viernes, 28 de abril de 2017

Viejas mañas, nuevas corrupciones

J.A.Xesteira
Hace dos o tres semanas se produjo un  escándalo internacional cuando el presidente del Eurogrupo dijo aquella frase de que los países del sur se gastan el dinero en copas y mujeres. En realidad no fue exactamente un escándalo, porque en estos espacios de alta política todo queda en medio kilo de aspavientos. Las palabras del socialdemócrata holandés de apellido complicado no es más que la traducción de un viejo estereotipo que fija a los nórdicos como gentes cuadriculadas, severas, trabajadoras y legales, que no cruzan fuera de los pasos cebra y dan cuenta de todos los gastos con honradez calvinista, mientras que los del sur somos una tropa de cantamañanas, juerguistas, mujeriegos, trasnochadores, que pisamos siempre la raya continua y mentimos en la declaración de la renta con hipocresía católica. Ese viejo tópico hace años que está roto por causa del turismo; los nórdicos viajan al sur a beber lo que ni los del sur somos capaces, el luteranismo es tan hipócrita como el catolicismo y en las tierras del holandés pasan las mismas cosas que en sur, por mucha bicicleta blanca que le pongan a los canales y por mucha permisividad porrera de la que puedan presumir. En el sur de Europa se padecen los mismos males que en el norte.
En lo que respecta a España, ya me gustaría a mí que nuestros políticos se gastaran el dinero en champán y puticlubs, nos saldría más barato a todos. Pero viendo las presencias de estos políticos que soportamos y subvencionamos, no me parece que tengan aspecto de fandangueros derrochadores de fiesta en fiesta. Hagan una pequeña abstracción e imagínense a la clase política  que sale en los telediarios y pónganlos con la copa en la mano derrochando el dinero público en locales de dudosa reputación cantando “Suavecito” o la Macarena. No hay manera.
Pero, ya digo, me gustaría que eso fuera verdad, al menos nos saldría más barato. En realidad, nuestros políticos, en especial los que actualmente están en el gobierno (no digo que los demás estén libres de pecados, pero en este momento les toca al PP) se gastan dinero en grandes inversiones; de manera austera, muchos políticos están financiando con dinero público a los bancos paradisíacos europeos, suizos, luxemburgueses o de San Marino, antes de que viajen esos dineros al Caribe, a Panamá o a una pequeña isla que no produce nada más que dinero oculto, donde abren cuentas con el dinero que distraen (es la mejor palabra, porque el dinero se va mientras estamos distraidos viedndo un derbi de futbol o la procesión de semana santa) y se los llevan a cuentas corrientes con las que pueden vivir países como los que acojen a estos bancos, santificados por la Unión Europea y sus representantes.
Salimos a operación con nombre propio por semana; cada caso se ramifica como la corrupción de la hidra. Si esta semana toca al Canal de Isabel II la que viene puede tocar a otro organismo y a otros “currutos”. Cada semana van a la cárcel unos cuantos, se pagan unas fianzas y se mueve el portavocismo pidiendo comparecencias de Rajoy, dimisiones de fiscales más acá de cualquier sospecha, y el patio se agita por unos días con alguna dimisión de menor cuantía (pensemos que Esperanza Aguirre no es más que una concejala de una villa) Y ahora le toca turno por fraude a la delegada del Gobierno en Madrid. Y suma y sigue, mientras las especies protegidas en las áreas políticas están pensando en no abrir la boca para no aparecer en frases difíciles de explicar (“Ojalá que se acaben los líos”, que parece una canción mexicana; o “El que la hace, la paga”, que parece más una guaracha cubana) La masa votante parece que se altera, pero sigue pasmada en su estupidez social.
La ola de corrupción que parece invadir la clase política en general y la gobernante en particular semeja la plaga del picudo rojo, ese bello escarabajo que avanza desde el sur arrasando palmeras. Se ven sus efectos por todas partes. Las palmeras, como los políticos, están ahí, erguidas, todas chulitas con sus penachos y sus dátiles incomestibles. Y un buen día les entra una investigación con nombre, como el picudo rojo, y al día siguiente el penacho se desploma imputado, y hay que intervenir rápido; una brigada de expertos desmantela las palmas, se lleva cajas de documentación y se queda el tronco pelado; al día siguiente, los mismos expertos lo cortan siguiendo un protocolo y se lo llevan para eliminar la gusanera que el picudo puso dentro del tronco principal. El tronco se destruye, que es lo mismo que decir que dimite y desparece de los arrogantes jardines que presumían de palmera indiana, un exotismo vanidoso.
Pero, ¿qué pasa? ¿es que los políticos españoles son más corruptos que los europeos? No; si echamos la vista alrededor encontramos corruptos en todo el mundo, simplemente que cada país tiene su estilo propio (menos el Fondo Monetario Internacional, que tiene una mano especial para colocar en la dirección a un personal destinado a los juzgados). En España sucede que cuarenta años de democracia no han cambiado la esencia del concejal. Los más altos políticos de este país son concejales venidos a más, ediles que no superaron el preescolar político. Acostumbrados a los trapicheos de arte menor, con un porcentaje sobre obra pública y con las migajas que se van quedando por el camino desde Madrid o Bruselas hasta la pedanía, cuando suben en el escalafón cambian el traje y la corbata, pero persisten las mañas, ahora con grandes asesores y estrategas que dicen por donde van y de donde vienen los dineros. Y ahí se pierden. Sucede también que los partidos –y eso es algo elemental– necesitan grandes sumas de dinero para su existencia. Hay que pagar campañas, sedes con mobiliario a juego, y a todos los trabajadores del aparato que son acogidos en su seno, porque “son de los nuestros”. Un partido es una empresa que no produce nada pero necesita grandes inversiones para existir. Todo eso no lo dan las cuotas de afiliados. Lo dan otrros poderes que no regalan nada, simplemente invierten.

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