domingo, 29 de julio de 2012

Las manos duras


Diario de Pontevedra. 28 de Julio de 2012.- 
El tipo aquel estaba sentado en la mesa de al lado del café; un jubilado correoso, enjuto y fuerte, a quien la debilidad le asomaba por la artritis evidente de sus manos, que en otro tiempo cotizaban a la Seguridad Social desde una nómina de fresador-matricero o calderero o mecánico; cuando las manos eran las herramientas finales de la sabiduría de un  oficio aprendido desde aprendiz. El tipo jubilado era lo suficientemente joven para haber podido llevar su profesión unos años más, y lo suficientemente viejo como para haber caído abatido por un ERE, un recorte o, simplemente un cierre a blancas patronal con disculpas agradecidas al mercado, ese fantasma que recorre Europa. El jubilado tipo leía el periódico del bar, el último reducto periodístico de papel frente a la prensa digital; deberían proponer ya como bien de interés cultural el periódico de los bares, una especie protegida. El jubilado leía con tiempo por delante las noticias que cada día anunciaban que España estaba siendo rescatada pero que en realidad no estaba siendo rescatada, en un alarde burdo de desfachatez política. El tipo daba sorbos al café con leche y masticaba esta galletita que nos ponen al lado y que la tomamos simplemente porque está ahí, no porque nos apetezca. Las manos que un año antes agarraban la herramienta como una prolongación del brazo, ahora pasaban las páginas; en la mirada del obrero caducado se adivinaba el desagrado de lo que sucedía en las páginas políticas; si pudiéramos entrar en sus pensamientos veríamos el recuerdo de una lucha en las calles, de huelgas del metal y conquistas a golpe de cargas policiales; lucha por jornadas laborales decentes, salarios de personas, derechos sociales... Todo se había ido por el retrete con un simple tirón de la cadena del Capitalismo, disfrazado de política manejada por una tropa de zangolotinos de nueva generación, que no tuvieron que pelearse en la calle la posibilidad de merecer un mundo mejor, democrático y libre. Veía en el papel como todo se iba al carajo y el mundo se volvía del revés: los que, como él, habían dado el callo y la salud para que todo fuera un país decente, los que habían estado en su sitio, produciendo, ahorrando, creando la infraestructura social y productiva, eran los que ahora pagaban las barbaridades de los que se habían dedicado a jugar con el dinero público y gastarlo en su propia vanidad, los que habían especulado de forma imprudente con los dineros de los ahorradores; esos no sólo no pagaban sus delitos, sino que eran los que disfrutaban del buen retiro. El tipo leyó y pasó hojas inútiles, que no eran más que lo mismo del día anterior vuelto a freír. Saltó a las esquelas y dio un repaso por si se encontraba con algún conocido; rara era la semana que no archivaban a un nombre con pésame. Volvió a las páginas de deportes que leyó con la indiferencia del que lee noticias repetidas con nombres cambiados; él era de uno de los dos equipos en contra del otro. Todo era una cantinela repetida desde hace años. Pasó a las páginas de cultura y sociedad, leyó los cuatro crímenes y los tres accidentes y se paró en la reseña del concierto del Boss; Bruce era de los suyos; el jubilado, aunque luciera un niki de  imitación, modelo feria de Valença, guardaba aún su camiseta de los Rolling en el Vicente Calderón, y su espíritu conservaba las esencias del rock de la vieja guardia. Aún no había acabado cuando se sentó a su lado otro tipo con las mismas manos y la misma jubilación. Pidió el café con leche y charlaron un poco de lo mal que está todo y de la cantidad de sinvergüenzas que tenían que ocupar las cárceles en vez de presidir consejos de empresas y entidades bancarias. Se desahogaron como pudieron y se compararon los colesteroles: estaban como las propias rosas, no tomaban nada de farmacia y sólo un poco de los furanchos, en cantidades medidas y dosificadas. Para durar. Los amigos dejaron pasar el tiempo hablando de la vida que pasa y dejando ratos de silencio para ver desde el café la vida que pasaba por la calle. Estuvieron el tiempo necesario, echando un vistazo de vez en cuando al reloj, hasta que llegó la hora de la salida de los colegios.
El tipo aquel, jubilado y de manos que atenazaban poco a poco la artritis, era abuelo, por supuesto. Y su amigo, también. Y a ciertas horas su deber les llama ante el colegio (antes ante la guardería) para recoger nietos. Los dos se fueron caminando con calma; lo tenían todo medido, sabían el tiempo que tardarían en llegar andando hasta la puerta del colegio, donde se reunirían con otros abuelos en la misma espera. No con todos, porque ahí funcionaban las afinidades electivas, y, como en su escuela de niños o en la factoría de obreros, se juntaban con unos y no con otros (“fulano es un pesado”, “mengano siempre habla de lo mismo”...y así). Su pandilla de hombres que dejaron de ser jóvenes por decreto, continuó con la charla habitual, un poco de fútbol, otro de comidas y bebidas, un par de enfermedades y la vida que pasa; un viaje barato, un parte meteorológico, una queja municipal y lo mal que anda el mundo; un parte de bajas, un acontecimiento inesperado, una broma, un chiste, y poco más. A la hora fijada salió la desbandada infantil y todos corrieron de brazos abiertos hacia cada abuelo que los esperaba de la misma manera. Los nuevos tiempos trajeron estas nuevas maneras. Dos generaciones se unían en forma de puente para dejar que la generación del medio buscara su lugar al sol. El abuelo sabía que la generación de en medio estaba perdida, narcotizada, pero él se encargaría de transmitir al niño que arrastraba su mochila unos valores que él conoció en otro tiempo. La mano dura del hombre agarró la minúscula mano del niño. Y sonrieron. Era el pasado abrazando al futuro, mientras el presente estaba trabajando en precario y la vida de verdad le pasaba por la espalda sin que se diera cuenta.

sábado, 21 de julio de 2012

El elenco


Diario de Pontevedra. 21/07/2012 - J.A. Xesteira
Uno de los rasgos que definían las viejas redacciones de los periódicos del Paleolítico (hace cuarenta años) eran Los Viejos. En todas las redacciones que conocí desde que tuve uso de razón periodística (en prácticas) siempre había un consejo de ancianos que eran capaces de mandar al director a tomar por el blues y el gerente no osaba ni acercárseles. Eran los depositarios del saber, y solían aconsejar a los jóvenes desde su concha de carey paternalista y bohemia (solían marcarles la diferencia entre los verbos “infringir” e “infligir”, o “infestar” e “infectar”, por ejemplo). Eran nocturnos y quemaban el borde de las mesas con sus pitillos. La desaparición de ese especial Sanedrín ha provocado la debilidad gramatical y literaria que se ve en los Medios actuales. Conocí a bastantes y en una larga etapa de mi profesión compartí con uno de ellos las noches del cierre. El personaje a que me refiero, cuando aparecía alguna noticia política que sacaba a la luz la triste realidad del país, decía una frase lapidaria: “Deploro pertenecer a este elenco”. Se hizo clásica. Querámoslo o no, todos pertenecemos a un elenco para el cual no hubo pruebas de selección (ahora dirán un “casting”) más que las que marca el haber nacido en este país, estar censado, pagar los impuestos, las multas, tener carnet de identidad, matricularse en las escuelas y las universidades y votar si nos apetece de vez en cuando. Ser ciudadanos, en definitiva. Pertenecemos a este elenco como actores de una obra que a veces es comedia y a veces es tragedia, y en el que nunca sabemos que papel nos toca hasta el momento de salir a escena. De pronto, una vez nos encontramos con un papel principal y tenemos que improvisar el diálogo, y otras veces somos bulto, masa, coro, los “malditos” que gritan en la calle mientras Don Juan (no el Borbón, sino el Tenorio) escribe su carta (ver la obra de Zorrilla) Estamos metidos en el fregado, querámoslo o no; hemos nacido aquí y nos toca actuar en este teatro; podía haber sido en Zimbabue o en Massachussets, y la cosa sería diferente. Pero pertenecemos a este elenco. Y en ocasiones como esta, lo deploro. Los actores principales representan papeles de la forma más chapucera e ignominiosa (no hay como desempolvar adjetivos que nunca se usan) y, lo que es peor, dicen actuar en nuestro nombre, representarnos. Y no. El propio sistema, la obra teatral, no me representó nunca, ni cuando vivíamos en una dictadura ni cuando dijimos que vivíamos en una democracia. El sistema siempre se disfrazaba de lagarterana, lo cual era un disimulo que suavizaba las situaciones. Pero ahora el Capitalismo muestra su verdadera cara, sin trapos, y la gente todavía no se ha dado cuenta. Los banqueros, que son los que mueven el sistema a niveles universales, nunca me representaron y menos ahora que se han quedado con el dinero de las entradas y con el de los actores. Los jueces, la parte del elenco que representa la defensa del débil y sentencia en el escenario tanto al mercader de Venecia como al comendador de Fuenteovejuna, ya no me representan; su idea de la ley está lejos de mi idea de la justicia. Los políticos pronto dejarán de representarme, cuando todo se privatice y su presencia sea innecesaria; poco a poco perderemos el interés por elegir a uno de los dos candidatos porque ya no tendrán Estado que dirigir: todo quedará en manos de unos hipotéticos empresarios. Los empresarios no me representan tampoco, si bien hubo un tiempo que los entendía, cuando la función empresarial era mantener vivo un proyecto de empresa y el beneficio económico no era más que una herramienta dentro de ese proyecto. Los sindicatos, que eran la fuerza equilibradora, tampoco me representan; ni siquiera representan aquello por los que muchos llevamos nuestro grano de arena a la playa de las conquistas sociales; hoy están perdidos y la arena se la llevó el mar de las comodidades y la adaptación a los nuevos tiempos; se perdieron todas las bazas ganadas a pulso y nadie quiere volver a reinventarse. La cultura y la educación, dos conceptos que antaño expulsaban de su interior a todo aquello que oliera a negocio, comercio y dinero, ya no me representan. Solo lo que se cuantifica en dinero y ventas parece ser el canon que hace grande a la educación (se educa para competir) y se santifica la cultura según la venta de libros, los precios de las obras de arte. La educación se hace más cara, para elites que recuerdan viejos tiempos y se inyecta en la sociedad juvenil la idea de que no hay salida (es decir no se va a ser un triunfador económico) si se sigue el camino de estudiar carreras universitarias no aptas para el beneficio y el triunfo comercial. No me representan ni los triunfadores ni los chamarileros. Los artistas se representaban a sí mismos, pero sus obras eran parte del mundo, parte de la sociedad, parte de mí mismo. Ahora no. El artista busca la rentabilidad y, si es posible, la subvención oficial que ya ha desaparecido. Los que todavía viven peleando por un espacio social donde su obra tenga valor por si sola, sin la referencia económica, son escasos, trabajan entre bastidores. Ni siquiera el deporte, que parece que nos representa a todos con los triunfos de la Roja (infortunado nombre de resonancias marxistas y republicanas) Me agrada el triunfo más por el talante de respeto y educación que han sostenido el entrenador y los muchachos, pero no me siento representado. No es más que un juego. Los símbolos tampoco me representan. Pero debe ser un defecto, porque nunca me emocionaron los himnos, las banderas ni los santos en procesión. No me parecieron más que objetos sin alma ni me identifico con nada de ellos. Por eso deploro pertenecer a este elenco. Pero como estamos en verano y sé que esta crisis no es tan grave como nos la pintan, no dejaré de representar mi papel y trataré de vivir lo mejor posible. ¿Y el elenco? Pues como dicen en el Parlamento, ¡que se jodan!

sábado, 14 de julio de 2012

Las Europas


13/07/2012 - J.A. Xesteira
Acabo de regresar de unas cortas vacaciones baratas. La crisis y la posibilidad de buscar en internet billetes de avión baratos, reservar hoteles e, incluso, pagar el parking del aeropuerto, esas cosas al alcance del español viajero, me llevaron a una pequeña isla griega cuya existencia desconocía, desde Oporto y con escala en Frankfurt. Es decir, pasé por varias de las posibles Europas que aparecen a diario en los Medios. Y como soy de la teoría de que “hay que viajar más y ver menos telediarios” (Franco, el dictador, pese a lo que diga la Academia de la Historia en su diccionario, recomendaba lo contrario: “Hay que viajar menos y leer más periódicos”) he podido comprobar la realidad de esa crisis o al menos, varios matices de esa crisis que tanto miedo nos da pero contra la que nos limitamos a dejar que hagan una tropa de mangantes mezclados con bienintencionados políticos y prepotentes tecnócratas. En una semana pasé por cinco países diferentes y, además de tomar el sol y comer ensaladas griegas y pescados frescos, comprobé una sospecha; igual que en España, el resto de los países europeos sigue impermeable dentro de sí mismos, y la clase media y baja, que son las que padecen el estado de cosas, es muy parecido. Más allá de eso, la evidencia de que no existe una Europa sino múltiples variedades de pequeñas Europas se me apareció otra vez de forma clara y, en ocasiones, divertida. Para empezar, están las fronteras, que desaparecieron con el tratado de Schengen (ese letrero que parece en los aeropuertos para pasar sólo con el DNI) y que existen. No con la contundencia vigilante de antaño y aquel “¿Algo que declarar?” con que nos metían miedo en la frontera de Tui. La frontera es sutil y paranoica; desde que cayeron las torres gemelas pasar un aeropuerto se convierte en humillante, estúpido y burocrático. Esa es la frontera, convertir al pasajero en sospechoso de todo, presuponer que puedes secuestrar un avión con un cortaúñas o hacerlo volar en pedazos mezclando champú con pasta de dientes; todos tenemos algo que declarar: el cinturón, el monedero, el reloj y las gafas; nos desnudan y nos soban, a veces a mano, a veces con un detector de puñales escondidos en los calzoncillos. Esa es la frontera. Pero esa frontera es distinta en cada país, como corresponde al grado de burocracia aplicada y de idiosincrasia. El aeropuerto de Porto (cada vez más el aeropuerto de referencia de la Galicia sudista) es cumplidor de las normas, pero “á moda do Porto”, es decir, le dan la lata al pasajero con el escáner y la bandeja, pero son flexibles en el cumplimiento legal de líquidos y demás utensilios. En Frankfurt, como era de esperar, la cosa cambia. Allí se aplica las leyes, correcta pero inexorablemente, porque ellos, los alemanes son cumplidores (y guardianes) de la norma, y la norma no se rompe, ya sea la ley sobre bolsas en la maleta o sea la ley sobre rescate a la banca de un país. En Frankfurt una agente de policía le prohibe que lleve dentro de la maleta más de dos bolsas de plástico con champús o colonias (si usted las reparte entre pasajeros de la enorme fila que se forma siempre, la policía se desconcierta, porque entonces todo queda de acuerdo con la ley). La frontera invisible en el aeropuerto alemán está diseñada para cabrear a todos los pasajeros dentro de la más estricta corrección legal. En Grecia, el paso de la frontera escaneada es como el país: hay cosas más importantes que molestar a la gente para que se quite los zapatos (apuesto a que el arco de metales estaba desconectado, para no complicarse la vida). En la pequeña isla a donde arribamos, fuera de las rutas turísticas habituales, éramos prácticamente los únicos españoles, por lo cual nos confundían con italianos. Se demostró la noche de la final de la Eurocopa: ante la única televisión de los bares donde se celebraron los goles de España; en el resto, con la bandera tricolor ondeando, todos se identificaban con Ballotelli. El colmo llegó cuando pasamos en barco a Turquía (la costa de Anatolia está a sólo cuatro kilómetros); un taxista comenzó a cantar mirando para mí una vieja canción de Toto Cutugno, “L’italiano” (“¡Lasciatemi cantaaare con la chitarra in maaano!”). Estaba claro, yo llevaba a la vista la señal de identidad manifiesta del italiano: el cuello del polo levantado. No me atreví a deshacer el error del taxista. En los lugares turísticos se habla esa lengua franca que consiste en meter un inglés chapurreado, con palabras del país aprendidas en el menú del restaurante y un conglomerado de otros idiomas (como los políticos españoles en Europa). Cuando hacíamos saber que éramos españoles pasaban dos cosas: una, que nos felicitaban por los cuatro goles, y otra, que nos acogían como iguales, porque la crisis une mucho. Los turistas alemanes que abundaban (como en todo el Mediterráneo) eran tratados con el respeto que merecen los que nos van a dejar su dinero, pero sin el amor que los griegos mostraban por italianos y españoles. En todos los tenderetes de camisetas se vendían las del fútbol italiano y español, pero no del alemán. La escala en Frankfurt nos obligó a quedar un día en el aeropuerto de bajo coste y para matar el tiempo caminamos por el pequeño pueblo de al lado. La comparación con el pequeño pueblo griego de las vacaciones era notable; el alemán era un prodigio de limpieza y orden, el griego era como uno español, a medio camino entre la chapuza y la dejadez; pero mientras en el primero los enanos de escayola sonreían en los porches y los jardines, en el segundo los que sonreían eran los vecinos sentados a la puerta. Es la diferencia que va entre un clima del norte y el sol del sur, ese que tanto cabrea a Angela Merkel. La tristeza amable de los habitantes del pueblo alemán contrastaba con la sonrisa de los griegos. En siete días pasamos por cinco países. Aprendí algunas cosas de esas Europas; la principal es que somos distintos y no habrá manera de entendernos si sólo hablamos de dinero.

lunes, 9 de julio de 2012

Las miradas perdidas


Diario de Pontevedra. 06/07/2012 - J.A.Xesteira
El tipo aquel, un joven de mirada evadida, cruzó todo el pasillo del centro comercial. Indiferente a las ofertas de las tiendas, en las que entraban otros jóvenes de su edad y salían con bolsas de las marcas repetidas en todo el mundo, como para llevarle la contraria a la crisis, a su propio paro o al de su familia. Jóvenes alegres que contradecían el pesimismo imperante de los telediarios que, seguramente, no veían y les importaban un carajo. En la juventud no preocupa el futuro y el presente hay que devorarlo en el momento, antes de que enfríe. El joven de la mirada huida avanzó con paso regulado, sistemático y monocorde hasta la cafetería, en la que un letrero ofrecía conexión gratis de wi-fi. Llegó hasta una mesa de lo que se podía llamar terraza, aunque no estuviera al aire libre. Se sentó, descargó la mochila y sacó un ordenador portátil, abrió y se conectó. La mirada que huía se marchó hacia el mundo exterior, interiorizado en la pequeña pantalla. Sólo levanto la vista para atender a la camarera y pedirle una botella de agua. Sacó unos pequeños auriculares que metió en los oídos y conectó con la base del ordenador. Y en ese momento sólo quedó en la mesa de la cafetería del centro comercial el cuerpo del joven de la mirada en fuga, su parte inmaterial; alma, sentidos, mente, lo que sea que anda por medio del cuerpo, ya no estaba allí. Movía el dedo índice sobre el pequeño cuadrado con el que dirigía la flecha, con breves toques con los que abría archivos que eran como las puertas de la percepción de Blake (“si las puertas de la percepción se purificaran todo se le aparecería al hombre como es, infinito”) y por ellas entraba hacia otros mundos. A veces se detenía y leía un rato, otras, tecleaba como si escribiera –supongo– para una persona lejana, quizás otro joven de parecida mirada, sentado en un café wi-fi de un centro comercial lejano. Desde la mesa de al lado, donde yo tomaba un café a la espera de la hora del cine, lo veía manipular en su ordenador. Por un momento, como un cotilla curioso, vi su pantalla, en la que estaba desplegada la pared de amigos de una red social, la que enlaza a solitarios que juegan a la ficción de estar más unidos que nunca sin alambres de conexión. Por momentos incluso me pareció ver una leve sonrisa, seguramente por algo que sucedía entre él y la otra persona que escribía ocurrencias. Por un momento, y ya que estaba al acecho como un intruso de su intimidad, me gustó pensar que estaba en comunión con una persona a la que amaba, una muchacha que merecía aquel amago de sonrisa, pero esas cosas son difíciles de saber si la mirada está de viaje. En ocasiones abría la lista de las canciones que entraban por los minúsculos auriculares y cambiaba el título –desde mi mesa no llegaba a distinguir que tipo de música era su preferida y su expresión no dejaba suponerla, ni siquiera marcaba un ritmo con los dedos tamborileando sobre la mesa, ni silbaba en silencio– la música era como una banda sonora de su viaje. Llegó la hora de las mamás y el espacio de las cafeterías se cubrió de Yónatans y Kevins correteando por su particular corral, en medio de unos cachivaches de plástico, como un gulag divertido para pequeños seres. Comenzaron las llamadas que reclamaban meriendas envasadas, potitos y pisados de plátano y galleta que los chavales no querían y sólo el grito imperativo de las mamás les traían refunfuñando hasta las mesas donde los grupos maternales charlaban de sus cosas. El joven no los miraba ni los oía, la mirada vagaba en otro lado y las orejas estaban taponadas con música en mp3. Ahora leía la prensa, su prensa, la que le interesaba, las versiones digitalizadas de los periódicos de papel; de reojo advertí que hacía como un barrido de la primera página virtual, y se detenía en noticias culturales, después de saltar toda la política nacional e internacional con los mismos repetidos discursos de los mismos repetidos (y aburridos) políticos; abría una información sobre algo musical, una cosa sobre literatura y otra sobre cine. Y los chistes, los abría todos. Pero su cara era la misma de hacía una hora; su expresión era inmutable. Era su manera de resistir en medio de aquel espacio placentero y comercial, en medio de los gritos infantiles, de los gritos maternales y del runrún de las tiendas. Seguía frotando el dedo sobre el cuadrado de dirección, y golpeaba su doble clic para abrir puertas y ventanas a un mundo exterior en el que la temperatura era variable, el aire corría entre los árboles, y la vista hacia el horizonte no tropezaba con el escaparate del comercio en franquicia que ofrecía camisetas y pantalones para uniformar una generación juvenil. De pronto levantó la vista, se estiró hacia atrás, con las manos en las cervicales, demasiado rígidas tanto tiempo y, por un momento, creí que me había descubierto espiando su pantalla. Pero no, fue un sólo instante que aprovechó para pedir otra botella de agua. Yo disimulé con el periódico del día, abierto sobre la mesa, con sus manchas de grasa y con las páginas desajustadas, como todos los periódicos de café; me di cuenta de que estaba en las páginas de deportes, un espacio donde nunca suelo caer. Lo dejé cuando llegó la hora de entrar al cine. Cuando salí, un par de horas más tarde, las mamás ya había recogido a sus pollitos, la clientela había variado, las tiendas estaban a punto de cerrar, los jóvenes habían comprado la provisión necesaria de ropas y complementos de consumo. El muchacho de la mirada difuminada todavía seguía allí, sentado, absorbido por la pantallita hipnotizante. Durante todas aquellas horas vivió la ficción de haber estado en una sociedad, de compartir la vida con muchas gentes, conocidas y desconocidas, tan solitarias como él, de haber estado en una biblioteca de saberes infinitos, de repasar la vida del mundo. Pero en el proceso había perdido la mirada.

Criaturas de Dios


Diario de Pontevedra. 30/06/2012 - J.A. Xesteira
Los dioses siempre estuvieron en medio de la merienda desde que el mundo es mundo. Estos días, cuando los Hermanos Musulmanes, que son como la Democracia Cristiana en árabe, ganaron las elecciones en Egipto, el mundo occidental desempolvó el viejo disfraz del miedo al moro: van a mandar en el gobierno egipcio con la ley del Corán. Pudiera ser, pero es lo habitual en estos tiempos y lo fue siempre. En la Grecia antigua y poética había una amplia colección de dioses que discutían entre ellos y se peleaban en el Olimpo como si jugaran al futbolín con tirios y troyanos. La cosa cambió con los monoteístas, porque ahí era un sólo dios el que hacía y deshacía, y ese sistema se mantiene hasta hoy día. El dios de los israelitas les dijo cual era su territorio, la tierra donde tenían que construir su estado, y así, ayudados por Yavé, las cuentas corrientes y un armamento adecuado, echaron a los palestinos que vivían allí de siempre y construyeron una barrera dentro de la cual se encerraron con su dios y su armamento. El Islam, que es religión más reciente, se desperdigó en muchos países y se dedicó más a meter su ley coránica dentro de los parlamentos, para poner la ley de dios por encima de las leyes de los hombres. Los cristianos, en una amplia variedad de iglesias, se arrimaron siempre al poder y trataron de empapar a la sociedad de forma más sutil, de manera que cuando cualquiera de los suyos alcanzara el poder, llevara en su interior las enseñanzas evangélicas debidamente transformadas por el paso del tiempo y de los gobernantes de las iglesias. Los americanos llegaron a poner a Dios en su sitio, en el dólar, donde figura la ley suprema: “Nos fiamos de Dios” (al resto le cobramos en mano). Cualquiera de las tres religiones de un sólo dios, parten de libros escritos por personas que no usaban teléfono móvil ni tenían coche, pero que daban normas de vida para el futuro. Sus enseñanzas, muchas veces claras y transparentes, fueron modificadas según el tiempo lo aconsejaba, y según le conviniera al mandamás de turno. Las barbaridades históricas en nombre de los dioses fueron enormes, y se ha matado más en nombre de ellos que en nombre de cualquier otra cosa. Pero ahora somos civilizados, la palabra de Dios es una cuestión secundaria a la hora de manejar la sociedad, que distingue perfectamente lo que es del César de lo que es de Dios. Los islamistas de Egipto no son los únicos que están en el poder, y, además, no se sabe como van a gobernar, démosles tiempo. Hay otros gobiernos en este mundo que son claramente religiosos, y no me refiero precisamente a los dominados por distintos ayatolás, sino algunos con etiqueta de demócratas que mantiene situaciones de religiosidad medieval, cuando no leyes inspiradas directamente por los libros sagrados. No hablo del Vaticano, un estado atípico, un paraíso fiscal divino que hace aguas por sus inversiones fiscales. En ese estado religioso se mantiene un status eterno que avanza pegado al poder en curso; y en este momento, el poder es bancario. Y como todos los bancos del mundo, atraviesa por horas bajas (si esto fuera una homilía diría horas de tribulación, que es una frase del gusto católico) y trapos sucios; es el inconveniente de ser un paraíso fiscal en la tierra, en lugar de esperar al santo advenimiento para sentarse a la derecha del Padre Eterno. También, en el capítulo de las tribulaciones, se le abren vías de agua por otros escándalos: las millonarias indemnizaciones americanas por pederastias variadas y, lo último, un obispo argentino retozando en la piscina con su amante. (Hay que señalar que en Argentina las figuras públicas son atípicas; los dirigentes sindicales pueden salir en el “Hola” enseñando su mansión como Ana Obregón, así que un obispo y su novia, abrazados en Miami, es casi natural). En los estados modernos hay un deseo de desvincular la iglesia (sea la que sea) del poder político. Eso sólo cabe en una cabeza inglesa, que se inventa una iglesia propia, gobernada por el poder de la monarquía, pero deja el poder político en manos de otro equipo, una esquizofrenia muy “british”. El resto de los países van por lo laico más o menos, desde la Francia republicana hasta la variopinta Italia. Pero es difícil desincrustar muchos siglos de confesión religiosa de los gobiernos terrenales. Y más en la España que fue martillo de herejes y ultramontana defensora de Dios, incluso a cristazo limpio. Por mucho laicismo que se le quiera echar a la democracia, todavía los presidentes y ministros juran cargos delante de un crucifijo y los autollamados de izquierdas caminan en la procesión del patrono, tres pasos detrás del cura y dos pasos delante de la banda de música. Será difícil lijar viejas costumbres católicas, porque nuestra democracia está llena de estas criaturas de Dios, que crecen y viven en un medio natural en el que encuentran lógicas las prebendas y los tratados de “todo gratis” para los bienes terrenales y las subvenciones a fondo perdido para las buenas acciones de la banca vaticana. Las criaturas de Dios se ofenden si el cantante Javier Krahe blasfema por dar la receta del Cristo al horno. Una ofensa a Dios, dicen. Las criaturas de Dios se ofenden mucho más que su dios. O tienen tan asumida su condición de criaturas divinas que, como el juez Dívar, cuyos méritos religiosos son conocidos y su condición de hombre piadoso y temeroso de Dios es notoria, no entienden todo el escándalo montado por sus idas y venidas y sus cenas en compañía a la luz de las velas en Marbella. Si Dívar fuese argentino sería otra cosa y se hubiera ido a Miami. Pero, al final, el quid de la cuestión no estaba en un asunto de estricta justicia (el gasto de caudales públicos) ni de un pecado inconfesable, sino en un asunto de telebasura: con quién cenaba el juez. El puro morbo. El problema es que el artículo 525 del Código Penal, sobre el escarnio religioso no es de doble dirección.