sábado, 28 de marzo de 2015

Deprisa, deprisa


       
Diario de Pontevedra. J.A.Xesteira. 
Vivimos a toda prisa. Como vamos del puente de San José al puente de Semana Santa, dos fervores turísticos evidentes, todo nos pasa deprisa, como cuando aceleramos el vídeo para buscar lo importante y dejar a un lado lo accesorio. Lo importante es el puente, el viaje, la salida, lo demás, la rutina diaria y el trabajo, queremos pasarlo aprisa, a ver si con ello se va el frío también. Lo importante es salir de donde estemos; los periódicos portugueses anunciaban la pasada semana que Lisboa, Oporto y Braga iban a ser “invadidas” por los “espanhois” en la Pascua, unas fiestas que están sufriendo el inevitable cambio, de influencia americana, sustituyendo a los sagrados cadáveres sangrantes y desgarradas vírgenes dolorosas por conejos y huevos de chocolate, lo cual, bien mirado, es mucho más agradable y encoje menos el alma. Lo raro es que todavía no se hayan levantado voces contra esta influencia yanqui que ya está por todos los centros comerciales; lo raro es que no se rasguen vestiduras reivindicando “lo nuestro”, es decir, la negrura de los capuchones, los cirios encendidos, las estatuas de dioses torturados y virgenes apuñaladas, acompañados por cornetas militares, y se condenen a esas costumbres invasoras de conejitos blancos y huevos de colorines. Quizás los ministros adecuados en el actual gobierno de la nación tomen cartas en el asunto; son ministros educativos, culturales y píos y deberían ya tener algún decreto ley aprobado por mayoría aplastante en el que se condenen a los conejos y huevos de pascua y se vuelva a la sana costumbre de las procesiones y pasar “Rey de Reyes” por la televisión nacional. En estos tiempos que corren a la velocidad del rayo todo es posible, incluso ese retorno al pasado católico-pascual. 
La velocidad nos lleva en volandas, y las pasadas elecciones andaluzas de la semana pasada, en las que el Barça ganó al Madrid, aunque no logró la mayoría absoluta, parece que fueron hace una eternidad, y no fue más que en el puente del Día del Padre (un día especialmente inventado como el del conejo de pascua, para festejar la festividad de San José, el PePe –siglas de “padre putativo”, y no es coña–). Pasaron las elecciones con los resultados de todos conocidos, y ya parece que se han olvidado completamente. A pesar de ello, los grandes estrategas ya han formulado sus profundos análisis, desplegaron en tertulias y debates sus conocimientos extensos sobre la materia, rectificaron sus previsiones de resultados y anticiparon lo que va a pasar en mayo. Los políticos –todos– trataron de torcer sus resultados para dar a entender que aquí no pasa nada, que los datos no se pueden “extrapolar”, que es lo contrario de “interpolar”, o meter en el mismo merengue todas las elecciones de este país. Con las prisas que nos damos ya no nos interesan los resultados de Andalucía, porque no tenemos ganas de “extrapolarlos” mientras salimos de viaje y pedimos que aparezca la primavera de una vez. 
Pero el experimento andaluz tiene su parte “extrapolable”. Allí ganó la mujer socialista y quedaron tres partidos con minorías diferentes, que podrán servir para meter debajo de la pata, según tamaños, cuando la mesa del gobierno andaluz cojee. Lo de mayo será otra cosa, pero cuando llegue el puente del Día del Trabajo (que será muy pronto, dada la velocidad crucero que llevamos) todos mirarán las cosas de otra manera, incluso podrán “interpolar” elementos sacados de las elecciones andaluzas. A saber: que la imagen no vale lo mismo que mil palabras, y a las pruebas me remito. La derecha partida en PP (aquí no quiere decir “padre putativo” como San José) y Ciudadanos (o Ciutadáns, como les pronunciaban a mala leche, para no llamarlos catalanes allí, en tierra de “maquetos”) se encontró con que la vieja fórmula de “nosotros somos la derecha” no vale, que hay que dar la cara (y ponerse guapos) y darle al pico para convencer; la imagen y las palabras de Rajoy no resistieron ante la imagen y las palabras de Rivera, y aunque no se presentaban ninguno de los dos a las elecciones andaluzas, ellos fueron los que atrajeron los votos (¿se acuerda alguien de los candidatos de verdad?) y eso si es extrapolable al mayo, maduro mayo, que está al caer y a las generales que están en un horizonte cada vez más cercano. La izquierda de Podemos y la amalgama de IU todavía están por desenvolverse y resolverse en sí mismos, porque ahí, su enemigo, la base de votos está en el PSOE. Así que tendremos bastante movimiento de aquí a la Pascua de Pentecostés (las siguentes elecciones municipales y autonómicas) y el que no quiera extrapolar y sacar conclusiones, que no lo haga, pero el experimento andaluz es claro: hay que cambiar caras y discursos. Precisamente estos días ha resucitado un antiguo pico de oro, Felipe González, que ahora se parece al padre del Rey León, y que habla en su viejo estilo de Manolo Morán (ver “Bienvenido Mister Marshall”); desde las promesas oratorias de su presidencia, todos los demás presidentes de este país no fueron más que un “monótono fungar” en sus discursos, oradores de tercera división. El estilo que ahora va a llevarse, esta temporada de primavera-verano, será el de los guapos (vistan de casual, pijo-lacoste-atado-al-cuello, rockero “vetusta-morla” o cazadora sustituta de traje) que saben hablar; no como el padre de Simba, para vender en las ferias, sino con otro discurso directo, para las personas, sobre todo jóvenes, que desconocen que hay vida más allá de Twitter, y para los viejos, que olvidaron como era aquello de hablar “con propiedad”. Si no entendieron que hay que extrapolar todo eso, estamos apañados.
La vida del país está muy acelerada, sobre todo en política y quizás convendría un punto de reflexión, quizás taoista, donde todo está explicado en el equilibrio del Yin y el Yang (sí, ese circulo tan bonito para hacerse un tatuaje o un colgante), que es el equilibrio entre las dos fuerzas, y abandonar el propio camino para seguir “El Gran camino”. Eso o irnos de vacaciones y extrapolarnos a Oporto o la Costa da Caparica.

domingo, 22 de marzo de 2015

Listos y buenos



Diario de Pontevedra. JA Xesteira.
Acaban de abrir las puertas de las elecciones de mayo de manera extraoficial; son como los grandes conciertos, que apelotonan en la entrada a la masa de fans y obligan a abrir la puerta antes de tiempo, para que no ocurra una desgracia. Entran en tromba. Antes anduvieron en campaña los andaluces, que votan este domingo, para abrir primavera. Pero desde practicamente toda la legislatura todos los políticos se han comportado como si las elecciones fueran mañana por la mañana, con amplio despliegue de fuerza y armamento. En el Parlamento, en la calle, en los medios de comunicación (sobre todo), en el Senado no, que es un panteón de inutilidad manifiesta y gasto a fondo perdido. Todos los personajes de la gran comedia humana han desplegado sus encantos, sus virtudes, sus méritos y capacidades al mismo tiempo que acusaban a los contrarios de ser feos, inmorales, corruptos y no tener ninguna virtud para gobernar. Son elecciones autonómicas y por municipios, pero en el horizonte del fin de año se apunta a las generales, así que estas consultas preveraniegas son un plebiscito sobre el estado general de las cosas. Las estadísticas anuncian lo que puede pasar, pero que a lo mejor no pasa. Los candidatos se pelean con los suyos y se pisan la cabeza para colocarse en la cumbre; es sintomático que esta pelea de asesinos sea común a todos los partidos, que muestran los cadáveres amigos con el puñal clavado y en caliente.

Todos están presentados, todos venden su producto como panacea de lo mal que lo hizo el gobierno y lo bien que lo van a hacer ellos (aquí se incluye al propio gobierno). Pero la cuestión está en saber a qué vamos a votar, o a quien vamos a votar, porque todos los candidatos se mueven en distancias cortas, sobre todo en los municipios; se esfuerzan por presentarse como dignos necesarios (aunque todos somos contingentes), honrados (no como “esos”), buenos gestores (aunque la política sea otra cosa distinta de la simple gestión financiera), garantizan que van a reconducir la actual situación y trabajar por un futuro de bienestar. Pero de todas las cualidades que intentan mostrar en sus ofertas de primavera se han olvidado de una cualidad hoy en franco olvido: la de ser buenos, simplemente y en el sentido machadiano de la palabra bueno. Es un concepto que no vende ni compra votos. Desde la famosa Transición que es la madre de este cordero hemos tenido de todo en las cimas del poder, desde delincuentes manifiestos hasta honrados servidores de la cosa pública, pasando por un amplio muestrario de especies protegidas. Pero sobre todo hemos tenido listos, muchos listos, una cualidad para la que no hace falta preparación ni estudios. El listo y el competitivo son las aportaciones más valoradas de la política y el comercio mundial; a veces se les llama triunfadores, porque son los que siempre se aupan sobre las cabezas de sus correligionarios necesarios para formar grupo y poder subirse sobre sus cadáveres. El listo está bien visto, el triunfador es siempre alabado, sobre todo en los países del sur de Europa (hay quien sostiene que la diferencia de comportamientos está en la división entre el catolicismo y el protestantismo, dos concepciones diferentes de las cosas). El bueno no tiene gran cosa que hacer, está desprestigiado, relegado a la categoría de tonto, de perdedor, de pringado, de parado. Se vota al triunfador, al ganador, al vengador. El bueno no tiene cabida ni en el cine; antes el bueno siempre ganaba, pero la realidad entró hasta en la ficción y ahora el bueno pierde siempre, de una u otra manera. Nos han hecho creer que el mundo necesita listos, competitivos y triunfadores, aunque todos los listos acaben imputados, investigados y enmierdados (esta última acepción es una aportación al lenguaje judicial, tan cambiante en la calificación de delitos políticos); pero, como son listos, ya prepararon sus cosas y sus leyes con anterioridad para que los efectos colaterales sean mínimos y puedan disfrutar de un buen retiro con las ganancias producidas por su gestión competitiva.

La sociedad en general y la política en particular está llena de listos; los buenos brillan por su ausencia, son raros, y el que lo es de verdad, se esconde; son los buenos vergonzantes, como esos pobres que sienten pudor de que se les reconozca en la cola de la comida de las hermanitas. Es difícil ser bueno y además presentarse a unas elecciones, en las que brillan los discursos anti-los-otros, las frases rimbombantes preparadas por los asesores del equipo (los listos ni siquiera se molestan en tener voz propia, para eso pagan a los asesores) y las promesas falsas como un euro de palo. Nos hemos acostumbrado a exigir que nuestros líderes favoritos sean más chulos que la Merkel y tenemos que ganar al contrario, aunque sea de penalty falso en el último minuto. No nos engañemos, los listos son como nosotros hemos querido que fueran, seguramente porque nos han educado así, en esa idea perversa de que sólo los ganadores merecen respeto. Por eso votamos a triunfadores, nunca a buenos. Después, una vez en el poder, cuando cometen todas las tropelías propias de los listos, clamamos al cielo, y nos olvidamos siempre de que nosotros somos los cómplices necesarios del ascenso al poder de los ganadores y, a la vez, somos su respaldo. El mundo entero está gobernado por listos, unos tolerables y otros intolerables (acaban de reelegir a Netanyahu, un listo peligroso y mortífero). Es la regla, es la norma. Sólo hubo una excepción, un bueno, el que fue presidente de Uruguay, José Mujica, un hombre que, con su gobierno, con su presencia y su actitud, demostró, como el niño del viejo cuento, que el emperador estaba desnudo, y que se puede ser bueno y gobernar desde su casa, sin la falsa importancia de los listos. Por eso, en estas próximas elecciones buscaré al bueno para votarlo, no votaré ni al feo ni al malo.



P.S.- Como siempre, recomendo antes de cada elección, (re)leer el cuento de Italo Calvino: “La jornada de un escrutador”, para evitar vanidades electorales.

domingo, 15 de marzo de 2015

¿Qué me pasa, doctor?

Diario de Pontevedra. JA Xesteira.
-VERÁ, DOCTOR, no sé como explicarlo, pero de un tiempo acá todo lo que sucede en el mundo, pero especialmente en mí país y en mi entorno me parece increíble, me encuentro como un tonto ante todo lo que está pasando; a veces me parece que soy un ingenuo, un pardillo, un pringado a pesar de mis títulos, máster y doctorados en varias cosas inútiles que no me han dado ni siquiera un empleo estable. ¿Le importa si fumo? Gracias. ¿Puedo poner los pies encima del sofá?, tumbado parece que pienso mejor. Gracias. ¿Cómo empezar…? Verá, fue el otro día cuando se me planteó un misterio al ir a echar gasolina. Era una de esas estaciones que no tiene personal, que tiene que pagar primero y después echar usted mismo la gasolina; en ese momento entró un camión cisterna que supongo que vendría a rellenar los depósitos; en la trasera ponía algo así como líquido inflamable, muy peligroso. Y empecé a pensar que, efectivamente, la gasolina es un líquido altamente inflamable, muy peligroso, que arde incluso en el aire por la emanación de gases, que lo transportan en camiones especiales, con conductores y manipuladores autorizados a manipular y transportarlo. Pero al meterlo en los surtidores ya deja de ser peligroso y puede manipularlo cualquiera; de hecho tiene que manipularlo cualquiera que quiera andar con el coche, incluido mi cuñado, que fuma hasta debajo del agua y seguro que echa la gasolina sin quitar el pitillo de la boca. Ahí empecé a pensar que no sólo nos toman el pelo, sino que nos ponen a trabajar para las empresas gasolineras, con el ahorro en personal que supone que el cliente se sirva él mismo un producto, que era peligroso en los camiones y que deja de ser peligroso en la manguera del surtidor, y que lo cobran al mismo precio que si tuvieran personal competente para echar la gasolina. Eso creó la primera confusión en mi mente…. Ese misterio legal que convierte a los clientes en dependientes, como si usted fuera a un café y tuviera que hacérselo y servírselo en la mesa… Empecé a pensar que me toman por tonto…

Yo siempre fui un poco ingenuo y de buena fe; cuando era joven, feliz e indocumentado, como decía aquel, o, como decía un amigo mío, “cuando éramos justos y temerosos de Dios”, me creía muchas cosas, más de las habituales, llevado por mi idealismo (cosa de juventud) y mi tendencia a la ingenuidad. El correr del tiempo y las bofetadas de la vida me llevaron, como a todos, a un terreno donde se pisa mejor el escepticismo y se bordea la frontera del cinismo para poder ver la vida con la experiencia que dan los años… Perdone, me he puesto un poco literario… Pero ahora, cada vez que veo la televisión o leo un periódico (no, la radio no la escucho, hablan mucho para poca sustancia) me encuentro con los tercos hechos de la realidad que me pasman como si fuera el más novato del censo electoral. Acabo de enterarme que los aeropuertos se quitan los aviones unos a otros gracias a que reciben subvenciones públicas, y todos rivalizan para llevarse los vuelos de Oporto a Coruña, de Vigo a Santiago, y todo con dinero público para mayor beneficio de empresas privadas, y que la gran empresa pública de los Aviones, Aena, se hace privada en medio de un tremendo olor a chanchullo y pelotazo de especulación en bolsa. Y como no pasa nada, me sorprendo de ser el único que se queda con cara de tonto. Y aparece un alto mandón de empresarios que propone que las autovías españoles sean de peaje, es decir, todas las carreteras decentes, construidas con dinero público para beneficio de las constructoras, sean de pago, una vez que ya pagamos en su día con nuestro dinero estatal. Ponen como ejemplos al resto de Europa, incluido Portugal, que será el ejemplo a seguir con sus arcos de cobro instantáneo y donde las carreteras pequeñas ya no existen.

Y sigo leyendo y me entero con efecto retroactivo, porque vivimos en un país que todo sucede en el pasado, y las noticias de ahora mismo las conoceremos de verdad dentro de cinco o veinte años, para que no pase nada, me entero, le decía, que los que ahora claman por salvar a la marca España de los enemigos internos, que se gastaban alegremente dinero público en grandes cantidades sólo para su autobombo, y que los mismos sindicatos, en otro tiempo abanderados de los derechos de los trabajadores, se pagaban las pancartas con tarjetas “black” de consejeros de banca. Y salen los ministros al estrado y exponen su desprecio ante lo que pase delante de sus narices, al tiempo que rebotan las preguntas afirmando que la oposición quiere manchar el buen nombre de tal o cual estamento. Pero no aclaran nada, ni sus negocios particulares ni la transparencia que se debe exigir a cualquier cargo del Gobierno, desde el que maneja los dineros públicos hasta el que maneja el armamento público; todo es un maldito embrollo con olor a mentira. Y sobre los dineros, nadie da cuenta de nada; los bancos, fieles a la norma de delinquir como fundamento para existir, hacen grandes negocios con los beneficios de los males del mundo: mafiosos, narcos y demás, y los bancos son denunciados pero nadie va a la cárcel. La cola de parados no se mueve, y las cifras de optimismo que se exhiben cada mes, no son más que el resultado de la emigración (ahora hasta se hacen películas de “Vente a Alemania, Pepe”, pero en moderno), las defunciones, y el invento de llamarle “empleo” a “eso” (aquí, si me disculpa, dejaré que usted entienda lo que quiero decir, a mí me resultaría complicado, dada mi situación de pasmado). Por eso quiero que me diga, ¿qué me pasa, doctor?

-Nada raro. Su única ingenuidad era creer que el capitalismo era otra cosa. Y no. Es esto y tiene que aguantarse. Ah, y le aclaro; yo no soy el médico, aunque tengo una licenciatura en Psicología y un máster en sociología laboral. Solo soy el tipo de la limpieza
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sábado, 7 de marzo de 2015

¿Qué dirá el santo padre?

J.A.Xesteira
Todos los que hicimos aquel bachillerato tuvimos una asignatura que se llamaba Religión y que cada uno trataba de capear como podía porque, aunque era una “maría” había que aprobarla. Todos aquellos que aprendimos Religión “de aquella manera”, fuimos previamente adoctrinados en el Catecismo y en la Catequesis para poder ser fieles seguidores de Cristo, como Dios y Franco mandaban. Los que comenzamos con aquel “Decid niño, ¿sois cristiano?” (cualquiera se negaba a ser cristiano por la gracia de Dios) y un poco más adelande nos hacíamos un lío metafísico con la santísima trinidad, que era un tres-en-uno divino formado por un viejo con barba blanca y un triángulo en la cabeza, un tipo con pinta de hippie con melena y barba negra, y una paloma sobre un cielo de nubes, que no entendíamos aquel misterio del uno-y-trino, pero lo solucionábamos con una frase salvadora a la par que ingeniosa que nos proporcionaba el mismo catecismo: “No me preguntéis a mí, que sólo soy un niño, doctores tiene la santa iglesia que os sabrán responder”. Por supuesto que los doctores de la santa iglesia no respondían nada, estaban a otros menesteres menos latosos que aclararle a los niños los misterios doctrinales (más tarde se supo que muchos de ellos intentaban aclararle otros misterios a los niños, pero esa es otra historia y doctores tiene la Justicia que os sabrán responder) Aquellos niños crecieron, y unos mandaron a hacer puñetas todo lo aprendido en las clases de Religión, con dios incluido; otros siguieron siendo fieles seguidores de Cristo e incluso llegaron a ministros. Y vino un día en que apareció una ley que decía que los niños que no querían estudiar Religión podían no hacerlo. Mi hijo mayor fue de los primeros en apuntarse (lo hice yo, claro) y, curiosamente, sólo él y un amigo fueron los únicos proscritos de la beatífica clase. Supongo que la inercia de tantos años obligando a la ciudadanía a creer en dios por decreto-ley acaba por crear una rutina difícil de romper. Cuando aquella etapa llamada Transición, de la que tanto se alaban los que se beneficiaron de ella, había muchos ilusos que pensaron que con los nuevos tiempos España sería laica y sus ciudadanos serían libres de creer en sus dioses con cargo a su cuenta personal. Pero no, los sucesivos gobiernos mantuvieron la financiación del dios con cargo al erario público, y se mantuvo el profesorado de Religión estableciendo la contratación directa, sin oposiciones, por parte de la Iglesia, pero subvencionada por el Estado, un misterio que los doctores de la santa iglesia no quieren responder y mantienen en el estatus quo equivalente a un virgencita-que-me-quede-como-estoy. Y todo siguió igual, los políticos, incluidos ateos confesos, siguieron marchando detrás de las procesiones y el Estado siguió manteniendo a la Iglesia Católica con cargo al presupuesto, según ese acuerdo firmado hace años con el estado vaticano, que se mantiene en pie por gracia divina.
Ahora, de repente, o no tan de repente, el ministro Wert mete la asignatura de Religión de nuevo con honores de escándalo y saltan los fusibles de la enseñanza. Los niños y adolescentes del curso próximo se encontrarán en el mismo punto en que me encontraba yo hace muchos años. Eso tiene dos lecturas; hemos dado la vuelta al principio y estamos en un  bucle espacio-temporal (una especie de televisivo Ministerio del Tiempo regido por el ministro Wert) que nos lleva a un momento de niños rezando en clase y llevando flores a María en el mes de mayo, y no nos extrañaría que, como cosa natural aparezca cualquier día monseñor Guerra Campos en la televisión nacional (la 1, en prime-time) en blanco y negro y se rescaten aquellos maravillosos programas de “El Alma se Serena”. La segunda lectura es que si aquellos tiempos nos hicieron más duros y consiguieron hacer más por el ateismo que los partidos políticos, no quiero saber a donde irán a parar esos chavales, con los contenidos de la asignatura y un twitter a mano. Porque los contenidos están más cerca del esperpento que de la filosofía. Habrá muchachos que pasen de una clase de ciencias en la que se explique la teoría del Big Bang a una de Religión en la que se les pide que “se asombren” ante la creación del cosmos por un dios (el anciano de barba blanca con el triángulo en la cabeza; es así, la mente humana tiene que reconocer cosas concretas y dios es el de la barba blanca); o se les informa de la imposibilidad de alcanzar la felicidad por uno mismo (¿será que vuelven los viejos demonios de la masturbación como pecado nefando y origen de la tisis?) y que sólo se encuentra en dios (una vez que se muere); o el tema del asesinato por incultura de Miguel Servet o la condena a Galileo que disculpan a la Iglesia de aquellos casos por los que pidieron perdón siglos después. El desbarajuste, rayano en estupidez gubernamental, no es gratuito ni se ha originado ahora. El nuevo curriculo de enseñanza fomenta y potencia el proselitismo religioso frente a la educación ciudadana, con lo cual tendremos un censo de sumisos creyentes en lugar de críticos ciudadanos. La Iglesia Católica no es demócrata por definición; ninguna religión lo es, porque su fuerza estriba en la aceptación creyente de que todo viene de arriba, y abajo no queda otra que aguantarse y pagar. 
Ahora mismo la oposición política se rasga las vestiduras y clama por romper con la Santa Sede, incluso el PSOE, que cuando estuvo en el poder acudió con peineta y mantilla a besar la mano de Juan Pablo II y firmar la prórroga de los acuerdos. El nuevo plan publicado en BOE parece una victoria de Rouco Varela, como un Campeador que gana después de muerto por la mano del papa argentino. Y de todo esto, como decía la canción de Violeta Parra: ¿qué dirá el santo padre que vive en Roma? Pues lo que decía Obelix de los romanos: “Estos españoles están tontos”.


domingo, 1 de marzo de 2015

Espectáculos y premios

         
Diario de Pontevedra .J.A.Xesteira. 
DESDE HACE años hay dos acontecimientos televisivos que nunca veo: la ceremonia de los óscar y el debate del estado de la nación; son dos espectáculos (porque necesitan espectadores, que voten o que vayan al cine y según la tercera acepción de la Real Academia, espectáculos: “Cosa que se ofrece a la vista o a la contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y mover el ánimo infundiéndole deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles) que precisan de la televisión para existir, pero cuya proyección tiene resultados más o menos inmediatos en el futuro. Hace años, cuando era crítico de cine, me pasaba la noche en vela contemplando el espectáculo de la entrega de los óscar, hasta que me di cuenta de que era aburridísimo, los chistes sólo hacían reir a los americanos y los números musicales olían a tetilla con barolo; además, nunca coincidía con el gusto de los votantes de la Academia americana. Con el debate de la nación -un espectáculo más reciente que los óscar- me aburrí antes; creo que fue en el primero, del que sólo resistí el directo de la primera sesión -ni siquiera recuerdo quien era el presidente-presentador-. Y el caso es que, como buen profesional que era o que aspiraba a ser, mi intención de ver la noticia en directo hacía que me esforzara un poco por atender a aquella puesta en escena, aquellos diálogos que esperaba (en vano) que fueran ingeniosos, aquellos discursos de agradecimiento por la estatuilla o de debate y aclaración de la realidad del país, trataba de no dormirme con ese monótono fungar de los protagonistas, de esmóking o corbata, que entraban triunfantes por la alfombra roja o por la puerta del congreso. Inútilmente. Todo es previsible, todo está escrito de antemano en un guión en el que sabemos no sólo quien es el asesino, sino que, además, nos importa poco.
Sale un presidente-presentador y comienza a trabajar el espectáculo para “atraer la atención y mover el ánimo infundiéndonos deleite, asombro, dolor u otros afectos más o menos vivos o nobles”, como dice la Real Academia. Pero no. El presidente anuncia buenos resultados, muestra datos estadísticos, promete una catarata de millones de puestos de trabajo, un futuro feliz, recuerda que curó el Ébola y que da una solución global a la Hepatitis C, al tiempo que también recuerda que evitó el rescate de Europa (no añade que lo hizo con el dinero público que se embolsaron los bancos y que no volveremos a ver). Su actuación estuvo llena de “vamos a…”, “somos el país que…” y “continuaremos trabajando”. Cosas difíciles de mantener, futuribles y que no se sostienen. En eso, su actuación tiene algo de oscar a la mejor película: ambos personajes, Birdman y el presidente creen volar en un mundo pero en realidad va en calzoncillos.
De repente (quizás estaba en el guión) la cosa se pone tensa y se llega al capítulo de la dureza verbal, una cosa ya estudiada en peleas de colegio; se llama patético al opositor principal y soberbia y falsa a la opositora más deslenguada. Inútil intento, si se insulta hay que insultar de verdad, mentar a la madre y citarse para la calle. Las respuestas de los contrarios estuvieron en el mismo plano; los contrainsultos son de florilegio. Alardes publicitarios, como el erotismo de las sombras de Grey, todo previsible, erotismo de revista, blando y de luxe, pero bien publicitado por gente que no vivió los sexuales años 60 o 70, cuando el erotismo de los padres de este cine era de verdad, y los insultos tenían más gracia. Las respuestas de los contrarios a la vida paralela del presidente fue un ejercicio de francotiradores, quizás para estar metidos en la temática, que disparaban por obediencia debida a su papel, contra el blanco estático, casi de palo, del presidente; tenían empañados los teleobjetivos, porque no le dieron ni un tiro. Todo se resume en calificar de increíbles los argumentos del Gobierno, cosa que no hacía falta que lo dijeran los francotiradores. Los espectadores ya sabíamos que la película candidata era como un Big Hero, una cosa de dibujos que tienes que aceptar como es, pero no creértelo, porque son cosas de mentira. Como algo de ciencia ficción, que puede ser un futuro “disneilandio” lleno de bob esponjas, figuritas de Lego o muñecos de plastilina, pero puede llegar a ser un futuro apocalíptico, con enormes muchedumbres de parados avanzando contra el castillo de Mordor. Rajoy era el francotirador instalado en su posición privilegiada, pero, ay, no tenía munición, los tiros eran cinematográficos y la sangre, tomatera.
No lamenté un año más no haber visto los Óscar ni el debate del Estado de la Nación (como no veré el festival de Eurovisión ni la final de la Champions, aunque si me echaré la siesta con la Vuelta y el Tour) Todo estaba programado dentro de la más absoluta rutina aburrida. La política se ha impregnado de ese estilo hollywoodiense de superhéroes, remakes de los remakes, secuelas de las precuelas y un constante girar sobre el mismo pivote, sin que la fuerza centrífuga sea capaz de romper la atadura y podamos cambiar de rumbo. No hay sorpresas, se sabe que los que ganan los óscar a la mejor interpretación tienen que hacer papeles de borrachos, drogadictos, marginales, pobres, desclasados, tarados o raros; esta vez ganaron una actriz que interpretaba a una mujer con alzehimer y un actor que interpretaba a un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica. La normalidad es aburrida y lo que quiere el público son sorpresas, cambios, algo más que una pelea de jefes de planta de grandes almacenes, con su traje y corbata sin desplancharse. Al final los medios de comunicación preguntaban a los tuiteros quien había ganado el debate; si hubieran visto más y mejor cine sabrían aquella frase que pronunciaba Gene Hackman en una película de detectives privados: “No gana nadie; unos pierden más que otros”. Si la nación está en este estado no merece más óscar que el de los efectos especiales electorales.