jueves, 22 de septiembre de 2011

Nos queda la palabra

Diario de Pontevedra. 21/09/2011 - J. A. Xesteira
La ley de la mafia siciliana se basa en un principio muy simple: no ver, no oír, no hablar. Como los tres monos de la felicidad. Sin imágenes, sin sonidos, sin palabras. Como las pasadas semanas hablé de la imagen y del sonido, me queda la palabra, como al poeta Blas de Otero. La palabra, que puede ser gritada o susurrada, pero que está ahora de capa caída, poco apreciada, seguramente por el mal uso o por el abuso o porque alguien sugirió una vez como una estupidez intelectual que una imagen valía más que mil palabras. A veces puede que sí, pero a veces puede que no. El Guernica no sustituye a un libro, porque su misión no es esa. La palabra hablada nunca tuvo tanto espacio para difundirse pero, por el contrario, nunca se difundió tan mal. Los medios de comunicación están llenos de palabras, habladas, escritas, pero, como decía Hamlet –otra vez Shakespeare– el libro está lleno de palabras, sólo palabras. Y el libro y sus palabras están ahora mismo en medio de un terreno incógnito que se resume de manera simplona: papel o digital. Hablan de la decadencia de la biblioteca, de millones de obras almacenadas en una pantalla; basta con acceder a un banco de datos colgado en una nube –textual– para leer “Guerra y Paz” o el penúltimo best seller. ¿Dónde leeré mañana la novela, en el iPad o en esa edición que encontré en un librero de viejo? ¿A que huele una novela en pantalla?¿Como puedo señalar la página virtual, la doblo o meto ese señalador que me regalaron?¿Cómo puedo hacer anotaciones en los márgenes? Todo eso, seguro, se podrá hacer en la pantalla de la tableta literaria. Tendrá otros problemas, por ejemplo, que si nos quedamos dormidos y se nos cae de la mesilla de noche puede que se nos vaya a hacer puñetas digitales. De cualquier manera, el libro estará ahí, en pergamino, en papel escrito a mano, en tipos de imprenta en letra Bodoni, en edición de lujo o en páginas virtualmente mágicas en las que leeremos palabras que fueron pensadas para tiempos demasiado viejos. Libros llenos de palabras maravillosas, encantadoras, de frases que hay que leer dos veces para saborearlas, pero también de palabras peligrosas, incendiarias, revolucionarias, agitadoras, palabras que hay que silenciar. ¿Cómo aplicaremos la censura a los libros digitales? Porque la censura hay que tenerla siempre presente, aunque no nos demos cuenta. El problema es que, cuando los libros se hacían a mano, la censura no existía, nadie podía leer aquellos libros, sólo accesibles a los reyes y a los ricos. A medida que la palabra se hace extensible a todos, se abarata la comunicación de las ideas, hay que controlar la circulación y la difusión de las palabras, ya sea en forma de panfleto, folleto, libro de ensayo o novela de vaqueros. La iglesia católica lo entendió así hace años con la imposición de un Índice de libros prohibidos, vigente hasta hace poco, que funcionaba a la inversa para los que estaban interesados en progresar culturalmente, es decir, lo que allí se prohibía era lo verdaderamente interesante. Ahora mismos sólo funciona un índice de libros prohibidos que maneja el Opus Dei, se puede consultar en internet y la función es la misma. Es que todavía existe un miedo al libro, a las palabras que se encierran entre papeles y que ahora aparecen como arte de magia en pantallas digitales (¡a saber como será la cosa dentro de un par de meses!) La censura siempre existe, de una u otra manera, pero cada vez se le ponen las cosas más difíciles para atajar las aguas llenas de palabras que quieren correr libres. Cualquier manifestación de poder, político o religioso siempre ha querido poseer el control sobre la palabra y controlar los significados. Como decía Humpty Dumpty, el hombre huevo del mundo de Alicia, el que tiene el poder tiene el poder sobre el significado de las palabras. Si el Cristianismo controlaba su libro, la Biblia, controlaba el significado de lo que decía, y todas las barbaridades que encierra se explicaban de manera que, muchas veces, era un insulto para una mente lógica y normal. En la Biblia se cuentan (en realidad el libro no es más que un relato y colección de diversos textos narrativos y crónicas temporales) verdaderas atrocidades en forma textual: estupros, violaciones, asesinatos; Abraham prostituye a su mujer para salvar el pellejo; Lot, el justo de Sodoma, fornica con sus hijas, Noé, el salvador de la Humanidad era un borracho, Moisés, un dictador autoritario... Y así podríamos seguir. Pero la interpretación y aplicación a los tiempos actuales es una demostración del poder sobre las palabras. También influye la geografía, y el lenguaje que aquí nos parece corriente, en otras latitudes está prohibido e incluso puede costar la vida. En lugares como los USA, el lenguaje impropio puede ser peligroso, y las alusiones homosexuales, prohibidas. Prueben a decir allí (o en Israel) que el rey David de la Biblia era gay y se lo hacía con su amigo Jonathan, y verán lo que pasa. La hija de Moshe Dayan, el héroe israelí, lo dijo en el Parlamento de Tel Aviv y casi la lapidan. Las palabras son muy peligrosas, y lo mismo sirven para arengar a las tropas que para insultar al árbitro, lo mismo inician una revolución que bendicen en la plaza de Roma. Pero, sobre todo, pueden hacer pensar, dudar de las verdades, hacer que los ciudadanos no se crean todo lo que dicen los que ostentan o detentan el poder. Hubo un tiempo franquista en el que las palabras libres estaban prohibidas, las censuraban, y se inventó una manera de escribir en los periódicos que los lectores interpretaban correctamente. Se escribía para leer entre líneas. Se ha perdido esa costumbre porque nos dijeron que ya no había censura, que se podía escribir de todo y sobre todo. Y no es cierto, se escribe –mal, cada vez con más faltas de ortografía, que es la base de la palabra– al dictado de los dictadores, que es la peor censura. Cuando salen, por ejemplo reciente, Sarkozsy y Cameron alabando al pueblo libio en libertad, en realidad, lo que están diciendo es que han cambiado al dueño del bazar que les vendía petróleo. Pero nadie lo dice, ni en papel ni en digital. Y hay que volver a poner palabras entre líneas, para entendernos.

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