viernes, 28 de diciembre de 2018

Vida dura, futuro incierto

J.A.Xesteira
El cambio de año es un acuerdo antiguo para ordenar los días dentro del calendario, una manera organizada en las sociedades dominadas por el cristianismo para decir desde aqui hasta aquí es un año, y de aquí en adelante empieza el otro. Sabemos que los chinos tienen otro cambio de año y los musulmanes ni siquiera están en este siglo. Al llegar al final de los 365 días de rigor astronómico, saltamos al futuro inmediato. Era costumbre hasta hace poco que los periódicos hicieran balance del año pasado y aventuraran previsiones para el que venía la noche de San Silvestre. En las antiguas redacciones de los periódicos nos repartíamos las tareas del resumen (año deportivo, político local, cultural, etcétera) y suelen hacer las categorías del resumen: los mejores libros, los mejores goles, las mejores películas, los mejorers políticos y así, hasta completar esa especie de año comprimido. El 2018 que ahora acaba fue un año como otro cualquiera, con el cambio climático a la puerta, ante la indiferencia del mundo entero, que prefiere convertirlo en una cochiquera con tal de que estemos cómodos dentro, ante la indiferencia de los responsables del mundo, políticos y demás mandones. También el año se cierra con la relación de los muertos famosos y el discurso del rey Felipe, que nadie se molesta en ver, aunque la televisión esté encendida en el salón de las casas y el rey hable al vacío. Después nos enteraremos de lo que dijo en los resúmenes de los periódicos del día siguiente.
Si en lugar de resumir se nos diera por analizar (todos somos analistas aunque no tengamos un programa de debate televisivo en el que lucir nuestras tonterías) tendríamos que reconocer que el año que acaba fue uno de esos años en los que vivimos peligrosamente, y el caso es que esto se está convirtiendo en norma general. El 2018 fue un peldaño más hacia la confusión, la gran estafa que nos hace creer que vivimos en el mejor de los mundos sin darnos cuenta de que ese mundo mejor sólo existe en una pantalla digital. En el año que pasa, la parte del Mal supera ampliamente a la del Bien, pero tiene la habilidad de disfrazarse de ley, mal necesario o, simplemente de político salvador. Fue un año en el que nos vendieron grandes mentiras maquilladas de verdades necesarias; nos convencieron de que todo lo que nos está pasando era lo mejor para nosotros, y cuando despertemos de la sesión de hipnotismo, nos daremos cuenta de que hicimos el ridículo y, además, nos costó una pasta.
Después del resumen viene la adivinación de lo que va a ser 2019, y para ello hay que basarse en lo que dejó el año pasado: el año que viene será kafkiano. Seremos Josef K o el Agrimensor metidos en un proceso delante de un castillo. Cualquier pregunta que hagamos podrá ser utilizada en nuestra contra, cualquier verdad será la verdad oficial, nunca la verdad real. Como en las dos obras de Kafka la “justicia” y la “ley” del proceso son inaccesible y variables según se les ocurra a los que son dueños del Poder; como agrimensores del castillo el sistema, con su alienación, su burocracia y nuestras frustraciones nos impedirán cualquier acceso a la parte que nos corresponde de la ciudadanía.
Los informativos, que son la imagen virtual de la gran estafa, nos ofrecen un rosario de solidaridades para ayudar a los más necesitados, sobre todo en estas “fiestas entrañables”; incluso han diseñado un sistema de dar limosna sólo con pasar nuestra tarjeta de crédito por un visor en una máquina pública. Una manera de justificar nuestra conciencia: cuando en un país aumenta la solidaridad siempre disminuye la justicia; el problema es que la solidaridad no es más que una limosna y una propaganda para que nuestra conciencia no piense, la justicia queda ahogada por las leyes y la retórica. Y habrá  más pobres en el año que viene; la rica Europa tiende hacia eso (y a gobiernos claramente fascistas); la rica Alemania (este es un dato estadístico) tiene ahora mismo 14 millones de pobres, de los cuales, un millón duermen en la calle. Es un dato  para el futuro que viene. Como conviene al sistema, el año que llama a la puerta tendrá más patriotas reclamando la tierra patria como propiedad de los nativos; craso error, ningún país pertenece ya a sus habitantes, prácticamente toda Europa está vendida a nadie sabe quien. El ladrillo inmobiliario que antes tenían los bancos como un grano en el culo, ya es propiedad de una cosa que se llama fondos financieros, que vienen a ser como organizaciones misteriosas que utiliza dineros sospechosos para hacerse con países poco a poco. Como una mala película.
Los bancos, el paradigma kafkiano, darán un paso más hacia la total eliminación del personal; dentro de unos años ya no habrá empleados de banca, seremos nosotros, los propios clientes que tenemos nuestros capitales dentro de sus cajas fuertes, los que trabajemos para esas entidades en abstracto, y pagaremos (ya lo hacemos) por ello, pondremos nuestras herramientas, nuestros locales particulares y nuestra mano de obra para mayor gloria de unas corporaciones que no están en nuestro país, y no nos dejarán ni siquiera la posiblidad de protestar porque nuestras protestas irán a un “si quiere reclamar, pulse uno, si quiere acordarse de la madre del presidente, pulse dos…” El “kafkianismo” será norma de obligado cumplimiento y cada uno de nosotros nos iremos metamorfoseando en bichos manejados por poderes que no comprendemos y en los que creeemos como si fueran nuestros salvadores. ¿Habrá de ser todo tan pesimista? No se sabe, el futuro hay que escribirlo y eso es cosa de todos, pero más de cada uno y de cada cabeza pensante. Mantendremos una esperanza para poder seguir, pero nuestra esperanza está, como la mosca, detrás de la oreja.
El futuro se construye a partir del presente, y el presente que acaba el martes que viene es como la cita shakespeariana: “… una historia contada por un idiota, una historia llena de estruendo y furias que nada significa”. Pese a todo, feliz año nuevo.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Adiós, Navidad, hello Christmas

J.A.Xesteira
Existe una regla no escrita (ahora dirían que un protocolo) por la cual, en estas fechas hay que ponerse en “modo Navidad”, según unos viejos cánones del Cristianismo y los grandes almacenes, que dieron cuerpo a una fiesta familiar y un decorado a medias entre las figuritas de barro creadas por Francisco de Asis y el viejo de las barbas creado por Coca Cola; todo ese mundo de colorines, regalos, reyes de Oriente, belenes y arbolitos se le llamó la Tradición Navideña; toda la literatura dickensiana, todo el cine con nieve de algodón y buenos deseos, toda la música tamborilera y del “mericrismas” y toda la noche de paz, unido a los turrones, el champán llamado ahora cava, y la familia a la mesa, consituyen la iconografía clásica que no merece la pena ni explicar. Todos sabemos de lo que estamos hablando. Es tiempo este de nostalgias, recuerdos de las navidades pasadas; ahí todos somos un poco el mister Scrooge del cuento, y los más viejos solemos sacar la frase apolillada de que “esto no es lo que era”, como si algo fuera a ser eterno y el presente no tuviera caducidad programada.
La Navidad, las Felices Fiestas (y el próspero Año Nuevo) son, básicamente, un tiempo de gasto y consumo, de volvernos ricos por unos días y despilfarrar; cada vez menos y con un amplio sector de la sociedad, en aumento, que ya no pertenece a la sociedad de consumo y está apuntado a la sociedad en precario. Pero, a la vista del movimiento de clientes en las tiendas y grandes áreas estos días, la tradición parece que se mantiene, que el gasto sostiene al comercio y un año más estamos que lo tiramos. En este fin de semana largo se concentra la cumbre del regalo junto con la Lotería. Y todo esto, después de varios ataques modernos a las tarjetas de compra, desde viernes negros hasta lunes especiales y otras ofertas que ya nos llegan al teléfono desde plataformas remotas de ventas on-line.
Pero si, por un lado, la Navidad se ha convertido, como se veía venir, en un espacio anual de compras adictivas, la otra navidad, la costumbrista y tradicional, efectivamente (aún a pesar de tópico viejuno) no es lo que era. Recapitulemos. Nuestra Navidad, la de este lado, era una fiesta que comenzaba a mediados (casi finales) de diciembre siguiendo unas pautas cristianas basadas en las historias evangélicas del niño Jesús y sus padres en el portal de Belén, la mula y el buey, los pastores, el ángel y la estrella, con el rey Herodes matando inocentes, los reyes magos con el oro-incienso-y-mirra y un río de papel de plata y musgo y serrín. Es una historia que, incluso descontextualizada de su carga religiosa es muy bella; cualquier ateo aceptará que como cuento es hermosa la historia. Si vamos más allá y hacemos un análisis actual tenemos una historia de migrantes que son rechazados en las fronteras, gente pobre que tiene que refugiarse a parir en una cuadra de un pueblo palestino hoy bombardeado por Israel; unos magos zoroástricos aparecen detrás de un cometa y buscan a un niño que será el Mesías, el Elegido (aquí la cosa se pone un poco en plan leyenda de serie televisiva) y el rey Herodes, delegado de Roma para la región de Judea, mata a los primogénitos para mantener la historia dentro de los parámetros literarios de las grandes leyendas (en clave actual sería Trump en su castillito sobre la colina del belén). María y José, dos galileos pobres, emigran a Egipto, que era como los USA de aquel entonces, a esperar mejores tiempos para regresar a su tierra. Una historia que se resumía en la tradición católica con el belén de barro, la misa del gallo y la cena de Nochebuena (el bacalao con coliflor era un añadido gallego personalizado).
¿En qué momento toda esa tradición se transformó en la actual costumbre del abeto de plástico —mucho más práctico– con lucecitas de bazar chino? ¿En que punto abandonamos las figuritas de barro en una caja en los fayados? Seguramente en el punto en el que comenzamos a preparar las navidades después de Todos los Santos (ahora llamados Halloween) y avanzamos hacia el 25 de diciembre (fun-fun-fun) comprando durante el mes para llegar a la noche de paz y de amor con montones de paquetes debajo del arbolito. Es más práctico, dijimos, porque así los niños pueden jugar hasta que vuelvan al cole, mientras que los Reyes llegan el último día y ya no se puede jugar con la nintendo (falso, estarán jugan con la maquinita todo el año).
El mundo ha cambiado; siempre cambia, y ahora a mayor velocidad, para bien y para mal. El Capitalismo, ese concepto que existe y que todos niegan que exista, lo come todo, es capaz de comerse incluso al Partido Comunista Chino, que es el único país esquizofrénico, con un gobierno marxista-maoista y una economía capitalista extrema. También se ha comido el concepto de la Navidad cristiana, porque era un concepto pobre, inventado por un pobre franciscano con figuras de barro. Y la actualidad requiere otras cosas, otro espectáculo y otro gasto. Llevándolo a un extremo, podríamos decir que a la Navidad “tradicional” la mató el invento de las luces de LED, que son más baratas y pueden llenar una ciudad de espectáculo para poder hacer selfies (¿quien quiere hacerse un selfie con el portal de belén de casa?)
En nuestro particular cuento de Navidad, recordaremos a nuestra manera como eran las del pasado, sublimando lo bueno y olvidándonos de lo malo; viviremos el presente rellenando la lista de regalos para todos (que, a su vez, nos llenarán de regalos), y diciendo la frase de que esto no es lo que era; cenaremos como cada año, repartiéndonos la familia entre esta cena y la de la semana que viene. Siempre que se recuerde el pasado, sobre todo el pasado que idealizamos como maravilla navideña, no tenemos en cuenta de que los jóvenes del presente recordarán con nostalgia estas navidades, aunque para nosotros no son lo que eran.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Contraste de realidades

 J.A.Xesteira
Salgo de compras de Navidad porque es lo que viene en el protocolo anual después del puente Constitución-Inmaculada (son dos fiestas distintas, no confundir). Salgo de acompañante, porque mi capacidad consumidora es de mínimos, soy un sujeto pasivo en las fiestas de regalos y no tengo amigos invisibles (enemigos, seguramente si, pero mis amigos están a la vista). Los grandes almacenes y las pequeñas tiendas están rebosantes de gentes con bolsas llenas de compras para las familias; se ve que hay poderío y las tarjetas de crédito y débito están a punto de ignición. Mientras espero, ojeo la prensa de papel; ahí hay otro mundo diferente en el que contrastan fastos constitucionales con crisis anunciadas, reformas constitucionales con pobreza en aumento, gastos fastuosos en bombillas rimbombantes, para fomentar el papanatismo, con cifras asustadoras de los que necesitan aceite y arroz de los caritativos bancos de alimentos. Contrastes, que son terreno abonado para hacer comparaciones entre lo que se gasta y lo que se debe, entre la parte rica de la sociedad (clase media incluida) y la clase baja, separadas por una brecha cada vez más grande y con aumento notable de la segunda parte. Mientras la gente se atasca en las calles para completar la lista de regalos, en los periódicos salen cosas que asustarían si no hubieramos perdido la capacidad de susto y reflexión hace años. A veces son noticias tan indiferentes como los datos de muertes y nacimientos en Galicia, con una población envejecida que no se arrregla ni con inmigrantes; ya tenemos más viejos y más perros que niños. Mientras se discute la reforma constitucional, la vía eslovena en Cataluña, los pactos andaluces y otros entretenimientos parecidos, los rectores de las universidades españolas (las públicas, las otras son negocios de particulares) dan la voz de alarma: tenemos las universidades más caras de Europa, han desaparecido de ellas 11.500 puestos de trabajo, las becas no dan para poder estudiar y los recortes del Estado han dejado a la investigación española por los suelos; un dato: cualquier equipo importante de primera división de fútbol invierte más en su negocio que el Estado en estos últimos quince años en univerrsidades.
Claro que, llegado a este punto de contrastar realidades y hechos palpables, alguien dirá que esto es demagogia, que es algo que siempre se atribuye al de enfrente. Y es posible que lo sea, porque, en demagogia no estoy muy al día y puede que caiga en demagogias variadas (los tiempos son duros y aquí, el que no es demagogo es un calificativo ofensivo que no diré por educación, y, claro, hay que elegir) Pero, aun a riesgo de caer en demagogias (en las demagogias siempre se cae, deben ser como agujeros negros) se puede entrar a opinar de la Constitución, que es ese folleto que regalaban hace cuarenta años con el periódico del día, en versión gallega y castellana, y que nadie leyó ni se molestó en aprender algunos de sus derechos y obligaciones. Estos días nos hemos vuelto a enterar de muchas cosas sobre la Constitución que ya sabíamos y que no echábamos en falta. Y sabemos que hay que reformarla para ponernos al día. Los constitucionalistas dicen que no hay que tocarla y los otros (no tienen nombre asignado) que sí, que hay que reformarla, porque la Constitución no es más que el reglamento para jugar a la democracia. De cualquer manera, cambiarla o no, va a dar lo mismo; el contenido constitucional es un cúmulo de derechos que nadie va a garantizar, una serie de obligaciones que nadie va a cumplir y un texto que queda a la interpretación de unos jueces designados a dedo por los poderes políticos. La ley de leyes española es un folleto de instrucciones en un país en el que nadie lee los folletos de instrucciones. Una constitución que garantiza el derecho a la educación, al trabajo, a la protección de la salud, a la vivienda…, sobre el papel, en la realidad demagógica el contraste es evidente: todo esto se cumple si tienes dinero. La vivienda a la que tenemos derecho es ya un lujo y los desahucios aumentan en la misma proporción en que disminuyen las rentas; bancos y fondos bajo sospecha, a la par que propietarios que prefieren alquilar a turistas, han convertido los desahucios por imposibilidad de pago de alquiler en una espiral incontrolable mientras el Estado no es capaz de articular ni una sola ley de amparo constitucional. El trabajo es un derecho, nadie lo niega, lo que no se define es a lo que llaman trabajo ni cuanto se va a pagar por él. La sanidad, junto con la educación, los pilares básicos de una sociedad, están sometidos en este momento a una operacion de “thatcherismo”; para muestra de la educación, lo que apuntaba más arriba, para lo segundo no hay más que ir al médico y enfrentarse a la cruda realidad, maldecir el sistema,  o ver a los profesionales de la medicina dimitiendo en bloque a las puertas de los centros de Galicia. La famosa libertad de expresión y la protección de datos de los periodistas quedan al arbitrio de un juez, que te puede pillar el móvil y el ordenata para ver que tiene dentro.
Puro thatcherismo, el sistema que toma el nombre de aquella nefasta primera ministra británica, que consiguió destrozar el sistema sanitario británico, un modelo en su tiempo, y aniquilar varios movimientos sindicales y sociales del país. Tuvo la suerte de que en su camino se cruzaron personajes más nefastos, los militares argentinos que le declararon una guerra absurda por unas islas sin interés. Murieron muchos jóvenes y la Dama de Hierro se salvó. La sanidad británica nunca volvió a ser la misma. El thatcherismo fue una fuente de inspiración en la derecha española, que gustó siempre de llevar lo público a lo privado, que es lugar donde van a parar los políticos cuando dejan de cobrar de lo público. Los resultados de las últimas décadas los estamos padeciendo (no me hablen de crisis, eso es pura demagogia) y ahora, después de comprar bancos, estamos comprando autopistas. Somos así, un contraste sin sentido.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Avisos y señales

J.A.Xesteira
Ya tardaba, pero al fin está aquí. Con la entrada de la ultraderecha en Sevilla ya casi estamos homologados al resto de los países europeos (con la agradable y vecina excepción de Portugal). Totalmente incrustada la extrema reacción, bien en los gobiernos, bien en los parlamentos, es la corriente principal que sacude al mundo, disfrazada de muchos colores y gracias a la imperfeccion del juego democrático (hace tiempo que el totalitarismo entendió que en una sociedad inculta, miedosa e indolente, es fácil meter por las urnas a un partido de ultraderecha: las consignas son más fáciles de creer que las ideas y da menos trabajo asimilarlas). Ya podemos decir que somos europeos hasta en dar de mamar a nuestros ultras particulares y “su” España, un concepto geográfico administrativo elevado a la categoría de idea superior e imperial . No voy a analizar las elecciones andaluzas, que eso es cosa de cada partido y cada analista de cabecera, los grandes estrategas que no saben más que usted o que yo, pero dejan la cagadita de su sentencia para explicar lo que no tiene explicación, o sí la tiene bien fácil: la democracia también es esto. No nos debemos olvidar nunca de que la democracia no es la panacea, y funciona si los demócratas votantes son conscientes y tienen suficiente conciencia social para jugar a ese juego, de lo contrario pasa siempre lo que pasa. Siempre hay que recordar que Mussolini y Hitler fueron elegidos en las urnas, igual que Putin o Trump. La democracia no es más que un juego y, como en la canción mexicana, es como la ruleta en la que apostamos todos.
El panorama varía desde lo de Andalucía, y cada partido sacará sus propias consecuencias y se inventará su futuro, el del partido, porque el del resto de los ciudadanos seguirá instalado en la incertidumbre. La derecha tiene ahora un trilema; por un lado están los dos autodenominados centro-derecha, PP y C’s (con estos partidos, como con sus líderes, me acomete siempre el síndrome del Dúo Dinámico: nunca distinguí a Ramón de Manolo) y por otro lado, la derecha-más-a-la-derecha, Vox, cuyos líderes no dejan lugar a dudas, son claramente ultramontanos. Se supone que tendrán que pactar entre ellos, con lo cual tendrán que quitarse muchos disfraces y situarse cada uno en el terreno de la realidad y no en el que quieren dar a entender que están. Todos tienen a estas alturas un lío interno, procurando discutir de puertas adentro lo que perdieron de puertas afuera, en un proceso que perdieron las que ganaron y ganaron los que perdieron. Ahora empieza el lío de las alianzas, que son como el tute cabrón: gana el que más pierde.
Las voces políticas, que estos días claman contra lo que hicimos mal y lo que hicimos bien, ignoran una vez más una cuestión vital: la realidad está en la calle, no en los partidos. Y la calle hace tiempo que da señales de que las políticas no funcionan. La sociedad, ese concepto en el que imaginamos a todos los votantes y contribuyentes, tambien conocido como el país, el Estado o, incluso, la patria, ha mandado señales y avisos de que la cosa no funciona, de que el invento está en horas bajas, seguramente porque en todo el mundo sucede lo mismo. Cuando en una sociedad se manda a la cárcel a un tipo que roba un bocadillo para “enriquecerse” y se disculpan a violadores por violar poco, es que algo no va bien; cuando una mujer se suicida porque un banco (ayudado por la ley y el juez que aplica la ley) le echa de su casa por no pagar, cuando esa mujer pagó, junto con todos los ciudadanos para rescatar a un banco, es que la cosa no progresa adecuadamente; cuando confiamos el desastre climático a políticos que no creen en él mientras los ciudadanos de a pie lo vemos en cada tormenta, es que alguien se equivoca de voto y de político; cuando un pesquero, aplicando las leyes internacionales del mar, salva a unos náufragos y después no tiene un puerto a donde llevarlos, es que nos hemos vuelto peligrosamente intolerantes; cuando la brecha del reparto de la riqueza se agranda, dejando a un lado salarios miserables y a otro concentración de grandes capitales y, por encima, se niega esa evidencia como el cambio climático y se soluciona con campañas navideñas de dar de comer al hambriento, es no hemos entendido nada.
Los viejos conceptos, izquierdas y derechas, los bloques capitalistas y comunistas, los progresistas y los reaccionarios, todo aquello que nos daba a entender el funcionamiento de la sociedad, han sido sustituidos por otras fuerzas económicas que han convertido a esa sociedad en una masa desprovista de alma, inculta, contemplativa, dócil, que cree que una manifestación consiste en pasearse con pancartas o un minuto de silencio con el alcalde del pueblo. No, precisamente a cincuenta años del mayo francés, una manifestación es la que le montaron los chalecos amarillos a Macron en París. Hemos transformado las manifestaciones en procesiones laicas de protesta y nos olvidamos de que una manifestación es “contra” y “a pesar de”. Cuando nos relajamos suele aparecer aquel viejo chiste en el que nos sale ese pequeño fascista que todos llevamos dentro (¿y por qué pequeño, decía el político?) La aparicion de Vox y sus triunfos de ahora no son más que una consecuencia, y no vale culpar a la extrema derecha de sus triunfos, sino hacer autocritica de los fracasos que hicieron posible la vuelta de los intolerantes.
Postdata del dramaturgo JB Priestley en el año 1940: “El nazismo no es en realidad una filosofía política, sino una actitud mental. Es la expresión, en la vida polìtica, de cierto temperamenteo sumamente desagradable: el del hombre que odia la democracia, las discusiones razonables, la tolerancia, la paciencia, la igualdad y el humor; es el temperamento del hombre que adora las bravatas y las jactancias, los uniformes, los guardaespaldas, los coches veloces, las tramas urdidas en secreto, los gritos y los abusos, la revancha contra aquellas personas que le han llevado a sentirse inferior.”