domingo, 1 de septiembre de 2013

Vacaciones the end


Diario de Pontevedra. 31/08/2013 - J.A. Xesteira
El hombre salía de viaje de vacaciones en la segunda quincena de agosto. No era su mes preferido, pero a la hora del reparto en la empresa a él le tocaba elegir de último (jóvenes padres con niños, casados y demás siempre le pasaban delante), antes de la crisis había más espacio donde elegir, pero ahora casi todos preferían pasar el verano en la aldea de al lado y dejar setiembre para enfrentarse a los colegios. Así que el hombre, un solitario en la orilla de la jubilación (después de haber sorteado milagrosamente las prejubilaciones previstas por la ley) se decidió a marcharse por ahí adelante de viaje, como siempre, solo y a su bola. Le habían desgraciado el plan de revisitar Egipto, ahora vacío de turistas y lleno de muertos; a punto estuvo de arriesgarse al experimento audaz de volver al Nilo sin las hordas de turistas llenándolo todo, espantadas por la situación política. Pero los últimos acontecimientos le disuadieron. Además estaba cansado, las cervicales le daban la lata últimamente y, mejor, un viaje relajante y sin muchas sorpresas. Descartado el Caribe de las pulseritas todo incluido, donde nadie se relaja, y las playas rebosantes de protección solar, decidió Italia como destino, pese a que todos le decían lo que él sabía: en el Ferragosto, todos los italianos se van; lo había comprobado unos días atrás en Compostela, llena de peregrinos italianos (se les distingue porque no compran prendas Quechua, sino que todo en ellos es diseño y marca, incluidas las ampollas de los pies). No se molestó mucho, compró un billete para una ciudad del Norte (Milán o la roja Bolonia) que ya conocía y se dispuso a pasar la quincena caminando con calma, viajando el el tren y sentándose en las terrazas a tomar un “gelatto” mientras contempla el paso de las vacaciones por los edificios del Risorggimento o por las columas del Imperio. A la hora de hacer el equipaje apareció la primera duda: la novela que siempre llevaba en la mochila de mano. Repasó las últimas novedades de las revistas especializadas, echó un vistazo a los suplementos literarios de los periódicos; docenas de policías, investigadores privados, caballeros medievales y restos de la guerra civil... Al final metió al saco “La isla del tesoro”, leída mil veces, como pieza segura. (En una ocasión –recordaba– un gran escritor universal había dicho en una entrevista: “El drama de todo escritor que quiera perdurar es que ya está escrita “La isla del tesoro”) Junto con otras obras de eterno retorno (“Moby Dick”, “En el camino”, “El gatopardo” –su lectura en las vacaciones de Sicilia– o “La Odisea”) disfrutaba reencontrándose con la aventura literaria mil veces saboreada, como una comida preferida a la que volver para recordar sabores perdidos. En papel. Llevaba el iPad ya como un complemento viajero, pero no guardaba en él ni un sólo libro; la disculpa era que en el libro digital no se puede escribir en el margen las notas y correcciones que hacía más suyo el libro. La Italia de agosto estaba ocupada por turistas de a pie. El hombre elegía los lugares menos frecuentados. Hacían tiempo que abandonara la necesidad de hacer fotografías. Desde el paso de analógico a digital la euforia de los primeros tiempos de acumulación de instantáneas en el disco duro de su ordenador había dejado paso a un abandono por saturación. Ya no sentía la necesidad de capturar el instante, la luz, la piedra, la perspectiva... La facilidad de llevar para casa las estampas de las vacaciones le había defraudado. Ahora hacía alguna foto con el teléfono, que sabía que moriría el sueño eterno dentro del pequeño rectángulo con una manzana dibujada. Por el contrario, todos los turistas que habían sustituido a los italianos capturaban con los más diversos implementos millones de imágenes que quedarían sepultadas dentro de las memorias digitales sin volver a salir ni para enseñar a los amigos en una cena de posvacaciones. El primer día encendió el iPad para leer las noticias de su periódico de cabecera, y se encontró con la sorpresa de que el wi-fi del hotel era de pago; por más que le razonó al recepcionista que eso era una mala política, porque al hotel le iba a dar igual que hubiera uno o cien conectados al ADSL, que el precio era el mismo, no hubo manera. Un camarero le sugirió que caminara unos metros, en una cafetería cercana el wi-fi era gratis. El primer día abrió el buscador, ojeó distraídamente el periódico y se dejó llevar por el frescor de la mañana y por los sonidos de la ciudad medieval recién despertada. Se olvidó de que existían periódicos. El iPad quedó reducido a su función de jugar a los solitarios. y para el correo, que revisaba cada día al retirarse, desde la misma cafetería donde tomaba capuchino con wi-fi. Su misión era ver como pasaba el tiempo. Había alcanzado el grado sumo del viajero, la impasibilidad ante el territorio distinto. El resto de turistas pasaban a su lado fotografiándolo todo: los edificios, los vendedores ambulantes, las notas pintorescas, las iglesias y sus santos, todo y a toda prisa, para llevárselo a su casa y sepultarlo en la memoria digital o enviárselo por wasap a sus amigos para que sepan que están en Verona y ellos, no. El hombre ya no capturaba la imagen con un disparo de cámara, simplemente se empapaba de ella y después la dejaba donde estaba. Así recorría plazas, callejas, “trattorías”, librerías, mercados de viejo dominicales, museos, centros cívicos, cafés... Lentamente, sin sorprenderse. El 31 de agosto regresó del viaje de vacaciones. Por primera vez no estaba agotado del viaje. Leído el libro, descansado de cuerpo y alma. Recogió la carta con el recibo de la luz (era la única que recibía ahora, el resto venía por internet) y compró un periódico. Después de quince días sin asomarse a la actualidad, se dio cuenta de que todo estaba igual que antes de marchar. Salvo un par de diferencias circunstanciales. Allí seguían los mismos imputados con sus presumibles delitos, los mismos futbolistas, el mismo mundo que era quince días antes.

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