domingo, 29 de diciembre de 2013

Empacho de gastronomía


Diario de Pon tevedra. 28/12/2013 - J.A. Xesteira
Por tradición las fiestas de Navidad son para empacharse de viandas variadas y para celebrar el nacimiento del Mesías (tanto para los que creen en él como para los que no) con una resaca triunfal mientras se canta el “a belén pastorés”. Es tradición variable, y aquellas cenas con pollo de casa, ollomol o bacalao cocido con coliflor casi son cosa exótica. Hoy las cenas son como más fino, aunque la resaca sigue en el portal de belén que ya ni existe en plan figuras de barro (es más práctico un árbol de Navidad de los chinos, plegable y aprovechable para el año que viene, y mas ecológico). La cena navideña, ya es cosa de expertos, a juzgar por la enorme cantidad de libros sobre gastronomía que se amontonan en las hiperlibrerías, en la zona de regalo, impulsados por el auge de programas de televisión en los que se utiliza la cocina como objeto de culto, de concurso-humillación, como asesoría de salud, como espacio de arte y ensayo o como pasatiempo folklórico-pailanesco. Nunca se consumió tanta sabiduría culinaria como hoy, si atendemos a la venta de libros de cocina y a la presencia reinante en los medios de comunicación de grandes expertos en inventar formas y maneras de comer. Se veía venir. Desde aquellos primeros programas de televisión en blanco y negro (“¡Siempre que vuelves a casaaa me encuentras en la cocina, embadurnada de harina, con las manos en la masaaa!” cantaban Sabina y las Vainica Doble) hasta el despiadado chef gordo que hace honor a su apellido (ver en el DRAE la cuarta acepción de la palabra “chicote”) y azota a una tropa de pardillos que pretenden ser Arzak sin saber quien era Brillat Savarin. Se veía venir; empecé a sospechar en una ocasión en la que un amigo nos invitó a sus bodas de plata y en el banquete sirvieron un “mousse de lacón con grelos” servido en copa, entre la coña universal de todos los acostumbrados a la alimentación base de Galicia (cualquier variedad del cerdo y de postre tarta-contesa-con-chupito-balantines o licor café). La originalidad derivó en restaurantes con más bombo que platillo, en los que deconstruía, se vaporizaba, se recurría a la química del carbono para emplatar unos dibujos animados de la gastronomía y cobrar como si fuera un aguafuerte de Rembrandt. Como la estupidez es contagiosa, las colas para dejarse cobrar en algunos restaurantes y poner cara de haber entendido y gustado las ocurrencias del chef tenían demora de meses; no pasaba nada, porque, generalmente, la tarjeta que rascaban después del “expresso” (en estos sitios le llaman así al café solo) era una tarjeta corporativa, directamente conectada con gastos de representación y desgravación automática en las Islas Caimán. De ser ciertas las cifras de ventas de libros gastronómicos a estas alturas deben ser legión los españoles que aprenden nuevas recetas, nuevos trucos, distintas cocinas y fórmulas en los miles de libros de gastronomía que se han regalado estas navidades. Lo cual es sorprendente, porque una de las características más sobresalientes del español medio (el bajo y el alto, también) es que nunca leen las instrucciones de funcionamiento de cualquier utensilio: simplemente operan por instinto y a la fuerza, aunque desbaraten el utensilio en el primer intento o trabajen con él sin los seguros puestos. Sin embargo, por lo visto, se leen las instrucciones para preparar un –pongamos– arroz con bogavante deconstruido y caramelizado con algas japonesas. Si existe una relación de causa y efecto entre la cantidad de libros de recetas vendidos y la aplicación a las cocinas de este país, deberíamos ser una sociedad de tipos finos, saludables, y alimentados mediterraneamente. Pero, por lo visto y por lo que dicen las otras estadísticas, cada vez hay más gordos y gordas. Y esas estadísticas no hace falta buscarlas en los papeles, sólo hay que salir a la calle y contemplar culos y barrigas que muestran a las claras que su alimentación viene más del lado oscuro de las estanterías de los súper que de la Guía Michelín; el relleno está en los restaurantes de comida rápida y la ingesta de productos engordantes (aunque traten de compensarlo con yogures para el tránsito). Lo de la gastronomía debe quedar para presumir de experto en los fogones. En realidad lo mejor de la comida es poder comentarlo (como lo de acostarse con Ava Gardner) y presumir de haber comido en tal sitio o de haber saboreado tal comida. Sucede otro tanto con los vinos, una variedad de los libros vendidos estas navidades. Todo el mundo parece saber de cosechas, añadas, variedades e, incluso de las manos de sulfato que tiene cada crianza. En realidad todo es para presumir; la mayoría se bebe el vino y le gusta o no; otra mayoría hace lo mismo, pero, además nos descifra los secretos que el resto, profanos bebedores sin clase, no hemos sabido encontrar. Los que de verdad saben de que va la cosa suelen ser más discretos y cobran por hablar del vino. La cocina actual es como llamarle ciclogénesis explosiva a un temporal, o decir que estamos a siete grados, pero la sensación térmica es de cero grados en vez de decir que hace frío. Si creemos en las ventas y la utilidad de los libros de gastronomía, debemos suponer que estas navidades son unas fiestas gastronómicas de altura. Pero ya han puesto anuncios para recordarnos otra cosa. Hay gente que pasa hambre en Navidad. Lo dice la tele de los concursos de chefs; Cáritas y los bancos de alimentos no dan abasto a atender a gentes a las que les han deconstruido la vida. Como parece que todo vuelve (Gallardón nos retrocede a la época de los abortos en Londres) hemos vuelto al blanco y negro de Berlanga, y ya podemos sentar un pobre a la mesa. Los hay de sobra, pero sólo se sientan a las mesas de otros pobres, un poco menos pobres que ellos. Supongo que entre tanto libro de regalo gastronómico habrá alguno de recetas tres-estrellas-michelín con productos de contenedor de súper o con raciones de bancos de alimentos. Es lo que se va a llevar esta temporada

domingo, 22 de diciembre de 2013

Aquel 20-D


Diario de Pontevedra. 21/12/2013 - J.A. Xesteira
Tal día como ayer hace 40 años el presidente del Gobierno, el almirante Carrero Blanco, fue asesinado en el atentado más espectacular que vieron los tiempos. Sobre el vuelo de aquel pesado Dodge Dart blindado por encima el tejado de un colegio ya se ha escrito todo lo que se debía, se especuló con todas las teorías conspirativas y de política ficción, e incluso se hicieron películas competentes con música de Ennio Morricone; la última, el año pasado, en una serie de televisión. Sobre la importancia que la muerte del segundo de Franco tuvo para el derrotero del país también se ha pontificado lo suficiente. Sorprende, sin embargo, el hecho de que al celebrarse un número redondo del aniversario de aquel hecho, de trascendencia evidente, no se diga ni palabra, ni siquiera por los aficionados a los aniversarios cuadrados de cualquier cosa. Parece como si aquel atentado de ETA, tan asombroso (incluso para los propios etarras) en su ejecución y resultados no interesara ya a nadie, ni a los que tratan de mantener el franquismo como fe ni a los que detestan el franquismo incluso como historia. La muerte de aquel presidente del Gobierno fue la “hazaña” de ETA más importante, y ahora, cuarenta años después, ni la prensa se molesta en airear en sus páginas ni un miserable reportaje encargado al último de los becarios. Nada, alguna noticia suelta avisando de la efeméride. En ocasiones similares, por motivos menos importantes ya tendríamos desde hace días a personas y personajes hablando de este hecho histórico (las más de las veces sin fundamento alguno, hablar por hablar y por lo que se cobra por hablar). La historia se escribe, muchas veces, de cualquier manera y se enseña de la misma forma. En los centros de estudio, desde el parvulario hasta la licenciatura universitaria, la Historia de España (incluidas las colonias, ex colonias y países con ganas de independencia) se detiene en el siglo XIX. La guerra civil queda a criterio del profesor de turno y la historia de las gentes de ahora simplemente no existe. Para la generación de los que vivimos el paso de la Transición, el franquismo es nuesttra historia, mientras que para los que andan por los cuarenta y de ahí para abajo, no es más que un capítulo, unas páginas más adelante de Viriato. No digamos el atentado de Carrero Blanco. Si en el tango veinte años no es nada, cuarenta deben ser dos nadas, pero la memoria de los que nacieron en el pos franquismo no conserva este veinte de diciembre de 1973. Los que sí lo conservamos en el recuerdo, sabemos en donde estábamos aquel día. Sucede con las muertes especiales; todo el mundo recuerda –o dice recordar– donde estaba cuando murió Marylin Monroe o John F. Kennedy, y seguro que podemos recordar perfectamente donde estábamos aquel 20-D. Yo estaba en un cuartel de Ferrol esperando marchar de permiso de Navidad que se truncó por el acontecimiento. A poco que hagamos memoria recordaremos que todo fue una enorme confusión mezclada con pasmo. No se esperaba nada parecido ni tan espectacular (esa debería ser la palabra, aunque no defina exactamente aquel atentado con explosivo suficiente como para mandar por los aires nada menos que al presidente del Gobierno Español y abrir un socavón que levantó la calle entera). La sociedad en general y los estamentos gubernamentales en particular (Gobierno, Ejército y toda la estructura de lo que entonces se llamaba Movimiento) quedaron pasmados; se vivieron horas de confusión en las que no se sabía que pasaba, se habló en principio de una fuga de gas, y para cuando se supo que había muerto Carrero Blanco, la confusión ya era total en todas las instancias; se produjeron situaciones esperpénticas, muy españolas, como la reacción del ministro de Educación, Julio Rodríguez, un personaje peculiar sólo comparable en el futuro con el ministro Wert, que apareció en el Pardo con una metralleta, dispuesto a la defensa de los valores patrios. Durante tres días la confusión y el estupor originó la parálisis del país, el acantonamiento de las fuerzas armadas (tres días armados todos los cuarteles sin saber que hacer exactamente), la persecución en busca de los terroristas, que no encontraron, los funerales de estado y aquella misteriosa frase del discurso de Franco, lloroso con la viuda del militar, “No hay mal que por bien no venga”, todavía hoy sin una explicación clara. Después vinieron detenciones de posibles cómplices, surgieron teorías conspirativas en las que se implicaba a la CIA (a los americanos no les gustaba nada el almirante, según se descubrió en documentos desclasificados años más tarde) y surgieron análisis sobre el caso. El presidente murió por ser muy religioso y cuadriculado: iba a misa todos los días a la misma hora y por el mismo recorrido; demasiado fácil para un atentado. El paso del tiempo explicó algunas de las cosas que hace cuarenta años eran sólo barullo y confusión. Se supo por boca de los autores como sucedió el atentado, se escribieron libros y, como dije, se hicieron películas. Todo cambió a partir de ese momento, y la desaparición del hombre de las cejas como los malos de Charlot fue como el principio del fin. Franco moriría dos años después y lo que sigue es historia que aprenderán los alumnos de dentro de cien años, porque para entonces eso será historia vieja. Hace unos días todos los medios de comunicación sacaron a relucir durante días los 50 años del atentado (magnicidio le llamaron) de Kennedy. Los 40 de Carrero parece que no interesan a nadie.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Es un país para viejos


Diario de Pontevedra. 14/12/2013 - J.A. Xesteira
Decidió ir al cine. Se fue hasta el centro comercial, se acercó a la taquilla y pidió a la muchacha: «Una entrada para viejos». La muchacha se sonrió y le vendió la entrada de precio reducido para Séniors, que es una manera fina de llamar a los viejos (también les llaman «tercera edad», «mayores» y otros eufemismos; a él le gustaba cortar por lo sano y llamar(se) viejos a los viejos). Comprobó en la cartelera que todo el cine era para viejos y para los nietos de los viejos: dibujos animados de navidades, una reunión en la cumbre de viejos de Hollywood en Las Vegas y el resto eran variaciones sobre juegos de consola llevados a la pantalla para pasto juvenil; los argumentos eran del tipo de «jubilado conoce a viuda» y «una abuela decide ir a vivir su vida por su cuenta, encuentra a un amor». De repente se dio cuenta de que el mundo se había vuelto viejo al mismo tiempo que él. Por la mañana pasó por delante de un banco; en la puerta protestaba un grupo de personas con camisetas que recordaban el robo de sus ahorros: todos eran viejos. Recordó dos canciones, la de Pablo Milanés («el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos...») y aquella de Paul McCartney, Yesterday, escrita por un muchacho de 18 años que se ponía en el pellejo de un viejo para analizar su ayer, cuando todo era imprevisible y parecía lejano un futuro que llegó demasiado pronto. Mientras tomaba un café antes del cine leyó en un periódico: «España se hace vieja. Cae la natalidad y la población envejece». Le vino a la memoria un tiempo viejo cuando los periódicos hablaban de una situación parecida y la reacción de un ministro franquista (más adelante transmutado en demócrata-de-toda-la-vida) que vino a decir que «había que follar más y tener más hijos»; el ministro no se daba cuenta de que no existe una relación causa-efecto entre el follar y tener hijos si los participantes no quieren; y así hicieron lo primero y evitaron lo segundo con los grandes avances de la farmacopea. Recordaba nuestro hombre aquellos tiempos del ministro y Paul McCartney, su juventud, como la época en que el Capitalismo descubrió a los jóvenes como los grandes protagonistas del consumo. Él mismo fue uno de los destinatarios de los bienes de la Sociedad de Consumo, recién inaugurada; música, ocio, diversión, cultura, artes, cine, bienes materiales..., todo estaba destinado a él como consumidor joven. Y ahora, paradojas de la vida, volvía a ser objetivo económico: sólo los jubilados pueden gastar; la juventud y la clase media acaban de descubrir que lo prometido sólo era deuda y nada más que deuda, ni bienestar ni derechos adquiridos. Ahora mismo la fuerza de cambio social de la economía eran los viejos y los niños (estos, grandes consumidores por vía interpuesta de padres, abuelos y amigos de un mundo de productos de consumo destinados a ellos) Los gobiernos lo saben y crean sus planes pensando más en los jubilados que en crear puestos de trabajo. Saben que son miles las familias que sobreviven gracias a la pensión del abuelo, y saben que los abuelos, producto de la época en que conquistaron sus derechos laborales y aseguraron sus pensiones, están sosteniendo a sus nietos en paro. Leía en el periódico que el comercio actúa pensando en los viejos; productos más fáciles de llevar, con letras más grandes y con los conocidos trucos: bueno para el colesterol, biosaludable, sin azúcares añadidos, con fibra para el tránsito y un largo etcétera de mentiras a medias. Pensó también que hay más viejos porque la medicina alarga la vida de las personas y eso genera riqueza en gasto farmacéutico y sanitario (que, no olvidemos, pagamos con dinero público, no con dinero de los gobernantes, como parecen hacer creer) Pensó, mirando hacia el vacío, que las empresas se dieron mucha prisa en jubilar y prejubilar a los mayores de la plantilla, y ahora tenían a una legión de jóvenes baratos contratados en precario, que no tenían experiencia decisoria en su desempeño (total, para lo que les va a durar el contrato ni se molestan en interesarse por la empresa) Veía en los anuncios del periódico que los bancos echaban sus redes entre esa tercera edad; en los anuncios aparecía gente de su quinta, con sonrisas juveniles, como si el banco fuera un concierto de los Rolling (por cierto, gente vieja haciendo viejo rock) Él era el objetivo de los grandes pescadores del dinero: Gobierno, comercio, banca... Pensando un poco más recordó cuando se hizo viejo; fue aquel día en que los presidentes de gobierno ya eran más jóvenes que él. Los papas, no, porque siempre los eligen caducados. Pensó también como la edad no tiene que ser la medida de las cosas. Le vinieron a la memoria viejos con capacidad suficiente para seguir creando una obra como hace cuarenta o cincuenta años: el mismo McCartney y el rolling Mick Jagger, dos vejestorios en el escenario, o Serrat o Dylan, por seguir en el mismo terreno, o los Monthy Phyton, que renacen de sus cenizas, o, yendo más lejos, Pete Seeger, con 94 años, todavía cantando contra el sistema, o, el máximo de los máximos, el portugués Manoel de Oliveira, que a sus 105 años está preparando otra película (la última fue del año pasado, y la palma de Cannes la ganó en 2008). Y el fallecido Mandela, que consiguió congregar en su entierro a la mayor colección de cantamañanas oficiales que parece que fueron a hacerse ver y retratarse con sonrisa de triunfadores. A veces –recordaba– escuchaba aquella frase de Churchill de «Quien de joven no es de izquierdas, no tiene corazón; quien de mayor no es de derechas, no tiene cabeza». Pensó que Çhurchill era como el ministro que no entendía lo de tener hijos, y que era gran admirador de británico. Los viejos que importan mantienen frescas sus ideas y jóvenes sus rebeldías. Y levantándose se fue al cine con su entrada de viejo sénior a ver la última de Woody Allen, otro viejo.

domingo, 8 de diciembre de 2013

Variaciones sobre un tema de "paganinis"


Diario de Pontevedra. 07/12/2013 - J.A. Xesteira
Por sus obras los conoceréis. Parece ser el lema del Gobierno a la hora de legislar. Ya hay una ley Wert, otra Gallardón y ahora una ley Fernández (Ley Fdez. para abreviar) Todas traen polémica y levantan más polvareda de la necesaria en tiempos en que todo debería estar limpio y tranquilo. La ley que presentó el otro día el ministro Fernández Díaz es una ley de policía, aunque se llame Ley de Protección de Seguridad Ciudadana, y parece que su único fin está en multar a todos por todo; la relación de faltas y delitos por los que tendremos que pagar a poco que nos descuidemos –y que nos convertirá en «paganinis» de una ley que no nos protege de las leyes– es amplia y variada, a la vez que berlanguiana (este país cada vez se parece más a los grandes clásicos del cine español)
Después de leer lo que se nos avecina me acometen muchas dudas en torno a la Ley Fdez., y creo que muchas de ellas las tendrá que despejar el Tribunal Constitucional (o no, a estas alturas ya no se sabe quienes somos, de donde venimos nadie se acuerda y, lo que es peor, no sabemos a donde vamos ni para qué) La primera duda es la de fichar a los manifestantes sin permiso, a los cabreados contra la policía y a los que no desfilen dentro del orden establecido. Es una vuelta a los ficheros policiales y parece como si el certificado de penales y buena conducta estuviera a la vuelta de la esquina; volveremos a estar «fichados» («por teimoso inconformista téñente fichado os gardas», cantaba Celso Emilio Ferreiro en uno de sus poemas) y eso volverá a ser un signo de distinción; a la hora de buscar trabajo en el Inem saltará nuestra ficha de policía y volveremos a los viejos buenos tiempos, que eran buenos solo porque éramos jóvenes.
Otro tema que me inquieta por incógnito es el del capítulo de ofensas a España en general, y a las comunidades, entidades locales, la bandera, los himnos y demás iconos representativos de lo que llamamos España. Estamos hablando de ofensas a un concepto, lo cual mete a la ley dentro de la filosofía. ¿Qué se considera ofensas a España o las comunidades autónomas? ¿Por ejemplo, decir, abajo España o Galicia me la suda? ¿Se quebrantarán por ello los cimientos patrios? Y las entidades locales, ¿será delito decir mi alcalde es un chorizo? La ofensa a la bandera es otra cuestión, seguramente porque no siento ningún aprecio por ninguna bandera; ni me emocionan ni me causan irritación cualquiera de las que se agitan en las manifestaciones. Ofender a la bandera es otro concepto suficientemente abstracto como para poner multa. Si en una manifestación sacan una bandera republicana, ¿se «ofenderá» la amarilla y roja por ello?, ¿es ofensiva la bandera con el toro de Domecq? El apartado de las ofensas a los himnos tiene también su complicación. ¿Se puede multar igual la ofensa al himno nacional, que no tiene letra, que, por ejemplo, el himno gallego, que tiene una letra larguísima (que nadie se la sabe) y que además no se entiende el significado de la mitad de lo que se canta? La generación de mis hijos y posteriores (creo que la de mis nietos está en ello) aprendió una letra en el patio del colegio que cantaba el himno nacional con aquel «Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer lo lava con Ariel...», y antes hubo versiones como aquella que cantábamos hace muchos más años de «Chinda, chinda, las cachas de Florinda, etcétera». ¿Será perseguible como ofensa al himno o lo tomaremos como lo que es, una coña infantil? En este apartado –menos mal– se ha separado el delito o falta de abuchear y silbar al himno nacional en los campos de fútbol, porque parece ser que eso está regulado en la ley del deporte. Está bien, porque el único sitio donde se entona –es un decir– el himno es en los partidos internacionales.
La Ley Fdez. sigue con una serie de apartados variopintos y sanciones graves, como deslumbrar a los pilotos de líneas aéreas con punteros de rayos láser, uso de uniformes policiales sin autorización (¡cuidado con el carnaval!), escalar edificios públicos como forma de protesta, la prostitución al lado de los colegios o en los arcenes de las carreteras (es una clara distinción entre el puterío silvestre y el puterío de granja, que no se contempla entre las actividades peligrosas para la sociedad). Todo quedará a criterio de instancias superiores, que decidirán sobre lo que es lícito o ilícito, que podrá cachear, identificar, prohibir el paso de personas en la calle, cerrar locales o incluso detener a ciudadanos «si es razonablemente necesario». Según ese criterio, esas instancias decisorias podrán multarle a usted si ofende a algún símbolo patrio y ello se considera «razonablemente necesario». El problema, además, estriba en que la instancia que razone sobre la necesidad de detenerle o meterle una multa de hasta 30.000 euros (el salario de tres años de un trabajador con suerte o el de un verano de un alto ejecutivo de banca) está en manos de un policía (iba a decir simple, pero a lo mejor se interpreta como ofensa a las fuerzas del orden). Bastará la palabra de un policía para que la Ley Fdez. le aplique la sanción correspondiente; será su palabra contra la suya, pero en ese caso vale más la del policía, porque es palabra uniformada, y la suya es una palabra callejera y civil. ¿Y si el policía miente o se equivoca? Ah, la ley lo tiene previsto; puede recurrir ante un juez, pero, eso si, pagando las tasas correspondientes que fueron aprobadas por la Ley Gallardón, con lo cual, sea como sea, usted va a pagar, que parece ser lo que se busca.
Después de todas estas reflexiones llegué a la conclusión de estamos todos tontos. Pero el ministro Fdez. es un hombre justo, piadoso y temeroso de Dios. Por tanto mi conclusión es que el tonto soy yo y alguno más como yo.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Vil metal


Diario de Pontevedra. 30/11/2013 - J.A. Xesteira
Todos los problemas de dinero tienen solución. Pero no hay solución si los que manejan el dinero no quieren resolver. Miren, sino, a la peculiar presidenta incombustible de Argentina; creó una crisis internacional al echar a Repsol de su petróleo y lo disfrazó de patriotismo; acto seguido, en lugar de nacionalizar sus recursos petrolíferos, los vendió a la estadounidense Chevron, con lo cual, en el viaje, algún dinero debió quedarse en manos patrióticas. Después de las llamadas a la defensa de la patria, argentinas y españolas, como el problema era solo de dineros y no de patrias, la cosa se resuelve en un pispás: Repsol (que no España y su marca registrada) cobrará unos 5.000 millones de dólares y todos contentos. El dinero no huele, como decía el emperador Vespasiano, que cobraba impuestos por las cacas de los romanos. Ni tiene alma ni está de parte de nadie; es como la copla: va de mano en mano y alguien se la queda, preferiblemente en una cuenta en un paraíso fiscal. Por tanto sirve igual para comprar un arma para matar que para comprar un antibiótico. Desde la moneda de los Evangelios que había que darle al César y no a Dios (no sé que parte de los Evangelios –Mateo 22, 21– no entendieron los cristianos y Hacienda) hasta la tarjeta de crédito hay un largo camino, pero está empedrado con las mismas piedras de siempre. Cada vez se ven menos monedas y menos billetes; nuestra cuenta corriente no es más que una lista de números en una pantalla de ordenador que nos permite comprar en el súper o en Wall Street, es lo mismo. Lo que valen son las intenciones. Leo el periódico, veo las noticias de la tele (cada vez menos) y parece que están hablando de sucesos distintos, de vidas, de muertes, y de políticos que hablan, de deportistas que alegran la tarde con un gol, de actores que recrean historias, de las cosas que pasan, pero en el fondo sólo están hablando de dinero. En una página suben las acciones eléctricas y en otra se nos dice que a 1,4 millones de hogares (multipliquen por familias) les cortaron la electricidad por no tener dinero para pagar el recibo de la luz. En una página se hace balance de las miles de viviendas que se construyeron a mayor gloria del negocio inmobiliario, y en la otra se nos cuenta cuantas familias fueron desahuciadas por impago. Podíamos continuar con los contrastes, pero estaríamos hablando de lo mismo, es el mismo dinero que va de unas manos a otras. Porque el dinero siempre no se crea ni se destruye, simplemente se deja ir de un lado a otro, porque no tiene tripas ni alma. Las personas, sí. Y a veces la venden a cambio de cualquier cosa. Robert Johnson dicen que la vendió al diablo en un cruce de caminos a cambio de un acorde perdido de blues. Otros son más prosaicos, la venden a cambio de un poco de poder político, o de confort y viajes a las Seychelles, o cambio de cualquier tontería. El ser humano está hecho de esas mierdecitas también. Y de vez en cuando esos seres humanos que pensaron que el dinero les daría una gloria a su medida, caen, precisamente por su vanidad y por el dinero. Hay historiografía suficiente como para avalarlo. Recordemos que Al Capone no fue encarcelado por asesinar o mandar asesinar a unos cuantos colegas que estorbaban, lo encarceló el departamento de Hacienda por fraude fiscal (todos sus negocios estaban en lo que hoy llamaríamos «ingeniería financiera») Al final cayó por el dinero, que era, a fin de cuentas, el objeto de su negocio y el objetivo final de sus delitos. Las leyes suelen adaptarse a los tiempos, y los que poseen el dinero lo saben; por eso apoyan y presionan para que las leyes avalen sus intenciones. Piensen en Eurovegas, uno de tantos proyectos políticos que tratan de vender con el argumento de que creará muchos puestos de trabajo (no sirve: muchos narcotraficantes conocidos utilizaron antes el argumento –cierto, por otra parte– de que daban de comer a muchas familias) Para crear ese emporio de juego y otras cosas el Gobierno español tendría que cambiar algunas leyes, facilitar que los premios no estén sujetos a tributación en España, y cambiar la Ley de Blanqueo de Capitales y Terrorismo para que, precisamente, se puedan blanquear dinero mediante las apuestas. Las Vegas, una ciudad artificial, fue creada por gánsters, con el único fin de blanquear dinero. Es posible que Eurovegas se construya. Se verá, solo hay que esperar. En este momento estamos en la etapa de las frases y las promesas. Estamos en el momento de vender la burra ciega. Pero no habrá que esperar mucho para ver que pasa. Hace unos días estuve en Madrid y al paso por las circunvalaciones se pueden ver edificios y esqueletos de edificios muertos que en su día fueron frases y promesas, como el Centro Nacional de Oncología o la ciudad de la Justicia, monumentos de hormigón a la estupidez que da el poder. Tumbas de millones de euros públicos que nunca recuperaremos. Acaban de condenar al que fuera «uno de los nuestros» en Valencia, a Fabra, el hombre de las gafas de malo que en su momento fue calificado por los más altos cargos de su partido como «político y ciudadano ejemplar» cuando era evidente que su actuación era perseguible de oficio. De momento lo castigan por fraude fiscal, que es cosa de dinero, y no por cohecho y tráfico de influencias, que es cosa de ética política. Fabra era el factótum valenciano, en su mano comía el poder y ponía y quitaba políticos levantinos; presidentes y demás se dejaban querer y fotografiar en los veranos de la bonanza; fue más allá de las frases y las promesas y dejó para la posteridad un aeropuerto que es el emblema del país, una tumba faraónica (una de tantas –recuerdan el Gaiás?–) en la que se ha enterrado mucho dinero público. Vil dinero en sus manos, que podría ennoblecerse solo con cambiar su destino.