado al que ahora atacan. Como en París, dos se inmolan y uno queda de fleco suelto, en busca y captura. Lo cogerán, lo detendrán y, mientras se producen en el mundo los minutos de silencio y los funerales de estado, con presencia de las correspondientes autoridades, el capítulo se cierra con un “Continuará”. Lo saben todos, los terroristas y los gobiernos. 
Saben que esto no es una batalla ciudadana, sin soldados, y saben que la inmediata reacción de un mayor despliegue de fuerzas armadas, policías y ejércitos, ayudados por los servicios de inteligencia, no va a detener el proceso terrorista. La historia ni es nueva ni rara. Venimos asistiendo a atentados del terrorismo islamista desde antes del 11-S; pero fijando esa fecha como paradigma de atentados, ya hemos visto unos cuantos con la misma pauta. Y los gobiernos, como reacción a cada bomba suelen repetir el mismo procedimiento: ataque a ciudades de algún país islámico en guerra (o no, Irak no estaba en guerra) y blindaje de los países para evitar que entren “los malos”. Saben, o a estas alturas deberían saberlo, que eso no sirve de nada, que el proceso es totalmente diferente. Se trata de una guerra de tácticas psicológicas que enfrenta a dos mundos bien diferenciados con culturas más parecidas de lo que pensamos y con componentes religiosos y sociales definidos. Existe desde hace años un proceso destructivo de la zona del Medio Oriente, lo que llamamos Países Árabes, un territorio que engloba a varios estados actualmente en conflicto debido a la intervención occidental y otros estado que Occidente considera “amigos” (Arabia y los Emiratos, básicamente), de fuerte influencia religiosa, feudalistas antidemócratas, inmensamente ricos (sus jeques, no el pueblo) y en buena relación con lo que llamamos Occidente, incluida Rusia y China. Son  además los países que suministran las armas para que los vecinos se maten entre ellos mientras el mundo asiste impasible a las matanzas y los bombardeos con el apoyo de los ejércitos de ese Occidente del que hablamos (España ha batido el récord histórico de venta de armas a Arabia Saudí, un país antidemocrático, donde los derechos humanos ni están ni se les espera; tener como ministro de Defensa a un antiguo comercial de las bombas de racimo es lo que tiene).
En este momento se achaca a la guerra de Siria como origen de estos atentados. Pero la estrategia es muy anterior a estas guerras actuales, que lo único que han servido (además de beneficiar a la industria armamentística) es para aglomerar en las fronteras a los fugitivos de la guerra, los mismos que Europa dice acoger, pero en la casa de los turcos. 
El problema terrorista no empezará a remediarse hasta que alguien comprenda que se trata de una lógica elemental: “Tu destruyes mi casa, yo destruyo la tuya”. El Isis, la Yihad o como queramos llamar a lo que sea que organiza el terrorismo mundial sabe perfectamente que no valen todas las fuerzas armadas del mundo contra un concepto: el miedo. Romper la normalidad de una ciudad, descalabrar la organización, convertir la comodidad del mundo rico, que va en metro, toma aviones para ir de vacaciones o tomar el sol en las playas (¿alguien pensó que pasará si atacan al tursimo español como atacaron al turismo de Túnez?); el miedo es su sistema. Y eso no se combate ni con más policía ni con más misiles. El proceso tiene que ser otro y pasa por recomponer el mundo árabe en sus casas, recoger a la juventud del Islam (una religión de paz que, como el Cristianismo, cualquiera puede manipular) y facilitarles la vida, porque los jóvenes del Islam quieren las mismas cosas que los chavales de Bruselas. Simplemente hay que igualar las oportunidades de vivir en todo el mundo. Los que conocimos los países árabes de hace años, sabemos que la gente quiere lo mismo que los europeos, vivir y dejar vivir. Cuando no les dejan vivir, el resultado es el previsto, nos traen las bombas a casa, probablemente explosivo comprado en la misma Bélgica y fabricado por algún país democrático. 
Las reacciones siguen un protocolo, una rutina. Los dirigentes se hacen la foto, se ponen pomposos y circunstanciales, todos guardamos el minuto de silencio y después nos vamos a tomar una copa y celebrar que estamos vivos y la vida sigue.

sábado, 19 de marzo de 2016

Que paren este mundo


J.A.Xesteira
En los años 60 del pasado siglo había una frase que tenía cierto éxito, se usaba en carteles y camisetas (en aquellos lejanos tiempos las frases duraban más de los quince segundos de éxito universal que tienen ahora las miles de frases por segundo que triunfan en las redes sociales). Decía: “¡Paren el mundo, que me bajo!”. La intencionalidad graciosa era contra el sistema de cosas que hacían de aquel mundo un despropósito que no nos gustaba. Aquel mundo desigual, con guerras por casi todas partes, falta de libertades, derechos ciudadanos, sociales, laborales todavía por conquistar (se conquistaron y ya se perdieron) no nos gustaba, y queríamos bajarnos de ese viaje, al menos en el humor de la frase. La realidad fue que nadie se bajó del mundo y se peleó para combatir las desigualdades, ganarnos los derechos y conquistar las libertades. ¡Ilusión vana! Supongamos (hagan un esfuerzo de abstracción por un momento; para ello es preciso que pongan en modo avión el chisme ese que tienen delante de los ojos constantemente y se lo metan en el bolsillo, no va a pasar nada en los minutos siguientes) que usted se queda como la bella durmiente, en su cama en los años 60 del pasado siglo, y despierta ahora mismo. Le ocurrirá como a ese hombre que estuvo en coma un montón de años y que lo que más le sorprendió fue que la gente andaba hablando sola por la calle con un cacharrito pegado en la oreja. Lo más probable es que se dé cuenta al instante de que aquellos derechos –laborales, sociales, ciudadanos– por los que se peleaba en la calle contra unos policías vestidos de gris y que creyó un día que había conquistado, no existen y, lo que es peor, nadie pelea por reconquistarlos. Jornada de ocho horas, trabajo digno y en nuestra tierra, libertad de expresión, puestos de trabajo estables, igualdad de oportunidades y un  largo etcétera de eslóganes viejunos, que alguna vez se corearon y también se pintaron en las paredes, no son más que recuerdos para series de televisión nostálgicas. La comparación con la actualidad resultaría inútil; lo que pensamos que habíamos conseguido se nos fue de las manos como agua en una cesta. Lo que llamábamos hace 50 años El Sistema aprendió muy pronto que no convenía luchar contra la revolución, era más fácil comprarla. Los protagonistas del Mayo del 68 (salvo tres o cuatro tercos que guardamos el adoquín por si hiciera falta) se convirtieron en “apparatchick” (ver wikipedia, que acabamos antes); los hippies que hacían el amor y no la guerra de Vietnam, acabaron por convertirse en moda de ropa de grandes almacenes (cada temporada hay una línea hippie en cada firma multinacional); el Che Guevara murió fusilado por un soldadito de Bolivia, soldadito boliviano, sólo para convertirse en camiseta o cartel; los sindicatos obreros pasaron de ser la fuerza contra el poder empresarial a convertirse en asesoría y agencia de viajes que organiza procesiones laicas y se sienta a firmar con el enemigo convenios en los que se pierden los derechos básicos que ganaron en el pasado, bajo la benévola mirada del Gobierno de turno; las derechas y las izquierdas, claras y definidas, se fueron difuminando, convirtiéndose en una cosa que llamaban Centro, que no existe, pero que conviene, porque aprendieron que una cosa es ponerse muy propio en las frases de los discursos y otra distinta pillar el poder por la entrepierna, y una vez que se instalaron en el poder tuvieron todo el tiempo del mundo para robar o permitir que robaran los nuestros; y todo se fue depauperando, la Cultura, convertida en un acto inaugural; la Sanidad, desviada hacia una irresistible privatización; la Educación, en un bucle sin fin de planes absurdos que no consiguieron superar las ideas de la enseñanza de la República Española (esa, la que fue aplastada por un  golpe de estado militar, también conocido y santificado vaticanamente como la Cruzada), y las obras públicas, en una locura megalómana de edificios, aeropuertos y autopistas vacíos. Incluso el centro de la Maldad, que era la URSS, fue celebrado en su desaparición y nadie pensó que lo que se ponía en su lugar iba a ser mucho peor; se apludió la caída del Muro de Berlín y se calló como cómplices necesarios el levantamiento de otros muchos muros, en Palestina, EEUU con México y ahora mismo en las fronteras de Europa. 
Todo aquello que estaba mal y que nos pedía parar el mundo no fue a mejor. La deriva del mundo y las grandes facilidades tecnológicas para hacer el mal han llevado a la Humanidad hacia el punto de partida con el agravante de que todo lo malo se puede hacer más rápido y a más gente. Es una variación sobre el mismo tema. Sólo hay pequeñas diferencias. Una de ellas es la cantidad de estupidez acumulada en las sociedades y en las altas esferas del poder; desde los tiempos del poder absolutista que ponía en el trono a reyes imbéciles por la gracia de Dios, nunca hubo tanto disparatado al mando de gobiernos y por la gracia del voto. Puede que dentro de nada mande en el país más potente del mundo un tonto peligroso como Donald Trump, lo cual no sería novedad y continuaría una tradición en la que entraron Berlusconis y otras hierbas. A eso hay que añadir la cantidad de líderes tontainas, amorfos, iluminados, torticeros y siniestros que pueblan los gobiernos del mundo (elija usted a su gusto, hay para todos). Y todos son aclamados por el pueblo supuestamente civilizado y demócrata.
El Sistema no necesita tener el poder ni las ideas, le basta con poseer los medios indispensables para que todo funcione, y ahora mismo, la comunicación instantánea y universal es un medio. Tampoco necesita oponerse a nada, le basta con que el mundo siga girando y en cada vuelta el negocio no deje de funcionar. Se sostiene sobre la estupidez. Y no podemos parar el mundo para bajarnos, porque va demasiado deprisa. Sólo nos queda la opción de echar por la ventanilla a los conductores y ponernos al volante.

sábado, 12 de marzo de 2016

Europa blindada

J.A.Xesteira
Soy europeo. Eso, al menos, fue lo que me dijeron hace años, cuando celebramos que al fin éramos europeos y lo acogimos como un triunfo, un orgullo de pertenecer a un club de libertades, de modernidad, de peso real en el mundo político. Después vinieron las rebajas. Hemos hecho un largo camino (corto en tiempo histórico) para llegar a este punto. Abandonamos las pesetas y entramos en el euro, porque éramos europeos (en el cambio salimos perdiendo los ciudadanos corrientes y se forraron los ciudadanos con cuentas corrientes en el mundo de la especulación); se borraron las fronteras por el acuerdo de Schegen, pero pronto nos dimos cuenta de que las verdaderas fronteras se habían borrado para la libre circulación de dinero, pero no para los ciudadanos, que podíamos ir de turistas, con una beca Erasmus o como emigrantes, nada más; se pasó del Mercado Común Europeo a la Unión Europea, pero al final tenemos que admitir que sólo fue un cambio de nombre; en Europa sólo se habla de dinero y de mercado; pensamos en su tiempo que una economía común traería beneficios sociales, proyectos culturales comunes y apoyo a los derechos de los ciudadanos de Europa; pero no, la economía común  en realidad es una economía compartimentada, en la que coexisten países depredadores (paraísos fiscales que viven simplemente de hacer negocio con las cuentas delincuentes del mundo: Luxemburgo, Holanda y los pequeños países-banco) con países depredados, como Grecia y España (si, España también), que mantienen sus economías al ritmo que dictan en Europa mientras los índices de paro se disparan y los salarios se reducen al nivel de mano de obra indigente. Después están los antiguos “países satélites” de la URSS (el nombre venía en los pasaportes antiguos) que entraron  en Europa desde la más absoluta pobreza, para alcanzar las más altas cotas de la miseria emigrante. Pero somos todos europeos, aunque nunca hayamos entendido bien ese concepto y no lleguemos a comprender que seamos iguales que un alemán, un polaco o un francés. Después de tantos años no sabemos muy bien que es eso de Europa, y, lo que es peor, sabemos que de “ahí”, de ese territorio que llamamos Bruselas para centrar el objetivo, vienen siempre cosas malas. Llegamos a entender que Europa no es más que un club de encuentro de gobiernos que hacen negocios a espaldas de los ciudadanos que dicen representar. Europa es un concepto dirigido por la mal afamada Troika (FMI, BCE y CE) en el que unos tipos bien conocidos nos dicen lo que hay que hacer para ser ricos: trabajar más, cobrar menos y ser flexibles en el mercado laboral (esto es, despedidos gratis). Todavía a estas alturas seguimos sin aclararnos con eso de ser europeos, no le pescamos la gracia al asunto. Sabemos, eso si, que cuando dicen una cosa en Bruselas, están mintiendo, o eso es lo que nos parece, según nuestra corta experiencia de europeos (30 años no son nada) y cuando hablan de hacer ajustes tenemos que entender que eso no se refiere a las grandes financieras, los bancos o las Sicav, que son un invento de alta delincuencia legal para que las grandes fortunas sigan siendo grandes a costa de que paguemos las pequeñas economías, que seguirán siendo cada vez más pequeñas.
La última de las grandes mentiras, pronunciada a bombo y platillo con la mayor de las hipocresías europeas es la de los fugitivos de las guerras del Medio Oriente que se agolpan en la puerta de Europa. Se habla de que hay unos 30.000 sólo en Grecia y se espera que de aquí a nada sean 70.000. Hace unas semanas sólamente los líderes europeos se reunieron y se hicieron la foto para asegurar que había un problema que requería de la solidaridad de las naciones. Desde el principio comenzaron a desmarcarse de esa solidaridad algunos países. Cada gobierno se comprometió a acoger a miles de refugiados. Cuando los gobernantes hablan de solidaridad se refieren a dinero, nada más. Al final llegamos a lo que estamos: los filtros europeos sólo han dejado pasar a 400 refugiados y dejan la patata caliente en el sur, con un pacto extraño y contra todo derecho que obliga a Turquía a aceptar un chantaje: Si pones a todo lo que te venga en campos de concentración –no vamos a meternos como te organizas en eso– te “solidarizamos” con 3.000 millones de euros y te hacemos europeo. Ese es el trato que acepta Turquía, un país, por otra parte, poco dado a respetar derechos humanos y, además, parte del conflicto bélico que está en el origen de la huída en masa de la guerra. Porque esa es la cuestión de base: la gente huye de la guerra de sus países, y así lo entendió hasta el mismo Mariano Rajoy en París. Y esa guerra está apoyada, negociada y propiciada por muchos de los países europeos y de las empresas multinacionales que sostienen la política europea. Se anuncian medidas transversales que suenan a mentira: el envío de buques de guerra para controlar la zona del Mediterráneo (con el gasto de cada fragata podrían darse asilo a centenares de fugitivos) y la lucha contra las mafias (cosa fácil, solo hay que levantar el secreto bancario).
La situación ha llegado a un retorceso en los derechos humanos que se los pasan por el forro de las declaraciones; se controla a los medios de comunicación, que sólo hablan de migraciones y de inmigrantes (ya es endémico el desconocimiento gramatical y conceptual del periodismo) cuando deberían hablar de víctimas y de fugitivos. Al mismo tiempo se levantan de nuevo las fronteras y se aprovecha a los países “satélites” de Europa, Serbia, Eslovenia y Croacia para que actúen de gendarmes de frontera. Con este panorama y con Gran Bretaña a punto de marcharse al otro lado del Canal, pertenecer a Europa ya no es un valor en sí mismo. De ese club financiero no viene ya nada bueno. Un día de estos me apunto a aquel Movimiento Pánico de París de los 60, en el que Arrabal, Topor y Jodorovsky tenían pasaporte de Extranja, esto es, eran de nacionalidad extranjera.

sábado, 5 de marzo de 2016

Historias reales o "remakes"

J.A.Xesteira
Me preguntaban el otro día si había visto la ceremonia de los Oscar; el que me lo preguntaba conocía mi vieja afición por el cine. Tuve que explicarle que desde hace bastantes años no seguía ni la ceremonia ni me importaba quienes ganaban las estatuillas. Creo que la última vez que la vi, por obligación –en aquellos viejos tiempos ejercía de crítico de cine–, me quedé dormido en la primera media hora. Como espectáculo siempre me parecen aburridas estas ceremonias, los premiados o se quejan de lo mal que está el mundo o lagrimean un poco por las emociones. Mienten siempre, porque son gente del cine, y el cine es mentira. Antes eran magníficas mentiras, grandes y espectaculares mentiras con actores que mentían para parecer héroes o malvados y actrices que mentían para ser vampiresas, divas del sexo o heroínas grandiosas; todos recitaban textos mentirosos con aires shakesperianos o con el conceptismo de los grandes guionistas de cine negro. Ahora, las mentiras son pobres, pero abarrotadas de efectos digitales; los actores mentirosos son clónicos, y las actrices llevan las mentiras hasta el extremos de falsear sus caras. Antes éramos cómplices de las grandes mentiras de Hollywood, que consumíamos en grupo, como un rito social; y ahora no compartimos las mentiras de las grandes multinacionales del entretenimiento que consumimos en solitario y sin mucho interés.
No quiero que se entienda que digo que el cine de antes era mejor que el de ahora (podríamos discutirlo, pero no llegaríamos a ninguna conclusión, sobre todo si somos de distintas generaciones). Cada tiempo tiene sus cines. Pero hay algunas características del momento que son propias de estos tiempos, cosa nueva. Una, la eterna queja de que los que pirateamos las películas estamos condenando al Séptimo Arte a la desaparición. Podría defender algún argumento en contra, pero el tema da más para un  simposio que para desarrollar en un párrafo. Y otra, la carencia de ideas del cine americano que en otros tiempos era factoría de bellas historias. La flaqueza argumental es universal, seguramente producto de los tiempos, y de los cambios en el sistema productivo, que quiere beneficio inmediato, en un arte que fue arte y que ahora es nada más que el soporte para hacer negocios tangenciales: “merchandishing” paralelo, cine en la red, muñecos, camisetas, moda o, simplemente palomitas. La película pasó a ser un mero punto de apoyo que ya no genera beneficios sólo por entradas vendidas. El cine se queda sin ideas. Hace unos días la cartelera era de historias reales o repeticiones de viejas historias, los “remakes”.
La ceremonia de los Oscar también fue eso: historias reales y “remakes”. La ganadora “Spotlight”, basada en el destape periodístico de los pederastas católicos de Boston, o la historia de un transexual danés. Historias que nacen falsas; no hay nada más falso que tratar de contar una historia real porque la propia realidad ya estaba manipulada. Recuerden el célebre caso Watergate, que encumbró a dos periodistas que lo único que hicieron fue publicar los chivatazos que le contaba un soplón interesado en hundir a Nixon; aquello se vendió como un triunfo de la libertad de expresión, pero no fue más que la manipulación política de la prensa interesada. La otra parte de los Oscar fueron los “remakes”, empezando por la tan cacareada película de Di Caprio-Iñárritu. Es la misma historia contada en 1971, titulada “El hombre de una tierra salvaje”, protagonizada por Richard Harris. Nada nuevo. Ni siquiera la multipremiada “Mad Max” que no pasa de ser un juego para consola, con efectos digitales a la moda y según mercado. Poca cosa y ninguna nueva idea. Ni siquiera el Oscar a Morricone, que, merecimientos aparte, es un retorno al espaguetti western, cambiando arena de Almería por nieve.
El cine es un reflejo del momento histórico. A una época dorada de la sociedad, a una década prodigiosa, correspondió un cine prodigioso y dorado. El momento que nos toca vivir es un “remake” salpicado de falsas historias reales. La coincidencia de los Oscar con la campaña electoral americana, esa especie de circo incomprensible, en el que no se sabe que están eligiendo ni quienes eligen lo que eligen, se polariza entre el “remake” de Clinton y la historia real de Trump. La primera, el poder en la sombra de su marido, el segundo, como la evidencia de que su país, el país real, el que se pone la mano en el pecho el 4 de julio, es, realmente, Donald Trump, no nos engañemos. Por mucho que nos haya parecido que el mundo americano evolucionó y progresó, la realidad es que vuelve a un “remake” de los años 50, en el que volverán a ejecutar a Sacco y Vanzetti, a los Rosenberg, vuelven a cabalgar los del Ku Klus Klan y el viejo orgullo fascista que nunca se fue de aquellas latitudes. Ese es el cine que hay, las ideas dejan paso a una realidad falseada para volver a un “remake” del viejo espíritu de la América armada, inculta y patriota.
Tampoco vemos nada nuevo en el momento histórico de nuestro país. Un debate de investidura en el que brillan los jóvenes, pero para contarnos falsas historias reales, pomposas, construidas sobre frases truculentas: “yo o el caos”, “antes morir que pecar”, “España nunca se partirá”, “la democracia está dentro de la ley”… Y así. Las grandes frases tienen la particularidad de que pueden desmontarse sin perjuicio, y a lo mejor es preferible un caos bien organizado y civilizado, que dé bienestar a la gente de la calle; puede que pecar sin hacer daño a nadie sea preferible a morirse porque nos van a dar un asiento a la derecha del dios padre; España puede partirse, recolocarse y funcionar con otros conceptos (aventurar el no-pasarán del independentismo es una chulería banal) y la democracia es una cosa y las leyes son variaciones sobre el poder, que ahora se hacen y ahora se deshacen, y en cada momento se inventan nuevas leyes (nunca hubo tanta ley y tan poca justicia). Las historias reales carecen de ideas, los “remakes”  huelen a rancio.La investidura es sólo un “remake”