jueves, 3 de noviembre de 2011

Una cuestión de fe (ciega)

Diario de Pontevedra. 02/11/2011 - J.A. Xesteira
Sostiene Pereira (un amigo mío) que las campañas electorales son tan inevitables como pisar una cagada de perro en una ciudad, algo que evitamos mientras podemos, pero que siempre nos caba por tocar. Y lo peor es limpiársela de los zapatos, desde que las suelas tienen extrañas formas de sierra y tacos. El efecto es el mismo, un mal necesario que por muchas multas que amenacen y muchas bolsitas que lleven los ciudadanos de bien, siempre hay una incontrolada. No hay más que ver los patinazos pintados en las aceras y esas huellas de plastilina canina tras las que podemos adivinar las maldiciones blasfémicas del ciudadano-barra-a que tuvo el despiste de no mirar donde pisa (eso que siempre nos decían de pequeños: mira donde pisas). Con las campañas electorales sucede más o menos lo mismo (dispensando del símil de humor marrón), tenemos que andar con cuidado con lo que leemos (en los periódicos) o vemos (en la tele) o, simplemente andando por ahí sin ver donde pisamos; a la mínima, ¡zas!, un acto electoral en el que no se sabe si quieren convencernos de que votemos a un partido o, simplemente, representan el papel político para el que fueron llamados (desde las alturas –políticas–) y que representan con la misma convicción que el actor que sabe que una vez que baje del escenario puede irse a tomar unas cañas por ahí, que una cosa es el papel y otra cosa es el tipo que lo representa. Los espectadores, los potenciales votadores de los personajes que nos prometen un futuro feliz, los oímos como quien oye llover desde la cama un domingo de mañana de invierno. Las promesas del futuro feliz resbalan sobre nuestros tejados y se van por los canalones. Sabemos varias cosas, debido a nuestra corta pero intensa experiencia democrática. Que lo que se promete en el palco de la campaña sólo es la propaganda, el “Pasen y vean a la mujer barbuda y al hombre araña”; después de las elecciones la cosa es otro cantar. Sabemos que todo lo que se diga en las televisiones, con fondo del color del partido, ante esos dos micrófonos que lo mismo valen para el entrenador que para el político, no es más que una colección de buenos deseos, escritos por unos expertos en campañas, que cualquiera puede prometer, porque son sólo eso, buenos deseos modelo universal. Y porque nadie pide cuentas después de pasada la romería, seguramente porque nadie se acuerda de lo que venía en los programas. Son como los cereales de desayuno, que se hacen a gusto del consumidor, pero que todos son lo mismo, un poco de maíz tostado con (a veces) un poco de chocolate. ¿Cómo es el votante prototipo de nuestro partido? Se preguntan los expertos. Y una vez que lo sepan, o que sepan el espectro que pretenden abarcar, se hace el traje a medida: un poco de reparto de la riqueza, así, en abstracto y sin molestar a los ricos y, al tiempo, darle esperanzas a los pobres; un poco de justicia social, con promesas abstractas de sanidad y educación de calidad y por poco precio; un poco de contundencia con temas duros (derrotaremos al terrorismo, el aborto ya lo veremos, los inmigrantes entrarán por el aro...) con generalidades para todos; y, finalmente, encontrarán la vara mágica para solucionar el entendimiento entre patronos y obreros, o, lo que es lo mismo, entre el empresariado y los sindicatos. Como se puede ver, los programas confeccionados a medida pueden servir para todos, simplemente hay que colocar los matices en cada punto y adaptarlos a nuestro territorio natural de votantes. Da lo mismo, todo el mundo sabe que esos programas son como las instrucciones de las lavadoras, ni se leen ni se entienden ni están escritos para que sirvan para nada. Siempre supimos que las palabras de los políticos en campaña eran ese monótono fungar que hay que soportar aunque no esté escrito en la ley electoral. Nadie cree en ellos y, lo que es más evidente, nadie va a dar su voto a un partido porque se haya leído el programa (no creo que nadie se lea el programa ni cuando se lo meten en el buzón). A no ser que sea un convencido de antemano, que posea la fe necesaria para seguir al líder, diga lo que diga y a pesar de que nos parezca un tipo al que no votaríamos ni para presidente de la comunidad de vecinos. Si tenemos fe la cosa es otra cosa. Eso explicaría muchas otras cosas. Si se sigue a un partido con el convencimiento total de que “son los nuestros”, entonces sobra todo el resto, incluido el programa y las promesas de futuro feliz. Si nuestro voto es incondicional, como la afición a un equipo de fútbol, si confiamos en la palabra del político como si fueran los Evangelios, entonces todo está justificado. Y es admisible. Las personas necesitan tener esperanza en que las cosas mejoren, que nuestro equipo gane la liga y que san Benito nos cure las verrugas. ¿Por qué no? A nadie se molesta con votar según nuestro entender, y a poder equivocarnos con nuestro voto (es un derecho obvio), de la misma manera que a nadie se molesta en pagar misas de promesa a la Virgen del Corpiño. Otra cosa es si usted se pone filosófico y comienza a debatir sobre esto y aquello. No es la cuestión. Si la cosa fuera de debate y confrontación, de exposición de ideas, entonces estaríamos en el terreno de la Política, pero no, estamos en el terreno de la Fe, y votamos porque tenemos fe y queremos que ganen los nuestros. El resto son palabrería y ganas de hincharnos la cabeza. La política es algo más simple de lo que se ve, es cuestión de amar a los colores y de gritar en el terreno de juego. Por eso me parece inútil ese combate de los jefes que está programado en la televisión. No nos van a convencer. Ya estamos convencidos desde la noche de los tiempos, sabemos quienes son los nuestros y los vamos a votar. Es cuestión de fe. Porque si nos pusiéramos a pensar y a analizar con nuestra propia cabeza, a lo mejor nos volvíamos agnósticos, iconoclastas o, incluso, ateos.

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