jueves, 27 de octubre de 2011

Viejas películas para imitar

Diario de Pontevedra. 27/10/2011 - J.A. Xesteira
No voy a hablar de ETA, entre otras cosas, porque nunca entendí lo que se llamó “el problema vasco”. Es algo que me superó siempre y sobre el que no tenía suficientes elementos de juicio para opinar. Siempre me pareció un “maldito embrollo”, como aquella película italiana. Y era, además un terreno muy difícil. Si nunca fue un tema objeto de mi opinión, mucho menos ahora que, parece, todo se acaba y florecen los pontífices del análisis definitivo, los grandes expertos de los Medios a aportar su punto de vista a la luz del comunicado final. No sé como podríamos vivir sin conocer la opinión de docenas de grandes estrategas de la opinión pública sobre el caso. Por eso no voy a hablar de ETA; una, porque nunca lo hice, y otra, porque ya no tengo sitio. La avalancha informativa del fin de la banda terrorista aplastó algunas noticias que bailaban hace días en los titulares de primera página de los periódicos (no en las portadas, los periódicos no tienen portada, aunque se empeñen en decirlo así en las televisiones). Y entre estas noticias había algunas importantes que quedaron borradas; incluso el linchamiento de Gadafi pasó a segundo término con el comunicado de ETA. Docenas de noticias que cada vez se parecen más a la ficción cinematográfica. La realidad imita al arte (el séptimo) de una manera asombrosa. Sobre todo a esas películas que ya les llamamos “thriller” como si supiéramos inglés y su significado. Son noticias sospechosas, en las que tratamos de adivinar qué se esconde detrás, en las que suponemos, con la experiencia que da haber visto mucho cine en el que los malos no siempre son lo que parecen y los buenos acaban por revelarse al final como unos conspiradores peligrosos. Son esas sospechas que nos acuden cuando leemos que aparece un manuscrito inédito de un escritor muerto, o las memorias inconclusas de aquel gran estadista, o ese cuadro de Goya que se atribuía a un discípulo suyo, o la enésima cinta de los Beatles que siempre aparece cerca de las navidades para salir al mercado. No nos lo creemos, pero lo dejamos andar. Las noticias que ETA barrió andaban muchas por ahí, por ese tono. Entre la faramalla cada vez peor escrita (es alarmante la de faltas de ortografía que ya aparecen en las primeras páginas de los principales periódicos, con frases mal construidas para que puedan caber en las cuatro columnas de entrada) leemos hace unos días que Irán (así, en general, el país) pretendía atentar contra el embajador de Arabia Saudí en Estados Unidos. Lo descubrieron los fenómenos del FBI y la CIA; y la prensa de todo el mundo lo da como palabra del señor. Irán (esta vez en boca de su máximo dirigente) dice que todo eso es un camelo, que era un montaje. Y los lectores de esta banda del mar, a los que nos importa poco que Irán quiera cargarse al embajador saudí en Washington (de verdad, no nos altera gran cosa) nos parece estar viendo una película de esas con árabes malos y conspiradores en la sombra intentando cargarse a un tipo con servilleta en la cabeza pero que, en última instancia, salva el protagonista, rodeado de policías con chalecos antibalas. La noticia coincide con problemas más importantes en EEUU, como el aumento del paro, el incumplimiento de las promesas de Obama, o la propia crisis financiera. En Italia, país que lleva 150 años intentando parecerse a una nación, hacen una manifestación pacífica los del 15-M y acaban por escacharrar a un Cristo y a la Virgen de Lourdes (eran de escayola), y a quemar unos cuantos coches y cajeros automáticos. Inmediatamente el gobierno (o lo que sea) de Berlusconi acusa al movimiento del 15-M de violentos y bárbaros. Y la policía italiana, que es una de las policías peores del mundo (si alguna vez viajan a Italia, fíjense en los policías; a simple vista ya me darán la razón). Otra sospecha y un recuerdo a películas cómicas de los añorados grandes del cine italiano, nunca bien imitados por los políticos, “dottores” y la curia vaticana en general. Pero la guerra de Libia, en la que, por si no lo saben, participa España, como miembro de la OTAN, se lleva la palma de las noticias sospechosas. Todo recuerda a una de aquellas películas de los años ochenta en las que las conspiraciones mundiales no las desbarataba el protagonista, sino que todo acababa con el triunfo de los malos (la CIA casi siempre). La evidente intervención bélico-comercial de Occidente para derrocar al que hasta hace un año era el amigo Gadafi (en el G-20 de Aquila le dieron besos todos, desde Zapatero hasta Berlusconi; unos años antes le regaló un caballo a Aznar y recibía al Rey en su jaima tuareg; y antes de antes fue el mismo Fraga quien viajó a Trípoli para buscar negocios gallegos) La película es clara: unos ciudadanos protestan, al día siguiente ya son insurgentes, están armados con material de primera que no saben utilizar (todas las imágenes muestran a tipos en chándal disparando metralletas al tuntún) y apoyados por bombardeos de la OTAN, con presencia destacada de Cameron y Sarkozy en territorio ocupado para mostrar su apoyo a los rebeldes y su rechazo al que hasta ayer era su amigo; el final ya lo vieron, fotografiado por teléfonos móviles (el periodismo de hoy en día se parece más a la gamberrada de instituto filmada en el móvil que a aquella vieja manera de hacer las cosas). Una película ya vista. Occidente se busca un nuevo dueño del petróleo con el que negociar y que ya, de entrada, tiene una deuda larga por el gasto militar. Lo malo es que en esta película no se sabe quien es el nuevo gerente, pero si sabemos como sigue la cosa. Como en Irak o Afganistán, sin solucionar nada y con el país convertido en una miseria de muerte y pobreza. Y por ahí andaremos también nosotros reconstruyendo, con tropas militares humanitarias. Ya digo; viejas películas que la realidad imita.

jueves, 20 de octubre de 2011

Y ahora, ¿que?

Diario de Pontevedra. 20/10/2011 - J.A. Xesteira
Pasó el 15-O, la fecha de la Gran Manifa, la protesta universal y globalizada. Vale, y ahora hay que preguntarse si hay vida después de ocupar la calle. Ya estuvieron en ella los nietos de Mayo del 68, muchos acompañando a sus padres, que quieren tener su momento para decir que no les gusta esto, entre otras cosas, porque ésto no es lo que hay ni quieren que haya. La juventud de instituto y recién casada sale a la calle para transformar una red social en un arma cargada de presente. En la calle nos vemos las caras y ahí no valen disculpas. No les gusta (no nos gusta, en general y en realidad) este cambalache político y financiero; no les gusta que les mangoneen el futuro con hipotecas avaladas por leyes legales pero injustas. Hay que cambiarlo todo, empezando por los de arriba. Posiblemente para acabar como el Mayo del 68 o los siguientes mayos: en una democracia capitalista y cínica, en la que los altos cargos se cuelgan medallas y se conceden retiros millonarios. No es esto, podemos seguir diciendo, y en la calle lo dijeron el domingo pasado. Lo hicieron pacíficamente, como suelen hacerse todas las cosas de buen rollo. Lo hicieron aclarando que no están contra el sistema democrático, sino contra la adulteración de ese sistema, la conversión del plebiscito popular en una elección a cara o cruz entre dos personajes cuyo mérito principal es haber escalado a lo más alto a través de su partido. Salieron a la calle los jóvenes y los viejos, estos tan llenos de nostalgia como de cabreo por su paro anticipado y por la impotencia de no ser una persona digna de ser contratada para un trabajo en el que invirtieron su experiencia y su saber. Ahí estuvieron todos de nuevo, miles y miles a lo largo y ancho del mundo, cada uno con sus peculiaridades nacionales y sus problemas específicos, pero todos con un denominador común: estamos hasta los mismísimos de sus estupideces, su cinismo, su desfachatez, sus corrupciones y su manera de llevar las cosas. Queremos que cambien, que hagan suyas las palabras con las que suelen llenarse la boca en los discursos mirando a la cámara. Vale. Ya está hecha la manifestación. Ya se siguen puntuales acciones de ocupación de inmuebles vacíos y acampadas en Wall Street. Y, a partir de ahora, ¿qué hacemos?. Porque el sistema está suficientemente preparado para absorber cualquier movimiento en su contra. Hace años lo comprobé con dos iconos de la Década Prodigiosa: los hippies y el Che Guevara. Los primeros acabaron como moda en las pasarelas de modistos y el segundo acabó como camiseta y cartel. El sistema come de todo y todo lo convierte en lo mismo (eso que está usted pensando y que es el resultado de cada comida). Los grandes dirigentes ya lo han asimilado o lo empiezan a asimilar. Barak Obama dice que los comprende, como si hubiera algo que comprender. En Bruselas, el Parlamento Europeo se hace eco del malestar de los indignados del mundo. Pero unos y otros se quedan ahí, en la comprensión y en el eco. Las bolsas, que dicen que son el barómetro de la sociedad mundial, ni se molestaron por las manifestaciones; les afecta más el embarazo de la mujer de Sarkozy o un rumor que suelte cualquier mandangas de los mercados financieros que millones de personas en todo el mundo protestando en la calle. Pero a partir de ahí no se espera que pase nada. La izquierda española tratará de pescar votos en las aguas jurisdiccionales de la protesta, mientras la derecha los ignorará olímpicamente, sobrados como van de votos posibles en las encuestas. Incluso el filósofo polaco, Zigmut Bauman (otro anciano; parece que en este movimiento sólo los ancianos tienen voces de altura) no cree que el movimiento vaya a dar en nada concreto, que es más de emociones que de pensamiento, pero que puede allanar el camino para otra etapa. Y ahí es donde hay que llegar, más allá de las pontificaciones filosóficas, por muy sabias y ancianas que sean. El movimiento, hasta ahora, se mueve en un vaivén mediático, en unas protestas asumibles por el sistema, pacíficas (salvo puntuales destrozos de menor importancia e, incluso, en el caso italiano, de dudosa autoría). El poder político, que es particular de cada país, puede capear perfectamente un temporal de protestas procesionales con pancartas callejeras en las que se pide un cambio; incluso puede aceptar (de palabra) que se va a cambiar, que toman nota de la voz de la calle, de la voz del pueblo. Después harán lo que les parezca, como siempre; esperarán a que escampe, que el temporal económico amaine (siempre se arreglan las cosas de dinero) y todo volverá a ser como antes, un mundo feliz. El poder económico, que es global y no depende para nada del voto popular, ni siquiera se inmutará. Total, un par de cristaleras y unos cajeros destrozados es pecata minuta en la vida de los dineros. Los bancos exigirán a los políticos lo que quieran, porque los tienen bien amarrados (¿recuerdan la frase de aquella película?: “Agarra a un hombre por los testículos y poseerás su alma”) Y con el tiempo, la emoción de la protesta se irá calmando. A no ser, claro, que pasemos a la fase siguiente. A la que aludía el filósofo, para la cual se allana el camino. Y ahí está la incógnita. Puede ser una fase más violenta, en la que las cosas ya no serán “comprendidas” por los dirigentes ni se “harán eco” de ellas en Bruselas. Pueden ir directamente al corazón del dragón, donde se puede comprender que el Capitalismo es aquel tigre de papel de antaño. Basta con que cualquier chaval con un ordenador en cualquier parte del mundo desbarate la informática de Wall Street o de cualquier centro financiero. O, sin ponernos tan trágicos, comiencen las campañas como alguna que ya deambula por internet en la que pide no votar al Senado. Sería de veras un gran ahorro y nos quitaríamos de encima a unas docenas de prescindibles. A mí ya me ha llegado algún e-mail apuntando a la abstención y otro más curioso anunciando que no votarán a ningún partido que vaya en las procesiones religiosas. Comienzan las ideas y podemos pasar a otra fase. El 15-M contra el 20-N.

jueves, 13 de octubre de 2011

Estamos que lo tiramos

Diario de Pontevedra. 12/10/2011 - J. A. Xesteira
Nos ha costado, pero al final conseguimos descontaminar Galicia de bancos y de grandes y expertos financieros. Nos salió por un pastón, pero es que aquí hacemos las cosas así, a lo grande y sin ver el lado derecho del menú. Espléndidos y rumbosos. ¿Hay que hacer un alpendre para guardar cuatro cosas culturales?, pues hacemos la Cidade da Cultura, sin reparar en gastos, sin preguntar por cuanto nos va a salir, sin ajustar; sólo al final preguntamos “¿cuanto se debe aquí?” y, si hace falta, pedimos otra ronda. No escarmentamos nunca y derrochamos en el farelo y ahorramos en la harina. Ya no hay bancos con la etiqueta de Galicia Calidade; hemos llegado a la limpieza total, el algodón del Banco de España no engaña, y Galicia se queda sin entidades bancarias para poder invertir en bloques de viviendas y en capital de riesgo evidente. ¿O no era así? A lo mejor no, y no debo alegrarme de haber quedado sin referencias bancarias autóctonas. Pero es que la cascada informativa que procesaba normalmente, se convierte ahora en un Iguazú informativo, y no me da tiempo a filtrar tanta noticia. A lo mejor es que es todo lo contrario y tendría que estar lamentando que las cajas de ahorros, en las que comencé de pequeño a ingresar los ahorros que guardaba en una hucha de metal que regalaba la propia caja, ya no sean gallegas, y que el Banco Pastor, de origen coruñés, haya sido abducido por el Banco Popular. Al principio, cuando leí la noticia, me alarmé y salí a la calle a ver si se habían llevado a las oficinas de mi pueblo y habían colocado en su lugar a otros como el Chase Manhattan Bank o el Banco de Escocia. Pero no, allí estaban, con las mismas colas y con los empleados de siempre, muchos amigos míos, esperando que la gracia divina descienda sobre ellos y los prejubile con indemnizaciones proporcionales a las que se llevaron los grandes cerebros del proceso. Así que supuse que había leído mal y volví a leer mejor. Estaban allí, en los papeles acusándose tirios y troyanos, es decir PP y PSOE de no haber hecho las cosas bien y de consentir que los jefes de la tribu se fueran con el riñón forrado mientras las cajas, reducidas a la nada financiera, tuviera que ser amparada por el dinero público. Es el momento de las conocidas frases: “Ya se veía venir”, o “Ya lo dije yo”, o “Ustedes lo sabían y no hicieron nada para evitarlo”, y otras por el estilo. Y si, se veía venir, lo dijeron y nadie hizo nada por evitarlo. Se reunían en consejo, se aprobaban indemnizaciones y todo se acordaba con arreglo a leyes que nunca debieron existir, en las que, para contentar al Capital (o al Mercado) había que rendirse a su poder total. Decía aquella campaña de Bill Clinton, un presidente americano de medio pelo, que “Es la Economía, estúpido”, y esa frase, nunca bien entendida ni digerida, pareció tomar cuerpo en las decisiones de todos los políticos, que, generalmente, no tienen mucha idea de economía y creen que todos los ciudadanos son estúpidos. O, por lo menos, parecen demostrarlo en sus actuaciones. Vale, nos hemos quedado sin señas de identidad bancaria. No sé en que consiste eso, lo de las señas de identidad. Nunca me sentí representado por ningún banco y siempre consideré que los bancos no tienen alma propia, compran las de los trabajadores que abren cuenta con su salario, jubilados que cobran a final de mes en ventanilla y el resto de los imponentes (brava palabra) que dejan sus dineros dentro del mostrador para poder sacarlo por la noche a través del cajero automático. Y las hipotecas, el gran truco de los trileros, que retan al incauto a descubrir donde está el euríbor, y nunca acierta y paga su mensualidad mientras pueda, y cuando no, como en las malas películas de gánsters, les mandan a un sicario legal a partirle las piernas de la vida y ponerlo de patitas en la calle. La cosa funciona así y por encima todo cae en tiempos revueltos de elecciones confusas, en las que el PP actúa ya como ganador “in péctore”, anunciando el regreso al futuro de viejos fantasmas, cadenas perpetuas, privatizaciones (con la boca pequeña) de sanidad y educación; y el PSOE se da cuenta de que era un partido de izquierdas, pero no se acuerda que significaba eso. Así pasa lo que pasa, nadie vigilaba al vigilante y nos la jugó. Los políticos sacan viejas disculpas: “No sabía nada y el que los trajo tampoco nos informó...” Y los grandes timoneles de las cajas, apostaron a ganador y colocado y acertaron, se llevaron sus indemnizaciones y dejaron el barco en las piedras. Seguramente hay que recordar otra vez aquella frase críptica de Franco a la muerte de Carrero Blanco: “No hay mal que por bien no venga”. Quedamos sin bancos gallegos como ya quedamos sin muchas empresas gallegas. ¡Es el Capitalismo, estúpido!. Pero podemos ver el lado bueno de la vida y silbar, como los crucificados de “La Vida de Brian”. Total, el dinero no tiene patria, ni huele mal, y, por suerte, las ciudades y los pueblos están llenas de oficinas bancarias que nos darán su dinero alegremente y nos regalarán un televisor de plasma o una colección de cuchillos de acero alemán. La vida continúa y no podemos lamentarnos de lo que pudo haber sido y no fue. Hemos gastado dineros públicos en cosas inútiles; construimos carísimos edificios variados para guardar el arte contemporáneo, y una vez construidos, resulta que hay más arte en cualquier graffiti de pared o en cualquier tienda de Norma Cómic que en todos los museos modernos, incluido el Guggenhein. Construimos aeropuertos sin aviones, estaciones sin pasajeros, trenes sin destino, autopistas sin circulación, cultura sin cultos, arte sin artistas. Mientras, las necesidades básicas y la cultura en general padecen una crisis distinta a la famosa de los bancos. En lugar de lamentar la galleguidad perdida, podíamos aprovechar y seguir limpiando algunas parcelas que se sostienen con dinero público, como la aportación a la Iglesia, el Senado, la OTAN, y algo más que usted debe acordarse mejor que yo. Se sostienen con dinero público y son perfectamente prescindibles. Malo será.

jueves, 6 de octubre de 2011

El mercado en tiempos del cólera

Diario de Pontevedra. 05/10/2011 - J. A. Xesteira
Aquel viejo chiste decía: “Un tipo entra en la droguería y dice: –¿Tiene algo bueno para los ratones? –Si, queso. –No, si yo lo que quiero es matarlos. –Entonces explíquese mejor”. Esa es la cuestión, que alguien no se explica bien y, por encima, no actúa como debiera y estamos engordando ratones entre todos. Veamos, por ejemplo, el cólera, una enfermedad que produce una bacteria que puede estar por cualquier agua contaminada o en cualquier alimento. Hay vacunas y métodos para combatirla, pero si actuamos como el de los ratones y le damos al enfermo agua sucia, la palma en un pis pas. Es la misma cuestión de gramática, hay que administrar algo “contra”, no “para”, porque una cosa es un chiste y otra una epidemia. Si vamos al médico a que nos mire la “analítica” (un palabrejo mal usado, como el de los ratones) y tenemos el colesterol por las nubes y la tensión que se nos sale por las orejas, y el médico nos recomienda tomar chorizo, beber licor café generosamente y comer todas las grasas que se nos ocurran, sentados doce horas delante del canal deportivo, sabemos como acabará la cosa. Todo este preámbulo filosófico de medio pelo se me ocurre como comparación pedestre con la situación económica, la Crisis, que ahora tiene el añadido de que son los Mercados los que regulan la situación, es decir, mandan sobre las economías de los países, hacen que los bancos se desplomen hacia el agujero sin fin y los ciudadanos salgan a la calle de dos maneras: con una patada en el culo, propinada por su empresario, o con una pancarta de cabreo para reclamar lo que les pertenece por Constitución y por derecho propio. Son los mercados, dicen, los que manejan los hilos del mundo. Sale en televisión un tipo al que nadie conocía, un trapichero de corbata de las bolsas de Londres, y dice que ojalá la crisis dure mucho, porque los mercados se forran con ello. Y en ese “Es lo que hay” se le echa la culpa a los mercados. Y no pasa nada. Los más grandes estrategas del poder mundial salen a las pantallas y admiten que los mercados (y las agencias de calificación, que son como los adivinadores televisivos que echan las cartas en un teléfono de pago) son los causantes de las crisis, de los déficit y las bancarrotas de empresas y países. Y, como en el caso de los ratones, en lugar de combatir esa bacteria, la alimentamos; sabemos que los mercados son los que están desgraciando un mundo que, reconozcámoslo, gastó lo que no tenía, puso los recursos públicos, económicos y políticos, en manos de dirigentes que nunca irán a la cárcel por sus estupideces y sus despilfarros; sabemos que los mercados manejan a su antojo, gracias a la globalización informática, los flujos de capitales en abstracto, en cuestión de segundos, basta con dar a una tecla del ordenador de un portátil para que las acciones se compren o se vendan al instante, y los efectos multiplicadores de compras y ventas, justificados a posteriori con absurdos como que Angela Merkel va a decir dentro de dos horas que a lo mejor Grecia igual no tiene lo que tiene que tener para que Europa mantenga a salvo el euro. Es decir, basta cualquier vaguedad para que el mercado haga y deshaga a su antojo. Y nos sorprendemos de que las cosas sucedan como están sucediendo. Estamos en el universo del Capitalismo, y se le puede cambiar el nombre y llamarle Mercado, pero, al final sabemos como acaba la película y no es precisamente una de Walt Disney, sino más bien apocalíptica y en 3-D. Todos los políticos del mundo le echan la culpa al cólera-mercado, pero después le dan queso para los ratones. Sabemos que los mercados manipulan, rozan la línea del delito (cuando no la sobrepasan, aunque no podamos demostrarlo) y provocan crisis con la complicidad de los líderes mundiales, que necesitan el Capital para existir, y con la alegría de los mercaderes, que no tienen otro objetivo que el de la bacteria del cólera: provocar fuertes diarreas y deshidratar al enfermo. Sabemos cual es el problema, y en lugar de combatirlo, le inyectamos miles de millones de euros para salvar algo que nunca entendemos, al menos los jubilados, parados del Inem y empleados en precario. Con la misma celeridad con que se adoptan decisiones para modificar la Constitución, intervenir entidades bancarias gobernadas por tenderos con traje de ejecutivo, regalar grandes sumas de dinero público para sostener un estado de cosas que nosotros mismos provocamos, hay que salir a combatir al Mercado, ya que, según explican, es el causante de todos los males. Hay que “bombardear” Wall Street por las mismas razones que se manda un avión de la CIA para matar a un tipo del que no sabíamos ni siquiera que existiera, y que dicen que era un terrorista, aunque no se sabe que haya matado a nadie; con la misma impunidad con que la OTAN bombardea Libia, en una guerra no declarada que huele a sospechosa intervención ilegal, hay que “bombardear” los Mercados, porque son, según se deduce, la epidemia que está diezmando al proletariado (bella y vieja palabra, en desuso) mundial. En lugar de todo esto, que no es más que un chiste de un tipo que entra en la droguería para pedir algo para el Mercado, se recurre a lo fácil, a recortar dineros públicos de todas las partes imprescindibles: educación, sanidad, servicios sociales... Aunque los políticos que nos dirigen lo nieguen. Y no saben que esos sectores son la única vacuna posible. Decía hace unos días el escritor marroquí Tahar Ben Jelloum (un inmigrante) que contra la corrupción hay que cambiar la mentalidad de las generaciones venideras y eso se consigue sólo con la educación, la enseñanza. Hay que educar a las nuevas generaciones en la creencia de que el dinero no es el bien supremo, como se ha venido educando hasta ahora mismo; de que por encima de todo el poder del dinero, del mercado, están los valores culturales, morales y de igualdad entre las personas. Hay que cambiar, urgentemente, desde la escuela, la idea de que lo mejor es el poder que sólo da el dinero. Antes de que el Mercado nos coma como queso para ratones en cólera.