viernes, 26 de mayo de 2017

El cine en los tiempos del tuiter

J.A.Xesteira
Con el comienzo del festival de cine de Cannes hace unos días, se montó un nuevo follón, se abrió una nueva polémica entre cine en el cine o cine en el sofá. El festival de Cannes, este año presidido por Pedro Almodóvar, se instaló en la polémica clásica y anual, y que fue la aparición entre las películas competidoras de un film realizado expresamente para la plataforma televisiva de pago Netflix. Hasta ahora la condición para exhibir cine en Cannes era de pasar la película por cines franceses, pero la película de Netflix no será exhibida nunca en una sala convencional, sino en una sala de estar. Se produce así una paradoja que suena más a tormenta en un bidé que a una crisis del séptimo arte. El propio Almodóvar salió a pronunciarse sobre lo impropio de dar un premio a una película que no será nunca vista en un cine. Al punto salieron opiniones para todos los gustos; unos, puristas, defendieron la necesidad del recogimiento y el silencio de una sala a oscuras frente a la domesticidad del sofá; otros argumentaron que…, bueno, que no se podría ver en una sala convencional, pero muchas de las películas premiadas, minoritarias y exóticas, tampoco se han visto nunca en una sala comercial; otros adujeron que los nuevos medios están ahí y la cosa ya es imparable; y, al final, como era de esperar no hubo acuerdo en esa tormenta de ideas. La película se estrenó y Cannes apuntó el escándalo anual.
El tema, sin embargo, es de mayor importancia, a poco que revolvamos la polémica. Es cierto que los nuevos medios están ahí para quedarse; cómo serán en el futuro aún está por ver y caben todas las especulaciones, pero Netflix no es más que una empresa de entretenimiento que produce sus productos, más o menos artísticos (tiene poder suficiente como para contentar la cuenta corriente de cualquier ilustre autor-director incorruptible) y distribuirlos sin intermediarios, sin distribuidoras, sin salas, sin palomitas: de Hollywood a su plasma casero sin nada por medio (bueno, pagando, eso si). Algunos defensores han visto en esto un parapeto contra la piratería, cosa vana, porque si hay que piratear, se piratea. Hemos pasado de las descargas gratuitas a comprar un aparato chino que descodifica señales wi-fi y nos mete en casa cadenas enteras de pago sin mucho trabajo. Si una tropa de hackers es capaz de meterse en los más blindados archivos de las grandes corporaciones, ¿qué no será capaces para ponernos Frozen-2 en casa por la cara?. El tema no es cuestión artística; lo sería si el séptimo arte fuera cosa de una sóla persona en su casa con un pincel y un lienzo, pero hablamos de una industria. El cine, el gran tótem de nuestro siglo pasado, nuestra fuente educativa sentimental, se creó como negocio, floreció como negocio y vive como negocio; de las primeras barracas hasta las grandes salas, el sistema capitalista se dio cuenta de que aquello era no solo un poder educativo a precios populares, sino que, además, era rentable. Se edificaban grandes y lujosas salas, cada vez más grandes; la consigna era: un cine, por lo menos, en cada pueblo; las distribuidoras enviaban los sacos con rollos de celuloide a todas partes del mundo. Y eso generaba un enorme beneficio.
Pero cambiaron los tiempos, cambiaron la voluntades. El negocio ya es otro y nos llega por cable o por satélite, y podemos ver las películas en cada momento y en todo lugar. ¿Eso es mejor o peor? Quien sabe…, pero en Cannes se habló más de economía que de arte. Los gustos han cambiado y genios como Woody Allen han experimentado en la televisión una nueva forma de crear arte. Las plataformas digitales son las que mandan; los gobiernos de cada país tendrán que repensar su visión cultural (en el caso de España no, la cultura no es su fuerte) y las películas del futuro serán lo que sean.
Hay un aspecto en el caso que me preocupa más que la parte crematística de pagar en la sala o pagar en el sofa de casa, y me lo recordó el otro día que pasaban por una tele de noche “Enmanuelle”, aquel escándalo erótico, hoy una palida y cursi historieta con fotografía de calité. Recordaba –y no quiero entrar en el terreno de la nostalgia, sino de los contrastes históricos– el tiempo en que “Emmanuelle” estaba prohibida en España y los gallegos del sur podíamos ir al cine de los Bombeiros Voluntarios de Vilanova de Cerveira, en los tiempos de la frontera y el pasaporte; allí ponían “El último tango en París”, “El acorazado Potemkin” y otras joyas prohibidas. Era  surrealismo puro: un cine de bomberos convertido en el Perpignan para gallegos. Poco tiempo después vi “Emmanuelle” en Vigo, ya legal, con el prohibidor enterrado en su Valle. Había una larga cola que se extendía por la acera, y avanzaba lenta; en esto llega una tripulación de un barco, unos diez, con jerseys gruesos, botas de goma y gorras; acababan de dejar el barco atracado en puerto; el que parecía ser el capitán le dijo al más pequeño de todos: “Neno, ponte na cola e saca dez entradas”, y con la misma se fueron a tomar unas cervezas, dejando al Jim Hawkins al cargo de las entradas. Aquella “Emmanuelle” era una cuestión de grupo. Cuando el otro día la volvía a ver (no llegué al final) en la televisión, me dí cuenta de que el mayor cambio del cine en estos años no fue el económico, ni el tecnológico, ni siquera el artístico. El mayor y –me temo– más peligroso cambio fue el pasar de una actividad cultural que consumíamos de forma comunitaria, a una actividad cultural individual. Al sistema no le gusta que vayamos al cine en grupo, porque después podemos ir a tomar un café y hablar, y de la charla enseguida se llega a las opiniones, y es malo tener opiniones. Prefieren tenernos en casa, encerrados con nuestros juguete personal, con el que nos domestica debidamente y nos entretiene por un módico precio.

viernes, 19 de mayo de 2017

Un país de jajá-jijí

J.A.Xesteira
Nada más lejos de mi intención que moralizar desde un escrito en los periódicos; ni los escritos son moralizadores ni las moralejas son convenientes, ni la moral, entendida como compendio de buenas costumbres, tiene nada que ver con lo legislado (aunque a veces coincida). Tampoco hay que hacer mención a la ética, que es una reivindicación necesaria y libre de la virtud. En los escritos de los periódicos, pese a que los escritores nos pongamos a veces moralizantes o nos vistamos con la pomposidad del moralizante, no hay que buscar enseñanzas. Está-científicamente-demostrado (valga la frase) que cualquier cosa que se escriba en forma de artículo periodístico será entendida por el posible lector (calculo, también de forma “científica”, que a cada articulista lo leen quince personas, incluidos familiares) según le vaya el día y según sus entendederas particulares. Dicho todo esto, y recordando el tango que decía que en el Siglo XX, cambalache problemático y febril, los inmorales nos habían igualado, y ya quedamos igualados, tengo que costatar que la inmoralidad impune (y aquí cualquiera entiende a que inmoralidad me refiero) que circula libremente por todo el país y que alcanza desde las más altas cotas político-económicas hasta los últimos rastacueros que habitamos el Estado español, nos parece importar a todos un rábano. La extensa mancha de aceite inmoral y corrupto que se va extendiendo por el partido en el poder y que alcanza de refilón (y de momento) a otros partidos no en el poder, debería ser materia suficiente para dos cosas a modo de reacción: indignación y actuación inmediata y fulminante (cárcel incluida) contra los inmorales, con devolución de los bienes publicos robados y distraidos hacia otros destinos ocultos. Cada semana aparece una novedad poco nueva, una nueva imputación, otra investigación, un hilo más de la madeja que envuelve las finanzas del PP (y no sólo del PP), algo que se supone, a poco que se tenga sentido común: no se puede gastar tanto en tanto bombo y platillo con las cuotas y los dineros legales de cada partido; por lógica pedestre ese dinero tiene que venir de algún maná celestial y oculto entre los milagros de las empresas y sus beneficios. El país está en escalada constante de corrupciones que siguen un proceso clásico: se destapan en algun medio interesado en dar la noticia como un fuego de luces; le sigue un desmentido del partido (últimamente le toca al PP y a Convergencia) que pone la mano en el fuego por el supuesto delincuente; a continuación viene un rifirrrafe entre distintos bandos con el estribillo sabido: “Vosotros, más”; sigue, a veces alguna detención con posible encarcelamiento con fianza u otra variedad judicial… Y ahí se acaba todo. Mejor dicho, ahí se eterniza todo, con un par de cabezaturcos entre rejas, los partidos blindados ante los ataques y los jueces enfrentados a una montaña legal sin los medios necesarios para escalarla.
¿Y el resto de los indignados ciudadanos que suelen comentar estas cosas? ¿Cómo reaccionan? ¿Cómo se indignan? ¿Que armas electorales esgrimen contra los que cometieron los delitos? Nada, hacen chistes en Twitter, muy ingeniosos, muy elaborados; hacen montajes y memes en Youtube con mucha gracia; se ríen en este país multicolor como abejas mayas con su inocencia y su bondad. Somos un país gracioso, chistoso, nos divertimos con tomarle el pelo a los grandes personajes de la sociedad, como si les pintáramos bigotes y gafas. Somos un país de jajá-jijí. ¿Que el mercado laboral presenta un balance de millones de personas sin trabajo, millones de personas con un trabajo semiesclavo con salarios miserables y jornadas de muchas horas camufladas? Pues bueno, sacamos un chiste de becarios en la red y al rato se ríe toda España de los becarios que trabajan y no cobran. ¿Que esta pasada semana le tocó a Cifuentes ser la sospechosa habitual de cada semana en el PP? Pues se le saca en un tuit con un texto haciendo una gracia. ¿Que los bancos que un día se llevaron dinero público para tapar sus delitos ganan cada semestre  porcentajes que nunca le aplicarán a las pensiones? Pues se descarga el cabreo en la red  en forma de coña ácida, pero coña sin más. Y así sucesivamente hemos convertido la realidad dura de la sociedad, que avanza a trancas y barrancas (aunque la imagen que dan los Medios es que somos un país bollante y la envidia de Europa, falsedad facilmente comprobable en cuanto se sale de la frontera) en un chiste malo de hoja de calendario, que se ríe en el momento y se tira a la papelera.
Hubo un tiempo en que el humor nos salvaba de la úlcera de la dictadura; se hacían chistes de bar que corrían de boca en boca, como analgéscio contra una situación en la que no había lugar judicial ni más recurso de protesta  que callarse o llevar hostias. El humor, el chiste en los tiempos pre internet, era una válvula que nos mantenía en pie. Pero ahora mismo utilizar el chiste instantáneo y constante como sustituto del derecho a la protesta es inmoral (entiénda cada uno la palabra inmoral, como dije más atrás). Todo ese despliegue de habilidad e imaginación para hacer gracias en los teléfonos enmascara un problema mayor: la ausencia de razonamiednto crítico y la pérdida de la dignidad ciudadana. Los mismos políticos (o sus chistosos a sueldo de sus tuits) tienen más argumentos en la estupidez tuitera que en el cometido de sus funciones como políticos. Ya no trabajan (les pagamos para eso) en conseguir que todos vivamos mejor, simplemente se sientan en un sofá a teclear tuits muy graciosos con los que agradar a sus posibles votantes. No somos un país serio (se puede ser serio y gracioso a la vez, pero no triste) Mientras la sociedad contemple lo que está pasando como si fuera un programa de humor televisado mal anda la cosa. Un día nos daremos cuenta de que el programa terminó y lo que viene ya no tiene ninguna gracia. Nos lo dirán en un tuit, pero no tendremos risas que llevarnos a la boca.

viernes, 12 de mayo de 2017

Notas para matar al turismo

J.A.Xesteira
El turismo, un invento británico como tantos otros, fue el resultado de la tranformación del ser humano que iba a ver que había detrás de las montañas, empujado por una necesidad (emigración por falta de alimentos o desgracias naturales, cuando no espíritu de aventura pegado al comercio) en el ser humano que fue a ver que había detrás de la montaña por simple placer curioso (por supuesto, bien viajado y con todas las comodidades) Fue la diferencia entre las tres carabelas y la Wagon’s Lits Cook. Básicamente el turismo es paisaje y panorama, panorama vacío, soleado y sin gente: un cartel. El reclamo es ese cartel ausente de gentes en el que queremos estar, ya sea en un valle tirolés o en una playa tropical. El turismo se creó primero, la necesidad de viajar vino después, posiblemente junto con las guias (británicas también) que nos contaban las maravillas que había en cualquier parte y que los nativos de cualquier parte no entendían por qué venían desde tan lejos para ver aquellas piedras o aquellas playas. Pronto aprendieron los nativos que al lado de aquellas playas y aquellas piedras podían vender cervezas y tortilla (en la versión española, que se cambia por cerveza y pizza en la italiana y cerveza y musaka en la griega, y así en todas partes)
Fraga Iribarne, ministro de Franco en aquella ocasión, rama Información y Turismo, fue el inventor del turismo español, que es como decir el turismo del mundo. España era diferente y ese eslogan, junto con aquel de los 25 Años de Paz, le daban al país un aire distinto, en un momento en que los turistas eran veraneantes y, junto con el Seiscientos nacieron los alfredolandas y la especulación inmobiliaria. Este país presumía de turismo internacional y de cifras económicas, en unos años en los que para decir que éramos un país de pringados pobres, emigrantes a Europa y poca cosa más, nos autodefiníamos como “en-vías-de-desarrollo”. El turismo aumentaba cada año y venimos batiendo récords anuales desde que el pobre de Alfredo Landa intentaba hacérselo con Nadiuska (acababa con Lina Morgan o Gracita Morales). La actualidad es un puro récord, y el territorio está ocupado todo el año por extranjeros que tienen a su disposición un país barato y sin miedos terroristas.
La cosa cambió desde aquellos veraneantes hasta los turistas informáticos, pasando por los caminantes peregrinos rumbo hacia un parque temático inventado por la Iglesia Católica. Los viejos del Imserso ocupan la temporada baja de los hoteles y se autolesionan el colesterol y las transaminasas con los bufets libres (nunca tantos jubilados confundieron la libertad alimenticia con el libertinaje glotón). Los aviones de bajo coste traen y llevan a millones de habitantes de las tierras grises para disfrutar del sol español manoloescobalero. Los barcos cruceros transportan auténticos municipios de seres humanos, que viajan en forma de barrio del extrarradio para pararse unas horas en un puerto de atraque y decir que estuvieron en España; toda una aldea marina generando detritus y basuras que dejan en cada puerto de atraque. Cada vez son más abundantes los viajeros con casa a cuestas, caracoles de caravanas en las que reproducen su apartamento y los colocan en descampados adecuados en los que pueden vaciar su retrete quimico y hacerse una barbacoa con el vecino, en lo que en tiempos fue vida de cámping y ahora es mogollón de nómadas ma non troppo (mi siesta y mi tele que no me las quiten) La posibilidad de aventura se reduce a una diarrea o un robo de cartera; todo ha sido descubierto, y aquella hipótesis de viajar a la aventura ya no tiene cabida en un mundo controlado por internet en el que podemos ver en directo y desde el satélite cada palmo de la Tierra. Una vez eliminados los grandes espacios africanos por miedo a un terrorismo abstracto, ya no queda ningún lugar donde sentirnos personaje de Stevenson o de Salgari. Nuestro espacio vital como turistas es mínimo; llegamos a aquel pequeño pueblo de –supongamos– Portugal o Italia donde, cuando éramos mochileros aventureros, disfrutamos del paisaje y del paisanaje sin malear, y nos encontramos con una masa apretada de españoles, alemanes, italianos y los siempre impávidos japoneses; un amigo me decía que no se puede dar un paso en semana santa porque todo está lleno de turistas (no se daba cuenta de que él era uno de esos turistas que no dejaba dar un paso al vecino).
El turismo se va a morir un día de estos por su propio éxito. Igual que las ciudades tienen más coches que espacio para aparcar, el turismo ya no cabe, por mucho que digan que es una fuente de beneficios enorme, cosa que no se pone en duda. Ya no se sostiene y no parece que se alumbren señales de alarma, cuando debieran estar las luces rojas a todo meter. El turismo actual, con su ritmo y disponibilidad, ya no es sostenible. Millones de personas aumentan las poblaciones costeras, especialmente en los meses de verano, que aquí son muchos más que en el norte de Europa, y arrojan a unas depuradoras, diseñadas para una pequeña población censada, las defecaciones de millones de recién venidos en tiempo récord. No se sostiene. Se enmascara porque da trabajo temporero-semiesclavo a miles de trabajadores en paro.
Internet se ha convertido en la gran agencia de viajes donde se puede contratar en pantuflas un hotel o una casa con vistas al mar. La eclosión negociadora de los alquileres de viviendas ha generado un nuevo problema; un mercado en el que se mueven millones y que está a medio legislar; los precios se disparan, los propietarios ponen sus pisos en los portales de internet y surgen nuevas situaciones sociales; no hay vivienda para los residentes o los que se trasladen a una zona turística para ejercer de médicos o de funcionarios públicos: compensa más tener un piso vacío siete meses y alquilarlo el resto. Las islas y la costa española ya no tienen viviendas para los vecinos. El cartel turístico se llenó de gente, que come, ensucia y no deja sitio para vivir.

viernes, 5 de mayo de 2017

Entre pinches y becarios

J.A.Xesteira
A falta de escándalo mayor en la semana, apareció uno de menor cuantía aparente, pero de mayor importancia, a poco que nos pongamos a rascar en el tema. Me refiero a ese escándalo de los cocineros, llamados chefs, de la televisión que emplean a chavales sin salario. El escándalo mediático tuitero surgió con la noticia de que Jordi Cruz, uno de los poderosos humilladores de chavales que creen haber tocado la fama como cocineros en una televisión, emplea a becarios sin sueldo. El programa de Cruz, cuyo nombre no voy a publicitar, forma parte de ese tipo de entretenimientos televisivos consistentes en denigrar y humillar a unas personas previamente selecccionadas para su escarnio (en el caso de los niños cocineros concursantes, la Fiscalía debería asumir su defensa de oficio; en este país es un delito humillar en público a un niño) ya sea como cantantes, actores o cocineros. Jordi Cruz, uno de los seres supremos del concurso, apareció en los confidenciales de internet como un tipo que tiene un palacete de tres millones de euros, cobra 200 o 300 euros por comer en su restaurante de no sé cuantas estrellas Michelín y no le paga a los becarios (sobre la palabra becarios hablaremos más adelante) Al segundo saltan las redes para ponerlo a parir y para recordar doctrina jurídica sobre el empleo de becarios en este país. No voy a entrar en este tema puntual; no siento el menor interés en esta moda de los chefs, la gastronomía considerada como una de las bellas artes y los restaurantes en los que no hay comida de comer, sólo comida de hacerle foto y mandarla por whatsapp. Es una cuestión general que comienza con la semántica y un concepto, con el cambio del pinche de cocina o marmitón, el chaval que entraba a fregar platos y hacer las tareas más humildes –cobrando– y subía en la escala hasta donde pudiera, por el más sofísticado de becario, que puede significar cualquier cosa abstracta, pero que en ningún caso quiere decir que tenga una beca para vivir.
Llegados a este punto me van a permitir hacer un poco de historia sobre el tema echando mano de lo que mejor conozco, mi oficio de periodista, y retrocediendo unos cuarenta y tantos años atrás, cuando yo mismo era un periodista “en prácticas” en un país en el que los periodistas salían en hornadas anuales de unos ciento y pico. En el verano de 1971 conseguí una plaza de prácticas en el periódico de Prensa del Movimiento La Mañana de Lérida, y un salario de redactor en plantilla (sin descuentos) más el viaje desde mi casa hasta la ciudad catalana, y vuelta. Además de cobrar como un profesional de verdad, aprendí practicamente todo lo que no se puede aprender más que en una redacción, gracias a que trabajé como verdadero profesional y a que los veteranos me consideraban colega y me enseñaban todo lo que podían. Pasó el tiempo y me encontré como redactor de un periódico, enseñándole el oficio a la chavalada de prácticas; la rueda giraba y yo era el veterano y alguno de los nuevos era hijo de mis amigos; ahora les llamaban “becarios”, pero no recibían ninguna beca y el salario ya no era el mismo; cobraban según la inspiración de la empresa, según fueran hombres o mujeres, según les cayera mejor o peor al director, al gerente o a un amigo de sus amigos. Pero cobraban. Siguió la rueda rodando y aquellos veteranos pasamos a ser jefes, primero y jubilados después, los becarios pasaron a ser redactores, jefes y parados que se buscan la vida fuera de los periódicos, en esta trayectoria laboral tan conocida. Un día las empresas periodísticas inventaron una nueva vuelta de tuerca (tuerca de garrote vil) llamada “máster”. Ya no eran ni de prácticas ni becarios, estaban haciéndo un máster por el que pagaban una pasta por hacer lo de siempre, aprender el oficio (mal) asesorados por algún veterano; al final conseguían un pomposo e inútil título que, dada la dureza del papel, no sirve ni para el retrete. Un día, una buena mujer me contó que estaba muy contenta porque su hija, licenciada en ciencias informativas, estaba trabajando en una emisora de radio ¡pagando! Y ese día me di cuenta de que, partiendo de la nada habíamos alcanzado las más altas cotas de la ignominia.
Pero, claro, todo ese largo camino hacia el presente no es gratuito, se hizo con el beneplácito contemplativo y satisfactorio de los sucesivos gobiernos (centristas, socialistas y derechistas) de las diferentes patronales, de los sindicatos que esta misma semana salieron en procesión laica a reivindicar abstracciones sin fuerza (olvidando lo que de verdad se conmemora el Día del Trabajo: las muertes por defender derechos laborales ya perdidos); y con el consentimiento activo o pasivo de todos los habitantes de este país, que consentimos con nuestro voto o con nuestra actitud que los pinches de cocina trabajen por el bocadillo, aunque sea un bocadillo de tres estrellas. En ese aspecto todos somos Jordi Cruz, y no vale ponerlo a parir, porque todos somos responsables de esa situación.
A toda esa larga legión de becarios sin beca hay que añadir los obreros temporeros, esa expresión que un día englobaba a extranjeros marroquíes y senegaleses, y que hoy alcanza a tododiós: parados sin horizonte, que se acogen al verano para sacarse unas perras como camareros, sustitutos de apoyo vacacional, o se acogen a las navidades para relenar los picos de ventas de la sociedad de consumo. A estos también hay que añadir todos los contratados al amparo de leyes-basura, por tiempo limitado y por unas horas que después se convierten en el doble de manera ilegal. Ese es el panorama que se maquilla convenientemente para las cifras del paro, y eso lo sabe todo el mundo, no descubro nada nuevo. Por eso, a la hora de juzgar al cocinero contratante deberíamos pensar que todo el país es un restaurante de tres estrellas y que todos somos pinches sin sueldo. Y parece no importarnos más que para ponernos a parir por teléfono.