domingo, 22 de septiembre de 2013

La palabra y el número


Diario de Pontevedra 21/09/2013 - J.A. Xesteira
Detrás del fracaso olímpico, y más allá de los chistes vinieron algunas reflexiones y consideraciones de otro calado. Quedaron en evidencia dos cosas: que los políticos españoles tienen poco dominio del discurso cuando no leen, y que a la hora de echar mano de los números, que se corresponden con moneda de curso legal, todos demuestran que son “de letras” (antigua acepción académica por la cual se justificaba que “los de ciencias” podían ser analfabetos y “los de letras” no necesitaban saber sumar y restar, dicha disciplina hoy es un anacronismo resuelto por la tecnología moderna). Los políticos españoles fueron decayendo en la oratoria; desde los tiempos de Fraga, Felipe, Carrillo y Suárez el discurso fue enflaqueciendo a través de Aznar y su fraseo de ribera del Duero (gran reserva), de Zapatero y su actitud de alumno que no se sabe la lección, hasta el mutismo técnico de Rajoy. Los políticos españoles carecen del estilo retórico de los portugueses, que son capaces de hablar dos horas sobre nada (a diferencias de sus cantantes, que son capaces de comprimir una novela en dos minutos de fado) y sus argumentos se pierden entre frases vacías y palabras huecas. Su escasa preparación como políticos (es el oficio mejor remunerado del país para el que no se exigen estudios adecuados, títulos ni máster, basta con meterse en el partido y tener la habilidad suficiente para trepar hasta alcanzar el mayor grado de incompetencia en el puesto) es evidente a la hora de subirse a un estrado o enfrentarse con la prensa. La utilización de latiguillos y frases hechas es tal que ya han contaminado a los periodistas, que cayeron en la trampa de los dos-puntos-abre-comillas, por la que se colaron las frases de todos los botarates sin argumentos; los periodistas ya escriben como hablan los políticos y los entrenadores de fútbol, es decir, mal. La utilización parlamentaria del discurso político ha llegado a ser un altercado entre “nosotros” y “ellos”, transformada en una riña de patio de escuela, a medias entre el “habla cucurucho, que no te escucho” y el “chincha, rabiña, que ganamos el partido”. No hay relleno dentro de las frases, no hay sustancia en las palabras, que casi siempre se usan con la más completa ignorancia de su significado. Se ha devaluado la importancia de la gramática y del diccionario, ahora que tenemos en red todas las posibilidades de consulta fácil, precisamente se pierde la facultad de entenderse por la palabra y nos comunicamos mediante las redes sociales, en las que los políticos son muchas veces presa de sus propias meteduras de pata. Pero el tema ya es preocupante cuando tratan de explicar mediante la palabra hablada los números. Cuando quieren explicar las cifras que les colocaron sobre un papel para justificar y justificarse, es cuando todo se convierte en drama, y, a veces, en delito encubierto por un discurso que no consigue camuflar el sentido común. Más allá de los problemas de la alcaldesa de Madrid, exagerados por obra y gracia televisiva, está el concepto de que en ese viaje de varias intentonas para ser sede olímpica se ha utilizado un discurso con el que se cantaron las maravillas que supone para una ciudad ser sede olímpica, ocultando que se gastó en ese proyecto un total de más de seis mil millones de euros (deténganse un momento y no pasen como siempre por encima de las cifras: son más de 6.000 millones de euros) que no han servido para nada. Se justificarán como siempre, diciendo que son una inversión en instalaciones deportivas, pero Madrid ya ha perdido el negocio olímpico, está perdiendo turismo a marchas forzadas por una mala gestión (todavía hay quien viaja a Madrid y pregunta por la Movida de hace varios alcaldes atrás) y no se va a recuperar lo que se gastó en edificios olímpicos y que todavía será deuda por varias generaciones más allá de Gallardón. Ahí quedan fastuosas instalaciones que sólo sirven para un par de campeonatos de tenis al año o para celebrar ferias y conciertos de escasa rentabilidad. Se sumarán a las docenas de edificaciones que a lo largo y ancho del país se construyeron como gran inversión para enormes beneficios futuros. El futuro llegó a esos edificios y lo gastado en vanidades políticas no se recuperará nunca (ejemplos los tenemos aquí mismo, a la orilla del puerto de Vigo). Construcciones innecesarias, como aeropuertos sin aviones, carreteras sin coches, museos del vacío absoluto e instalaciones deportivas sin deportistas fueron vendidas en su día como grandes inversiones de esplendoroso porvenir. El sentido común del hombre de la calle le decía otra cosa que tiene que ver con el Código Penal, pero las afirmaciones políticas eran discursos contumaces: eran buenas inversiones. Y ahí llegamos a esa manipulación, a veces inconsciente de la palabra y del número. Cuando se refieren a los enormes despilfarros de dinero público en proyectos de evidente estupidez, se refieren a inversión, es decir, a que se pone el dinero necesario para recuperarlo después con el valor añadido, lo cual, casi nunca ha sucedido (hagan memoria y busquen alguna obra pública que haya sido rentable) mientras que cuando se refieren al dinero público aplicado a necesidades básicas, se refieren a gasto, como el gasto en educación o en sanidad, como si ese dinero nunca se pudiera recuperar. Ese es el único dinero que se rentabiliza, y no es un gasto, sino la inversión que nos da el ciento por uno en forma de salud y cultura, las dos cosas básicas que no hay que explicar en un discurso. En la pugna entre el catalanismo y el centralismo se usan las viejas palabras de una-e-indivisible, se olvidan las palabras de una Constitución que hay que cambiar y se queda sólo en los números de financiación. Y se amenaza con la frase de que la independencia no cabe en Europa, sin pensar que a lo mejor esa nueva idea tiene más atractivo de lo que piensan. Total, de Europa sólo viene dinero para los bancos y recortes en salarios. Y para eso no hace falta estar en la UE.

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