jueves, 28 de julio de 2011

Una cuestión de higiene mental

Diario de Pontevedra. 27/07/2011 - J. A. Xesteira
El poder que da acceder al instante a las noticias que se despliegan en el papel prensa virtual de mi ordenador es enorme e impensable para todos aquellos que estudiamos el periodismo con lápiz bicolor, para maquetar una página que se elaboraba a fuego lento, cambiando sobre la marcha dentro de la redacción, y que sólo llegaba al público del quiosco, muchas veces ya superada por el tiempo. Ahora, delante del “papel” de mi pantalla, el periódico va cambiando a cada instante, y las noticias se superponen y eliminan a las anteriores. Y todo se sucede a mogollón. Todo parece adquirir una gran importancia, porque lo instantáneo sorprende más que lo que ya fue digerido con calma. Todas las noticias salen en forma de oleada, y ya no se sabe cual es más importante. El pasado fin de semana, sin embargo, la matanza de Noruega empequeñeció a otras muchas noticias, las que, de no mediar las muertes escandinavas, serían importantes. La borrasca económica europea (y mundial) que no acaba de escampar; la vida política española, con sus personajes políticos que reclaman elecciones como una necesidad urgente que sólo sienten ellos –el resto de los mortales hispanos sólo pretendemos llegar a fin de mes sin que nos compliquen mucho la vida–; el hambre del Cuerno de África, que ya es un hambre repetida y siempre ignorada, que no le importa a nadie, por mucho que hipócritamente los líderes mundiales reclamen solidaridad; ni siquiera la pequeña política que bandea en Valencia y en las comunidades autónomas, que están más a la procesión del verano que a la defensa del estado de bienestar que nos prometen siempre; o las breves alegrías deportivas que suben a los podios. ¿Qué decir de esas pequeñas noticias que se meten de relleno para armonizar una página? Me encantan, porque, a veces son más interesantes que las tres páginas de PP contra Zapatero. Por ejemplo, la lucha de los investigadores contra el mosquito tigre de Sant Cugat del Vallés; una especie que, además de picar y dejar ronchas, puede transmitir el dengue o la fiebre amarilla; los científicos han programado una limpieza higiénica en tres fases: eliminar las aguas estancadas en platos, macetas y otros recipientes de jardines y patios para dificultar la puesta de huevos; utilizar insecticidas en estanques y charcas para erradicar las larvas; y, por último, extirpar la vegetación para dificultar la vida de los adultos. Esta noticia tan simple es todo un programa higiénico de múltiples aplicaciones, no sólo contra el mosquito tigre. Pero todas las noticias han quedado barridas por la matanza que, por lo visto, llevó a cabo un sólo noruego, que preparó una bomba compuesta por abonos químicos de libre venta en cualquier parte del mundo y, después, a tiro limpio contra muchachos que disfrutaban del verano y el aire libre. Nada más conocerse la noticia, sucedieron dos cosas que son de reacción instantánea: primero, se dieron a conocer pocos muertos, casi nada; segundo, se aplicó la sospecha instantánea de un atentado islámico. Son dos reacciones automáticas. Después se supo que era un sólo tipo, ultraderechista de ideología fundamentalista cristiana y xenófoba, una mezcla más explosiva que el fertilizante en forma de bomba. En ese punto se produce otra reacción inmediata: se trata de un loco aislado. Es curioso, cuando el asesino es cristiano y ultraderechista, es un chiflado aislado, cuando se trata de un árabe, es el Islam entero el que atenta. Nadie se para a analizar de que polvos vinieron estos lodos. Excepto algunos analistas con sentido común, que firman sus opiniones en la prensa del mundo, la idea general implantada es que se trata de un chiflado, como si fuera un alumno de instituto americano con problemas de adaptación. Pero detrás de todo esto está un caldo espeso de cultivo y animación que hace tiempo que se cuece en toda Europa y que de vez en cuando la derecha que gobierna los principales países utiliza para captar votos (todo se reduce a eso). Merkel, Sarkoszy, Berlusconi, Cameron, echan mano del peligro de la inmigración, aún a sabiendas de que sus países necesitan esa mano de obra; se habla de la locomotora alemana, pero no se dice de quienes la empujan, que no son precisamente alemanes, sino checos, portugueses, españoles, turcos y europeos del este. Los alemanes, que se quejan siempre de los vagos del sur de Europa, sólo esperan la jubilación para venir a hacer el vago en el sur de Europa. La derecha europea juega peligrosamente con el multiculturalismo y la inmigración, y lo señalan como males amenazantes; sus discursos están más dirigidos a la galería de sus votantes y descontentos, a los que les ofrece un enemigo contra el que conjurar sus males, males que, por otra parte, sólo son producto de las chapuzas políticas y de la avaricia económica de los dirigentes. En ese paisaje de extranjeros amenazantes, de inmigrantes que nos quitan el trabajo a los nativos, de los puros de sangre frente a esos de fuera que traen sus costumbres nocivas para nuestras tradiciones y nuestro estilo de vida, de todos los que creen en dioses que no se pueden comparar con el nuestro, con el que sacamos en procesión; en ese ambiente que los dirigentes de Europa se encargan de enrarecer es donde se crían esos especímenes que un día se convierten en salvadores de la Humanidad. El asesino noruego había escrito en su diario que luchaba contra la “colonización islámica de Europa, tolerada por los marxistas”. En una Europa en la que encontrar un marxista ya es un trabajo de investigación, las mentiras repetidas y bombardeadas sobre una masa cada vez más inculta, alimentada de propaganda y de dogmas incuestionables, se producen estos monstruos que no vienen ni siquiera del sueño de la razón. Más atentos al eje del mal que viene de afuera, nos olvidamos de que nuestra sociedad alimenta a los asesinos domésticos. El primer ministro noruego dice que lo que necesitan es más democracia. La democracia es un concepto abstracto, que no se puede medir ni, por tanto, pedir más o menos. O la hay o no la hay. Y en el último caso sólo cabe aplicar a las ideas xenófobas, fundamentalistas, nazis o de extrema derecha el método de extinción del mosquito tigre.

jueves, 21 de julio de 2011

Uniformes y vanidades

Diario de Pontevedra. 20/07/2011 - J.A. Xesteira
Aestas alturas del verano ya deberíamos andar con la barriga al sol, barnizados con la agradable preocupación tropical del dulce hacer nada, con el ánimo dispuesto a disfrutar de los tópicos veraniegos, las sardinas, las terrazas, las gafas de sol, el bronceador, las vacaciones (más restringidas, eso sí, que la economía no está para viajes exóticos), la canción de Georgie Dan (un mito) y todas esas cosas que nos cambian el espíritu. Por supuesto, a estas alturas ya deberíamos tener a los políticos y su mundo, ese que nos martiriza desde los medios de comunicación y que tenemos que soportar durante todo el año, en sus vacaciones, sin dar la vara. Pero, quizás por el nunca bien reconocido cambio climático, atravesamos un verano de mierda, con temperaturas de otoño retorcido y con sus consecuencias: las playas vacías (salvo los que se han impuesto la penitencia sanitaria de caminar porque es bueno) y los centros comerciales, llenos. Los veraneantes, esa especie migratoria proveniente del interior, anda como alma en pena, disfrutando de la comida y lo barata que es aquí (otro tópico veraniego). Esto no es verano ni cosa que se le parezca; los que saben del tiempo apuestan porque el verano vendrá en setiembre. Pero para entonces ya no nos importará, porque la vida y sus ciclos ya se reanudan: las escuelas, el regreso de todas las vacaciones, y, sobre todo, la vida política, que tendría que estar veraneando, igual que los osos se meten en su madriguera durante el invierno, más que nada para no molestar. A estas alturas del año los artículos periodísticos también tendrían que ser ligeros, cerveceros, frescos, en lugar de lo habitual en los periódicos, de crisis y grandes estrategias políticas. Y así estamos, con los políticos trabajando en Europa para que no se hunda el tinglado, y en España en una partida de pimpón, entre elecciones anticipadas o no elecciones anticipadas. Todo va a contrapié, y nada se ajusta al guión. Las minas políticas antipersona estallan por todas partes: un senador canario en un bar de Madrid, unas facturas de más en el territorio de Cospedal, un acto-mitin de cualquier padre de la patria en cualquier parte y, sobre todo, el juicio de la trama Gürtel y los trajes de Francisco Camps, un tema interesante desde el punto de vista psicosociológico. Aunque el asunto de fondo tenga más que ver con la política y la corrupción paralela que se vislumbra más allá de los trajes, en la forma revela dos condiciones de los seres humanos: una, la tendencia a la uniformidad y otra, la vanidad, que traiciona al más pinturero. Camps es vanidoso, se le nota en sus comparecencias y en sus fotos, se gusta y compone su atuendo de manera parecida a los modelos de pasarela. En ello no hay nada reprobable desde el punto de vista social o político, es un presumido, pues bueno, no pasa de ser un defecto menor. Pero quizás por ello admitió el soborno en forma de trajes, elegantes, caros, bien cortados, con solapas Napoli y plastrón de dos botones (esto lo aprendí de los periódicos, mi conocimiento sobre ropa es muy deficiente) y ahora se ve en el banquillo por su pecado de vanidad, junto con otros amigos también vanidosos. Pero en su caso hay otro componente, que es la necesidad de ir uniformado, de ir “vestido de político”. Si ustedes conocieron a algún político antes de salir en los medios que les dan fama (convengamos que cualquier padre de la patria es un concejal venido a más) recordarán que antes vestían más normalito, menos oficial; es cuando se accede a los parlamentos, cuando se llega a salir en las fotos de primera página cuando se transforman y se uniforman, y ese uniforme va por partidos, se organiza en torno a una idea, a un color de corbata, a lo que se lleva en cada momento. Los que hicimos la mili y tuvimos que llevar un uniforme sabemos lo que es ajustarse a las ordenanzas; en mi caso me tocó vestir el uniforme de Infantería de Marina, con el que parecía el Sargento Peppers y su Club de los Corazones Solitarios; tenía que llevar el pelo cortado de una cierta medida y el bigote ajustado al reglamento. Desconozco si la clase política tiene sus asesores de trajes y colores, pero el resultado suena como si los tuviera. Van de uniforme, que es un punto parecido a jefe de planta de grandes almacenes o de ejecutivo de gran empresa. Es lógico, dentro del uniforme te sientes arropado por los tuyos, eres “del cuerpo”, incluso puedes entenderte con los enemigos naturales, fuera del escenario parlamentario o del escenario mediático, porque ellos también visten tu mismo uniforme. Les es más difícil entenderse con, por ejemplo, los del 11-M, los del sector naval, los parados, porque visten distintos uniformes. Viene n a ser como los indios sioux, que van de colorines a su bola, y el Séptimo de Caballería, que van todos de azul y con corneta. A Francisco Camps le extraña que le juzguen por una cosa tan menor como aceptar unos uniformes, y se le nota, se le ve como preocupado más por el hecho de no entender que un político vanidoso tiene que vestir con la elegancia que se le supone y, además, con el respaldo de los votos populares. Porque cree que lo han votado por su aspecto físico (en realidad, aquí sólo se vota por el aspecto y por una cuarta dimensión impredecible). Por sus fotografías y sus intervenciones en televisión, es lo que se saca en conclusión. Es un hombre que entiende la democracia y la sastrería como un todo, como una de las bellas artes. Y eso no está tipificado como delito. Lo otro si, me refiero a lo del soborno (cohecho impropio), y por eso lo van a juzgar. No sé si lo condenarán o no, pero si lo condenan, se dará cuenta de que los votos son variables, como el verano, que ese gran respaldo electoral que esgrime como argumento, no sirve. Votaron a su elegancia, al modelo, y de la misma manera, pueden cambiar el voto. A fin de cuenta hay historia escrita sobre el cambio de chaqueta de un pueblo entero de la noche a la mañana. Una noche, Italia se acostó fascista, y a la mañana siguiente recibió al ejército americano como auténtica demócrata. Es un cambio de chaqueta, que es también una cuestión de sastres.

jueves, 14 de julio de 2011

Tenemos que reinventarnos

Diario de Pontevedra. 13/07/2011 - J. A. Xesteira
El futuro nos ha encontrado a todos con los pantalones a media caña y el culo al aire. De repente, todo lo que valía ya no vale, como podía adivinar cualquiera que no estuviera abducido por la descomunicación político-económico-religiosa-mediática. Lo sabíamos, porque era algo más que evidente, pero parecía como que nadie se enteraba, que todo el mundo disfrutaba de este país de maravillas, lleno de gatos risueños, liebres de marzo y, sobre todo, con muchos dineros fáciles que los sombrereros locos de la política gastaban y se metían al bolsillo ante la impasibilidad de los ciudadanos. De repente, todo se viene abajo, era un castillo de naipes, y la reina de corazones alemana pide que le corten la cabeza a todos, los emigrantes, los italianos, los españoles, los portugueses, los griegos; y los edecanes de la baraja se reúnen en Bruselas, que es la capital del País de las Maravillas, para celebrar una absurda fiesta de no cumpleaños que nunca se acaba y que nunca arregla nada. Mientras, el personal de a pie comprueba en carne propia lo que es la cola del paro, en unas oficinas de empleo que nunca emplean a nadie; ve como la hipoteca feliz que firmó con promesas de un piso maravilloso era una trampa de trileros (¿donde está la bolita?); ve como se esfuman todas las promesas de los políticos en campaña, mientras que los mismos políticos en el cargo se suben los sueldos. Y así hasta todo lo que se les ocurra, hasta la misma demagogia. Ahora, cuando se ven orejas de lobo por todas partes rodeando el corral, todos se echan las manos a la cabeza y todos piden reinventarlo todo. Un ejemplo: la SGAE, ese organismo que consiguió ser odiado por todos los ciudadanos, incluidos aquellos que ni siquiera saben para que sirve. De repente, bastó con que la guardia civil entrara a requisar y detener, para que todos se echaran encima de Teddy Bautista, el “boss” de los autores, precisamente el mismo que hacía unas horas habían elegido por abrumadora cantidad de votos. Y ahora todos claman contra él, piden democracia interna y cuentas claras. Bautista pasó de rockero setentero (lo vi con Los Canarios hace años en una sala de Vigo: su grupo era bueno, él era malo) a jefe de la tribu, y con gran olfato levantó una empresa que ganó dinero a paladas, por el sistema de extorsión legal, amparado por todos los gobiernos, de cobrar por todo lo que fuera música, incluida la marcha nupcial o esa televisión apagada que hay en muchos bares. Multitud de cantantes, autores y compositores de diversos pelajes chuparon de la canoa y pusieron la mano para cobrar del canon digital y otros impuestos gansteriles (legales, pero iguales a la protección de Chicago). Cualquiera que anduviera por el mundo con dos dedos de frente, sabía que eso era un negocio de paniaguados, los mismos que ahora, descubierto un poco del pastel, echan a Bautista y piden que impere la democracia. Quieren reinventar la SGAE, la misma que les amparaba y subsidiaba mientras componían musiquitas desde su piscina. También quieren reinventar la izquierda. Hace años que la gente de izquierdas de este país (si aquí también había gentes de izquierdas, que se dejaron la piel en otros tiempos para que hubiera una democracia –no este sucedáneo de democracia cero-cero con la que entretienen al personal–) fue cediendo pequeñas y grandes conquistas, fue adaptándose a un modelo de izquierda ganadora, encorbatada, trajeada, que por fin tenía la sartén por el mango, pero a costa de dejar por el camino primero el marxismo, después la lucha de clases, después dejó que reinara el capitalismo liberal más depredador del que se tienen noticias, después consintió que la Iglesia Católica disfrutara de todo su estatus económico y fuera subvencionada por todos, incluidos los ateos, y, por encima, los antiguos marxistas desfilaron en las procesiones como un reconocimiento de que todos somos iguales y no hay que tener miedo. Y la democracia que estaba por venir, no llegó nunca, y en su lugar se instaló un paripé político bipartidista. Y ahora que la autodenominada izquierda lo ve crudo, quiere reinventarse, y lo piden los mismos que disfrutaron de las vacaciones ganadoras. Desde hace años, treinta y tantos o más, se repetía la vieja frase: “¡No es esto, no es esto!”, pero como mientras tanto, con la marca registrada de “Izquierda” se ganaba, y el mundo era rico y consumista, no pasaba nada. La realidad nos recuerda los viejos conceptos desnudos: la izquierda es un estado de ánimo, la derecha un estado de cuentas. ¿Y qué decir del periodismo? También hablan de reinventarlo como una necesidad que acaban de descubrir ahora a través del escándalo de los periódicos británicos de Robert Murdoch. Se rasgan las vestiduras cuando hasta ahora le besaban en los labios. Murdoch ya era un hijoputa hace años, pero era el hijoputa amigo de Margaret Thatcher y de Tony Blair, y como las cosas iban bien, pues no pasaba nada. Ahora es un malo y sus periódicos, un nido de indeseables. El escándalo sólo deja al aire una evidencia, transportable al resto del mundo: el periodismo no es eso. Los medios de comunicación constituyen una sociedad clientelar en la que se amalgaman políticos, economistas y empresarios de la comunicación. El periodismo no es imprescindible y los periodistas, menos. Hay que reinventarlo ya dicen. Hay dos mundos, uno, el de fuera, el que ve lo que es obvio sin que nadie se lo explique, y otro, el de dentro, que mira hacia otro lado mientras silba y todo funciona, ganan dinero y disfrutan de la situación. Esos dos mundo suelen encontrarse, opuestos por el vértice, cuando las cosas van mal, entonces descubren que hay que reinventarlo todo, seguramente sólo para esperar que todo vuelva a estar como estaba. No recuerdan que sólo se puede reinventar lo que una vez fue inventado, y ese caso no se ha dado todavía en este país, en el que tenemos que empezar de cero, desde abajo y hacia arriba, podando lo que haga falta y desbrozando los viejos conceptos.

lunes, 11 de julio de 2011

La vida es una vuelta ciclista

Diario de Pontevedra. 06/07/2011 - J. A. Xesteira
La semana pasada comenzó mi deporte favorito, el Tour de Francia, un espectáculo que se puede ver a la hora de los documentales de la Dos, porque, en realidad, es un documental de vida salvaje o de la naturaleza. El ciclismo es adecuado para poderlo ver alternando con quebrantos de siesta, porque si la etapa es aburrida y en línea, como cuando el documental nos ofrece bancos de sardinas o la pereza de los leones del Serengheti, el habitante del sofá que soy yo puede echarse una pequeña siesta, justo hasta que llegue el sprint final, que es cuando la leona le echa la zarpa a la pata del ñu o de la gacela. El ciclismo es deporte largo, impredecible, sujeto a variaciones ajenas a la misma carrera: un viento de costado, un corte por una caída, la escapada en solitario, la pájara pinta, el tipo que se mete delante del escalador en el tramo final... Todo eso lo vemos con la precisión del zoólogo con la cámara en el landrover del parque nacional o la del buceador debajo justo de la manta raya. Me gusta el ciclismo, seguramente porque soy poco aficionado al deporte y no me conmueven colores de fútbol ni me entero muy bien de las vueltas de los pilotos de motos y coches, a los que confundo y los que no le puedo poner rostro. En el ciclismo vemos incluso la gota de sudor del tipo que se rompe los riñones encima de un sillín que le parte el culo. Claro que el ciclismo, sin la televisión, sin la cámara de esos tipos magníficos que van colgados de una moto para hacer esas tomas a tumba abierta en los descensos de los puertos, no sería nada. El ciclismo existe porque existe la televisión. Le sucede lo mismo que a los políticos, con la diferencia de que los ciclistas sudan y se ganan sus minutos de espectáculo por su propio esfuerzo, los políticos, simplemente porque pasaban por allí. Los políticos y los ciclistas no se pueden ver en directo; si usted vio alguna carrera ciclista sabe como es: media hora de espera y tres segundos para ver pasar un muro de colorines; si votó alguna vez, también sabe como es: tres segundos para echar una papeleta y cuatro años para ver pasar la serpiente multicolor. Son cosas que se ven mejor en televisión, porque la tele enfoca el detalle y, además, tiene un mando que puede cambiar de imagen. Hubo un tiempo en el que sabíamos de la existencia de las cosas por lo que se escribía, después lo supimos por lo que se oía, y ahora solamente porque aparece en la pantalla. Las guerras fueron, primero, fotografiadas, y sabíamos del desembarco en Normandía por las fotos de Capa, y después supimos de Vietnam por las revistas a todo color y por las primeras televisiones; después asistimos a unas guerras en directo, pero ya no veíamos nada, sólo luces en la noche que nos decían que eran bombas voladoras. Y ahora ya no hay guerras que filmar, cuando existen todos los medios para hacerlo al instante. Hay guerras que no existen, aunque cada día mueran docenas de personas en África, hay guerras de las que sólo vemos a las fuerzas aliadas felicitadas por ministros o presidentes o metidas en ataúdes, nada más. Nos enseñan de la guerra lo que les parece bueno para la salud social; como si de la vuelta ciclista sólo nos enseñaran el coche de los directores de equipo y el podio con las guapas muchachas con ramos de flores. Hubo un tiempo en que, para ser alguien había que salir en el Larousse, como decía aquel personaje de la novela de Carpentier: “¿Figura usted en el Pequeño Larousse? ¿No?... Pues entonces está jodido”. Pero hoy, para existir, ya no vale con aparecer en un diccionario por orden alfabético, hay que tener presencia virtual, hay que estar en imagen en el mundo virtual, que es el más real que existe ahora. Nunca hemos visto a Contador en persona, ni a Armstrong, ni a Zapatero, ni a Paris Hilton (bueno, seguramente habrá gente que si los han visto y hablado, pero no hay necesidad de ello para saber que existen) pero los hemos visto hablar, sudar, pedalear, reír o ponerse serios, y los hemos visto delante de nuestro sofá. ¿Qué mayor evidencia que esa? Los seres que pueblan las televisiones ya han dado otro paso más allá de la enciclopedia, aparecen ya en las redes sociales, desde donde se dirigen al mundo entero para dejar su mensaje y su imagen. Por el momento (la velocidad de cambio en el mundo digital es enorme) los que antes tenían que estar en el Larousse ahora tienen que estar en ese ciberespacio que se nos abre en la ventana del ordenador. Comenzó por MySpace, que era más un foro para que los grupos de hip-hop, de “indie” o pop más o menos moderno dejasen sus maquetas, filmadas con el móvil y grabadas con un programa elemental de ordenador, era su salto a la fama y, si tenían suerte, alguien podía verles y los fichaba para llevarlos a la fama que siempre tarda en llegar. Después llegó, arrasando con todo, Facebook, que es como una reunión de antiguos alumnos a nivel universal, en donde la privacidad es un tema poco valorado. Y, por encima Twitter, que es donde los intelectuales dejan sus pequeñas paridas pseudo cultas, y donde los políticos dejan sus mensajes para salvar al mundo o al municipio. Ahí mismo acaba de dejar el Papa un mensaje “urbi et orbe”, pero de verdad; lástima que lo que escribió fuera una tontería com o aquel que pinta la puerta del wáter del colegio con una frase producto del aburrimiento. Ya sólo existimos en la imagen virtual, en el sonido surround, en los ordenadores y las tabletas, en la pantalla de los teléfonos, cada vez menos teléfonos y cada vez más artefactos polivalentes. La realidad es lo virtual, e, incluso, la irrealidad de los juegos de ordenador, que sabemos que son muñecos, tienen tal poder real que llegará un momento en que los jugadores no distingan si lo que matan es la imagen de la pantalla o un ciudadano que pasaba por ahí y se convirtió en daño colateral. A fin de cuentas, la vida ya no es más que una carrera ciclista que sale en las pantallas mientras echamos la siesta de verano.