jueves, 27 de enero de 2011

Caminando con zombies

Diario de Pontevedra. 26/01/2011 - J.A. Xesteira
Los zombies vuelven a estar de moda. Son como los pantalones campana, regresan de vez en cuando. Hace un par de temporadas estaban de moda los vampiros, en su versión de vampiro de instituto, con sus problemas juveniles y sus amores castos, lejos de la imagen clásica de vampiro gótico, de ataúd y moho. Son modas que vienen del cine y, más aún, de la televisión. Ahora se lleva el muerto viviente, que, a diferencia del vampiro, suele caminar medio a trompicones, con la cara desfigurada para dar susto. En el mundo de los monstruos no hay mucho donde elegir; quedan los marcianos, que estarán al caer cualquier día de estos, en cuanto pase la moda zombie. Los zombies son originarios de las Antillas, al menos en la versión canónica. Aparecieron en el cine en los tiempos del blanco y negro, lo cual hacía más difícil presentar a un no-muerto, negro, haitiano y en blanco y negro; se solucionaba aclarando la piel del caminante, con la mirada fija en el más allá. La verdad es que daba poco miedo, por mucho que la protagonista se esforzase en poner cara de terror con sonido de tambores de fondo. El zombi es un producto típico del sincretismo africano-caribeño, y se aparece desde Nueva Orleans hasta la macumba brasileira. Los vimos en todas las versiones cinematográficas, incluso en la clásica de Romero “La noche de los muertos vivientes”, la mejor muestra de humor negro pasada por los destripados del “gore”. Pero, en realidad, el zombi está en todas las culturas, incluida la gallega. ¿Qué son, si no, los desfilantes de la Santa Compaña? Zombies del país o zombies de la ría. Son seres entre dos mundos, gentes que acaban de morir y no lo saben, porque están en el trance de buscar a donde dirigirse; muchos de ellos estaban en ese momento cuando el papa de Roma declaró que el limbo ya no existía, y que el purgatorio era un estado de ánimo y un fuego interior; y el infierno no está en el centro de la tierra ni el cielo sobre las nubes del atardecer. No son lugares concretos; así que los difuntos indecisos se quedaron sin saber a dónde ir, vagando entre dos mundos, el más allá y el más acá. Zombies. El problema es que muchos de ellos no saben que lo son, se notan raros, saben que ya no están en el mundo, pero actúan como si continuaran vivos. Se aparecen en series de televisión y en películas de tres dimensiones. Y en los periódicos. Los Medios están constantemente fotografiando zombies y entrecomillando sus frases. Son frases del más allá, de gentes que ya no están entre los vivos. Como Aznar y González, en otro tiempo presidentes de España y hoy muertos vivientes que buscan su sitio al tiempo que se forran con sus apariciones. Uno y otro figuran en las filas de unas santas compañas empresariales, caminando en consejos de administración, de los que cobran servicios prestados. Y cada luna llena, más o menos, sueltan sus opiniones para gusto y disgusto de propios y ajenos (respectivamente) Padecen el defecto del mandatario post-mórtem: nunca están bien enterrados. Sucede a todos los zombies del mundo: Tony Blair, George Bush Jr. o Fidel Castro. Se aferran a lo que un día fueron, unos para hacer negocios de sí mismos y otros para perpetuar un poder que no muere. En el caso español se acaban de fijar en que los ilustres zombies ex presidentes, cobran una pensión y, al tiempo una pasta gansa por la empresa privada y otras menudencias en forma de libros, conferencias y demás. Y se monta un pequeño follón (los follones, en política, son pequeños siempre, para entretener, nada más) por el caso de las pensiones de los ministros y demás. Quieren rebajarle las pensiones, y la cosa va a discusión y debate. Artificial, porque bastaría con aplicar la norma que rige para cualquier jubilado en este país: si cobra pensión, no puede seguir trabajando en lo suyo y cobrar un sueldo de una empresa. Punto. Otra cosa es debatir por debatir. Realmente, con la que está cayendo, las pensiones de los ex presidentes son poca cosa. Como los debates sobre si los senadores deben hablar con traducción simultánea al gallego y con pinganillo en la oreja. Son entretenimientos, distracciones para el público en general y los tertulianos en particular. Un debate sobre idiomas está llamado a mostrar nuestras deficiencias; en España se habla mal en todos los sentidos y en todos los idiomas, se lee poco y se habla como la televisión. Un debate sobre lenguas en el Senado es una maniobra de distracción, para darle importancia a un club de zombies que no tiene razón de ser. En realidad sería mejor eliminar el Senado. Puestos a rebajar sueldos, pensiones y demás chocolates del loro, se suprime ese gran panteón de políticos ilustres, y listo. El Senado estaba llamado a ser una cámara de representación de las distintas autonomías, con sus lenguas, con sus gentes y sus problemas específicos, un lugar de debate de los estados. Pero, para eso, debería existir una federación, o como se le quiera llamar, y eso da miedo. A veces las palabras condicionan a los conceptos, y la palabra “federalismo” hace saltar alarmas inútiles. Por eso, en lugar de contar con una cámara alta, que represente de verdad los problemas regionales, propios y diferentes, tenemos un mausoleo inútil, duplicador, caro y con mala prensa. Hagamos una simple pregunta en la calle o en el bar: ¿a qué senadores votó usted en las ultimas elecciones? y ¿como se llaman los senadores que representan a su provincia en Madrid? Nadie sabrá responder. No los conocieron ni cuando se presentaron ni saben de su trabajo en Madrid, por el que les pagamos un sueldo más que decente al final de mes, además de las ventajas añadidas. Estamos en tiempos de zombis y saldrán más. En Asturias, Álvarez Cascos se levantó de su tumba y dijo la clásica frase del zombi político: “¿Qué hay de lo mío?” Debemos estar atentos, porque esta serie va por capítulos y aparecerán muchos más dispuestos a cobrar del erario público. Sólo para entretenernos y asustar a los niños.

jueves, 20 de enero de 2011

Quemando bonzos

Diario de Pontevedra. 20/01/2011 - J.A. Xesteira
Cuando leí en las noticias de estos días los sucesos revolucionarios de Túnez, una frase, “quemado a lo bonzo”, explicaba el desgraciado fin de un muchacho vendedor de verduras, que, paradójicamente fue el afortunado comienzo del cambio de rumbo tunecino (el comienzo es afortunado, el final, se verá). La frase, un cliché más en el catálogo universal de la literatura periodística, se utiliza de forma inmediata, suponiendo que todo el mundo sabe lo que significa: echarse gasolina encima y prenderse fuego. Pero se me ocurrió que los primeros que se inmolaron de esta forma tan brutal no están en la memoria de los que tienen menos de 50 años. Me recordó aquel comienzo de la guerra de Vietnam, una época confusa, en la que, de pronto, los periódicos mostraban a un monje budista (el bonzo) llegar a una plaza, empapar su túnica con gasolina y prenderse fuego hasta morir, el pie de foto explicaba que el hombre no se inmutó en medio de su atroz suicidio, no pronunció un solo grito. Si acuden a la socorrida Wikipedia, verán que aquel bonzo se llamaba Thich Quang Duc, y pasó a la historia por dar nombre a una manera de protesta, generalmente política, desesperada y extrema, e inaugurar, de paso, una modalidad seguida en diversos países y distintos tiempos, por otras personas (hay una lista que ya incluye al desventurado licenciado-verdulero tunecino). Para los viejos del lugar, los bonzos ardiendo son una de las fotos de la colección de cromos mentales que tenemos de aquella guerra de Vietnam, que se mezcla con el Mayo del 68 y otras estampas del pasado. Son cromos viejos y sobados. Pero algunas cosas se fijan en el inconsciente colectivo y atraviesan los tiempos para reaparecer de vez en cuando. Retomemos Túnez. Se habla y se hablará durante una temporada de esta revuelta popular que consiguió echar de su chalet con vistas a Italia a Ben Alí, un presidente al estilo actual, que busca por todos los medios retorcer la democracia (un concepto comodín que vale para todo) y perpetuarse en el poder, generalmente por dos razones: porque él es un salvador, y porque el pueblo, sin él no es nada. De paso, bajo su amparo, suelen crecer y desarrollarse dos cosas: la corrupción y tráfico de influencias en los círculos del poder, y un sistema represivo que contenga el malestar de la ciudadanía. Esto es lo que viene escrito en el prospecto de indicaciones, y coincide con el proceso de Túnez. Otras circunstancias añadidas son que casi siempre coincide con una visión externa agradable, que refleja un país turístico, barato y con sol, buenas plazas, muchas instalaciones hoteleras y algunas joyas arquitectónicas y exóticas; también influye el hecho de que el país sea “amigo” de las potencias, en este caso de Europa, y que la economía mundial lo tenga presente en sus oraciones, en este caso, el Fondo Monetario Internacional, que había bendecido a Túnez como un ejemplo a seguir. Túnez era, de los países de la franja árabe mediterránea, lo más tranquilo, lo más ligero, como unos italianos trasplantados a la otra orilla. Esa, al menos, era la visión a golpe de cámara de recuerdos turísticos. Pero la realidad estaba fuera de la Guía Michelín, como siempre. Y bastó que el verdulero se inmolase a lo bonzo para que todo saltara por los aires. Ben Alí tuvo que abandonar por patas su residencia sobre las cuatro piedras y media que constituyen lo que un día fue Cartago, y buscar refugio en Arabia Saudi, al parecer con tonelada y media de oro (según los servicios secretos franceses). El problema es que el caso de Túnez no es aislado, responde a un mal general mundial y a un caso específico de la zona del Magreb. El mal general es el de siempre: hay un reparto desproporcionado del bienestar en muchos países, y cuando la presión es insoportable la cosa estalla. El particular del Magreb es que toda la zona está gobernada por autócratas diferentes, desde un rey omnipotente en Marruecos, hasta un presidente con 30 años en el poder de Egipto, pasando por variados ejemplos en Argelia o Libia. Túnez, que disfrazaba su problema de fondo con un turismo feliz y jazmines en la oreja, acaba de dar la señal de salida. El ejemplo del bonzo tunecino ya ha tenido respuesta en otros quemados, en Argelia, Egipto y Mauritania. Es decir, que la presión es la misma y la revuelta está servida en toda la parte de abajo del Mediterráneo. Los acontecimientos siguen una lógica previsible. Y ahora toca a la comunidad internacional reorganizar y mediar para que la situación no llegue a mayores. Otras veces han ocurrido otros revolcones políticos en estos países (son países relativamente jóvenes, viciados por las metrópolis de los antiguos colonizadores y apoyados por los nuevos poderes aliados) Pero sucede que las viejas fórmulas ya no sirven. Hay elementos en el ejemplo tunecino que lo hacen distinto y, a su vez, harán distintos todos los procesos que se contagien desde ahora. La revuelta ha regresado a manos de los jóvenes, como siempre, pero estos tienen armas impredecibles hace un Mayo de 68. Los desposeídos de la sociedad, la juventud, ataca con teléfonos móviles; los silenciados de la información, bombardean con internet; las grandes marchas sobre el palacio se convocan a golpes de SMS; y los heridos en las calles se muestran al mundo en el preciso instante en que caen sobre la acera. Y eso es una mecha rápida que hace que estalle la dinamita bajo los pies del poder. Y los jóvenes saben que aunque estén en Túnez no están solos, que hay una comunidad que trabaja para ellos desde otras partes del mundo. Precisamente la espoleta que hizo saltar la protesta fueron de los papeles de Wikileaks que revelaron como la familia de Ben Alí era una “cuasi mafia”, en palabras del embajador americano. Precisamente ahora mismo hay un movimiento imparable de jóvenes con la máscara de un cómic (los políticos deberían leer más cómics y menos Financial Times) que crean Anonymous, un ejército contra el poder y la mentira que lo sustenta. En el fondo las cosas nunca han cambiado, siempre es la misma lucha; cambia el estilo, cambian las herramientas, cambian las fórmulas, pero ahora los jóvenes tienen armas que el poder no controla. Y siempre que haya un poder que aprieta, habrá una juventud para revolverse o inmolarse a lo bonzo.

jueves, 13 de enero de 2011

Maniobras de distracción

Diario de Pontevedra. 12/01/2011 - J.A. Xesteira
Yo no fumo. Y me gustan los cafés, sitio de encuentro y de contemplación del paso del tiempo mientras se toma un líquido cortado con leche. En otro tiempo fumaba. Y me gustaban los cafés también. En ese otro tiempo, los cafés eran un lugar parecido a una película expresionista alemana: lleno de humo, con las mesas sembradas de copas de coñac y cartas o fichas de dominó batiendo en el mármol. Eran lugares mágicos que nos dejaban huella, sobre todo olorosa (en llegando a casa, la madre o la esposa ponían cara de asco al acercarse, y la ropa tenía que ir a la lavadora directamente). En los cafés se concentraban aromas de “farias” con las huellas del quemado de pitillos sobre las mesas, el aire era respirable sólo para los mutantes que nos habíamos acostumbrado a ese habitat maravilloso, donde se discutía de política (era el único sitio para discutir de política) se cantaban veinte en copas y se bebía coñac, esa bebida que ahora sólo se utiliza para remojar un pollo asado. Eran lugares míticos cantados por escritores que hacían vida dentro de ese espacio vital; en el cuadro de Solana de la tertulia del café de Pombo, la cultura del tiempo fumaba mientras Ramón Gómez de la Serna decía aquello de: “Yo me voy a los cafeses y me siento en los sofases, y me alumbran los quinqueses con las luces de sus gases”. Una estampa nicotínica y alcohólica. Pero llegaron otros tiempos y otras modas. La de ahora mismo es la expulsión de los pecadores a la calle, al arroyo, al frío, con el objeto de su maldad encendido, mientras padecen las inclemencias del tiempo. Ahora, el aire de los cafés, de los pubs, de los bares, es limpio como el aire del Kilimanjaro, ya no hay colillas en los ceniceros, porque tampoco hay ceniceros, el recinto es una burbuja higiénica. El vicio sigue en la calle. El mundo occidental ha decidido velar por nuestra salud y castigar a aquellos que convierten en “fumadores pasivos” a sus vecinos de mesa. Y ahí surge una polémica que estos días rebota en todos los medios informativos: no es para tanto, dicen unos (los pecadores); si, pero ahora da gusto entrar con el bebé en un café, añaden los otros (los puros y descontaminados). Y ambos tienen razón. La medida es drástica, pero deja el lado oscuro del problema sin solución. ¿Por qué no prohibir el tabaco de plano e incluirlo en el grupo de drogas, como el hachís o la marihuana? A fin de cuentas, todas se fuman y son drogas que contienen sustancias que acaban en “ina”. Los fumadores alegan que el tabaco es un producto santificado por el Estado, que recauda sus impuestos a través de su venta. Y en eso ya hay un doble rasero con una pizca de hipocresía en medio. Y muchas contradicciones; usted puede cultivar su cáncer de pulmón nicotínico fuera del bar, pero puede alimentar su cirrosis alcohólica a placer y caño libre, dentro, sin problema. Todas esas cosas son comentarios que estos días andan en boca de los afectados por la medida, que somos todos. Pero las cosas irán por su cauce. Nos adaptaremos a esta como a tantas otras medidas que fueron polémicas en su día y que nunca nos convencerán de que el Estado es como nuestro ángel de la guarda (por ejemplo el cinturón de seguridad, la colección de sillas de bebé para poner en los coches y otras muchas obligaciones que siempre se traducen en multas) Acabaremos acostumbrándonos a los nuevos tiempos, ¡qué remedio!, porque siempre nos hemos adaptado a todo lo que nos viene impuesto con amenaza de sanción. Pasarán estos días en los que se pelean unos cuantos clientes con unos pocos camareros; aumentará el número de los que aprovechan para dejar de fumar, pero volverán dentro de unos meses, cuando las ganas de juntar el café con el pitillo superen a las bondades de los que velan por nuestra salud. Crecerá el número de terrazas cerradas, como tiendas de sultanes, caldeadas con setas de butano, y se formará una nueva clientela externa con una clara división: los de dentro y los de fuera, como dos tribus distintas. Aparecerán clubes de fumadores en los que sólo entrarán los adictos a la causa. Cambiará la noche, y aumentará el bullicio exterior, pero eso es algo que viene cambiando desde siempre. En las entradas de los edificios públicos habrá que delimitar donde es legal y donde no, porque eso hay que dejarlo claro, incluso con señales a la vista, total, una señal más en el bosque de cachivaches urbanos (mobiliario le llaman) no se va a notar. Y sólo se beneficiarán de su libre albedrío tres sectores concretos: los presos, los internados en psiquiátricos y los ancianos de las residencias. Y, bueno, nadie está libre de convertirse en un miembro de cualquiera de los tres en algún momento. Alguna ventaja tenía que tener. En realidad, a mi no me lo quita nadie de la cabeza, esto no es más que una distracción para que no discutamos (y pensemos) en cosas más importantes. Como en tantas ocasiones, unas veces de forma premeditada y otras de forma intuitiva, se crean asuntos con los que se pueda entretener a la sociedad; para discutir, para opinar, para aplaudir o para protestar, el caso es tener al personal en danza y evitar que se fije en otras cuestiones. Por ejemplo en otras contaminaciones que no se pueden solucionar echando a la calle a los contaminadores; nuestras comidas contienen sustancias inconfesables (el hecho de que en Alemania hayan aparecido granjas con dioxinas no es más que una anécdota, espanta pensar lo que no sabemos), contaminados en el aire (todos los bebés que pasean en cochecito por las ciudades circulan a la altura de todos los tubos de escape), en las aguas, en la tierra. Pero eso no hay manera de prohibirlo, porque es el precio residual que tenemos que pagar por el progreso (económico). Nos distraen de asuntos importantes que sí nos afectan más que un poco de humo en el café, como la incapacidad de los gobiernos de controlar un sistema capitalista perverso que pretenden enmascarar dentro de frases falsas, como “libre comercio”, “inversión garantizada”, “autorregulación del mercado” la impunidad con que los banqueros gestionan el riesgo de sus clientes. Estamos entretenidos y con aire limpio mientras no inventen otra ley para nuestro bien.

viernes, 7 de enero de 2011

Cuando todo es "emífero"

Diario de Pontevedra. 06/01/2011 - J.A. Xesteira
Tengo un viejo amigo y antiguo compañero de periodismo, de los tiempos remotos cuando en las redacciones de los periódicos se fumaba, se bebía alcohol y café de verdad y las máquinas de escribir hacían ruido. Aquel tipo solía decir que los periodistas tenemos un deber importante, cual es el de educar para que la gente escriba bien y aprenda leyendo, porque, de lo contrario acaba hablando con ‘erratas’, como (era su frase preferida): “No me ‘dimafes’ ni me hables con ‘sárcamo’”. Como soy consciente de que los tiempos cambian a velocidades incontrolables, me viene siempre a la memoria otra de sus grandes frases: “Todo es ‘emífero’” Entre otras cosas, el viejo periodismo, sustituido por redacciones, silenciosas de ordenadores, incontaminadas de tabacos y alcoholes, donde el agua parece la panacea de toda la sociedad. Somos una sociedad con afán destructor de la memoria, transformamos con demasiada ligereza lo antiguo (aunque a veces conservemos auténticas bagatelas histórico-artísticas como si fueran el templo de Abu Simbel); tapamos el paisaje con grandes monumentos a la vacía inutilidad (subvencionada en algunos casos con dinero público, a mayor gloria de un político y con firma de arquitectos prestigiosos); y sepultamos playas y marismas con la inconsciencia del que obra para ser visto ahora mismo, aunque el futuro contemple el desaguisado como una desgracia sin vuelta atrás. Tenemos ciudades, algunas cercanas, que son ejemplo evidente de que el pasado fue mejor y el presente ya no tiene arreglo. En todas las ciudades por las que pasamos vemos como desaparecieron cines, teatros, los antiguos cafés, los centros de reunión, los templos culturales, aunque se sigan manteniendo en pie, con dinero público, muchos templos católicos de nula importancia histórica o arquitectónica y con tan escasa asistencia de fieles, que bien podrían reconvertir docenas de ermitas, capillas y demás edificios en locales de uso público o privado (hay que recordar que son locales privados, aunque sus reparaciones las pague el Estado). Por un lado venimos destruyendo desde hace tiempo la futura memoria del país y por otro la sustituimos por elementos de vida relativamente corta. Se confirma que todo es “emífero” Hubo un tiempo cercano en que el que muchos edificios con solera, que albergaban un cine, un café o una librería, desaparecieron para ver como en su lugar se levantaba una sucursal bancaria (casi siempre) o algún comercio con estilo de juguete de plástico. A poco que nos pongamos a recordar todos podemos poner ejemplos variados. Cierto es que en muchos casos los cambios de los tiempos obligaban a ello; cuando los cines antiguos vieron como la recaudación no daba para pagar al personal, se rindieron ante las inmobiliarias que vieron como les crecían solares en medio de las ciudades; cuando a los dueños de los antiguos cafés se les apareció en cuerpo y alma un banco (que no tiene ni cuerpo ni alma conocidos) para montar una sucursal, y les ofreció una jubilación dorada, no lo pensaron; incluso cuando los propietarios de aquella mercería de toda la vida, los de la relojería antigua, los del comercio con placa de “fundado en 1800” se dio de cabeza con una multinacional de la moda (que triunfa a costa de las costureras esclavas de Bangla Desh o Singapur) o de la multinacional de comida basura, sucumbió. Es comprensible. Y legal. Y, además, respetuoso con las normas más exigentes sobre edificios, fachadas o medio ambiente. Pero ya no es lo mismo. Los cambios no son tan perceptibles en nuestra ciudad, porque asistimos a la transformación desde dentro, de forma lenta y adaptándonos al cambio climático de las nuevas aceras, los nuevos establecimientos y la nueva vida. La parte de la ciudad que se pierde queda detenida en esos libracos que de vez en cuando nos recuerdan que fuimos de una manera distinta. En ese momento solemos pensar que aquellos tiempos eran más bellos. Pero no es del todo cierto, aquellos tiempos eran aquellos tiempos, y en ellos no había siquiera un teléfono móvil, por eso deberíamos pensar como personas que tenemos wi-fi en casa. Y en ese momento debemos entender que somos todos nosotros los que estamos en medio de los cambios, aunque en el camino hayamos dejado el paisaje urbano o rural convertido en una chapuza. Todo esto se me ocurría el pasado domingo, después de hacer una visita al pequeño rastro de la Plaza de la Verdura. Los rastros de todo el mundo son un bien cultural y social de protección urgente. En ellos se condensa la quintaesencia de las memorias familiares, la destilación del paso del tiempo. Pocas cosas nos dicen más de la historia de una ciudad que los rastros de las cosas viejas. Son la síntesis del cambio de los tiempos, cuando los nietos sacan del desván familiar la memoria acumulada por los antepasados y las malvenden al chamarilero. En las grandes ciudades, los mercados de viejo son un mundo dentro de la historia particular de cada país. Ahí está todo el honor y la gloria, a disposición del investigador, el etnólogo, el buceador de la historia. Una ciudad sin su mercado de las cosas pasadas es media ciudad, una urbe sin estilo ni clase. Porque nuestra memoria siempre nos juega malas pasadas, olvidamos con facilidad lo que no nos interesa del pasado y condenamos a las generaciones venideras a la ignorancia, a la maldición por las cosas perdidas que, de repente, aparecen en la calle, en medio de los ajuares olvidados y abandonados. Esparcimos la historia por la plaza del mercado de viejo, sepultamos el mar y amontonamos artefactos sobre el paisaje, al tiempo que creamos una realidad presente “emífera”. Nos resistimos a volver sobre nuestros pasos, a entender a nuestros antepasados y a saber de sus cosas. Y así construimos un presente con fecha de caducidad de yogur. Toda esa empanadilla mental se me venía a la cabeza imaginando que, ahora que los bancos y cajas de ahorro se funden y reducen sus oficinas, bueno sería que regresaran a sus antiguas actividades, a ser de nuevo cafeterías, mercerías, ferreterías, librerías... Se me ocurría todo esto al ver el anuncio de que el Café Savoy regresa de otros tiempos para que no se le eche de menos. Algo es algo.