viernes, 24 de marzo de 2017

Aventuras del FBI

J.A.Xesteira
En la historia de los cómics españoles (consultar viejos aficionados o estudiosos del tema) había en los años 50 (siglo XX) una colección de tebeos (nosotros les llamábamos chistes) titulada “Aventuras del FBI”, en la que un agente del Federal Bureau os Investigation, llamado Jack, en compañía de un gordo, Sam y un chaval del Bronx, Bill, se enfrentaban a los más diversos bandidos, gente que quería hacer el mal, en general, chinos perversos, gansters internacionales, malayos con cuchillos ondulados y militares de gobiernos abstractos empeñados en apoderarse del mundo. Nada fuera de lo normal, incluso para estos días de ciberespacio. El agente del FBI, magníficamente dibujado por Bermejo, solucionaba todos los problemas a tiro limpio. Era una extensión de las aventuras cinematográficas con las que nos obsequiaba Hollywood, en las que policías en blanco y negro, con traje y corbata y sombrero se enfrentaban al mal, pero aquí ya más concreto, en forma de comunistas o potencias orientales (fumanchús comunistas) en plena guerra fría. Los agentes del FBI lo solucionaban antes del The End y los perversos comunistas eran derrotados por el macarthismo y el espíritu americano.
En realidad, el FBI era una policía de ámbito nacional en una federación de estados, nada especial, a no ser por la reorganización impulsada por Edgar Hoover, su director y factótum, que convirtió a la policía federal en un poder dentro del poder, con tentáculos en todos los sectores de la sociedad, incluidos los propios presidentes del Gobierno; Hoover, personaje peligroso, se encargó de amarrar su puesto de forma vitalicia y manejar secretos y cloacas, incluida la persecución de presuntos comunistas y pacifistas. Consiguió crear la paranoia social como motivo para manejar su policía a su antojo (¿quien existió antes, la policía o la paranoia?). Pero a su muerte el FBI se adecuó a una guerra fría a punto de acabar en una crisis económica, a un mundo en el que los policías ya no eran los de sombrero y pistola en la sobaquera sino especialistas en psicología, informática y –cada vez más– relaciones internacionales. No confundir con la CIA, que es otra organización que se mueve más en la creación de conflictos internacionales a mayor gloria de ni se sabe qué.
Todo este rollo de preámbulo viene a cuento de la comparecencia del director del FBI en el Senado norteamericano para afirmar que Rusia, es decir, Putin, intervino en las elecciones presidenciales que ganó Trump, lo que no saben es cuanto ni como, pero que lo están investigando; además desmintió al inefable presidente al decir que ni Obama ni los servicios secretos británicos investigaron al candidato republicano. Lo que es lo mismo, que Trump se inventa historias y se calla cosas que pueden ser graves. El caso es que toda esta historia con el FBI por medio me hace rejuvenecer; me encantan estas películas de policías “investigativos”, que diría Cantinflas, y no la de los polis violentos de las series de la Fox. Este retorno de los agentes del FBI, esta vez en la era digital, con hackers que te la cuelan a la mínima, WikiLeaks desvelando secretos y Putin haciendo gimnasia e inyectándose hormonas es de lo más peliculero. Ya era hora de que la realidad imitara y superara a la ficción. Si hubiera que hacer una peli de James Bond, de las viejas, del espía con estilo y clase y con malos malosos, el escenario es el ideal; Trump da la figura del malo maloso, con su hija rubia detrás, en plan florero que tiene acceso hasta a los papeles clasificados de la Casa Blanca mientras se dedica a sus empresas y a su trabajo, de asesora de su padre y de “socialité”, que no sé lo que es pero está muy de moda y hay mucha rubia empleada de eso. Todos los elementos de la trama –por lo menos hasta ahora– poseen esa mezcla de aventura y humor, entre James Bond y los Hermanos Marxistas-Putinistas.
Y la cosa sería divertida si no fuera porque, en el fondo, de la comparecencia del director del FBI, que se atreve a llamar implicitamnete embustero a su presidente delante del Senado, se desprende que el mundo está sentado sobre un barril de pólvora. La paranoia habitual de que “ellos” nos van a atacar crece día a día. Si en los tebeos y las películas, los “ellos” eran comunistas en general, ahora son los musulmanes en general, y el círculo se amplia a cada momento, los inmigrantes en general, los europeos en general, el mundo conspira en general contra Trump. Y el FBI se encuentra en medio, intentando resolver un embrollo en el que los rusos sólo son una corporación extranjera. Seguir la trayectoria del presidente americano día a día es un novelón, en un mundo de fácil acceso, donde todos espían a todos, donde los aparatos más inofensivos son fuente de información para cualquier “efebeí”, donde los asesores y ministros del Gobierno más poderoso del mundo parecen sacados de los Simpson. Esperaremos a los siguientes capítulos.
En España, como éramos más de Roberto Alcázar y Pedrín (ver hemerotecas del cómic), polícias raciales, de aventuras en las que no tenían cabida las mujeres, sabemos que la policía también busca información en las nuevas tecnologías, incluso el rey Juan Carlos fue espiado durante su reinado. Pero por lo que se ve, sólo sirvió para sacar amoríos y comadreos. El anterior ministro del ramo, un tipo que sale en las redes sociales con su perrito, está llamado a explicarse en el Parlamento, pero aquí no pasa nunca nada.
El FBI, como todas las policias de “inteligencia” son los cultivadores de la paranoia mundial, el miedo y las manías persecutorias: nos atacan, nos invaden, nos asesinan esos…terroristas. Aumenta la actividad policíal y, al tiempo aumenta la paranoia. No saben ni quieren saber que la paranoia se trata como enfermedad, no como un delito. Lo que llamamos terrorismo, en el fondo, no es más que un juego cruel y siniestro: vosotros me atacais en mi casa, yo os ataco en la vuestra. Desgraciadamente no hay más, pero siempre conviene tener un enemigo para nuestra paranoia.

viernes, 17 de marzo de 2017

Vidas paralelas

J.A.Xesteira
Me pasa por leer los periódicos durante el desayuno, en la pantalla del iPad y en oblícuo. Vi la foto y pensé que era Laureano Oubiña saliendo de la cárcel para cumplir servicios sociales. No; era el rey Juan Carlos I, que acababa de ganar una regata con el Bribón y una tripulación ganadora (una tripulación así sólo se la ponían a Fernando VII, Borbón también, en forma de bolas de billar para hacer carambolas). La confusión matutina y la empanada mañanera me los mezclaron, porque el arousano aparecía en otra foto, pero no ganaba regatas en Sanxenxo. El extraficante es mucho más joven que el exrey (o, si quieren, rey emérito, pero mejor no, porque tendría que decir traficante emérito, y no es el caso), pero ya se sabe que llegados a la jubilación, los seres humanos tendemos al etalonaje, que es una palabra usada en el cine para igualar la intensidad de luz a lo largo de una escena rodada en diferentes momentos; la jubilación es como el mínimo común múltiplo que nos etalona y nos pone a todos la misma luz, el mismo uniforme –zapatillas deportivas, pantalón vaquero y chubasquero guateado– y nos confunde al rey con el famoso preso, hoy en tercer grado de condena.
Pero esta confusión inconsciente y sin mala intención por mi parte me trajo a la memoria, sin necesidad, viejas lecturas; las Vidas Paralelas de Plutarco, en las que el griego comparaba a los hombres famosos de Grecia y Roma, como por ejemplo Alejandro y César, y sacaba después conclusiones. Su objetivo era establecer el carácter moral de cada personaje y relatar anécdotas de los mismos que revelaran la naturaleza de cada persona. En realidad –y eso es lo ameno de la obra que hace que se pueda leer hoy en día– es que se trata de un juego porque el autor cree que en las pequeñas cosas está la personalidad de los grandes hombres antes que en las grandes gestas, las grandes batallas o sus poderes económicos o políticos.
Las noticias del desayuno no sirven para gran cosa, si acaso para cabrearnos; podemos decir que la actualidad comunicada por cualquier medio contribuye, por activa o por pasiva, al aumento de la mala leche natural en el español medio. Pero cuando aparece, aunque sea por confusión, la posibilidad de establecer un juego de vidas paralelas en la primera página, la cosa cambia. Podían ser las vidas paralelas de, por ejemplo, Donald Trump y el candidato fascista holandés, comenzando por sus extraños peinados y por la semejanza de ideas bajo el peinado (si, también estos seres tienen ideas, malas y peligrosas, pero ideas, al fin y al cabo). Podían ser las vidas opuestas por el vértice de Escocia y Cataluña, que quieren referendos y posiblemernte los tengan algún día. Podía ser la polémica por la misa de la TVE y la polémica por los informativos de TVE, ambos perfectamente intercambiables, porque son los mismos ritos con las mismas comuniones.
Pero podría ser un juego de vidas paralelas entre Oubiña y Juan Carlos, con todos los respetos que se suponen; como en Plutarco, no es más que un juego que nos distrae de las malas noticias. Los dos personajes, que gastan ahora media barba canosa, de abuelo, tuvieron desde siempre una intensa relación con el mar, incluso con el mismo mar y en las mismas rías; en unas, el guardiamarina Juan Carlos (“un chico alegre, campechano y siniguaaaal”, que cantaban el Dúo Dinámico desde la Escuela Naval de Marín) se hizo marino de guerra y, años más tarde, patroneaba bribones campeones; Oubiña, una ría más allá, contrabandeaba con el “rubio de batea” en una época en la que entraba más Wiston en Galicia del que salía de Carolina del Norte; todos fumábamos rubio a sabiendas de que era de contrabando. Más o menos por la transición democrática ambos cambiaron de estatus; uno pasó a ser rey de España y otro –de forma oficiosa– a ser rey del narcotráfico. Ambos residían en pazos y palacios.
Pero la suerte esquiva dio con el cambadés en la cárcel, mientras que el rey se consolidaba como defensor de la democracia en la famosa y nunca bien aclarada jornada del 23-F. De sus frases famosas quedará para la historia aquella del juicio de Oubiña de que “el dinero lo ghuardo en la vigha”, mientras que del rey Juan Carlos se recordará como hito aquella de “¿Por qué no te callas?”. En cuestiones políticas, Oubiña es republicano confeso mientras que Juan Carlos, por profesión, no. Aquí deberíamos abrir un paréntesis en el juego para que quien  quiera aporte comparaciones y diferencias.
Hay que recordar que esto es sólo un juego; que el preso en tercer grado es ahora un voluntario colaborador de una ONG de reinserción de toxicómanos; de su  vida anterior ya se ha escrito casi todo y ha pagado con su condena ante la ley (odiamos el delito, compadecemos al delincuente, como decía doña Concepción Arenal) y su vida futura es, como la de todos, un por venir. Estos días han aparecido variadas opiniones sobre el personaje, pero yo no soy su juez. El que era rey ya no lo es, y su actividad se reduce a representar a su hijo en actos oficiales; tiene un sueldo de 190.000 euros más dietas.
Pueden continuar ampliando el juego, no necesita mandos ni pantalla, basta con coger un periódico, buscar dos personajes y sacarle humor al asunto. Es una forma como otra cualquiera de resistir y luchar contra ese mar de calamidades hamletianas con que llenan los espacios informativos. Es buscar el lado brillante de la vida, como cantaban los crucificados de La Vida de Brian. Porque la vida, a veces, nos regala humor sin pedirlo. Ayer, cuando el técnico me arreglaba la lavadora, descubrió que la avería era una moneda de euro que taponaba el desagüe. La sacó, la limpió, mostró la efigie de don Juan Carlos y la cosa fue evidente: “Había un Borbón atravesado en el tubo”. Eso es puro humor. Porque siempre se hicieron chistes contra los poderosos, sin más intención que echar unas risas.

viernes, 10 de marzo de 2017

Un pequeño hueco para sorpresas

J.A.Xesteira
Cuando creía haberlo visto todo, siempre aparece algo que me da una sorpresa, nunca grata sorpresa, porque las sorpresas gratas escasean; aquel viejo refran de que está el hombre muriendo y está aprendiendo viene a confirmarse una vez más. Acabo de saber que el Consejo General del Poder Judicial el órgano de gobierno del Poder Judicial de España (Art. 122 de la Constitución Española), el que vela por la independencia de los jueces frente a los demás poderes del Estado (un concepto difícil de digerir, porque sus miembros son nombrados por el Congreso y por el Senado, que, lógicamente, nombrará a “los suyos”, y después, los nombrados se declaran independientes por ley, ¿nos entendemos?) borra los nombres de los condenados y encausados en la base de datos de la jurisprudencia de tribunales y juzgados que guarda en su centro de datos. Es decir, que una vez que una causa se juzga y se sentencia, el resultado se archiva en la base de datos (pública) del CGPJ, pero donde figuraba el nombre del delincuente, se lo cambian por un álias. Me acabo de enterar por una noticia que cuenta que la infanta Cristina Federica de Borbón y Grecia, la mujer que no sabía nada y que todo lo sabía su marido, pasa a llamarse en el CGPJ Doña Eva en unos casos y “la Eva”, en otros; su marido no pasa a ser Adán, que sería lo propio, sino Don Julio (no se indica que le puedan llamar “El Julio”). El resto de los imputados y condenados en lista de espera del Supremo también cambian sus nombres reales por otros supuestos. El Consejo General del Poder Judicial inventa así un verbo: anonimizar. Está bien, porque el lenguaje generalmente usado en los juzgados y escrito en sentencias y resoluciones, además de las leyes normales, es lengua de reviragancho para que no sea entendida por el personal corriente. En el capítulo de Bankia aparecen Rato y Blesa con los nombres de Constantino y Dimas (aquí hay coña, porque, según los Evangelios, Dimas era el buen ladrón, con lo cual se supone que, de la misma manera que hay poli bueno y poli malo, hay un mal ladrón en la cruz de al lado, que es la que le tocaría a Rato).
Se me escapa el motivo de camuflar a los encausados, condenados o no, con nombres distintos en los archivos judicialmente poderosos. Por el contrario, en el Tribunal Constitucional, el de la Unión Europea y el Europeo de Derechos Humanos, cada quien aguanta su nombre real, como sería lo lógico. Será cosa curiosa, ya que los archivos son de público acceso, poder ver como dentro de unos años, un estudioso, un doctorando en tesis o un historiador tenga que navegar por esos archivos adivinando quienes eran esos personajes, que cambian como un reparto de mala película: “Cristina de Borbón, en el papel de “La Eva”. También resulta un poco humillante que a la mujer le coloquen el “La”, un artículo despectivo y barriobajero, propio del lenguaje policiaco (a no ser que sea cantante de ópera, que sería La Callas o La Caballé, pero no es el caso) y a los hombres, no. A no ser que sea por exigencias del guión de la serie televisiva. Ya ven, siempre queda un  hueco para enterarse de novedades.
O dos huecos. Porque también me entero (como todos) que la CIA, esa organización gubernamental norteamericana dedicada a promover el terrorismo (el bueno, el de los agentes secretos americanos) en países pobres con recursos naturales para ricos, nos espía. No es nuevo, para eso está una organización de espías, pero lo nuevo, según WikiLeaks –organización a la que deberían nombrar de interés básico para la Humanidad– es que nos espía a través de nuestros teléfonos móviles, nuestros ordenadores y nuestras televisiones. Eso es ciencia ficción. Estoy escribiendo este artículo y al momento, gracias a un “hackeo” de la CIA, pueden saber lo que estoy escribiendo; llamo por el móvil para pedir una pizza y la CIA puede saber si quiero la Cuatro Estaciones o la Tropical; pongo la tele y la CIA, si quiere, sabe que pelí piratee (esto puede ser grave, porque pirateo algunas que me avisa que el FBI me puede detener por descargarme por la cara “Sonrisas y lágrimas”). Realmente no sé qué querrá espiarme la CIA, mi importancia estratégica en el devenir de los tiempos es nula; pero la posibilidad de que, si quiere, te controle todo lo que haces a través de tu televisor es de película de ciencia ficción. Que la CIA  nos espía no es nuevo, pero que lo haga a través de nuestros electrodomésticos, es fantástico. Claro que, como la naturaleza es sabia, la propia CIA, según WikiLeaks, la cagó, porque un “hacker” que pasaba por allí le entró en su sistema y se enteró de todo el tinglado de espionaje, de que usaban un arsenal de armas cibernéticas con las cuales se pasean por esas redes de dios para ver que pescan o para organizar cualquier acción terrorista en un país perdido en Oriente Medio; lo mismo escuchan tu conversación que le meten un troyano en la página del PP. Son así.
Siempre aparece algo que nos sorprende, porque el resto, la vida misma, es totalmente previsible. No nos causan sorpresa las revelaciones del Palau de que Ferrovial pagaba un 4 por ciento a Convergencia a través de cuentas líricas y facturas falsas. Como  no nos causa sorpresa la confirmación judicial de la Caja B del PP de Aguirre (¿con qué nombre pondrían a la concejala madrileña si llega a figurar en los archivos del Consejo del Poder Judicial?) Tampoco nos sorprenden todos los casos de corrupción, malversación, delincuencia institucional de algunos políticos (seamos justos, no todos son corruptos, hay que hacerlo constar, porque al paso que vamos parece que la corrupción es un estilo de vida consustancial con la clase dirigente) No nos sorprende nada de eso, y en ello está el peligro de acostumbrarnos a que eso, la falta de sorpresa, sea lo que hay, cuando todos esos juicios de ricos deberían ser tan excepcionales que nos deberían sorprender.






viernes, 3 de marzo de 2017

La lógica del energúmeno

J.A.Xesteira
El personaje Donald Trump se está convirtiendo en un fenómeno social digno de algún estudio. No es gratuita la constatación del efecto que causa su simple presencia en el mundo entre los niños más pequeños (que lo consideran como un epifenómeno de apariencia digital, en el mismo espacio en el que podrían estar los malvados de dibujos animados), los políticos instalados en la hipocresía (ofende aparentemente a todos, pero algunos lo aplauden y otros mantienen una cautela con la que se protegen las partes pudendas) e, incluso los pertenecientes a ese mundo selecto y guapo de los actores y actrices en alfombras rojas (en realidad son alfombras que venden los chinos por metro, son baratas y dan el pego). Trump atrae sobre su personaje (esa carcasa cubierta por una incomparable pelambrera estilo troll peinado a lo Elvis) críticas y aplausos, nunca indiferencias. Su imagen es única, como la del presidente coreano del norte; nadie en el mundo intentaría imitarles fuera del pasado martes de carnaval. Cada vez que Trump abre la boca para dar un titular revuelve el avispero internacional, cada vez que aparece en público se reutiliza su aparición para los chistes más variados; en sí mismo encarna un personaje que no necesita definición ni análisis (si acaso, el estudio al que me refería al principio, que tendría que ser social, no personal); es como el malo de las películas de Charlot: su imagen lo define.
Y, sin embargo, su utilidad viene como caída del cielo; su lógica de energúmeno, de poseído por una misión superior con patriotismos y fanatismos que no admiten opinión, sirven para que todo el mundo se fije en su espectáculo y no se fije en las cosas que nos afectan cada día y en nuestro propio vecindario. El espacio de información es divisible, pero siempre es del mismo tamaño, y si ocupamos con Trump mucho espacio, tenemos que reducir el de nuestras propias noticias, que pasan más desapercibidas. Cuando el presidente yanqui habla de construir un muro, el mundo entero salta ofendido: “¡Un muro para impedir que los pobres mexicanos emigren a los USA!” La pretensión fronteriza indigna directamente a México y, de rebote, al resto del mundo, que se pone del lado de los pobrecitos mexicanos. Pero con eso se tapan muchas cosas; en primer lugar la verdadera situación de México, un país rico y corrupto hasta la médula, peligroso y que empuja a sus habitantes a un éxodo no deseado hacia el país del norte. Y, de paso, el anuncio del muro y la indignación mundial oculta otros muros, unos físicos, fronterizos y policiales (Melilla, pongamos por caso, o la muralla israelí en Palestina) y otros más peligrosos, como el mar Mediterrráneo. Pero mientras el mundo se fija en Trump y su muro, no se da cuenta de que cada día se levantan muros invisibles dentro de su propio país, muros que nos rodean de manera personal (el muro del precio de la luz, que subió en un año un 25 por ciento y deja fuera de su entorno a cada vez más personas) y fronteras interiores que impiden el paso de los ciudadanos a disfrutar del bien común.
La otra cuestión patriótica de Trump que indigna al mundo es la de los inmigrantes y el terrorismo. Su ignorancia sobre el tema es igual a la de  millones de estadounidenses, que, de verdad, creen en la maldad de los emigrantes. La paranoia controladora llegó al extremo de retener al hijo del más grande boxeador norteamericano (y del mundo), Mohamed Alí, el hombre que no quiso combatir en Vietnam y se hizo musulmán, por el simple hecho de llamarse Alí. Y mientras esas anécdotas llenan las páginas de los medios informativos, impiden que se den noticia de los miles de refugiados que buscan un sitio donde detenerse a vivir, una vez que los mismos que les echaron a bombazo limpio de sus casas, les prometieran refugio en la vieja Europa. Trump es el payaso de las bofetadas y el resto de los dirigentes se ríen con risa floja, como diciendo: ahí me las den todas; mientras se entretienen cabreándose con el americano yo me voy zafando.
La última indignación viene por el aviso de que el empresario de la Casa Blanca va a aumentar el gasto militar en 54.000 millones de dólares, con el único fin de “volver a ganar guerras” (textual). Eso indica dos cosas, que quiere seguir organizando guerras en diferentes lugares del mundo y, además, las quiere ganar. El negocio que las compañías de armamento harán con esas guerras que va a patrocinar el energúmeno del momento, es cosa tangencial. Trump dice que quiere volver a la época de cuando era joven, que los USA no perdían una guerra. Su evidente ignorancia le impide recordar que cuando él era joven y el padre de Alí (el citado más arriba) rompía su cartilla militar diciendo que él no quería matar a nadie, EEUU ya no ganaba guerras (aunque aquella guerra de Vietnam supuso un gran negocio y le dio el Nóbel de la Paz al creador del moderno terrorismo, Henry Kissinguer, genocida impune). El presidente americano tiene su lógica, condenable y estremecedora, cierto, pero mientras se habla de sus pretensiones bélicas y sus planes para países lejanos el mundo exterior disimula. Como nuestra ministra de Defensa, mucho más presentable que Trump, pero que, de igual manera, sin tanto Twitter y tanto follón, va a aumentar nuestros gastos de Defensa (lo de Defensa es un eufemismo, hablamos de Guerra) en un 30 por ciento este año para pagar armamento que debemos desde los tiempos de Aznar, incrementados por el paso ministerial de Morenés. Si tenemos en cuenta que el ministerio de la Guerra camufla muchas de sus partidas presupuestarias en medio de otros ministerios (gran parte de ese presupuesto destinado a armamento se incluye en el apartado de Investigación) tenemos que, al final el aumento del gasto es incalculable. Nos escandalizamos de Trump, mientras nosotros pagamos por armas y guerras que nunca nos servirán para nada. Trump es el energúmeno necesario, para que otros pequeños energumenos/as se escondan a la sombra de sus despropósitos.