domingo, 22 de septiembre de 2013

La palabra y el número


Diario de Pontevedra 21/09/2013 - J.A. Xesteira
Detrás del fracaso olímpico, y más allá de los chistes vinieron algunas reflexiones y consideraciones de otro calado. Quedaron en evidencia dos cosas: que los políticos españoles tienen poco dominio del discurso cuando no leen, y que a la hora de echar mano de los números, que se corresponden con moneda de curso legal, todos demuestran que son “de letras” (antigua acepción académica por la cual se justificaba que “los de ciencias” podían ser analfabetos y “los de letras” no necesitaban saber sumar y restar, dicha disciplina hoy es un anacronismo resuelto por la tecnología moderna). Los políticos españoles fueron decayendo en la oratoria; desde los tiempos de Fraga, Felipe, Carrillo y Suárez el discurso fue enflaqueciendo a través de Aznar y su fraseo de ribera del Duero (gran reserva), de Zapatero y su actitud de alumno que no se sabe la lección, hasta el mutismo técnico de Rajoy. Los políticos españoles carecen del estilo retórico de los portugueses, que son capaces de hablar dos horas sobre nada (a diferencias de sus cantantes, que son capaces de comprimir una novela en dos minutos de fado) y sus argumentos se pierden entre frases vacías y palabras huecas. Su escasa preparación como políticos (es el oficio mejor remunerado del país para el que no se exigen estudios adecuados, títulos ni máster, basta con meterse en el partido y tener la habilidad suficiente para trepar hasta alcanzar el mayor grado de incompetencia en el puesto) es evidente a la hora de subirse a un estrado o enfrentarse con la prensa. La utilización de latiguillos y frases hechas es tal que ya han contaminado a los periodistas, que cayeron en la trampa de los dos-puntos-abre-comillas, por la que se colaron las frases de todos los botarates sin argumentos; los periodistas ya escriben como hablan los políticos y los entrenadores de fútbol, es decir, mal. La utilización parlamentaria del discurso político ha llegado a ser un altercado entre “nosotros” y “ellos”, transformada en una riña de patio de escuela, a medias entre el “habla cucurucho, que no te escucho” y el “chincha, rabiña, que ganamos el partido”. No hay relleno dentro de las frases, no hay sustancia en las palabras, que casi siempre se usan con la más completa ignorancia de su significado. Se ha devaluado la importancia de la gramática y del diccionario, ahora que tenemos en red todas las posibilidades de consulta fácil, precisamente se pierde la facultad de entenderse por la palabra y nos comunicamos mediante las redes sociales, en las que los políticos son muchas veces presa de sus propias meteduras de pata. Pero el tema ya es preocupante cuando tratan de explicar mediante la palabra hablada los números. Cuando quieren explicar las cifras que les colocaron sobre un papel para justificar y justificarse, es cuando todo se convierte en drama, y, a veces, en delito encubierto por un discurso que no consigue camuflar el sentido común. Más allá de los problemas de la alcaldesa de Madrid, exagerados por obra y gracia televisiva, está el concepto de que en ese viaje de varias intentonas para ser sede olímpica se ha utilizado un discurso con el que se cantaron las maravillas que supone para una ciudad ser sede olímpica, ocultando que se gastó en ese proyecto un total de más de seis mil millones de euros (deténganse un momento y no pasen como siempre por encima de las cifras: son más de 6.000 millones de euros) que no han servido para nada. Se justificarán como siempre, diciendo que son una inversión en instalaciones deportivas, pero Madrid ya ha perdido el negocio olímpico, está perdiendo turismo a marchas forzadas por una mala gestión (todavía hay quien viaja a Madrid y pregunta por la Movida de hace varios alcaldes atrás) y no se va a recuperar lo que se gastó en edificios olímpicos y que todavía será deuda por varias generaciones más allá de Gallardón. Ahí quedan fastuosas instalaciones que sólo sirven para un par de campeonatos de tenis al año o para celebrar ferias y conciertos de escasa rentabilidad. Se sumarán a las docenas de edificaciones que a lo largo y ancho del país se construyeron como gran inversión para enormes beneficios futuros. El futuro llegó a esos edificios y lo gastado en vanidades políticas no se recuperará nunca (ejemplos los tenemos aquí mismo, a la orilla del puerto de Vigo). Construcciones innecesarias, como aeropuertos sin aviones, carreteras sin coches, museos del vacío absoluto e instalaciones deportivas sin deportistas fueron vendidas en su día como grandes inversiones de esplendoroso porvenir. El sentido común del hombre de la calle le decía otra cosa que tiene que ver con el Código Penal, pero las afirmaciones políticas eran discursos contumaces: eran buenas inversiones. Y ahí llegamos a esa manipulación, a veces inconsciente de la palabra y del número. Cuando se refieren a los enormes despilfarros de dinero público en proyectos de evidente estupidez, se refieren a inversión, es decir, a que se pone el dinero necesario para recuperarlo después con el valor añadido, lo cual, casi nunca ha sucedido (hagan memoria y busquen alguna obra pública que haya sido rentable) mientras que cuando se refieren al dinero público aplicado a necesidades básicas, se refieren a gasto, como el gasto en educación o en sanidad, como si ese dinero nunca se pudiera recuperar. Ese es el único dinero que se rentabiliza, y no es un gasto, sino la inversión que nos da el ciento por uno en forma de salud y cultura, las dos cosas básicas que no hay que explicar en un discurso. En la pugna entre el catalanismo y el centralismo se usan las viejas palabras de una-e-indivisible, se olvidan las palabras de una Constitución que hay que cambiar y se queda sólo en los números de financiación. Y se amenaza con la frase de que la independencia no cabe en Europa, sin pensar que a lo mejor esa nueva idea tiene más atractivo de lo que piensan. Total, de Europa sólo viene dinero para los bancos y recortes en salarios. Y para eso no hace falta estar en la UE.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Lenguas vivas, deportes muertos


Diario de Pontevedra. 13/09/2013 - J.A. Xesteira
De pronto no le conceden a Madrid la posibilidad de hacer la olimpiada dentro de siete años y todo parece como si las fuerzas del mal se confabularan contra España. Una gestión municipal de unos eventos financiero-deportivos se convierte en un ultraje nacional. “No nos han dado las olimpiadas”, “El COI nos ha ignorado” son las frases que elevan a categoría general (estatal) un asunto puramente particular (local y municipal). Seguramente esta extensión del ultraje viene avalada por el hecho de que la delegación madrileña que defendía el proyecto llevó como apoyo al presidente del Gobierno y al príncipe heredero. Con ese “nos” generalizado pretenden que el rechazo afecte a todos los españoles, igual que Gibraltar (una cuestión de una zona concreta) se magnifica para que parezca una Numancia heroica. Así nos va, inventado marcas registradas de un país, que no interesa a ninguno de sus ciudadanos (mucho menos a los extranjeros) y pretendiendo que somos maravillosos, alegres, guapos y campeones, simplemente porque Nadal gana trofeos y Alonso remonta hasta el podio. La resaca del fracaso (podríamos hablar de un récord deportivo como la ciudad con más rechazos olímpicos) encontró dispuestos al día siguiente a todos los comentaristas periodísticos de todo tipo, desde los puramente deportivos hasta los más politizados de la parroquia; todos entraron en el trapo fácil de arrimar la brasa a cada sardina; unos, en defensa de los valores defendidos por las fuerzas vivas frente a las insidias extranjeras, que nos envidian el sol y hacen tongo para que ganen los japoneses, que son tristes y radiactivos; otros, sacando el “ya se veía venir”, con esta tropa y con la crisis que tenemos no estamos para andar gastando el dinero (que por otra parte ya lo han gastado hasta el pufo de largo recorrido que dejó Gallardón el Legislador). Pero todos salieron al día siguiente con el tema en los escritos. De todo el ultraje olímpico hay dos cosas que nos llevan a la reflexión (advierto que no es necesario reflexionar sobre un tema tan intrascendente como el hecho circunstancial de que no “les” hayan dado la olimpiada). Una, esa interpretación del rechazo que podrían concretarse en el “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”; dos, el furibundo cachondeo contra la alcaldesa de Madrid, Ana Botella, por el uso mostrenco de la lengua inglesa. El estupor incrédulo por haber sido eliminados a las primeras de cambio dejó a la extensa delegación española con cara de no entender nada y de haber sido heridos de muerte. Ya hubo explicaciones para todos los gustos y tendencias, pero si el comité español no entendió los porqués del rechazo, es que no están muy versados en el negocio olímpico. Una olimpiada es un acontecimiento que mueve miles de millones de euros, y cuando eso sucede, lo de menos es el deporte, todo se convierte en un trapicheo comercial, y si no entendieron eso, es que no entendieron nada. Una olimpiada puede ser rentable como la de Barcelona o puede ser un fracaso como la de Atlanta. El hecho de que los atletas ganen medallas no es más que la justificación para que fluyan los capitales y determinadas personas se enriquezcan. Madrid hizo una oferta que pudieron rechazar tranquilamente, porque se prevé más ganancias en Tokio. Ahora, mientras reflexionan (es un decir, reflexión y política son conceptos que no casan bien) echarán cuentas de lo que se gastó en ese 90 u 80 por ciento de infraestructuras y lo que queda por pagar, porque el asunto era de infraestructuras y no de deportistas, que solo sirven de adorno, para salir a un balcón de ayuntamiento a dedicar su medalla al populacho. Pero no hay problema, la deuda madrileña acabaremos por pagarla entre todos, como siempre. Faltaría más. Y los deportistas irán, como siempre, trampeando con sacrificios para conseguir llegar a una olimpiada, aunque sea sin medalla. El otro aspecto me parece más interesante. Todo el mundo de Youtube se ha echado encima de la alcaldesa madrileña por su pronunciación del inglés de café con leche. Y nadie se ha parado a reflexionar sobe el hecho de que Ana Botella hable un mal inglés y se burlen de ella. En realidad es lo que ve en casa; su marido también fue famoso por hablar como Clint Eastwood (como si fumara un puro toscano y se le enrollara el poncho en la cabeza al mismo tiempo, con música de Morricone) En ese contexto surge de nuevo la acusación: los políticos españoles no saben hablar inglés (como el negrito de Nicolás Guillén) y eso parece como una vergüenza internacional. El tópico español asegura que se nos dan mal los idiomas. No es cierto, pero ese es el tópico. Como es tópico que en Europa todo el mundo habla inglés, cosa que tampoco es cierto. Cualquier turista sabe que cruzando la frontera hay que hablar un chapurreo de lengua franca en el que puede más la voluntad que los conocimientos. Los políticos españoles no hablan inglés, bien, pero para eso hay unos cascos traductores que nos cuentan lo que se dice. Durante años se nos vendió el cuento de que hay que saber idiomas para triunfar en la vida, y nuestros hijos aprendieron más inglés que nuestra generación, se licenciaron y doctoraron en más disciplinas que nosotros y al final salieron a trabajar en los mismos puestos de emigrantes en los que trabajaba la generación de mano de obra barata que no sabía idiomas ni falta que le hacía. Los licenciados españoles trabajan en los falsos paraísos alemanes y europeos al mismo nivel que los turcos que tampoco hablan inglés. Conocer idiomas es bueno en sí mismo, pero no imprescindible. Si sabes inglés y biología molecular, por ejemplo, puedes llegar a emigrante, pero si no sabes inglés puedes llegar a ser alcalde de Madrid, presidente del Gobierno o del Banco de Santander. El inglés sirve para leer a Shakespeare (una delicia) o saber que dicen las canciones de Dylan (no para entenderlas) o para poner en un curriculo (sin mayores consecuencias laborales) Pero para poco más. El resto es parloteo político presumido que no se explica por qué el mundo no nos quiere.

domingo, 8 de septiembre de 2013

Otra guerra en falso


Diario de Pontevedra. 06/09/2013 - J. A. Xesteira
La experiencia nos dice que la cosa debe ser más o menos así: el Capitalismo necesita otra guerra (las anteriores, Afganistán, Irak y el resto de las de segunda división están amortizadas y el beneficio de la suma total ya está a buen recaudo) así que le toca a Siria, un país que nunca gustó a Israel ni a Occidente, más o menos democrático como todos sus vecinos, con una estructura hereditaria con elecciones parlamentarias. Hasta hace poco, la mayoría de los parlamentarios españoles tenían que ver en su iPad incluido en el paquete de diputado donde estaba Siria y de que iba ese país; la mayoría de los parlamentarios europeos también usaron internet para lo mismo; los parlamentarios americanos ni se molestaron en buscarlo: para ellos Siria está fuera de los USA y es un país malo. Punto. Siria es el país que derivó hacia una guerra civil en toda regla después de los experimentos en todos los países vecinos; a esa «primavera árabe» no son ajenas las potencias mundiales, que jugaban su partida con las cartas de los gobiernos de Túnez, Egipto, Yemen y demás, y los hermanos musulmanes variados dentro de cada país. El experimento sirio funcionó hasta consolidar dos facciones: el Gobierno de El Assad y «los rebeldes», un grupo sin líderes, sin orientación, sin forma, pero con un armamento suministrado por las potencias extranjeras para que combatieran al régimen en el poder. Lo que se llama «los rebeldes», una masa sin nombre ni mandos, a la que apoya Estados Unidos, paradójicamente está fuertemente incluida por Al Qaeda y el islamismo más fanático, pero eso, a Estados Unidos parece no importarle. El objetivo es atacar a Siria, y Obama, la gran esperanza blanca que pretendía ser un cruce entre Kennedy (John) y Luther King, se queda en una versión café con leche de Bush con un increíble Premio Nóbel de la Paz. Lo malo es que la situación no es aquella luna de miel que llevaba al trío de las Azores a sonreír al mundo mientras la armaban en Irak y Afganistán, para combatir el mal en el mundo en general y evitar el terrorismo musulmán. El tiempo se ha encargado de poner las cosas donde dijimos que estaban: dos guerras que han servido para enriquecerse a algunas grandes compañías que promocionan el esfuerzo bélico, el petróleo bajo control y el saqueo y destrucción de los enemigos de Israel. Una vez más estamos en el punto de salida. La guerra ya está montada, pero, de momento es civil, y en una guerra civil no hay beneficio. El manual de instrucciones dice que hay que pasar a la siguiente fase: la intervención de paz, o humanitaria, o de apoyo a la población civil. No importa que esa intervención consista en ponerse del lado que más conviene, aplastar al enemigo (podría acabar con El Assad ahorcado o fusilado en horas de máxima audiencia de la televisión americana) y poco importa si la población civil muere, porque los miles de refugiados en los países vecinos sólo están atendidos por organizaciones no gubernamentales. Para entrar en esa guerra hay que justificarlo, hay que poner pruebas del mal existente, y el secretario de estado norteamericano afirma tener pruebas, y presenta unos informes en los que se ve que murió gente gaseada con tóxicos. Y pide la inmediata intervención. El francés Hollande, un socialista soufflé (todo aire y poca sustancia), se apunta al bombardeo con otras pruebas fotografiadas desde un satélite (parecen de Google) en las que se ve un complejo industrial donde fabrican las armas de destrucción masiva (ya llegamos a ese punto tan conocido). Pero esas son sus pruebas, y, después de la historia recientemente vivida en pasadas guerras, ya no tienen crédito para que se respalden esas hazañas bélicas. En otras ocasiones se presentaron «pruebas» similares, que nadie creía y que el tiempo dio la razón: eran falsas (aquellas armas iraquíes que nunca existieron) Las pruebas de ahora suenen igualmente a falso. Y no hay crédito. Los británicos no picaron en el anzuelo en el que picaran con Blair, y el Parlamento le dijo que no a Cameron, con el consiguiente cabreo de sus amigos atlánticos. La Liga Árabe da un paso atrás y ve las cosas desde otra perspectiva, sabe que los rebeldes son el invento de las presiones extranjeras y no están para meterse en más líos en la zona. Arabia Saudí es el único país que llama a la guerra, pero Arabia es un invento extraño; el gran amigo de América no es demócrata (un régimen feudal peligroso y fanático) es la base ideológica y financiera de Al Qaeda pero tiene el petróleo que América ama por encima de todo. El resto de peso, China, Irán y Rusia, se oponen tajantemente, no es su negocio. Putin, además, pronuncia la frase que pronunciaría un Don de la Maffia: «Si Assad está ganando la guerra, ¿para qué necesita meterse en líos de guerra química?» Y por ahí va la cosa: hay miles de muertos por gas sarín (al parecer) y eso es indudable, pero la autoría de ese asesinato es lo que no está tan claro. Da igual. Hay que entrar en guerra y se entrará, sea como sea. Como en otras ocasiones se dice que será cosa de dos meses. Se esquivarán a los parlamentos, se dictarán leyes específicas o se retorcerán las existentes hasta que digan lo que queremos que digan, se buscarán pretextos más allá de las instituciones para llegar a lo que estaba previsto desde el principio: participar en el siniestro negocio de la guerra. El motivo es invocar elevados conceptos de virtud indiscutible. Se hacen guerras disfrazadas de motivos religiosos (las Cruzadas fueron el modelo) se hicieron guerras para defender a la Democracia (la última, de Bush padre, para defender la democracia en Kuwait, país que ni era ni es demócrata) y ahora se invoca la defensa de los derechos humanos de los sirios, lo cual es una novedad. Veremos guerras por el cambio climático o por la capa de ozono. Pero da igual, porque sabemos que en todos casos lo que se persigue es el negocio. Con o sin pruebas.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Vacaciones the end


Diario de Pontevedra. 31/08/2013 - J.A. Xesteira
El hombre salía de viaje de vacaciones en la segunda quincena de agosto. No era su mes preferido, pero a la hora del reparto en la empresa a él le tocaba elegir de último (jóvenes padres con niños, casados y demás siempre le pasaban delante), antes de la crisis había más espacio donde elegir, pero ahora casi todos preferían pasar el verano en la aldea de al lado y dejar setiembre para enfrentarse a los colegios. Así que el hombre, un solitario en la orilla de la jubilación (después de haber sorteado milagrosamente las prejubilaciones previstas por la ley) se decidió a marcharse por ahí adelante de viaje, como siempre, solo y a su bola. Le habían desgraciado el plan de revisitar Egipto, ahora vacío de turistas y lleno de muertos; a punto estuvo de arriesgarse al experimento audaz de volver al Nilo sin las hordas de turistas llenándolo todo, espantadas por la situación política. Pero los últimos acontecimientos le disuadieron. Además estaba cansado, las cervicales le daban la lata últimamente y, mejor, un viaje relajante y sin muchas sorpresas. Descartado el Caribe de las pulseritas todo incluido, donde nadie se relaja, y las playas rebosantes de protección solar, decidió Italia como destino, pese a que todos le decían lo que él sabía: en el Ferragosto, todos los italianos se van; lo había comprobado unos días atrás en Compostela, llena de peregrinos italianos (se les distingue porque no compran prendas Quechua, sino que todo en ellos es diseño y marca, incluidas las ampollas de los pies). No se molestó mucho, compró un billete para una ciudad del Norte (Milán o la roja Bolonia) que ya conocía y se dispuso a pasar la quincena caminando con calma, viajando el el tren y sentándose en las terrazas a tomar un “gelatto” mientras contempla el paso de las vacaciones por los edificios del Risorggimento o por las columas del Imperio. A la hora de hacer el equipaje apareció la primera duda: la novela que siempre llevaba en la mochila de mano. Repasó las últimas novedades de las revistas especializadas, echó un vistazo a los suplementos literarios de los periódicos; docenas de policías, investigadores privados, caballeros medievales y restos de la guerra civil... Al final metió al saco “La isla del tesoro”, leída mil veces, como pieza segura. (En una ocasión –recordaba– un gran escritor universal había dicho en una entrevista: “El drama de todo escritor que quiera perdurar es que ya está escrita “La isla del tesoro”) Junto con otras obras de eterno retorno (“Moby Dick”, “En el camino”, “El gatopardo” –su lectura en las vacaciones de Sicilia– o “La Odisea”) disfrutaba reencontrándose con la aventura literaria mil veces saboreada, como una comida preferida a la que volver para recordar sabores perdidos. En papel. Llevaba el iPad ya como un complemento viajero, pero no guardaba en él ni un sólo libro; la disculpa era que en el libro digital no se puede escribir en el margen las notas y correcciones que hacía más suyo el libro. La Italia de agosto estaba ocupada por turistas de a pie. El hombre elegía los lugares menos frecuentados. Hacían tiempo que abandonara la necesidad de hacer fotografías. Desde el paso de analógico a digital la euforia de los primeros tiempos de acumulación de instantáneas en el disco duro de su ordenador había dejado paso a un abandono por saturación. Ya no sentía la necesidad de capturar el instante, la luz, la piedra, la perspectiva... La facilidad de llevar para casa las estampas de las vacaciones le había defraudado. Ahora hacía alguna foto con el teléfono, que sabía que moriría el sueño eterno dentro del pequeño rectángulo con una manzana dibujada. Por el contrario, todos los turistas que habían sustituido a los italianos capturaban con los más diversos implementos millones de imágenes que quedarían sepultadas dentro de las memorias digitales sin volver a salir ni para enseñar a los amigos en una cena de posvacaciones. El primer día encendió el iPad para leer las noticias de su periódico de cabecera, y se encontró con la sorpresa de que el wi-fi del hotel era de pago; por más que le razonó al recepcionista que eso era una mala política, porque al hotel le iba a dar igual que hubiera uno o cien conectados al ADSL, que el precio era el mismo, no hubo manera. Un camarero le sugirió que caminara unos metros, en una cafetería cercana el wi-fi era gratis. El primer día abrió el buscador, ojeó distraídamente el periódico y se dejó llevar por el frescor de la mañana y por los sonidos de la ciudad medieval recién despertada. Se olvidó de que existían periódicos. El iPad quedó reducido a su función de jugar a los solitarios. y para el correo, que revisaba cada día al retirarse, desde la misma cafetería donde tomaba capuchino con wi-fi. Su misión era ver como pasaba el tiempo. Había alcanzado el grado sumo del viajero, la impasibilidad ante el territorio distinto. El resto de turistas pasaban a su lado fotografiándolo todo: los edificios, los vendedores ambulantes, las notas pintorescas, las iglesias y sus santos, todo y a toda prisa, para llevárselo a su casa y sepultarlo en la memoria digital o enviárselo por wasap a sus amigos para que sepan que están en Verona y ellos, no. El hombre ya no capturaba la imagen con un disparo de cámara, simplemente se empapaba de ella y después la dejaba donde estaba. Así recorría plazas, callejas, “trattorías”, librerías, mercados de viejo dominicales, museos, centros cívicos, cafés... Lentamente, sin sorprenderse. El 31 de agosto regresó del viaje de vacaciones. Por primera vez no estaba agotado del viaje. Leído el libro, descansado de cuerpo y alma. Recogió la carta con el recibo de la luz (era la única que recibía ahora, el resto venía por internet) y compró un periódico. Después de quince días sin asomarse a la actualidad, se dio cuenta de que todo estaba igual que antes de marchar. Salvo un par de diferencias circunstanciales. Allí seguían los mismos imputados con sus presumibles delitos, los mismos futbolistas, el mismo mundo que era quince días antes.

Las Historia no juzga nada


Diario de Pontevedra. 24/08/2013 - J.A. Xesteira
Más a menudo de lo deseable, las grandes y medianas personas que manejan la maquinaria de los países, actúan como si solo la Historia (con mayúsculas) fuera a juzgarlos, a ella se someten, en gesto ampuloso (“¡La Historia me absolverá!” es la frase de Fidel Castro, “¡Será la historia quien me juzgue!” decía no hace mucho Hosni Mubarak) como si sus actos sólo pudieran ser contemplados desde la distancia de los tiempos y solo las generaciones venideras tuvieran capacidad suficiente como para entender las actitudes de los dirigentes del momento. Ellos saben, como cualquiera, que eso viene a ser como “A burro muerto, la cebada al rabo”. O, como decía un viejo colega, hay gente que siempre anda dejando cosas para la “posterioridad”. La Historia (con mayúsculas) no juzga nada; hasta hace poco era una enciclopedia por fascículos o de venta a domicilio; ahora puede ser un libro editado por los académicos de la especialidad, en el que mienten como bellacos al erigirse en juzgadores-indultadores de hechos históricos bien conocidos de todos. La historia (con minúscula) se padece en el presente y es en el presente donde hay que juzgarla y condenar a los que alardeen de trabajar por el pueblo para que sus logros queden en la “posterioridad” de mi colega. De alguna manera todos estamos dentro de la historia y pretendemos estar dentro de la Historia. Tengo un amigo al que le dio un beso Evita Perón, con lo cual puede considerarse dentro de una Historia (posiblemente dentro de un No-Do) Fue en aquel año de 1947 cuando Eva Duarte de Perón hizo una gira alimenticia por España; una de las ciudades que tocó fue Vigo (hay un documental en el que se ven pancartas de “Cangas con Evita”) y allí estaba mi amigo, un bebé meón, en brazos de su madre, entre el público gritón que daba vivas a la primera política rubia y con abrigo de pieles que veían. Al pasar, la mítica Evita, le dio un beso al bebé, porque es misión de los políticos dar besos a los bebés y estrechar las manos a los padres (lo contrario quedaría raro). Así que mi amigo está en la historia. Estaba allí. Igual que muchos estábamos en el Mayo del 68 en Santiago (menos de los que dicen ahora) y alguno estuvo en el de París. Lo importante es estar dentro de la Historia y vivir para contarlo (las víctimas no cuentan). Porque los que tienen que contar la historia lo harán según les vaya y según del lado en que les haya pillado. No es lo mismo la matanza del general Custer desde el punto de vista de los indios que de los vaqueros (hay una canción de un cantante de folk americano, Peter La Farge, indio, que relata como que fue un gran día aquel en que aniquilamos al Séptimo de Caballería) y la versión de la batalla de Covadonga, según está escrita en las crónicas de los moros, no pasa de una simple escaramuza sin importancia, en la que unos bárbaros asturianos empezaron a tirarles piedras desde un monte, por lo cual, las tropas musulmanas se desviaron y se fueron a otra parte. La historia tiene dos caras y una de ellas está oculta. Durante el Franquismo se ofreció una cara distorsionada, falsa y poco fiel a la realidad; la cara oculta la descubren los historiadores (a pesar de que el término es de difícil definición y por esa rendija se están colando paracaidistas de nulo crédito) con trabajo y paciencia. Porque a las grandes figuras que pasean por la historia, dispuestos solamente a ser juzgados en un futuro en el que ellos ya no van a estar, no les interesa gran cosa la historia presente, que la escriben a su manera y siguiendo unas pautas para su propio beneficio. Si se bordea el delito o se cruza la línea de las corrupciones con la impunidad que da el saber que los van a juzgar en los libros del futuro, no importa, no es más que trabajo para los historiadores del futuro. Tampoco les interesa el pasado, al que suelen tapar para no herir sentimientos, para –dicen– construir un futuro en paz. Y por eso prefieren dejar los muertos a medio enterrar, porque la Memoria Histórica es solo una cosa de cuatro resentidos. No saben que cuando se construyen los pueblos sobre tumbas sin clasificar todo acaba en un “Poltergeist”. Pero a los que juzgará la historia no les importa; lo que ellos construyen da beneficios en mano ahora mismo. La política de este país se hizo así en las últimas décadas: construyendo barbaridades urbanísticas entre políticos de escasas luces y constructores incultos, cuya máxima aspiración en la vida es enriquecerse y comer mariscos y productos derivados del cerdo. Da igual, ellos se someten al juicio de la historia. La Historia es flaca, la memoria es débil. Como ejemplo les propongo este texto humorístico: “¡Escuchadme Generación X! ¡Todos los indicativos del FMI (Fondo Monetario Internacional) afirman que estamos saliendo de la crisis económica! ¡Pronto se crearán miles de puestos de trabajo! ¡Para aspirar a ello, en vez de perder el tiempo (...) deberíais, por ejemplo, tomar lecciones de inglés...!”. Parece que está cocinado hoy mismo, pero no, es un texto de una historieta que criticaba la situación social hace ¡veinte años! Si veinte años no es nada, como dice el tango, piense en usted mismo con veinte años menos. Estaba en la misma crisis con la misma retórica. Y ahora piense en los políticos de hace veinte o cuarenta años, a los que la historia los debería estar juzgando. Seguramente ya ni se acuerda de ellos, y toda la literatura que les dieron en los periódicos de entonces, ahora es nada. Aznar, por ejemplo, debe tener unas diez líneas en la Enciclopedia Larousse, entre Aznar (conde de) y Aznavour (Charles). Todo queda en nada. A los políticos hay que juzgarlos ahora mismo, en las urnas, en los juzgados, en la calle, donde sea. La historia está para ser contada con la verdad por delante. Los jueces están para juzgar, No hay que mezclar las cosas.

Verano de porquería


Diario de Pontevedra. 16/08/2013 - J.A. Xesteira
Llevamos andado casi todo el verano y esto no funciona. Los esquemas tradicionales, esos por los que tanto se desvelan los obispos y las fuerzas de la conservación de los valores patrios, no se ajustan a derecho ni a derecha. Aquí se acaba el verano y no se cumplió ni una sola de las condiciones tradicionales que vienen en el folleto. Empezando por la canción del verano, siguiendo por el clima loco y terminando por las vacaciones de los importantes. Mientras esperamos esos dos días en que calienta el sol aquí en la playa, la familia real, el monolito del 2001 sobre el que se asiente la odisea del espacio veraniego, se deshace como un terrón de azúcar en la caipirinha. ¡Quien miraba aquellos veranos mallorquines de otros tiempos! El rey, su majestad, salía en el Bribón a surcar los mares con una tripulación de alegres marineros cantando alrededor del cofre del muerto; la reina, su majestad, salía por Palma a comprar zapatillas típicas en variados colores; las infantas lucían moreno al lado de sus maridos, el guapo campeón y el exótico elegante; el príncipe heredero dejaba barba para rivalizar en la mar con su padre. Y los niños crecían guapos, fuertes, sanos y gamberros. Allí, en el verano de Mallorca, el rey recibía al presidente balear (antes de que lo imputaran) y al presidente del Gobierno (para la foto, más que nada); incluso hubo un tiempo en el que alojó en Marivent a los parientes del pueblo (inglés) Carlos y Diana. ¡Eran otros tiempos! ¡Era otro verano! Las cosas se hacían a fecha fija, la canción del verano era la que tenía que ser, chiringuito o barbacoa, y la vida seguía igual al final, año tras año, en una cadencia de acontecimientos previsibles y ordenados. El hombre del tiempo sólo hablaba de calor y frescor, nada de sensaciones térmicas y alertas con colores de refrescos. Algo no estaba previsto en el devenir de los tiempos, y –ya digo– se va a acabar el verano y saltamos de un día abrasador a otro en el que se nubla y tenemos que meter a la familia en un centro comercial. No hay canción del verano y los famosos no dicen a donde van de vacaciones, no sea que se ven imputados por salir en una foto con alguien que no debieran salir. Ni Mallorca es la misma, ni la familia real pinta nada allí. El rey-su-majestad cumplió a duras penas con el deber de presentarse en Marivent para despachar (para la foto) con el presidente del Gobierno; con muletas y sin velero navegante, decrépito y doliente, paseó su nostalgia tres días mallorquines, no más; y se marcho. Devolvió el yate real, obsequio de cortesanos pelotilleros, como si fuera el casco de una gaseosa vacía. Ya no pinta nada en el verano en Mallorca, y tiene cara de entender que, a lo peor, ya no pinta nada en el invierno español. El príncipe heredero llegó, cumplió con su función (trabaja en el ramo de accidentes de la casa real: explica porque su padre se rompe las piernas y da el pésame a las familias de las víctimas de siniestros) vio la Tramuntana incendiada y aguantó un par de días con sus hijas; Letizia se fue antes. Las infantas ya no salen en la foto y son como las gemelas de tu-a-Bostón-yo-a-California, con sus maridos perdidos y sus hijos que no son de aquí ni son de allá. Solo la reina-su-majestad aguantó el tipo (porque es una profesional, lo dijo su marido) y se quedó en Mallorca para ver un par de oenegés, un ropero de Cáritas, algunas visitas oficiales y comprar zapatillas de colores. El resto está a lo que salte. Lejos los tiempos en que llegado agosto todos los políticos se iban a sus lugares de descanso (merecido) y en todos los periódicos salían aquellos maravillosos reportajes veraniegos ya institucionalizados: Aznar saca pecho en Oropesa, Felipe pesca en Barbate; los ministros hacían paellas, salían con bronceado a juego con la clásica camisa de veraneante con caballitos de polo y todo el mundo era feliz. Los ayuntamientos contrataban a sus cantantes favoritos, según la tendencia municipal: Julio Iglesias cantaba en campos de fútbol para señoras que enterraban sus tacones en el césped; Miguel Ríos daba la bienvenida a los hijos del rockanroll, que calzaban zapatillas adecuadas al césped futbolero; y la vida discurría de acuerdo con el guión. Pero se acabó, llegó la crisis y mando parar. Los ayuntamientos no contratan ni a una charanga de bombo con ruedas; Julio Iglesias tiene que cantar en los juzgados de Valencia (por contratos sospechosos) y en Guinea, para un “demócrata” de toda la vida como Teodoro Obiang en exclusiva; Miguel Ríos se retira y se jubila. Para el resto no hay ni vacaciones. El presidente Mariano, que eligió vacaciones de perfil bajo, poco glamour y vida sencilla, se deja fotografiar con uniforme de Pulgarcito en el bosque en la Galicia rural y bucólica. Pero sabe que en una de estas le llamara Cameron (de la isla británica) para ver que pasa con Gibraltar y el tiberio que montaron. Los ministros y secretarios generales dejan la playa para presentarse delante del juez instructor y no hay descanso para los políticos en general; si acaso se dejan ver sin corbata. Pero el otoño que está al llegar se anticipa como grave: la banca que subvencionamos ya despidió a 11.000 personas; los alemanes, que venden la burra ciega de sus puestos de trabajo que en realidad son subempleos esclavistas, quieren que se bajen los salarios españoles para crear empleo (¿entienden algo?) y hasta McDonalds, la franquicia de comidas (por llamarle algo) propone jornadas laborales de 78 horas semanales. Jugamos a quien dice la estupidez más grande y no hay manera de dormir la siesta. Nos parecen un sueño ahora aquellos veranos que comenzaban con Eva María y su biquini de rayas y acababan con el Dúo Dinámico anunciando el final del verano (¡llegooooó y tu partirás!) El de ahora es una porquería